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Uno de los aspectos clave de la historia de la estrategia es que es la actividad, ni la palabra ni el texto, la que constituye la base para el examen y el análisis; y recalcar la importancia de la actividad hace que sea más fácil establecer comparaciones a lo largo del tiempo, el espacio y las culturas. Tratar la existencia de la estrategia como algo altamente problemático para un periodo en que el término se ausenta confunde la ausencia de una escuela de pensamiento estratégico articulada con la falta de conciencia estratégica. También está la cuestión de tratar de dar una forma falsamente coherente a lo que suelen ser discusiones dispersas, planificaciones limitadas y aisladas y a las evidencias parciales que frecuentemente se encuentran. Este problema subraya las dificultades adicionales que se enfrentan al tratar de comparar la situación en un Estado en cierto periodo con la de otro Estado en el mismo periodo o en uno distinto. Esta es una tarea para la que los historiadores carecen siempre del entusiasmo que sí poseen los científicos sociales, y una tarea que, además, trae a colación los problemas que arrastra la búsqueda de lo que puede denominarse «una teoría unificada de la estrategia». Un elemento clave para pedir precaución a la hora de buscar una definición estrecha es la falta de cualquier tipo de exposición transparente de la estrategia y las políticas, una falta que refleja la ausencia de un cuerpo institucional específicamente destinado a la planificación estratégica y su ejecución, y también la repetida tendencia, en la política, el gobierno y los debates políticos, a ver la estrategia y política como instancias independientes, cuando casi siempre conforman una única cosa entrelazada.

EL TRASFONDO CRONOLÓGICO

Pese a que los términos relativos a la estrategia no hayan sido usados durante la mayor parte de la historia, los conceptos relativos al pensamiento estratégico han sido empleados desde que los seres humanos se enzarzaran en conflictos organizados. Por su parte, el «cuerpo institucional» de la planificación estratégica y su ejecución lo componía el gobernante junto a sus generales, los que implementaban las órdenes del gobernante. Esta situación era más palmaria cuando se trataba de un conflicto organizado a gran escala.

Los primeros Estados de los que se ha hablado en tanto poseedores de una estrategia fueron los de la Grecia clásica. El debate sobre la estrategia en el periodo clásico tiene solera. Comenzó con Tucídides escribiendo sobre la estrategia en la guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta (431-404 a. C.) en la que él mismo participó, y llegó hasta la obra de Hans Delbrück de 1890 Die Strategie des Perikles, erläutert durch die Strategie Friedrichs des Grossen (La estrategia de Pericles clarificada a través de la estrategia de Federico el Grande). Tucídides inauguró un acercamiento a la estrategia que llegó a ser dominante en el mundo moderno.

Con todo, una aproximación más amplia y mucho más antigua puede hallarse en la Ilíada de Homero, con su fascinante relato del papel central desempeñado por el honor y la venganza en las causas y el curso de la guerra de Troya. Además, su narración enlazaba el mundo de los hombres con el de los dioses de un modo que tenía sentido para los griegos: ambos eran vistos como mundos en guerra.

Hay trabajos modernos que han incidido mucho en lo ocurrido en este periodo. El libro de Paul Rahe, The Grand Strategy of Classical Sparta: The Persian Challenge (2015) relata la actividad militar del siglo V a. C. en lo que Rahe denomina una estrategia de vida, sobre todo en cuanto a las costumbres y las leyes que constituían el trasfondo de la política tanto doméstica como foránea. La presencia de tropas en suelo patrio para ocuparse de cualquier revuelta que iniciasen los ilotas o los esclavos era vista como un elemento clave. Victor Davis Hanson ha dirigido su atención a Atenas[34]. Las nociones de honor y estatus, y por lo tanto de venganza, fueron significativas en la rivalidad entre los dos poderes enfrentados en la guerra del Peloponeso[35].

