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La autojusticia minada

Los próximos tres días (The Next Three Days)

Estados Unidos, 2010

De Paul Haggis

Con Russell Crowe, Elizabeth Banks, Ty Simpkins

En Los próximos tres días, opus 3 del avanzado antirracista-antibelicista antes coral Paul Haggis (Alto impacto, 2005; En el valle de las sombras, 2007), con guion suyo recreando a profundidad el de la banal cinta francesa Pour elle de Fred Cavayé (2008), el apacible profe de literatura universal John (Russell Crowe) vive con terror la injusta cerrazón de caminos legales y el callado trastorno de su hijito Luke (Ty Simpkins) cuando su amada esposa Lara (Elizabeth Banks) es encarcelada por el asesinato de su jefa (a golpes de extinguidor en un estacionamiento), por lo que decide clavarse en internet para documentarse, asesorarse por un exconvicto (Liam Neeson), conseguir pasaportes falsos, sufrir agresiones de feroces delincuentes hasta quedar con la cara deshecha, volverse experto en abrir cerraduras y sacar a la mujer de la prisión por fractura, a sabiendas de que su ciudad de Pittsburgh se irá sellando en minutos merced a la paranoia pos11-sep, y sin ayuda de nadie, pero con el silencio cómplice de su padre (Brian Dennehy), previendo hasta el mínimo detalle, cambiando de atuendos y diseminando engañosas pistas en su huida hacia Sudamérica. La autojusticia minada se acoge a una estructura concéntrica (los próximos tres años / meses / días) para crear un macrosuspenso virtuosístico compuesto de dos horas de intensos y estallados microsuspensos casi autónomos (madrizas despiadadas, vomitada delatora, intento suicida de la prófuga por la portezuela del bólido, recogida del niño en una zoo party), cual mecanismo de relojería llena de elipsis, eliminando toda escena de juicios, sólo con explicaciones visuales, al borde de la parodia trágica (juegos en elevador, pugna interior de policías, botón-prueba de inocencia en la alcantarilla). Y la autojusticia minada ha permitido que un simpático héroe perfectamente común, normal y tranquilo, de ascendencia hitchcockiana, se torne excepcional y hábil transgresor, para desafiar y burlar tanto los absurdos del sistema jurídico-penal estadunidense como la metafísica del falso culpable, al volverse explícitamente quijotesco, acogido a la irracionalidad omniprotectora y a la capacidad para vivir dentro de un mundo fuera del mundo, pero que revela a éste, para acabar dominándolo.

La perrera gestual

Gritos de rabia (Dog Pound)

