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La repartición mórbida

El mensajero (The Messenger)

Estados Unidos, 2009

De Oren Moverman

Con Ben Foster, Woody Herrelson, Samantha Morton

En El mensajero, ópera prima independiente del guionista israelí-neoyorquino de 40 años Oren Moverman (coautor de la esquizofrénica biopic-inasible Mi historia sin mi de Todd Haynes, 2008, con siete Bob Dylan y ninguno), sobre un guion suyo y de Alessandro Camon, el joven sargento traumatizado Montgomery (Ben Foster) ha sobrevivido con problemas de vista a la guerra de Irak sólo para convertirse en inutilizable héroe engañado por su exnoviecita convenenciera Kelly (Jena Malone) y, al lado del endurecido capitán Stone (Woody Herrelson soberbio), en portador de notificaciones rutinariamente impersonales sobre la muerte en acción de otros soldados a los familiares de las víctimas, de casa en casa y de parientes explosivos, como algún infeliz padre golpeador (Steve Buscemi), en seres quebrados o reconciliados por la pérdida, hasta que nuestro autómata uniformado entre en crisis, se involucre tan sentimental cuan asexuadamente a fondo con la dulce viuda obesita Olivia (Samantha Morton) y empiece a transgredir la regla de jamás abrazar ni tocar siquiera a los deudos, haciendo reincidir en el alcoholismo a su exinstructor inflexible. La repartición mórbida va a lograr que, con impávida sobriedad narrativa, durante un fin de semana desahogador fallido de la miseria sexual dominante, esos buitres involuntarios (pero cómplices), acaben cuestionando amargamente tanto las desalmadas disposiciones del ejército como sus propios heroísmos ocasionales o suicidas imposibles, para que, una vez humanizados, nuestro seudohéroe se atreva a irrumpir ebrio en la boda de su ex y, ahora sí, catárticamente liberado, pueda al fin hacer el amor con su restañadora viudita triste, poco antes de que ella parta a otro estado de la Unión. Y la repartición mórbida cuestiona así, con inesperada inteligencia multidimensional, la imposibilidad de compartir el dolor, la brutalidad moral, la falsedad recóndita de todo heroismo, la remordida conciencia de la pérdida ajena y el pobrediablismo vulnerado como única ganancia bélica o fuero interno posible.

La robinsonada pacífica

El vuelco del cangrejo

Colombia-Francia, 2009

De Óscar Ruiz Navia

Con Rodrigo Vélez, Arnobio Salazar Rivas, Yisela Álvarez

En El vuelco del cangrejo, debut como autor total del cortometrajista caleño Óscar Ruiz Navia (Amanecer, 2003; Licuefacción, 2007), el joven forastero blanco al rape Daniel (Rodrigo Vélez) arriba medio tronado y hermético a una lejana playa paradisiaca de La Barra en el Pacífico colombiano y debe esperar dos semanas el regreso de los pescadores para seguir adelante, mientras tanto se aloja en una cabaña del altivo afrolíder apodado Cerebro (Arnobio Salazar Rivas), paga el alquiler limpiando de basura las arenas y quemándola, evita toda compañía, en especial la del explotador blanco ya con infraestructura de futuro hotel playero El Paisa (Jaime Andrés Castaño), pero entabla amistad con la niñita Lucía (Yisela Álvarez), se deja sexoseducir pasajeramente por la sobrina nalgaparada Jazmín (Karent Hinestroza) y a veces se embriaga con los rústicos chavos supermachistas del pueblo, realiza en canoa una iniciática travesía por la jungla con su anfitrión y, tras sufrir el robo de sus escasos billetes escondidos, se larga por el mar en una oculta lancha de motor que le facilita su pequeña amiguita. La robinsonada pacífica aborda tangencialmente la primitiva, dura y áspera vida cotidiana de los pescadores descendientes de esclavos africanos cuyo único contacto cohesionante con la pudrición del país (“Este lugar ya no es el mismo”) es mediático y a cuentagotas, con la milicia contra las FARC en la monotemática TV, una salsa-himno al guerrillero Tirolibre resonando en los bafles cuasihoteleros y la fiebre del futbol apoderada del tiempo libre, todo ello de modo semidocumental y utilizando actores naturales (“Soy conocido en todo el continente del mundo como Cerebro Loco” / / “Entonces yo me llamo Doña Lucía”), para descubrir, nombrar y resignificar la existencia de ese relegado y desconocido grupo social, cual si se sumergiera en él, a medio camino entre las experiencias fundacionales límite de Los días del eclipse (Sokurov, 1988) y el hiperrealismo contemplativo del severo argentino Alonso (Los muertos, 2004), pero cuanto más encarnado, afectuoso, antiteórico y profundo. La robinsonada pacífica convoca la sencilla andadura de un anónimo cuento popular apenas novelado o aventurero (a la manera del Tournier de Viernes o los limbos del Pacífico), si bien lleno de incidentes feraces (la trampa de cangrejos), de pronto elíptico (la cogida contra la mesa), o explícito y sutil a un tiempo (el cortón, la visita a la fonda materna llena de ninfas endrinas), o de rítmico flujo roto por close-ups pasolinianos (durante el partido de fut ¡descalzo!). Y la robinsonada pacífica se da el lujo alegórico-político de culminar, como en el mejor viejo cine militante de los años setenta (Sanjinés), con los machetes acompasadamente enarbolándose en alto (“No soy su negro”) de los pobladores que derribarán en imágenes a oscuras la insultante empalizada del mínimo imperio hotelero vivido como un agravio tanto contra la naturaleza tropical como contra la humana a secas.