Afirmar que puesto que no había un término para la estrategia en Roma no había pensamiento estratégico es un despropósito, pues es ignorar la necesidad manifiesta de priorizar posibilidades y amenazas y, en respuesta, de asignar recursos y de decidir cómo usarlos que tuvo el imperio[36]. Fue una necesidad a todos los niveles y en multitud de enclaves, aunque mucho más evidente en vastos imperios como el romano. Las tres guerras Púnicas anteriores entre Cartago y la Roma republicana (264-241, 218-201 y 149-146 a. C.) han sido abordadas con provecho en términos de la perspectiva moderna sobre la estrategia, siendo la última vista como dependiente de la planificación a largo plazo y de una buena percepción de las relaciones geográficas[37]. La localización de las fortificaciones es otro de los aspectos tratados de esta última contienda, y no solo por parte de los romanos[38]. Alfred Thayer Mahan (1840–1914), el teórico americano del mando en el mar, recibió la influencia del historiador alemán Theodor Mommsen (1817-1903), quien en su Historia de Roma (tres volúmenes, 1854-1856) presentó el poder naval romano como uno de los aspectos estratégicos cruciales en la derrota cartaginesa en la segunda guerra Púnica, una aportación valiosa al análisis operativo de la campaña de concentración de tropas de Aníbal en Italia. Mommsen también trató a Julio César como el epítome del hombre de Estado y el estratega. Uno de los elementos significativos de la obra Mediterranean Anarchy, Interstate War, and the Rise of Rome (2006) de Arthur Eckstein fue una teoría moderna de las relaciones internacionales. Eckstein explicó el éxito de Roma en la multipolar anarquía del Mediterráneo en parte en función de su habilidad para entender y gestionar la red resultante de relaciones[39]. Así pues, la estrategia entrañaba capacidad para establecer prioridades.

En sentido opuesto, junto a la presentación de la estrategia romana en términos de los modernos conceptos de defensa se ha hecho hincapié, como en el caso de Grecia, en otros factores como el honor y la venganza[40]. Ese énfasis, no obstante, no niega la existencia de la estrategia. En vez de eso, subraya su complejidad, algo que también se ha denotado respecto a China, por ejemplo, en la relación entre fortificaciones, fronteras y la percepción de la estructura del universo[41].

También se ha abordado la estrategia respecto a otros casos de civilizaciones premodernas. Bizancio, el Imperio romano del este, que subsistió hasta 1453, es un claro ejemplo de esto. Se ha sugerido que, bajo la incesante presión de otros poderes, Bizancio no podía permitirse combatir guerras de desgaste ni apostar por batallas decisivas. En vez de eso, se ha explicado que Bizancio buscaba aliarse con los enemigos tribales de sus enemigos habituales, y que tendía a evitar la contienda. Las fortificaciones, en el caso de Bizancio, formaban parte de una estrategia más amplia en la que el pago de tributos desempeñaba un papel importante[42]. Existió igualmente una literatura contemporánea relevante en la propia Bizancio, con algunas obras que despertaron el interés en el siglo XVIII.

En cuanto hace a la Europa occidental del medievo, las fuentes son escasas, y hay poca o ninguna literatura teórica en torno a la estrategia, que de hecho no existía como concepto específico. Las crónicas corrientes sobre la guerra son de escasa ayuda, porque los cronistas contemporáneos eran clérigos que se limitaban a engarzar narraciones de las campañas o relatos de encuentros cuerpo a cuerpo, como en el tratamiento que nos ha llegado sobre la conquista normanda de Inglaterra en 1066. Por lo general no llegaron a captar el pensamiento y la planificación que hubo tras tales hechos.

Existió una estrategia occidental (europea), pero ha de inferirse de lo que los jefes militares hicieron, y no, en conjunto, de documentos en los que se discutiera sobre ella, aunque hay registros valiosos, por ejemplo, el de Pedro IV de Aragón (r. 1336-1387). Los líderes medievales sabían lo que querían hacer, pero no había escuela o foro que produjese una dialéctica; y cada líder escogía sus propios métodos. A pesar de que usemos un lenguaje distinto, también ocurre en nuestros días, y lo mismo puede decirse en general de la teoría de la estrategia. Entre los aspectos que incluía la estrategia medieval, en la cristiandad, el mundo islámico, la India, China y Japón, estaban la logística, los avances concéntricos y la estrategia defensiva traducida en la localización de las fortificaciones.