Francia-Canadá-Reino Unido, 2010

De Kim Chapiron

Con Shane Kippet, Adam Butcher, Mateo Morales

En Gritos de rabia, mínimo segundo largometraje del exdestemplado ritosatánico adolescente parisino de 30 años Kim Chapiron (Sheitan, cena con el diablo, 2006), con guion suyo y de Jeremie Delon, el menudista de 16 años narcoencaminador de novias sexosabrosísimas Davis (Shane Kippet), el raterillo lumpenlatino Ángel (Mateo Morales) y el vengativo golpeador silencioso de carceleros abusivos Butch (Adam Butcher) coinciden en las humillantes ceremonias de encueres e hipersumisión al ingresar en el aparentemente disciplinado reclusorio para menores de Enola Vale, donde serán confinados en la misma celda colectiva, sin que ningún lazo afectuoso ni solidario llegue a establecerse entre ellos, salvo su visceral resistencia paulatinamente concertada contra el tiranuelo recluso mastodóntico Banks (Taylor Poulin) y sus compinches brutazos, hasta la celda de castigo en solitario, los progresivos estallidos de rebeldía feroz y la participación anónima de los dos sobrevivientes, a raíz de la muerte del infeliz ángel tundido a golpes por el supervisor severísimo aunque cobarde conyugal Goodyear (Lawrence Bayne), en un motín que será reprimido ejemplarmente y sin miramientos por archipertrechados guardias antimotines. La perrera gestual se asume sin más trámite como una variación posmoderna de la brutalidad carcelaria vista desde el interior y lindante con la abstracción, un gozoso desequilibrio equidistante del criticismo social de los orígenes del género carcelario (El presidio de George Hill, 1930; La fuerza bruta de Dassin, 1947) y del melodrama neotruculento guiñol (tipo Celda 211 de Monzón, 2009), un regodeo hiperviolento más impúdico que eficaz (aunque con más tino narrativo que el infumable Sheitan), un thriller rudo y duro pero estallado, un proceso de excitante deshumanización ya dada de antemano, una salvajada propositiva en la cauda estética de Un profeta (Audiard, 2009) con tremendismo satisfecho / insatisfecho, un catálogo de vejaciones y abusos sin cuento ni cuenta, un interminable carnaval de actitudes desafiantes y crueldades sorpresivas muy bien preparadas tanto diurnas como nocturnas pero siempre gratuitas (¿será la gratuidad una condición sine qua non de la saña consagrada?), una feria de golpes bajos y secos que sólo podrá culminar en la belleza del hambriento motín cronométrico (cual revuelta tumultuaria-moral) y en la contundente sesión conclusiva de macanazos rompehuesos al héroe rebelde límite, o así. La perrera gestual sólo muestra rasgos sensibles por y para el rito desvergonzado, expresándose primero a través de un electrizante concierto de planos muy cerrados en ausencia de música, luego admitirá sonoridades de guitarra al borde de un lirismo un tanto irónico, y acabará ensartando baladas alusivas a la soledad de los encapsulados personajes aguantándose la rabia y a punto de estallar, que el único motivo temático real o proclive a lo humano del film, mejor dirección en Tribeca 2009, de seguro por su contención “anestesiada” (Vincent Malausa dixit) y su neutralidad. La perrera gestual captura con todo sus mejores momentos gracias a los escándalos del crudo realismo en cotejo prefabulesco y sin posibilidad (ni remota) de moralejas, como la dramatizada visualización de una fantasía erotómana colectiva en la aullante oscuridad de los dormitorios insomnes, el enloquecimiento con droga descompuesta en obbligato, los desahogos verbales hacia (o ante) una ilusa terapeuta contraproducente, el furioso juego de balonazos catárticos en el gimnasio de baloncesto (que da su nombre en inglés al film), la sodomización como máxima agresión-bostezo airado, o el pintarrajeo con pintura blancuzca de un eufórico garabato porno tan pueril cuan mortífero. Y la perrera gestual era ante todo una celebración / autocelebración atormentada y anarquizante a rabiar, precisamente, de violencias exacerbadas y psicologías desdibujadas, pero de súbito, unas y otras, en su misma unidimensionalidad, poderosas y dolientes.

La terquedad luctuosa

El hijo de Babilonia (Son of Babylone)

Irak-Reino Unido-Francia-Holanda-Egipto-Palestina-Emiratos Árabes, 2009

De Mohamed Al-Daradji

Con Shazada Hussein, Yasser Talib, Bashir Al-Majed

En El hijo de Babilonia, opus 3 del iraquí formado en Londres de 31 años Mohamed Al-Daradji (tras la ficción Ahlaam, 2006, y el documental Guerra, amor, Dios & locura, 2008), con guion suyo en colaboración con Jennifer Norridge y Mitzi Garand, una analfabeta monolingüe abuela kurda (Shazada Hussein) y su ingenuo nieto púber Ahmed (Yasser Talib) caminan medio extraviados a través del desierto del norte de Irak supuestamente liberado por los estadunidenses, hacia abril de 2003, en busca de su hijo y padre Ibrahím, a quien no ven desde hace 12 años cuando fue detenido por la fuerza represora Anfel del derrocado dictador Saddam Hussein, la vieja marchando siempre hermética enfundada en su velo islámico mientras el niño blandiendo por doquier una flauta paterna que apenas aprende a tañer pues sueña con devenir soldado tanto como ver algún día los míticos Jardines Colgantes de Babilonia, así logran que el conductor de una camioneta les dé un aventón mercenario para arribar a un devastado Bagdad en espera de que salga algún esporádico autobús hacia la lejana prisión de Nasiriya, en donde el hombre fue visto por última vez (según asienta la carta de un amigo mil veces releída en consoladora voz alta por el infante) y adonde llegarán tras muchas peripecias y encuentros, sólo para descubrir que el añorado progenitor no se halla entre los ejecutados del lugar en ruinas y que su búsqueda promete ser infinita, pues cada fosa común conduce a una fosa clandestina, sumando centenares de miles, hasta la muerte gritoneante de la silenciosa anciana desesperada y la orfandad ya total del pequeño. La terquedad luctuosa se ceba en un primitivismo expresivo que se manifiesta sin pudor con todas sus cualidades (hoy perdidas por el cine bien armado) y defectos (ostentosos): autenticidad a rajatabla, espontaneísmo, elipsis voluntarias e involuntarias, interpretaciones enfáticas, dramatismo elemental (ese desgarrador reencuentro con el niño aterrado a solas tras haber entrado al autobús por una ventanilla y partido sin la abuela, ese aferrarse al retrato enmarcado del ausente), milenarias fábulas verbales (de sacrificios a la divinidad) ornando / trascendiendo la inminente fábula contemporánea (otro tipo de sacrificios), bondad religiosa e innata de los personajes de apariencia ruda, road movie arenosa en vehículos invariablemente averiados, calidad coral neorrealista, aullidos de mujeres en perpetuo duelo exánime, cúmulos y túmulos de osarios inabarcables, vuelo de aves negras, y cantos autóctonos en off cual rezos incallables. La terquedad luctuosa jamás oculta su odio (instintivo, razonado) hacia las fuerzas represoras en relevo (“Todos los saddames son bastardos y los norteamericanos unos cerdos”), entre caminos bloqueados y autos patas arriba calcinados y Jardines de Babilonia infestados, un odio indoblegable si bien esos héroes frágiles y desvalidos habrán debido acogerse a la protección paradójica del generoso exsoldado de leva del antiguo ejército asesino Musa (Bashir Al-Majed), para concitar una radical dimensión ejemplar, edificante, pacifista. Y la terquedad luctuosa empareja la desesperanza con la íntima renuncia final del niño a su vocación militar, con sólo acercarse el pico de la flauta que en definitiva lo volverá músico.