La ejecución radical

Tiro en la cabeza (Bat buruncan)

España-Francia, 2008

De Jaime Rosales

Con Ion Arretxe, Asun Arretxe, Nerea Cobreros

En Tiro en la cabeza, controvertidísimo tercer film del ahora muy convincente e intenso autor completo barcelonés de 48 años Jaime Rosales (Las horas del día, 2003; La soledad, 2007), un anónimo macizo barbón entrecano de chamarra grisanaranjada (Ion Arretxe) desayuna a solas en su depto, hace compras impersonales en el kiosco, acompaña tiernamente a su posible exmujer con crío en los juegos mecánicos del parque, vegeta en la oficina, discute con un tipo de nariz quebrada en un café, toma el metro azul de San Sebastián, departe con amigos en la tertulia alcohólica de una taberna, acompaña a una cuarentona de suéter blanco (Nerea Cobreros) a su depto y hace el amor con ella, efectúa telefonemas agitados, ordeña billetes a un cajero automático, se junta con un cómplice y una mujer de chal palestino en un auto rojo para enfilar por carretera hacia Frantzia, almuerzan en una cafetería de comida rápida en el camino donde distinguen a dos jóvenes de gestos policiales en traje de civil, los alcanzan en un estacionamiento y los acribillan dentro de su Peugot de un tiro en la cabeza cada uno, y luego el enchamarrado huye raudo con la terrorista, se desentienden pronto del vehículo colorado, roban un auto gris junto con su dueña francesita a quien abandonan en un bosquecillo con los ojos vendados atada a un árbol, y parten. La ejecución radical tiene el atrevimiento muy catalán de plantear, a conciencia y cabalidad, dentro del estragado metagenérico y ultraconservador establishment del cine industrial español, un experimento narrativo minimalista tan extremo como el quijotismo hipotético o la bíblica mágica de Albert Serra (Honor de caballería, 2006; El canto de los pájaros, 2008) o las divagaciones posrománticas del díptico bicéfalo de José Luis Guerín (En la ciudad de Sylvia / Unas fotos en la ciudad de Sylvia, 2007, ya con buena parte sin diálogos ni voz off), consistente ahora en reinventar el cine silente hipermoderno, retirando, escamoteando, eliminando el sonido de todos los diálogos sin prescindir por ello de los ruidos ambientales, estén representando los personajes detrás o no de cristales, como frecuentemente lo hacen, mediante audaces elipsis acústicas. La ejecución radical ejecuta multirradicalmente (radical desde una perspectiva política, cotidiana, formal) la crónica de una ejecución radical, en un territorio expresivo y oblicuo equidistante del extrañamiento brechtiano y del desinvolucramiento absoluto, tras haber encontrado la manera más inquietante y absurda de abordar el absurdo del conflicto vasco, jamás cayendo en el lugar común de la banalidad del mal ni en una prejuiciosa condena. La ejecución radical socava el suceso auténtico de seudopolítica nota roja amarillista de un arbitrario acto terrorista reciente (dos policías muertos en la frontera francesa por ETA), sin demagogia ni moralina, reducido a los hechos desnudos y a su preparación desdramatizada y desideologizada, pasando de la abstracción fotogénica de un seguimiento, con invariable teleobjetivo, que inventa sin cesar imágenes estáticas, siempre con maniática mirada pictórica, en el linde de una plástica no-figurativa, geometrista, ultraestilizada, composicionalmente desequilibrada y bellísima, hacia un antithriller (la última media hora) de ritmo vertiginoso, a base de barridos de cámara o establecimiento de fueras de campo más que significativos, criaturas de espaldas, un beso supervalorado en el remoto rincón inferior del encuadre, un empelotamiento mutuo entre mamparas, el ojo terrible del terrorista en ciernes asomando tras el cabello de su cómplice femenina y la metálica barra de contención que semioculta el rostro a toda velocidad del recién estrenado homicida en el asiento trasero del auto de la fuga sin zumba. Y la ejecución radical se ha entregado a manos llenas a la atracción por lo indeterminado, lo innombrable, lo apenas formulado, más allá de todo discurso que no sea el de la disyunción audiovisual y una intensidad pulsional eminentemente fílmica.

