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Tercer acto: las fachosas soñadazas

Truena de gusto la Sonora Santanera y se revienta insinuante una fantasía tropicosoarrabalera, para que las cariñosas se lancen a mover el bote con desfachatez. “Fue en un cabaré / donde te encontré / bailandooo / vendiendo tu amor / al mejor postor / soñandooo”. El género emergente pronto no necesitará del pretexto de salir a la defensa de teatros frívolos en la mira del primer Gengis-Hank de nuestra Historia deefense (como en Tívoli), pronto no se sentirá obligado a deslizar sus máximos atractivos como viles subproductos de la más anodina comedia melodramática del familiarismo (como en Bellas de noche 1). Una vez probadas, volará con sus propias alas. La frivolidad es el Texto mismo y el Subproducto se ha vuelto usufructo.

En sus fotomontajes y en los desplegados de su anuncio, Bellas de noche 1 portaba entre titubeos, casi de manera vergonzante y entre paréntesis, el subtítulo de (Las ficheras), que era el título de la infrapieza de gran éxito popular en la que se inspiraba, pero finalmente, de acuerdo con una tradición de raigambre tintanezca, dominó el título paródico referido a una fina ironía buñueliana (Bella de día, 1967). Con plena confianza y en desquite, Las ficheras (Miguel M. Delgado, 1976) lleva entre paréntesis, como mera referencia, el subtítulo (Bellas de noche 2).

Las ficheras se asumen como núcleo del espectáculo y ya se distinguen entre ellas mismas, ya se diversifican. Las ficheras al poder. “Mexicanas al grito de dicha / al acero prestad y al vergón / y retiemble en su centro la ficha / al sonoro rugir del vulvón”. ¿Les cabrá tanta dicha?

La fichera encueratriz de ojos rasgados y taparrabo brilloso (Lyn May más desinhibida que en Tívoli) se debate entre las luces escarlata de un escenario autónomo, contorsiona sus opulentas caderas de guitarra intocable, va cayendo abierta compás, y se concentra, más gimnástica que seductora, mientras se quita la última prenda, en laboriosas calistenias que quisieran evocar, sin conseguirlo por razones de censura gubernamental, los shows para ginecólogos (que no para voyeristas) del Teatro Apolo. Las ficheras estándar, de minivestido muestratodo (Liza D'Liz, Roxana Dumont), bailan obsequiosas con sebosos gordazos que no temen el desfiguro en la pista, al compás de los contoneos barriobajeros de la desatada Sonora Santanera en su mejor momento (“Mi razón”). La fichera francesa (Jaqueline Hivet), que llegó a impartir cátedra de cómo fichar con catego, tiene su rincón aparte, en donde sólo atiende clientes que ordenen champagne, para irlos descontando uno a uno gracias a una copa perforada. Las ficheras nacas (Gabriel Ríos, Mabel Lara) esperan infructuosamente, bajo un mural de monigotas desnudas full size y estereotipadas esculturas de yeso tentaleable, a ver quién les invita agua pintada, o se entretienen albureando a un trastabillante cliente ahogado en alcohol (“Nos llamamos igual que tu madre”), pero el intento les sale cola (“Entonces son las tres virtudes: Fe, Esperanza y Ca... simira”). Una fichera voraz codicia el anillazo del mesero joto (Víctor Manuel Güero Castro, autor de la pieza original y de esta secuela), para hacerse merecedora a un descolón nada desdeñable (“¿Sabes dónde puedes clavarte uno igual? —No ¿dónde? —¡En las nalgas!”). Las ficheras chismosoinformativas enuncian, sin que venga a cuento, la arbitraria solución de continuidad entre las partes 1 y 2 del taquillazo Bellas de noche (“La Muñeca les compró el cabaret a La Matraca y a don Atenógenes”). Y la siempre excluida fichera lumpen La Corcholata (Carmen Salinas), cada vez más pintarrajeada y bolsona y lépera y etilizada, irrumpe por la puerta cantinera de El Pirulí para desentonar ostentosamente con la selecta concurrencia de ese improbable antro de tercera, doma ipso facto al mesero cancerbero mediante un jalón de pene que lo deja con los pantalones en el suelo, se empuja un par de alipuses que ha birlado por ahí, y le asesta a la ahora rubicunda dueña del negocio su nueva especialidad verborrágica: un rollazo majadero-cívico, modelo Apertura tardía, con el que la deforme fichera jubilada ha sustituido temporalmente a su imparable moralina sensiblera de antes (“Aquí quisiera ver a esos capitalistas perniciosos y persignados que se llevan su dinero a Suiza o a Texas: el ejemplo que les está poniendo esta pinche puta”), por lo cual saldrá botada otra vez del lugar, para enfrentarse a media película con los policías socarrones de una delegación que se enmotan aduciendo que fuman científicamente “orégano para las reumas”.