El abuso díscolo

Octubre

Perú, 2010

De Daniel Vega Vidal y Diego Vega Vidal

Con Bruno Odar, Gabriela Velásquez, Carlos Gasols

En Octubre, debut como autores completos de los hermanos limeños de 36 y 35 años Daniel y Diego Vega Vidal (corto inicial Interior bajo izquierda, 2008), el solitario prestamista de barrio Clemente (Bruno Odar) ejerce sin piedad la usura con cuanto infeliz cae en sus garras (“Déme una semanita más”), soporta las ojeteces de su vetarro amigo rata Don Fico (Carlos Gasols) con tullida esposa recluida en un hospital y se conforma con la fofa prostituta anteojuda Juanita (María Carbajal) como única relación emotiva segura, hasta que alguien le deja abandonada una bebita en bolsa de mimbre y, por impulso absurdo casi humano, el tipo decide cuidar a la pequeña, debiendo recurrir a la beata desagraciada Sofía (Gabriela Velásquez) que providencialmente se acomide, mediante paga, a auxiliarlo para atender maternalmente a la chiquita, pero el hombre, de pronto rodeado de exigencias y desatendiendo su negocio, no tardará en deshacerse de todo mundo para recuperar su ansiada soledad, ahora insatisfactoria. El abuso díscolo juega a aclimatar a la peruana el nuevo exitoso cine minimalista uruguayo, a lo jodido, pero formalmente calculadísimo y exuberante, con ironía, amargura, cotidianidades vargasllosianas muy bien ambientadas, decisión esteticista, atenazante ritmo lentísimo y sistemáticas visiones frontales o de perfil muy posZabé-Reygadas de sus interiores ultraplasticistas casi hieráticos. El abuso díscolo reescribe a un tiempo las fábulas del Fierecillo Domado de Shakespeare y del Gigante Egoísta de Oscar Wilde, burlándose sin piedad de las rigideces de ese pobre tipo seco y tieso cual palo que de repente se descubre invadido, abandonado por su despectiva puta de cabecera y con una expósita hijita putativa, un seudopadre cabrón provisto de esposa encorsetada y una devota fanática del Señor de los Milagros, sintiéndose acosado por esa falsa familia espontánea, esa monstruosa y espeluznante familia que sin embargo llena todas sus necesidades afectivas, esa perfecta familia atrapante e intolerable y final, maravillosa y caída del cielo que celebra tu cumpleaños, como de neorrealista Milagro en Milán agasajando a un prematuro Umberto D (Vittorio de Sica, 1950 y 1952, respectivamente), o de cotidiana pesadilla fársica a lo Luis G. Berlanga (Plácido, 1961), un núcleo artificial e inconfesable pero en lo íntimo más que satisfactorio, institucionalmente estallado, a imagen y semejanza exterior / interior de quien lo ha formado por dejadez y por afinidades profundas. Y el abuso díscolo cesa de hacer profesión de fe en pro de ese Clemente sumido en el más inClemente vacío, de nuevo solo e imposible, mientras el fanatismo callejero estalla afuera, con la madre involuntaria depositando amorosamente a la niñita bajo su mísero altar casero para fundirse en la procesión indignamente tumultuaria.