La idealización asaltante

Atracción peligrosa (The Town)

Estados Unidos, 2010

De Ben Affleck

Con Ben Affleck, Rebecca Hall, Jeremy Renner

En Atracción peligrosa, exitoso y consistente segundo largometraje del también guionista y actor apagadamente sobrio Ben Affleck (tras un más que prometedor Desapareció una noche, 2007), con libreto suyo y de Peter Craig y Aaron Stockard basado en la novela Príncipe de ladrones de Chuck Hogan, el hábil asaltante con pandilla barrial pero en trance de retiro Doug MacRay (Ben Affleck) provoca el encuentro en una lavandería con la ingente gerente Claire (Rebecca Hall) del banco que acaba de atracar y enardece de amor loco por ella, poniendo en riesgo la seguridad de su compinche mejor amigo Jam (Jeremy Renner con antiglamourosa pinta de neoenemigo público James Cagney), de la hermana de éste su exnovia drogadicta Krista (Blake Lively) e incluso de su filoso padre en prisión Stephen (Chris Cooper colosal), hasta la victoria siempre. La idealización asaltante sublima naturalista, retórica y épicamente en la figura de ese simpático ladrón que quería efectuar un último atraco magnífico para cambiar de vida al salir de su medio urbano (y lográndolo pero a qué precio), a todo un barrio bravo bostoniano de irlandeses (defensa e ilustración de Charlestown), su orgullo de casta (como asaltabancos por tradición familiar), su determinismo (de generación en supergeneración), sus protectoras y solidarias amistades entrañables en la ignominia (y ocasionales puñetazos cariñosos a la Hawks), sus traumas cebados desde la infancia (tan compartidos e insuperablemente bien repartidos como los del Río Místico de Eastwood, 2003), sus crueles capos imbatibles de apariencia inofensiva (ese florista provecto Fergie / Pete Postlethwaite con su intimidante guarura unicelular Rusty / Dennis McLaughlin), sus sabuesos malditos como el antipático agente del FBI Frawley (John Hamm) extorsionadores hasta de infelices drogadictas con bebé y apoyados por ratas delatoras, su amoralidad y su sociocientificismo vivencial, de la misma manera que lo hicieron, antes de Affleck, el Scorsese de la Pequeña Italia neoyorquina (Calles peligrosas, 1973; Buenos muchachos, 1990) y el Gray de la Pequeña Odesa judeorrusa también neoyorquina (Cuestión de sangre, 1994; Amantes, 2008) e incluso el infaltable Brooklyn / Crooklyn, asimismo en Nueva York de Spike Lee (desde Haz lo correcto, 1989), aunque desde ópticas y una escritura fílmica pretendidamente más deliberadas, autoconscientes, propositivas y perfeccionadas. La idealización asaltante apoya su prurito de mesmerizante thriller posmoderno en el mesmerizante virtuosismo cronométrico (editado por Dylan Tichener) de sus tres megaasaltos (a un banco / un transporte de valores / un estadio de baseball), siempre diferentes, con elementos y sorpresas jamás vistos, hasta en sus persecuciones de autos / patrullas / camioneta blindada / ambulancia chocones o volteados, ya lugarcomunescos y tediosamente previsibles en cualquier derivado rutinario del más brillantestridente a huevo Michael Mann (a partir de Fuego contra fuego, 1995), si bien simbolizándose en cierto coito cual pasitos ciegos hacia una playa-abismo y en el uso de máscaras-disfraces sensacionales (Santa Muertes hilachos / monjas podridas / policías / FBIs / paramédicos / ómnibuseros), sin cesar renovándose y reinventándose casi musicalmente sobre la marcha, de diez modos ingeniosos, cual tema con cien variaciones intempestivas a la vez. Y la idealización asaltante trepida y trepida, hacer olvidables sus debilidades evidentes (esa temerosa galana ñoña que sólo sabe ocultar datos y cultivar jardincitos idiotas, ese monologal triunfo lleno de amorosos billetes sembrados y paciente espera) y concluir poniendo en evidencia su hipocresía esencial mediante un letrero aclarando que en Boston también hay ciudadanos honestos a quienes va dedicada la cinta.