Impenitentemente devaluadas, las ficheras son a un tiempo concretas e imprecisas, pues sólo cobran vida en el momento de emitir un parlamento chispeante, o de lucir silicones debajo de los más caprichosos negligés, o en un desnudo autorizado, por supuesto menos excitante que el de la chinita acapulqueña Lyn May. Las ficheras son seres discontinuos e hipotéticos, porque en su mundo toda estructura narrativa resulta imposible, y se le sustituye con una yuxtaposición de parlamentos duelísticos y abruptos sketches de teatro frívolo, aunque sin renunciar por ello a cierto esbozo de trama, o a la mezcla de tramas paralelas, donde no es raro que una forzada trama melodramática alterne con varias picantes tramas burlescas.

Pero Las ficheras están gozosas porque contribuyen a edificar el prototipo de “cine popular” que reimpone una producción privada de regreso por sus fueros fílmicos, nunca esencialmente afectada por el engaño de la estatización echeverrista y los regaños presidenciales. Las ficheras se cuentan entre las churubusconas más buenonas que rondaban abundantes por los Estudios y eran hembras imprescindibles porque representaban el más seguro punto de referencia para probar el bienestar viril del macho mexicano, dentro y fuera de la pantalla. Consecución tan preciosa como pedestre del discurso de la política sexual de la derecha, las ficheras más que impulsadas por la necesidad económica, nacieron como criaturas movidas por la ajena depauperación neuronal.

La naturaleza primordial de las ficheras es el falocentrismo. Juegan a comportarse reacias con los clientes del cabaret-burdel, los desprecian con sonrisas y, al contarse sus historias entre ellas, se ufanan de explotar a los hombres; pero bien pronto abandonan el recinto en calidad de fardos briagos, porque se han topado con un bebedor más mañoso que ellas como le sucede a la desdeñosa fichera francesa, a la que desconfiado norteño le cambió su copa sin fondo por otra y la obligó a empedarse a lo bestia. El sueño de todas ellas único y persistente: darse el lujo de pagarle los tacuches azul eléctricos y ganarse por subasta los favores sexuales del encantador Padrote, tan disputado todo él, que reina en ese momento en el ámbito único de las honestas trabajadoras del talói Ya sea soberanamente El Vaselinas (Lalo el Mimo), quien pesar de anunciarse con alfombra propia de bienvenida (“Sí viene la pesada de Raquel Welch dile que no estoy”; “Hola malhechas”) nomás no puede con ninguna, debido a que se sobregiró eyaculatoriamente en la película anterior; o ya sea indistintamente su aprovechado excriado El Movidas (Rafael Inclán), quien al ponerse por vez primera un tacuche blanco se revela, cual ceniciento de la verborrea, como un irresistible ligador de labia envolvente (“Soy un prosélito de Eros; no un absurdo gigoló”).