La aventura peregrinante

El chico que miente

Venezuela-Perú-Alemania, 2011

De Marité Ugás

Con Iker Fernández, Francisco Denis, María Fernanda Ferro

En El chico que miente, opus 2 de la TVserialista limeño-venezolana en Cuba cinegraduada de 48 años Marité Ugás (cortos: Barrio Belén, 1988, y Algo caía en el silencio, 1989; primer largo: A la medianoche y media, 1999, codirigido con Mariana Rondón), sobre un guion escrito también con Rondón (a quien poco antes había apoyado como productora y editora en Postales de Leningrado, 2007), un lindísimo chico anónimo de 13 años y ojos hiperexpresivos (Iker Fernández) vaga errabundo sin compañía alguna a lo largo del litoral caribeño venezolano, recordando los hostiles días que pasó con su padre traumatizado (Francisco Denis) vegetando al interior de unas ruinas dejadas por el catastrófico deslave nacional de 1999 y en absurda busca de la madre huida del lugar hace una década, creyendo vagamente poder localizarla como pescadora de ostras en los cayos cercanos a unos manglares y platicando patrañas sobre su pasado a diestra y siniestra, en el curso de encuentros y desencuentros ambiguamente protectores con una anciana africana que amorosamente le da de comer, rudos pescadores inabordables, una matrona de familia difunta a punto de ser expulsada de su casa por vivir sola, macheteros que vejatoriamente lo corren de un camión de redilas, un explotador muchacho barquero negro algo mayorcito que acarrea ramas de palma, una chava que lo esconde en el carromato familiar rogándole llevarla con él, depredadores de las tuberías de un asentamiento cercado y, finalmente, cierta bella hembra de los médanos (María Fernanda Ferro) que bien podría ser (o haber sido) su añorada madre. La aventura peregrinante consuma el mutable prodigio de convertir la peregrinante travesía a pie del Chico, ese chavo mutante que resguarda con mentiras su irreconciliado e irrecuperable e irreconocible ánimo dolorido, en una suma de vivencias personales cual sondeo socioantropológico, una experiencia íntima tan intransferible como secreta, una road picture atropellada, un recorrido por excéntricos planetas tropicales lujuriosamente baldíos de algún tropical Principito Otro de Saint-Ex, una búsqueda tenaz y desesperada de la figura materna que en realidad equivale a un inconsciente deseo de reencuentro con el padre: una telemaquia iniciática disfrazada y en círculo. La aventura peregrinante hace el subjetivo / objetivo retrato simbólico de un país latinoamericano de naturaleza exuberante en un momento decisivo de su existencia pública y después, tras haber coincidido el cataclismo telúrico con la consolidación por tiempo indefinido del gobierno populista de Chávez en el poder, o sea, dentro de un territorio plural, un discurso de la arena y la tierra en vías de transformación, aún luchando contra prácticas tribales y anclado en costumbres arcaicas, que se expresan en ese engalanado transporte de un féretro a cuestas con tras pasos p’alante y uno p’atrás, o ese ritual de las estatuas sacras en la proa de las barcazas, o esos selváticos diluvios intempestivos, siempre liricósmicamente. La aventura peregrinante esboza apenas, pese a toda su modernidad itinerante a la deriva globalizadora, una delirante o brutal dimensión melodramática familiar, jamás logrando eliminar sus huellas por completo, insinuando en ecos sus anquilosados tentáculos aún en acción, a modo de resabios de relatos mentirosos y deformantes sustanciales de la realidad que acechan por todas partes, a semejanza de los embustes que asesta sin piedad ni pudor ni culpa el pequeño héroe encantador (diríase barruntando verbalmente en germen a El hombre que miente de Alain Robbe-Grillet, 1968) a cuanta criatura cruce por el camino que hace al andar. Y la aventura peregrinante ha sido el espejismo de un embeleco visual sin darnos cuenta entrañablemente exotista y antipatético.

