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Los factores religiosos podían dificultar mucho, sin llegar a ser un impedimento infranqueable, que se consolidasen las victorias a través de alianzas. Tal consolidación fue un aspecto vital de la estrategia en la que los logros militares fueron utilizados para, a su vez, afianzar ese éxito. Este fue por ejemplo el procedimiento empleado en Anatolia oriental en 1515-1516, cuando Selim I venció a los jefes kurdos que estaban descontentos con la preferencia de los safávidas por el control directo. Este éxito político estuvo relacionado con las victorias, y fue una dependencia de doble sentido[17]. Lo mismo ocurrió en el enfrentamiento entre Rusia y los tártaros de Crimea a propósito del kanato independiente de Kazán desde finales del siglo xv hasta la victoria final de los rusos a mediados del XVI.

La geografía fue ciertamente un elemento de la priorización y una respuesta a esta. En particular, había problemas de calado en las campañas contra Persia, como ocurría con otros vecinos o casi vecinos: los uzbekos, los mogoles y Rusia. En lo que respecta a las bases, Bagdad estaba a 2.147 kilómetros de Constantinopla, mientras que Belgrado estaba a 961. Además, no había una ruta marítima o fluvial a Irak comparable al mar Negro y los ríos Danubio y Dniéster que facilitase las campañas y la logística. Por lo demás, la distancia, exacerbada por los problemas logísticos, hacía impracticables los planes turcos de llegar a Astracán, conquistada por Iván el Terrible en 1556, tanto para volver desde allí a Rusia como para actuar desde allí sobre Persia[18]. En términos generales, las distancias, igual que los problemas logísticos, llevaban a los turcos a preferir la batalla. La victoria en una podía aliviar la necesidad de enfrentarse a largos asedios para capturar las fortalezas. Con todo, como los turcos descubrieron contra Persia en 1514, contra Chaldiran y contra Austria en 1532, esto otorgaba en gran medida la iniciativa a los oponentes; en ambos casos rehuyeron la batalla. Estamos ante un contexto estratégico, como puede verse, con los objetivos teniendo que adaptarse a lo que resultase funcional.

A la inversa, fue más sencillo para los gobernantes persas hacer campaña contra los turcos en el Irak moderno que en Asia central, Afganistán o incluso la India. Esta asimetría estratégica fue un elemento clave que contribuyó a enmarcar el conflicto entre turcos y persas, aunque no dictó su curso. En parte por la presión expansionista persa, los turcos se concentraron en luchar contra los persas en 1578-1590, 1603-1618, 1623-1639, 1730-1736 y 1743-1746, en cada caso dejando pasar oportunidades de combatir contra los poderes cristianos europeos, por ejemplo, interviniendo en la guerra de los Treinta Años (1618-1648), la guerra de sucesión polaca (1733-1735) y la guerra de sucesión austríaca (1740-1748).

Aunque con frecuencia ambiciosos en sus objetivos, los turcos daban muestras de realismo en la evaluación de lo que resultaba alcanzable, y entendían cuáles eran sus límites reales[19]. No obstante, esta evaluación estaba mediada por rivalidades personales y entre facciones, como en el caso del asesinato en 1579 de Mehmed Pasha Sokollu, el gran visir, a quien no entusiasmaba precisamente la guerra contra Persia. Lo que siguió fue una guerra entre bandos. Igualmente, los intereses y la ambición de la dinastía Köprülü de grandes visires fue importante para el expansionismo turco de principios de la década de 1660 hasta el fracaso total del ataque hacia Viena en 1683.

La situación en Turquía se hizo más volátil debido a la repetida experiencia de los sucesivos fracasos tras 1683, sobre todo a manos de Austria en 1686-1689, 1695-1697 y 1716-1718, fracasos que llevaron a que varios sultanes fuesen depuestos entre 1703 y 1730. Los siglos XVIII y XIX —más este último— serían los del declive otomano, cuando la estrategia le sería hecha al imperio antes de ser obra de este. No obstante, la estrategia reactiva de la posición débil sigue siendo una estrategia. En particular, Turquía tuvo que enfrentarse a una Austria resurgida y a una Rusia mucho más fuerte. Ambas habían tenido que afrontar serios compromisos domésticos en el siglo XVII y una situación externa más acuciante, pero, tras superar estas crisis, pudieron concentrarse cada vez más en el asunto turco.

La ausencia de nuevas conquistas y victorias en la batalla actuó como una poderosa limitación para los turcos, causando que perdieran prestigio y haciendo que escaseasen las oportunidades de pillaje y de distribuir tierras entre los soldados. Junto a las tensiones políticas, la incapacidad para pagar al ejército redujo el control del sultán y desató rebeliones. En lo que constituyó un significativo cambio en la capacidad de implementación, la necesidad de acudir a las milicias provinciales fue cada vez mayor, y también hubo de recurrirse a las fuerzas comandadas por poderosos señores de la guerra locales, lo cual daría paso en su momento a una crisis generalizada en las prácticas de mando[20]. Como asunto relacionado, aunque a diferente nivel y con distinto tempo, un tema que además creaba una dinámica que contrastaba con el pasado, los turcos eran por entonces un Estado desarrollado, y no ya esas gentes aparentemente inexorables que habían aterrorizado a los occidentales en el siglo XV y a principios del XVI.