Los escritores modernos han hecho un gran esfuerzo por discutir la estrategia medieval en la Europa occidental, un esfuerzo provechoso, entre otras cosas en cuanto al análisis de más amplio espectro de las opciones entre la batalla, el asedio y el saqueo, opciones que fueron relevantes en todo el mundo y durante la mayor parte de la historia militar (de hecho, llegan hasta el presente[43]). Este debate ha contribuido a iluminar conflictos y gobernantes concretos. Se han analizado las opciones tomadas en cuanto a objetivos y métodos, por ejemplo, por qué durante la Segunda cruzada se atacó Damasco y no Alepo en 1148, un análisis que advierte lúcidamente sobre el peligro de resultar confundido «por cálculos propios de la actualidad de los intereses estratégicos que no pueden ser reconciliados con las realidades del siglo XII»[44]. Al invadir Francia en la década de 1340 y 1350, durante la guerra de los Cien Años (1337-1453), Eduardo II de Inglaterra trató de desgastar a su enemigo devastando los campos. He ahí un ejemplo de estrategia como, al menos en parte, la extensión del pensamiento táctico, pero también de usar la guerra como beneficio en sí mismo, y también de cómo demostrar a los súbditos de un enemigo que su señor no podía protegerlos, de modo que lo mejor que harían sería cambiar de bando[45]. Se vieron los mismos objetivos y procesos en otras áreas, por ejemplo, en la India, incluso en el siglo XVIII, a medida que se formaban nuevos gobiernos durante el declive del Imperio mogol[46].

Reiteremos que el contexto político era crucial, incluido en las guerras anglo-francesas. Cuando, a mediados de la década de 1430, los ingleses perdieron el apoyo del duque Felipe III de Borgoña, su derrota en Francia resultó inevitable ya que, hasta la fecha, lo esencial de su estrategia en el siglo XV había descansado en explotar las divisiones existentes en Francia, sobre todo las pobres relaciones entre la Corona y Borgoña. Se dio un patrón similar en la India, con el intento conciliador de incorporar nuevos territorios, junto a la lucha para incorporar nuevos recursos, entre otros modos, asediando fuertes hasta llevarlos a la rendición. Tanto en la India como en otros sitios fue fundamental proyectar una imagen de control. El conflicto podía resultar un fallo estratégico por señalar la incapacidad, de una o ambas partes, para gestionar adecuadamente el poder. Esto se vio agravado por la falta de cohesión en muchos grupos políticos, sea como fuere que estos se definieran. Esta falta de cohesión pudo darse tanto en los grupos gobernantes (incluidos los linajes reales) como en las redes tribales y lo que podría definirse como un Estado[47].

Los aspectos pragmáticos de la guerra, relacionados con su alimentación y su capacidad de traslado, eran los requisitos dominantes. Así, la tierra quemada fue un método, a la vez táctico, operativo y estratégico, para impedir el avance del enemigo con efecto disuasorio. La tierra quemada fue empleada por ejemplo por los safávidas contra los otomanos (Turquía) en la invasión de Irán e Irak en 1514, y su éxito explica por qué los safávidas se equivocaron al exponerse en la batalla de Chaldiran, donde fueron derrotados por Selim I. No obstante, este fue incapaz de explotar la victoria. La tierra quemada también funcionó para los tártaros de Crimea para frustrar las invasiones rusas de la década de 1680.

En el caso de las contiendas de los cruzados, Saladino en 1187 supo tentar al mal dirigido ejército de Jerusalén a un área sin agua en la que pudo pelear según sus condiciones y destruir a sus oponentes en la batalla de Hattin. Además, en parte debido a la cuestión del suministro, Ricardo I de Inglaterra, un factor clave en la Tercera Cruzada, impulsó poco después la estrategia de invadir Egipto (que dominaba Palestina y Jerusalén), en vez de dirigirse a Jerusalén de frente. La misma estrategia se siguió en el siglo XIII, señaladamente por parte de Luis IX: Egipto era considerado un componente clave del Imperio ayubí, y se organizaron dos expediciones, en 1218-1221 y 1248-1250, resultando ambas inicialmente exitosas, aunque luego fracasaran estrepitosamente, especialmente la segunda. Posteriormente, tras la pérdida de la Tierra Santa en 1291, algunas propuestas para su recuperación, que incluían el bloqueo de Egipto como primer paso, fueron bastante sofisticadas, aunque los gobernantes europeos no fueron capaces de cooperar suficientemente para implementar su estrategia. En términos más generales, las ideas modernas de lo que fue estratégicamente importante deberían emplearse con cuidado al juzgar la estrategia seguida en las cruzadas, porque había factores políticos y desde luego religiosos en liza.