Por supuesto, aparte de ese sueño realizable, nuestras entrañables ficheras domésticas jamás renuncian al ideal inalcanzable, misterio de la redención, de que un hombre respetuoso las saque de la ficha. Poco importa que, de ocurrirles eso, se arriesguen a ser molestadas en la calle porque se casaron con un prángana, o lo que es igual, con el boxeador tocado Jorge Rivero. Poco les importa ya que, aun así, pueden darse el fajazo de surgir en la película mediante montaje seco con efecto pigal, o sea aparecer de súbito en el montaje con sus nalgas en close shot y enfundadas dentro de un vestido intransitable; manera en que se reintroduce dentro de la ficción a Carmen (Sasha Montenegro), exfichera resignada a la mediocridad matrimonial y económica al lado del fortachón narcisista que interpreta Jorge Rivero (“No sabe lo que es casarse con una mujer como yo”), proclive a convertirse también en expiruja ocasional de gran corazón, en la línea de Santa (Moreno, 1931) y Víctimas del pecado (Fernández, 1950), sin hijos pero maternizando a su marido para anticipar una reconversión futura en Sara García (“¿Vienes alegrito, mi niño inocente?, vente a descansar”), con los pechos de globo indesinflable eternamente al aire o bajo la regadera, pero muy capaz de sacrificarse por la familia de su macho urdiendo un tarado ardid de fotonovela para darle el gusto al argumento de volver por una temporada a la ficha, capaz de resistir estoicamente todos los insultos permitidos que le lanza el expúgil cuando la descubra fichando de nuevo en el Pirulí (o séase, vuelve a ser lo que antes eras en aquel triste rincón, “puta de mierda”), apta para recibir de golpe en plena faz unos billetes que nadie se apresura a recoger, tentada por el suicidio de consumación platicada (“Le valía madre la vida sin ti, güey”) y diligente para recuperarse entre demandas de perdón conyugal, en la plancha de la Cruz Roja, cuando “el médico ya sólo puede contar con la voluntad de vivir de la paciente”, tan-tán.

Las ficheras han sido insertadas como contrapunto a ese discurso ideal de buenos sentimientos y valores clasemedieros que se enfocan aleladamente desde abajo. Pero logran permanecer incólumes al zarandeo de un relato que oscila entre la celebración de la prostitución higiénica y el escarnio ambiguo de ese mundo, que se ha vuelto ejemplar de tan moralmente primario. Por ello, estas hembras lustrosas deben relacionarse entre ellas, o bien a través de una complicidad tácita, o bien por medio de la más abierta agresión, a menudo clasista y hasta racista, pues se dice que las negras “sudan coca-cola” y que “tienen sangre francesa porque su madre debe haberse comido a un misionero”. Sin embargo, la máxima cualidad que poseen es la ausencia de perversidad en su conducta competitiva, ya que incluso esta última significa una merecida ofrenda al dominio masculino. Hay que verlas en deshabillé, cual buenas chicas muy sentaditas en una antesala, como si estuvieran esperando su turno con el dentista, cuando que en realidad están participando, en su calidad ontológica de objetos-para-la hazaña-fálica, dentro del campeonato de potencia erectil que opone al Vaselinas, ya diagnosticado de erectomia aplauditorum (necesita que le aplaudan para que se le pare), contra el Movidas, ya muy disminuido en su vigor, quedando 7 a 3 en favor del primero. Claro que el vencedor utilizó un arma secreta: había contratado tortilleras profesionales para que, acuclilladas en un rincón de su cuarto, aplaudieran tortillas durante todo el torneo.

En suma, las posibilidades de las ficheras pertenecen a su lúdicra condición de objetos de exhibición, que es su valor de cambio, y de pasto para la excitación viril, que es su valor de uso. Así pues, cuando el Vaselinas recupere por un milagro su potencia sexual en el transcurso de un tablado de sicalíptica rumba flamenca, le estará permitido violar sin mayor preámbulo a una humilde cigarrera sobre el santo suelo, le será dable ufanarse después de su acto (“La vi y los calzones se me hicieron como yo-yo”), podrá presumir reminiscentemente de que, al oír aplaudir en un mitin político, “retiré a la candidata”, y se dedicará a sobarle el trasero a todas las ficheras felices que le bailan por mero homenaje gratuito de “provocación cariñosa”.

En el horizonte dependiente de Las ficheras, película y género fílmico, parece curiosamente impedida hasta la mínima participación erótica de la mujer, para mejor no hablar de su imposible goce sensual. Es el suyo un mundo que se agota en el extravío visual, como una condena. Para excitar al apurado Vaselinas, que se tapa con una almohada las vergüenzas de abajo de la cintura, las ficheras que intentan usufructuarlo jamás podrán utilizar la caricia, antes bien el varón les exige que se cambien diez veces de negligé y de perfume. El voyerismo funcional del cine de ficheras es también una expoliación.