El rebote billonario

Red social (The Social Network)

Estados Unidos, 2010

De David Fincher

Con Jesse Eisenberg, Rooney Mara, Andrew Garfield

En Red social, séptimo largometraje del hiperviolento apaciguado de 48 años David Fincher (El club de la pelea, 1999; La habitación del pánico, 2002; El curioso caso de Benjamin Button, 2008), con guion de Aaron Sorkin basado en el libro Los billonarios accidentales de Ben Mezrich, el tranquilo nerd exestudiante de Harvard con genial capacidad para la programación y creación de redes sociales cada vez más atractivas al añadir datos sobre la propia intimidad de sus miembros Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg como angelote pasoliniano de cabecita rizada) ha debido recurrir a socios e inversores cada vez más desalmados en su camino hacia la red macroexpansiva mundial Facebook, pero también desecharlos, o limitarlos en los porcentajes de las acciones de la empresa en la que aún mantiene mayoría, por lo que ahora enfrenta colosal demanda billonaria en un tribunal federal que lo confronta con ellos, con su trayectoria y con sus recuerdos personales. El rebote billonario graba a mil por hora pero siempre en huecograbado la efigie apenas sensible de un héroe a fin de cuentas tan enigmático e insondable como el inasible asesino sin rostro de Zodiaco (Fincher, 2007), con la atonía de un psicótico sentado ante su computadora, salido de la nada cual vil hacker reprimido escolar para absorber los mundos alternos de universidad tras universidad, en medio de una galería de personajes-brizna, jamás tridimensionales, si bien tan agudos y sabrosos como el revanchista acomplejado excondiscípulo universitario Eduardo Severin (Andrew Garfield) aterrado ante la furia de su nalguita asiática autoperpetuada, de los elegantísimos herederos Gemelos Winklenoss (Armie Hammer, Josh Pence) aunque caprichosos competidores fanáticos en remo, o el narcisista demoniaco megalómano mundial ya de Napster fundador Sean Parker (Justin Timberlake). El rebote billonario excluye, entre seráficos diálogos sarcástico-autoirrisorios (“Estoy más solo que un dedo amputado”) y sobreinformativos-crípticos a la Mamet, toda dimensión ensayística del tema, sobre el impacto sociológico de las redes sociales, o los cambios mentales-relacionales y la desaparición del sentido de la intimidad gracias a ellas, por ejemplo, en beneficio de su dimensión biográfica (tipo ejecutoria testimonial de The Biography Channel), histórica (la desconocida e inconfesable trama histórica clandestina de Facebook desde que era The Facebook y amigos que la acompañaban y saquearon), anecdótica (con detalles levemente obsexos: el ligue líquido vuelto facilísimo, las cogidas con chavas instantáneas en el mingitorio masculino, las orgías con coca en backgrounds desenfocados), mitológica / automitológica (la última reconversión beligerantelitista implosiva de El club de la pelea vuelto otra Habitación del pánico), satírica (enfrentamientos con adultos y maestros ridículos por ignorantes, encorvados ante la riqueza, cobardes e incapaces de entender lo nuevo) o abiertamente encomiásticos (de los neojóvenes voraces y vengativos, de los magnates tiburones y su fauna eterna). El rebote billonario traza la perfecta epopeya capitalista puesta al día, en la línea del relativismo prismático de El ciudadano Kane (Welles, 1941) y la histeria antivirtual de Poder que mata / Network (Lumet, 1976), en frío, sin pathos ni guiñol psicológico ni estridencias en su retrato caleidoscópico y ferviente, con ritmo vertiginoso de thriller de suspenso, negándose a juzgar ni las grandezas o las miserias de su personaje (evidentes sólo para el espectador anónimo y distante), sabiendo estar a la altura de las circunstancias juveniles, ascendentes e inhumanas actuales. Y el rebote billonario desemboca en la imagen final del billonario más joven del mundo consultando los datos sentimentales y proponiéndosele como amigo virtual de su guapa exchava Erica Albright (Rooney Mara) que, por haberla insultado públicamente en la red, lo cortó sin piedad a la luz artificial de un bar y jamás quiso regresar con él, clavándonos la duda de si el invento de Facebook, con 500 millones de usuarios, era sólo la obra de un veinteañero despechado e infeliz en inútil tentativa y trance de recuperar a su novia, añorándola en la soledad y en el contacto imposible, hurgando por toda la red y más allá (pero nunca más acá), sin remedio buscándola, cual irrecuperable Rosebud de ese precoz masoquista judío poswoodyallenesco, ¿tan representativo de tu nueva generación?