Una forma duradera de estrategia, una de las que aún se entienden y ya se vieron en la Edad Media, por ejemplo, en la Reconquista cristiana en la península ibérica, fue asegurar las conquistas mediante nuevos asentamientos. Este fue también un aspecto persistente de la estrategia china en la estepa[48]. También se vio en los avances rusos en Siberia, Ucrania y Asia central, y con las operaciones norteamericanas en el interior del país.

Fuera de Europa, ha habido un especial interés entre los estudiosos por la estrategia mongola del siglo XIII[49]. La conservación de sus fuerzas fue uno de los principales objetivos de los mongoles. El método de conquista mongol estilo tsunami incluía invadir y devastar una amplia región, pero después retirarse y conservar una estrecha parcela de territorio. Como resultado, las tropas no quedaban inmovilizadas para la ocupación durante la creación, por devastación, de una zona de seguridad que hiciera imposible que fueran atacados y que también debilitara los recursos del enemigo. Después venía otra arremetida, como a oleadas. A consecuencia de ello, los mongoles pudieron luchar en múltiples frentes sin expandirse demasiado ellos mismos.

Al mismo tiempo, se desarrolló la cultura estratégica mongola, experimentando una transición, en el siglo XIII, hacia los ataques a las ciudades, especialmente en China. Tal transición estuvo ligada a reformas administrativas que permitieron un diferente nivel de organización y fuerzas de ocupación. En parte, tal proceso implicó hacer uso de las regiones conquistadas, particularmente China. Como resultado, se desarrolló una forma híbrida de conflicto armado, en la que la hibridación se manifestó en términos estratégicos, operativos y tácticos.

Un aspecto diferente de la efectividad mongola invita a ser considerado cuando de elucidar la mejor forma de tratar la estrategia se trata. Si los oponentes se negaban a aceptar sus condiciones, los mongoles empleaban el terror, masacrando a muchos para intimidar a otros. Esta política tal vez incrementase la resistencia, aunque también incitaba a la rendición. En general, cuando tenía éxito recababa apoyos y mantenía la cohesión, y ambos son resultados estratégicos importantes.

Los métodos mongoles fueron reactivados por Timur el Cojo (1336-1405, después llamado Tamerlán). Un elemento clave de su estrategia fue el haber heredado el manto de Gengis Kan, el más célebre de los líderes mongoles; Timur sostenía ser descendiente de Gengis, lo cual constituía una significativa fuente de legitimidad, aunque, de hecho, no perteneciese, como aquel, al clan Borjigin. Timur se casó con una princesa de ese linaje para tener el título como yerno. Las campañas secuenciales contra una serie de objetivos fueron cruciales para la exitosa carrera de Tamerlán[50]. Por su parte, su caída, como la de otros imperios nómadas, reflejó no tanto sus limitaciones militares como sus dificultades para mantener la cohesión. Entre otras cosas, pasaron por numerosas luchas sucesorias.

En total contraste con la lógica estratégica de los objetivos de Tamerlán, los chinos presentaban su estrategia como destinada a mantener el orden y la paz y mantener a raya a los «bárbaros». Así, Zheng He, que condujo expediciones navales en el océano Índico a principios del siglo XV, hizo esta declaración de principios: «Cuando lleguéis a esos países extranjeros, capturad a los reyes bárbaros que se resisten a la civilización y se muestran desdeñosos, y exterminad a los soldados bandidos que se entregan a la violencia y el saqueo. La ruta oceánica estará a salvo gracias a esto»[51].