Cuarto acto: la feria del silicón

Lo que aprendieron como Bellas de noche y lo que ganaron como Las ficheras lo derrochan ahora en Noches de cabaret (Las reinas del talón) de Rafael Portillo (1977) y productos subsiguientes. Muchas veces confinadas a encueres relámpagos sin suspense, mostraciones tumultuarias de silicones, contorsiones supuestamente, cachondas en seco, al estilo Cristina Campos o Rosella, y monótonos desfiles de desnudos, en pasarela y en alcoba o al borde de la alberca, como en exposición ganadera, las ficheras en sí van perdiendo terreno dentro del propio género que han instituido y del que constituyen el “factor humano”, la carne de cañón y el jalón más atractivo: viles muñecas inflables para alimentar al erotismo-chatarra.

¿Cómo ha podido suceder esto? Mediante un sinfín de asentamientos, exclusiones, hibridizaciones, prioridades vedetísticas, invasiones y expropiaciones inesperadas, que son las que darán consistencia pasajera al género. Todo cabe en la feria del silicón sabiéndola manosear. Los números musicales son cada vez más abundantes y rompen con mayor descaro la trama (o la falta de ella). Los guiones delirantes a modo del Güero Castro son en adelante escritos con el auxilio del Lic. Francisco Cavazos, son sustituidos por los de algún Juan Prosper o Rafael García Travesí, destajistas, o algo peor: son filmados por el propio Víctor Manuel Castro. Las tramas empiezan a pulverizarse, a disgregarse en varias historias subalternas, a conformarse con ínfimas sombras y huellas de los viejos sketches revisteriles, a permitir verdaderas películas sucedáneas dentro de otra más bien informe. El género comienza a asimilar las rutinas del vodevil con situaciones equívocas y las convenciones de los antiguos melodramas de “perdición cabaretera” de los cuarentas. Y pese a sus pupilas, tan “acariciables y mordibles” (sic publicitario) como siempre, el cabaret-burdel se ha desinflado; vil pasto de padres putañeros que desean iniciar al hijo que les saldrá joto, judíos libidinosos, ancianitos pasitas de mente cochambrosa y júniors presumidos con coche de papi. La Edad de la Inocencia ha terminado e incluso el oportunista cine estatal incursionará en el género con ¡Oye Salomé! de Miguel M. Delgado (1978), producida por Conacine, para reclamar su tajada de pastel millonario y tumultuario, tratando de explotar desde su título el revival de la añeja rumba “Falsaria” convertida en auténtico himno de la salsa mexicana de los setentas, e intentando repetir la fórmula “infalible” con base en Sasha Montenegro y Lalo el Mimo, además de otros comediantes (Héctor Suárez, Benny Ibarra, Carlos Riquelme), pero gestando sólo uno de los pocos fracasos de taquilla del género. Volvamos, pues, a la feria del silicón, para reseñar algunos de sus juegos favoritos, como sigue, y acuérdate que “Bajarás deprecio”.