El musical mudo

Hiroshima

Uruguay-Argentina-España-Colombia, 2009

De Pablo Stoll

Con Juan Andrés Stoll, Noelia Burlé, Guillermo Stoll

En Hiroshima, tercer largometraje pero primero en solitario del TVrealizador de programas humorísticos y exvideoclipero autor total uruguayo de 35 años Pablo Stoll (ya sin su lamentado codirector suicida Juan Pablo Rebella de 25 watts, 2001, y Whisky, 2004), explícitamente definida por su realizador como “un musical mudo”, el solitario dependiente de panadería por la mañana y cantante de antro por la noche Juan (Juan Andrés Stoll) se levanta muy temprano, labora, regresa a casa a pie, se cita con su hermano (Guillermo Stoll), se entera por un video de que ha ganado un sorteo para solicitar empleo, realiza escrupulosamente las tareas hogareñas enumeradas en un pizarrón, vende en el mercado viejas cintas en Súper 8 y un proyector (a sabiendas de que “El cine en estos tiempos no tiene mucha salida”), transita ufano en bici por las anchas avenidas montevideanas, visita a su novia enfermerita de pelitos lacios (Leonor Courtoise), se presenta a la chamba sorteada pero pronto abandona sus pruebas de cómputo e inglés, toma el ferrocarril a las afueras, busca un amigo ausente en una panadería que ya no existe, deja quemarse los pollos en el asador de un vecino por jugar un rato al futbol con amigos ocasionales, le roban sus ropas por bañarse en el mar, se sexorrefugia con la cogelona mesera gordis Noelia (Noelia Burlé), que se le avienta de a caballazo en la calle y se lo tira y le presta un overol azul, consigue por ahí una propuesta de chamba sin proponérselo y se regresa en bici a la ciudad para acometer su cantada. El musical mudo registra los actos de sola jornada juvenil como única trama significativa para llevar al originalísimo cinehumor minimalista uruguayo (tajante, en seco, medio absurdista) hasta sus consecuencias extremas (por el momento) y a su más alto nivel expresivo, el del cine amateur / casero / familiar trabajado con insólito virtuosismo formal, el que suprime todos los diálogos y los sustituye gratuitamente por intertítulos (con “Guau, guau” para el perro que ladra, “Zzzz” para el vendedor que duerme y “Más bien” para el resto en cualquier circunstancia), el de la omnipresente música escuchada / compartida no obstante por los audífonos del héroe (a diversas intensidades), el del cariñoso abrazo padre-hijo rodando primero sobre un camellón trenzados en feroz riña cual rito tribal de recíproca desmitificación burlesca, el de la plática de los novios a las puertas del hospital con background-loop donde los enfermos repiten al infinito sus acciones, el del músico en calzones ansiosos por la carretera, o así. El musical mudo se regodea en seguimientos con body camera eterna, en amplios muy abiertos planos fijos ultraseveros, en elipsis del tipo armario arreglado como por arte de magia, en jumpcuts temerarios, en el título insensato, en los mentados letreros a lo anacronizante Juha de Kaurismäki (1999), en la mota convidada y en las omnívoras huellas torrenciales de un cálido, sincero, novísimo neorrealismo deambulatorio. Y el musical mudo ha hecho alegre, vívidamente la triste vivisección de una limítrofe y representativa condición generacional, revelándola, conviviendo (y obligándonos a convivir) con ella, a partir de un joven a la deriva, esencialmente desmotivado, que todo empieza y nada acaba, hundido, refundido en la prisión de su cotidianidad y sólo consiguiendo escapar de ella a través de los fragmentarios aullidos roqueros micrófono en mano, de espaldas al público y de frente a la cámara en la estridente, intolerable, acusadora y terrible escena (esa sí) sonora final.

382,08 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
931 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073009225
Правообладатель:
Bookwire
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epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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