Los comentarios occidentales sobre la guerra, entonces y después, fueron un aspecto del pensamiento que se enfocó tanto en las oportunidades como en el contexto[52]. En el caso de Felipe II de España (r. 1556-1598), que hubo de enfrentarse a reiteradas a menazas a su vasto imperio[53], no hay consenso en cuanto a la calidad de su práctica estratégica. Hubo desde luego tensiones entre el objetivo de control y la más exitosa práctica de la autoridad ejercida con guante de seda, una práctica que incluía la amenaza de violencia junto a la propaganda, las iniciativas diplomáticas y la presión económica[54]. Los juicios inherentes a varios usos del término «estrategia», incluida la estrategia a largo plazo, la gran estrategia, la esquizofrenia estratégica, y la visión estratégica clara y coherente, son palmarios[55].

Se pueden plantear debates similares para muchos otros Estados y episodios. Con todo, se ha aducido más específicamente respecto a la guerra de los Treinta Años (1618-1648) en Europa, aunque también para el subsiguiente Ancien Régime europeo de 1648-1789, que los problemas logísticos planteados por el mantenimiento de los ejércitos hizo difícil seguir una estrategia que reflejase los objetivos políticos de la guerra, y así pues que fue difícil actuar de acuerdo con cualquier estrategia genérica[56]. En la práctica, siempre hubo objetivos políticos dirigiendo las operaciones militares, aunque los ejércitos tuviesen que desplazarse en función de condicionamientos logísticos. En términos más amplios, las opciones en las estructuras de los ejércitos y los métodos de mando a principios de la era moderna, en los siglos XVI y XVII, reflejaron constantemente la fusión de la estrategia y la política, surgiendo a menudo de premisas fundamentales sobre los métodos más adecuados para preservar las normas sociales y la integridad del Estado. Este fue el nexo clave con la política, y lo mismo puede decirse de otros periodos.

La adecuación de las competencias y las opciones podía verse afectada tanto por cambios institucionales como tecnológicos. Así, en la década de 1850, la dinámica de ofensiva costera en la planificación británica hacía hincapié en el papel de la Oficina Hidrográfica para el desarrollo de una estrategia para el teatro de operaciones, y, a su vez, contribuía a esa dinámica. En marcado contraste con la infructuosa invasión francesa de Rusia en 1812, la guerra de Crimea (1854-1856) se centró en la acción naval y anfibia contra Rusia del bando anglo-francés, una práctica a la que contribuyó decisivamente el reciente desarrollo de los buques de guerra propulsados a vapor[57]. Se ha vivido esta situación más recientemente con la creación de instituciones que aúnan el conflicto armado y las operaciones combinadas, instituciones que tratan de explotar sistemáticamente las oportunidades creadas por las nuevas opciones de desembarco y las tropas transportadas en helicóptero.

Como otro aspecto de la adecuación de los medios a los fines, cabe comentar que hubo siempre, una vez se desarrollaron los Estados, una estrategia funcional, aunque no contase con instituciones y un lenguaje específico. Puesto que la estrategia es contextual, y en gran medida, también lo son sus definiciones (o la ausencia de estas). La Encyclopaedia Britannica de 1976 apuntaba que «la demarcación entre la estrategia como un fenómeno puramente militar y la estrategia nacional en sentido amplio se vio difuminada» en el siglo XIX y es menos clara aún en el XX[58]. Esto no afectó a la adecuación entre fines y medios del aspecto militar de la estrategia.

LA PROPIEDAD DE LA ESTRATEGIA

Hay una dificultad recurrente en torno al asunto de la «propiedad», uno de los aspectos más relevantes en el análisis estratégico. La amplia variación en el uso del término «estrategia», y del concepto, proviene en parte de este mismo asunto, junto a problemas más corrientes derivados de la definición y el uso de los términos conceptuales, especialmente de aquellos que tienen diferentes resonancias en contextos culturales y nacionales específicos. En gran medida, aunque no desde luego de forma exclusiva, este asunto de la «propiedad» proviene de la determinación de y por cuenta de los militares al definir una esfera de actividad y planificación que está bajo su comprensión y control, un proceso que cuenta con el respaldo de los comentaristas civiles que les apoyan. Mucho de lo que se ha escrito sobre la estrategia ha sido escrito por o para los pensadores militares