Ya fuese en la ofensiva o en la defensiva, era necesario para los turcos considerar el alcance de sus posibles compromisos. Por ejemplo, en 1715, los turcos fueron incitados a dirigirse contra Venecia por la ausencia de problemas en otros sitios: Rusia había sido derrotada y estaban en paz con Persia, que se enfrentaba a la grave presión de las rebeliones afganas que dieron pie en 1722 al derrocamiento de la dinastía safávida. Teniendo presente el anhelo de reconquistar la Morea, perdida hacía poco a manos de Venecia y un objetivo estratégico prominente, a los turcos también les soliviantaba que Venecia ofreciera un refugio a los montenegrinos que se habían rebelado sin éxito en 1711 contra el control turco.

Por su parte, el mandatario austríaco, Carlos VI, se alió con Venecia en 1716 a raíz de que la debilitada Francia, su más reciente oponente, dejase de ser una amenaza. Francia sufrió posteriormente no solo la derrota en la guerra de sucesión española (1701-1714), sino también la inestabilidad política tras la ascensión al trono del infante Luis XV en 1715. Entonces, como en otras ocasiones, los ministros turcos y los enviados extranjeros, tratando ambos que Turquía se centrase en un oponente, trataron de asegurar la paz de los turcos con el resto de sus eventuales oponentes[21]. Junto a esta tendencia a sacar a los turcos de cualquier conflicto, hay que señalar no solo su considerable capacidad de resistencia, sobre todo cuando derrotaron a los austríacos en 1737-1739, sino también su disposición a entablar un conflicto siempre que fuese necesario, como cuando Rusia fue atacada en 1787. Esto último, sin embargo, demostró ser una estrategia errada, pues Rusia fue capaz de repeler el ataque y después comenzar una potente ofensiva. Como en la guerra de 1768-1774, los turcos no fueron capaces de mantener el control del Danubio y sus fortalezas contra el ataque ruso. Esto puede sugerir cierto tipo de paralelismo con el fracaso del Imperio romano en la conservación de sus posiciones en la frontera danubiana, aunque no es demasiado significativo: sacar conclusiones estratégicas aplicando esquemas del pasado puede llevar a equívocos.

La conceptualización de la estrategia llevó su tiempo. A mediados del siglo XIX los turcos comenzaron a usar el término sevkülceys, cuyo significado, según el diccionario, es «estrategia», en el sentido de dirección de las tropas. Los turcos habían empleado anteriormente términos más generales para la estrategia, como «el arte de la guerra» o el «comercio de la guerra».

RUSIA

Como en el caso de China, la estrategia rusa estuvo caracterizada por «la aplicación de una fuerza inconmensurable» a objetivos específicos, creando una percepción de fuerza e invencibilidad[22] y contribuyendo al éxito tanto de las operaciones militares como a su integración en el nuevo orden político. Adam Smith observaba:

Quien quiera que examine, con atención, las mejoras que Pedro el Grande [r. 1689-1725] introdujo en el imperio ruso, encontrará que casi todas se resolvieron en el establecimiento de un ejército fijo y bien regulado. Tal es el instrumento que ejecuta y mantiene las demás regulaciones. Este grado de orden y paz interna, del que dicho imperio disfruta desde entonces, se lo debe por entero a la influencia de ese ejército[23].

No obstante, al enfocarse en la fuerza militar, esta perspectiva minimiza un elemento clave de la estrategia rusa, uno que trata de mantener los desafíos separados. Esta estrategia, que fue en gran medida la empleada en las campañas secuenciales contra Alemania y Japón que se vieron en la Segunda Guerra Mundial, es una muestra de que se estaba al tanto del panorama estratégico. Para dicho panorama, el legado del pasado era crucial, como lo fue para Stalin atender a lo ocurrido en la guerra civil de 1918-1921. Los Romanov, como los manchúes y, posteriormente, los comunistas tanto en Rusia como en China, se alzaron con el poder como resultado de una crisis de fondo, una en la que se combinaron las insurrecciones con los ataques externos. Que este proceso ocurriese a principios del siglo XVII, y no antes, contribuyó a asegurar su pervivencia en la memoria, señaladamente en la determinación con la que derrotaron a Polonia y Suecia, que habían intervenido en los «turbulentos tiempos» de Rusia. Lo mismo puede decirse de los borbones, en este caso en la década de 1590 en Francia y en las de 1700 y 1710 en España, y de los hanoverianos en Gran Bretaña también en la década de 1710.

En Rusia, los Romanov habían sido los principales beneficiarios de la superación de esta amenaza de invasión e insurrección, mientras que, en China, los Ming fueron los primeros que expulsaron a los invasores, los mongoles, y después los manchúes, invasores a su vez, se hicieron con el poder combinando insurrección e invasión. En todos estos casos, había cierta conciencia del pasado. Y esta «historia profunda» era por lo general más cierta para los sistemas dinásticos y para los que basaban su legitimidad en la realidad y la presentación de una continuidad.