El paralelo inexorable

Submarino (Submarino)

Dinamarca-Suecia, 2010

De Thomas Vinterberg

Con Jakob Cedergren, Peter Plaugborg, Patricia Schumann

En Submarino, sexto largometraje en la atropellada carrera del pionero del renovador radical grupo danés Dogma ‘95 Thomas Vinterberg ya de 41 años (Festen, la celebración, 1998; Calles peligrosas, 2005), con guion suyo y de Tobias Lindholm basado en la novela homónima de Jonas T. Bengtsson, el inestable desempleado y lumpen irascible con recuperada exmujer despectiva Nick (Jakob Cedergren) es violentamente incapaz de sostener relación afectiva de ningún tipo, apenas dejándose usar por la degenerada madre drogadicta impedida de ver a su triste vástago Sofie (Patricia Schumann) y tolerando que ésta se ofrezca como iniciadora sexual del patético cuate obeso obsexo Ivan (Morten Rose) que la acabará estrangulando en su primer coito y huyendo para que su amigo protector sea enviado a prisión, guardando un silencio cómplice, pero, mientras esto ocurría, el Hermano Menor junkie de Nick (Peter Plaugborg) lidiaba con su adicción heroinómana, penaba por sostener a su tierno hijito que no superaba el kinder Martin (Gustav Fischer Kjaerulff), heredaba una fortuna de su madre, compraba droga de calidad magnífica para revenderla ineptamente, dejaba pasar a una maestra redentora, se hacía capturar por la policía callejera, coincidía apenas con su hermano en la cárcel y se suicidaba. El paralelo inexorable se hace evidente, y hace evidente el prefijado destino trágico de los dos hermanos, al obedecer con severidad una estructura ingeniosamente malvada que plantea por los menos tres innovaciones distintas, distantes y distanciantes: uno, preceder / concluir las dos historias por un largo y desgarrador prólogo / epílogo, en el que ambos personajes aparecen predeterminados desde la infancia, tanto por la presencia ominosa de la golpeadora madre borracha que se meaba tirada en el suelo de la cocina, como por el accidental deceso de un hermanito bebé, recién bautizado al azar de un Juego de Submarino (corriendo el dedo por una página del directorio telefónico) para elegirle nombre, líricamente; dos, lanzar la historia del Hermano Menor semanas atrás de la muerte de la madre común y hacerla avanzar coincidiendo con signos exteriores estratégicamente calculados y colocados (la madriza callejera de Iván, un autoexcitado TVprograma de concurso, el telefonema de mudo), como si la vida de cada hermanos dependiera de la del otro, a modo de una vía abierta y cerrada hacia idénticos fines (la desazón / derrota / prisión) que los atrapa en anillo, en una circularidad fatal / fetal, y la tercera novedad paraliteraria será la eliminación de todo nombre propio para referirse al Hermano Menor, como si sólo se tratara de un reflejo, un derivado secreto o un doble monstruoso de su Hermano Mayor. El paralelo inexorable se apoya en una tan hábil cuan lábil utilización de la música de Kristian Eidnes Andersen, cambiante esquizofrénica y en implacable contrapunto, alternativamente irónico, eufórico, acezante, correteante, pop frenética, coral o con órgano sacro. El paralelo inexorable narra sólo, cual neblina invernal otra, las aventuras de la mano pavorosamente dañada del héroe tras moquetear de rabia un teléfono público: herida, ensangrentada, intolerable, hinchada, puesta a desinflamar bajo la ducha hirviente, podrida y por último mutilada, medio tema medio variación, medio salvadora pragmática (no pudo estrangular a nadie) medio inconsútil, pero siempre alegórica patentizadora de una degradación y un descontrol de pústula que avanzan implacables. Y el paralelo inexorable hace que todas sus sordideces confluyan y se subsanen para redefinir, con febril vigor elíptico y limpieza expresiva antiBiutiful, a la tragedia moderna como las consecuencias de una irremediable pérdida de control sobre sí mismo y un demoledor enfoque de la desintegración familiar (escarnio a los padres que impiden la estructuración de sus hijos, tipo La regata del vecino belga Bellefroid, 2009), no obstante desembocando en un esperanzado apretón de manos padre putativo / sobrino adoptado ante el altar del autoperdón (“Algún día te diré por qué te llamas Martin”).

382,08 ₽
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0+
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931 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073009225
Правообладатель:
Bookwire
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