La feria del silicón juega a sus anchas con el travestismo, los equívocos sexuales, la doble vida y los dobles papeles, a veces hasta varios de ellos en una misma película. En Noches de cabaret, cinta compuesta por tres tramas amalgamadas, el barbilindo Marcelo Ríos, que tanto excita a las secretarias ofrecidas y despierta el amor loco homosexual del Ing. Ruiz (Jorge Rivero) no es otro que Lilia la bella conquistadora (Sasha Montenegro), sólo irresistible travestida como hombre, a modo de anticipo de Julie Andrews en Víctor / Victoria (Edwards, 1982); la cantante desairada Cleopatra (Carmen Salinas) imita todas las voces románticas para restituirle al pueblo lo que es de la masa; y el apocado Chema Valiente (Lalo el Mimo) se provee de una hermana santurrona Lory (Lalo el Mimo) para lograr casarse con el hijo del Padrino de Chicago (Rafael Inclán), que podía pagarse desfiles de encueratrices (como Lyn May) a su antojo, pero prefiere la indeslindable ambigüedad de la otra situación. En ¡Oye Salomé! la fresota clasemediera Guadalupe (Sasha Montenegro) lleva una doble vida, pues por las noches rompe corazones y bolsillos como la destrampada bailarina cabareteril Salomé (Sasha Montenegro), y sostener esa condición doblemente hipócrita no conduce al sublime melodrama negro de Aventurera, sino ¡ay! a un vetusto enredo de sainete a la madrileña decimonónica. En Hilario Cortés el Rey del Talón de Javier Durán (1980), un falso travesti (Alfonso Zayas) que sólo se disfrazaba de mujer para sorprender a sus víctimas, va a dar a la cárcel de mujeres para convertirse en el perfecto confidente, con carisma proxeneta que envidiaría Dustin Hoffman en Tootsie (Pollack, 1982), condenado a escuchar de sus pirujas privadas (Ana Luisa Peluffo, Anaís de Melo, Grace Renat, Shadira, Mónica Prado) las más tremebundas historias personales de asesinatos accidentales y míseras invalideces, previo desnudo de cada calientacamas, hasta la triunfal transferencia del Rey del Talón a una prisión masculina, que más bien parece la salida en hombros de un jubiloso burdel con rejas vaginales. En Sexo contra sexo de Víctor Manuel Castro (1981) el trágico deceso de un bígamo provoca el temporal enfrentamiento de la viuda popis (Amparo Muñoz) y la viuda cabaretera (Grace Renat), por un supuesto legado, hasta que las mujeres terminan homologadas en el recuerdo de ese falo pobretón que tanto las hacía disfrutar.

La feria del silicón juega a la veda del placer femenino. Por definición, las ficheras avientablusas y nalgascalientes deben estar siempre prontas a las complicidades pícaras y a revaluar las cualidades viriles; pero su goce durante el trance del coito no debe verse, ni siquiera suponerse; les debe bastar la sonrisa del deber cumplido y la aprobación del macho satisfecho. Deben aplaudir y secundar la actitud del buen padre (Lalo el Mimo) de Los mantenidos (Jaime Fernández, 1979) que inicia a sus tres vástagos creciditos (Jaime Moreno a la cabeza) en el aprecio al oficio de regenteador de prostíbulo, al que ha dedicado Los mejores años de nuestras vidas y cuyo secreto desea heredar para regocijo de todas las Claudias Islas del antro. Una mística del centro laboral que es obligada renuncia al gozo: las excepciones a la regla producirán monstruos. Tal es el caso de la cuzca Margot (Pilar Pellicer) del díptico formado por Las del talón (Alejandro Galindo, 1977) y Las golfas del talón (Jaime Fernández, 1978); en la primera película, enfocada en top shot cuando copulaba con el desalmado júnior padrotón Luis (Jaime Moreno) sobre una cama de latón, la mujer aullaba de contento, se retorcía como pescado, doblaba inconscientemente las piernas abiertas, desencajaba desmesuradamente el rictus de su boca y echaba la cabeza fuera del lecho; poco le duraría el gusto; el castigo llegará con saña; en la segunda película de la serie, el dueño de cabaret-burdel Luis la dejará por una debutante más joven, Ana (Rebeca El cuerpo Silva), y la hará ver su suerte, hasta que salde su cuenta con él a balazos y flashbacks inolvidables. Tal es también el caso del personaje engañosamente ingenuo de Ana en la segunda parte del mismo díptico; por entrarle sabroso a las prácticas de subasta y tráfico de fantasías en el local de su amante (“No se vale decir no, ¿verdad?”), el ennoblecido proxeneta de ojos verdes le perderá el cariño y acabará haciéndole abortar a puñetazos el hijo que esperaba de ambos; pero hay que comprender a ese buen hombre que habrá de afrontar la primera y única “huelga de nalgas y senos caídos” del cine de ficheras; lo ha dejado tan mal su decepción con Ana que, cuando una piruja fiel trata de consolarlo (“El amor es como una bomba atómica: te cae encima y ya te fregaste”), él sólo podía filosofar con amargura (“El amor es cuando mucho como una gripa; no le haces caso y se quita sola”). ¿Será cierto ese eslogan feminista de que el placer de las mujeres es subversivo? En Las perfumadas de Víctor Manuel Castro (1983), tardía cinta del género, la banda de asaltantes Las Perfumadas que comanda el regenteador del burdel Palemón (Alberto Rojas El Caballo), tiene a bien celebrar el atraco a la familia de Borolas yéndose a divertir al cabaret a ligarse galanes más jóvenes que ellas y llevárselos sin más a lujosas alcobas; así, la chinita Lyn May le hará insinuante striptease sobre un tocador al suyo, Grace Renat se dará un baño de espuma dentro de una bañera de Cleopatra para excitar a su ligue ocasional, y la pudibunda Hilda Aguirre dejará caer discretamente la toalla que le cubre el trasero, para correr a encamarse en la penumbra con el galán que le tocó en el reparto; esos pequeños desahogos les serán permitidos a estas Angelotas de Charlie antes de disfrazarse de horrorosas Indias Marías, para realizar robos callejeros o acribillar al violador de una de ellas en su boda, pero si a Lyn May se le ocurre cantarle románticamente a Alejandro Ciangherotti hijo en un jardín chino kitsch “El dinero no es la vida” y luego comunica su decisión de separarse de la banda, el próximo ametralladito será su novio melifluo.