Este contexto sigue siendo relevante hoy en día respecto a la estrategia, señaladamente porque los ejércitos modernos en muchos países siguen aspirando a una profesionalidad que tanto limite la intervención de otras ramas del gobierno como consecuentemente les permita definir su papel. La Doctrina Powell en el caso del ejército norteamericano en los años noventa (Colin Powell dirigió el Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos entre 1989 y 1993) fue un ejemplo de este punto[59], como lo fueron las discusiones sobre la intervención anglo-norteamericana en Afganistán e Irak en las décadas de 2000 y 2010. Junto a las áreas cedidas en general a la competencia de los líderes militares, especialmente el entrenamiento, la táctica y la doctrina, llegó la determinación de estos líderes, una determinación públicamente aireada, de mantener puestos clave en el abastecimiento, las operaciones y la decisión de las políticas. Unir todo lo anterior en términos de lo que se define como estrategia, y limitando el gobierno a un campo más general y anodino llamado «política», sirve a este fin.

En sentido más positivo, los líderes militares que insisten en la claridad de los roles, los términos, las misiones y las responsabilidades están en parte motivados por la sospecha de que los líderes políticos no entienden realmente lo que quieren. Como resultado, esta insistencia es un esfuerzo de forzar a los líderes políticos a que articulen sus objetivos. A veces este proceso se ve impulsado por un sentido de deber profesional y a veces surge porque los líderes políticos son, parecen o pueden ser presentados como incompetentes al vislumbrar una política y considerar la estrategia. En la práctica, basándose en las circunstancias y los criterios internacionales y domésticos, los líderes políticos han tomado frecuentemente sus decisiones sin consultar a los expertos militares, cuando dicha consulta no es más que un trámite para justificar lo que decidieron o no tiene otro fin que ayudar a que se implemente[60]. Este es un aspecto común de la política institucional.

De igual modo, las críticas de los líderes pueden constituir un intento de evitar ser culpados o de asumir el control, ante lo cual los políticos uniformados también suelen estar determinados a tener algo que decir. Ciertamente puede esgrimirse el argumento a favor de la independencia militar, tanto en términos concretos como generales. El debate en torno a la estrategia merece atención tanto a este respecto como en cuanto a la popular división entre política y estrategia, aunque depende en gran medida de la comprensión de contextos particulares y de culturas institucionales.

Otro ejemplo de este debate es la cuestión de si la confianza en la independencia militar es un aspecto —en buena medida un aspecto interesado— de aquello a lo que se refirió en 2015 el general Nicholas Houghton, jefe del Estado Mayor británico, como «el conservadurismo militar»[61]. Este conservadurismo incluye tendencias históricas fundacionales para instituciones, prácticas y sistemas armamentísticos específicos. Los análisis estratégicos en Gran Bretaña, con su énfasis en el gasto en medios militares específicos, han contribuido a este enfoque. El intento de deslindar la estrategia de la política es, en cierto sentido, no solo una mera cuestión de precisión terminológica, sino también un aspecto de su conservadurismo, aparte de ser un esfuerzo por proporcionar una voz distintivamente militar en el proceso de toma de decisiones y por tratar de asegurar que tal voz es coherente y tiene peso específico. Un ejemplo de cualificación comparable (aunque diferente) a la distinción entre estrategia y política es la que se establece entre lo público y lo privado en la organización de la guerra. Ambas se solapan considerablemente en la práctica[62].

CONTEXTOS PARA LA ESTRATEGIA

Claramente, incluso aunque deba hacerse una distinción entre medios y fines al tratarse la estrategia y la política y la relación entre ambas, los fines tienen una indudable relación con los medios; y los medios, a su vez, son concebidos y planificados en relación con los fines. Además, desde otro punto de vista, la estrategia fue y es conceptualizada en términos de cultura estratégica, esto es, de perspectivas a largo plazo tanto en cuanto a los asuntos globales como a la cultura política doméstica; perspectivas que aportan información esencial sobre el sistema de creencias de los gobernantes, y sobre sus inclinaciones psicológicas. Deslindar estos factores no solo es de escasa ayuda al abordar el pasado; también resulta ahistórico y por lo tanto errado, además de no ser más que una aspiración para el presente y el futuro, una aspiración que confunde.