La feria del silicón juega a impactar a los géneros más diversos y a desnaturalizarlos, para mejor apropiárselos, con una voracidad inusitada. En la comedia miserabilista-alburera La pulquería (Víctor Manuel Castro, 1980), el Diablo (Alfonso Zayas) que ha llegado a la Tierra con tiempo límite para perder su virginidad, primero quedará asqueado cuando su amigo ropavejero El Ayates (Rafael Inclán) le ofrezca como iniciadora a la piruja lumpen La Corcholata (Carmen Salinas), luego pelará tremendos ojotes cuando lo lleven a un striptease cabaretero de Isela Vega para que se dé color, en seguida quedará intimidado ante el desfile de siliconas que se le ofrecen al modelo impotente Jorge Rivero durante fallidísima orgía al lado de una alberca, y al final terminará travistiéndose y tirándose al Ayates en un descubrimiento-gag de su verdadera sexualidad; situaciones y acontecimientos inconcebibles sin el clima creado por el cine de ficheras. En Noche de juerga de Miguel M. Delgado (1980), historia de un incipiente parrandero (Juan Ferrara) que por equivocación se ve acusado de un asesinato, los tentáculos del género se apoderan del sermón moralista. En La cosecha de mujeres de Jaime Fernández (1980) la farsa campirana con encamables recolectoras de manzanas (Alicia Encinas, Arlette Pacheco, Alicia Juárez) retuerza su burda erotomanía gracias a los datos tomados del cine de ficheras, y lo mismo harán el tremebundismo demagógico de Las braceras (Fernando Durán, 1980), los tradicionales amoríos de los rancheros norteños en la desvirgadora capital cabaretera de Las nenas del amor (Atigel Rodríguez Vázquez, 1981) y la improbable venganza a planos fijos en Las siete Cucas, Cazals, 1982), que impone la rencorosa viuda Isela Vega convertida en matriarca burdelera de sus propias hijas, para escarnecer la moral beata de un pueblucho hostil y para llevar pura al altar a la Cuca menor (Amparo Muñoz).

La feria del silicón juega a las insólitas transformaciones mitológicas. La orquesta de Pepe Arévalo y sus Mulatos toca en calzoncillos para complacer a la pelusa de Las tentadoras (Portillo, 1980). El carraspiento viejecito Resortes funge como insalvable regenteador de prostíbulos en Cuentos colorados de Rubén Galindo (1980). Y la abuela Sarita de los mexicanos hace su última aparición en el cine nacional en El sexo me da risa (V. M. Castro, 1981), para empedarse de gratis robándole de pasada las copas a un mesero, mientras en el show de la pista una güera sensualosa se agasaja a lo bestia con dos galancetes imberbes.

La feria del silicón juega a decirse adiós a sí misma. “Vamos a premiar a don Pelemón, que era tan reata y tan jalador, con un desnudo general”, anuncian las ficheras de Las perfumadas y le hacen por turno doce stripteases al retrato del difunto Caballo Rojas, quien hace muecas de lubricidad desde ultratumba. Después de la feria del silicón nada podrá nunca ser igual hasta en nuestras más elementales ficciones fílmicas.

382,08 ₽
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9786073009232
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