La proposición según la cual la política norteamericana y británica en el mundo musulmán en la primera década de este siglo fue errada en cuanto a su comprensión de la estrategia sirvió aparentemente para desacreditar su imprecisión, que fue vinculada directamente al fracaso en Irak a mediados de dicha década[63]. Ese fracaso, no obstante, no de debió a la imprecisión, sino a una lectura completamente equivocada de la situación que había allí, tanto política como militar, lo cual constituye un buen ejemplo de cómo entender la naturaleza de un conflicto en particular, en vez de teorizar sobre la guerra en general, resulta de crucial importancia.

Aparte, dejando a un lado el asunto de que una falta de coherencia en la estrategia fue de hecho una respuesta apropiada a la complejidad, incluidas las circunstancias cambiantes[64], la aparente imprecisión en la comprensión de la estrategia y su práctica es, en parte, un reflejo de la variedad de ámbitos en los que la política actúa. Así, el carácter real de la guerra varía en los detalles[65]. Corresponde al planificador estratégico y al operador entender tanto como puedan la naturaleza de la guerra particular en la que se han embarcado. De otro modo, las posibilidades de construir una estrategia apropiada y exitosa se reducen.

De otro lado, el valioso argumento de que «la estrategia está destinada a que la guerra resulte utilizable al Estado, de modo que pueda, si fuese necesario, usar la fuerza para alcanzar sus objetivos políticos»[66], también depara una serie de cuestiones, no solo la distinción, o al menos la tensión, entre el uso de la fuerza y los objetivos políticos, sino también el papel de los actores no estatales y la propia diversidad de formas y culturas estatales. No hay una forma primigenia (original y esencial) de dinámica del Estado[67], como no hay ninguna forma tal de guerra. Los intereses reales del Estado —ya sean, por ejemplo, «incrementar su dominio»[68] o cualquier otro— pueden variar con el tiempo, como puede variar la forma de esos intereses y el énfasis en el uso cinético de la fuerza.

Lejos de existir ninguna relación fija entre la guerra y la política, es la variada y a menudo flexible naturaleza de estas relaciones la que ayuda a explicar la importancia de cada una de ellas. Por ejemplo, la actividad militar ha alterado enormemente los contornos y los parámetros de la política que contribuyó a causarla, y a veces de los Estados y otras demarcaciones involucradas en un conflicto. En algunos casos, la actividad militar ha tenido también un impacto comparable sobre las estructuras sociales, como en la Guerra de Secesión (1861-1865) al acabar con la esclavitud y el impacto transformador del comunismo en Rusia, China e Indochina. La centralidad de la guerra, y la preparación para la guerra, como bases y procesos de cambio, no obstante, no significan que haya existido un patrón consistente de causa y efecto. Además, las normas culturales, políticas y sociales, junto a las contingencias, han afectado a la disposición a seguir tales estrategias como medio de impulsar la oposición antigubernamental en los Estados enemigos.

Visto de otro modo, la estrategia fue en parte el resultado de los posicionamientos internacionales, siendo estos mismos posicionamientos a su vez afectados por circunstancias contingentes, diplomáticas, políticas y militares, todas las cuáles se discutieron en términos de la política del poder, y por lo tanto de retórica estratégica. Así se sigue haciendo, sobre todo al abordarse las relaciones entre China, Rusia y Estados Unidos.

Al mismo tiempo que se desarrolla este debate sobre los grandes Estados, que son las unidades mayores respecto a la estrategia, la mayoría de los participantes en un conflicto no están al nivel de dichos Estados, especialmente si se consideran los conflictos bélicos civiles. Esto no significa que a los participantes de tales contiendas les falte conciencia estratégica, capacidad estrategia, una estrategia o cualquier otra cosa al respecto. Muy al contrario, puede darse el caso de que los asuntos estratégicos sean más urgentes en estos casos porque los participantes son mucho más vulnerables que los grandes Estados. Tales asuntos pueden llegar a ser más difíciles de sustraer a la atención de un grupo particular de los órganos políticos que en el caso de las grandes potencias.

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