El desafío de las décadas de 1600 y 1610 debió parecer muy distante tras la consolidación del poder de los Romanov bajo el reinado de Miguel I (r. 1613-1645) y la actividad militar a gran escala que sobrevino, especialmente contra Polonia y Suecia, con la llegada al trono de Alejo I (r. 1645-1676), actividad que reportó la conquista de Smolensk, Kiev y Ucrania oriental. La tregua de Andrúsovo en 1667, que puso fin a una guerra comenzada (o retomada) en 1654, fue una muestra de la habilidad de la maquinaria bélica del Ancien Régime para proporcionar resultados decisivos.

No obstante, el desafío volvió a plantearse en el siglo XVIII. La dura derrota en 1700 en Narva a manos de Carlos XII de Suecia fue seguida de la quiebra del sistema de alianzas forjado por Pedro el Grande cuando Carlos conquistó Polonia y remplazó en 1704 al regente aliado de Pedro, el elector Augusto II de Sajonia, por el propio protegido de Carlos, Stanislaus Leszczyński. Las repetidas victorias de las fuerzas suecas sobre los ejércitos polaco-sajones, no obstante, demostraron las dificultades de trasladar los éxitos militares a resultados políticos y la consecuente necesidad de vencer constantemente para mantener el control de la situación. La inmanejable intervención sueca en la política polaca subrayó tanto el papel de las elecciones en la estrategia como sus impredecibles consecuencias. Entonces, en 1708 Carlos invadió Rusia junto a Iván Mazepa, el rebelde hetman de los cosacos, reabriendo así una de las grandes preocupaciones de las décadas de 1640, 1650, 1660 y 1680.

La desastrosa invasión de Carlos, que concluyó con una severa derrota a manos de Pedro en Poltava en 1709, una derrota que llevó a su destrucción y a la de su ejército, puede interpretarse de otro modo, de un modo que arroja luz sobre alguno de los asuntos que implica la estrategia, y, por lo tanto, sobre los problemas inherentes a su evaluación. En el caso de Suecia, la explicación más popular de la derrota de Carlos ha sido que le faltaban recursos, tanto respecto a Rusia como más en general frente a, durante la Gran guerra del Norte (1700-1721), una coalición de fuerzas hostiles. Sin embargo, este enfoque no logra hacer justicia a las opciones estratégicas que había, y esto importa cuando se consideran otros debates sobre la capacidad estratégica y la asimetría en términos de recursos. En el caso de Suecia, el uso de una estrategia defensiva de largo alcance para proteger a las provincias del Báltico fracasó porque llevó a una reducción de los recursos en la base. Al contrario, una estrategia ofensiva para proteger esas provincias, en vez de hacer campaña contra Polonia, hubiera tenido diferentes resultados para los recursos suecos y rusos.

Aparte, Carlos XII ganó y perdió sus batallas cuando la mayor parte de las fuerzas armadas suecas estaban en otro sitio. Aunque es comprensible dada la extensión de su imperio, no es que fuera una concentración de poder eficiente. Está claro que Carlos dispersó sus recursos; no lo está que los que usó fueran suficientes. A largo plazo, es evidente que no lo fueron, pero no se puede decir lo mismo si nos centramos en 1709. La concentración de poder también fue un asunto destacado en otras guerras suecas, por ejemplo, en la que Gustavo III luchó contra Rusia en 1788-1790. Todo esto nos lleva al primordial asunto de la priorización en las grandes potencias, entre las que se cuentan Rusia, Gran Bretaña, China, la Francia de Napoleón y Alemania durante las guerras mundiales.

Incluso tras lo ocurrido en Poltava, Carlos siguió siendo un peligro para Rusia, porque huyó a Turquía y desempeñó un papel en la política de la corte turca. Ayudó a Turquía a organizar su contienda contra Pedro, que fue derrotado en la subsiguiente guerra ruso-turca en el río Prut en 1711. La invasión de Pedro del Imperio turco fue otro ejemplo de falta de concentración de fuerzas, puesto que Rusia aún seguía involucrada en la gran guerra del Norte. El resultado, no obstante, resultó crucial, pues Pedro fue capaz de negociar un acuerdo con los turcos y concentrar su atención en Suecia.

La derrota de Pedro, como el éxito turco ante Venencia en 1715, cuando conquistaron rápidamente los territorios venecianos en Grecia, indicaba la dificultad de leer las opciones estratégicas en términos del curso de los recientes éxitos militares, que habían sido en general adversos a los turcos durante la guerra de 1683-1697. Lo mismo cabe decir del periodo 1737-1739, cuando los turcos lo hicieron mucho mejor ante Austria de lo que lo habían hecho en 1716-1718. El éxito turco ante Rusia en 1711 no sirvió como predictor de la situación de las subsiguientes guerras entre las dos potencias.

Las crisis rusas de 1708-1711 pueden parecer un recuerdo irrelevante dado que Pedro acabó con la mayoría del imperio ultramarino sueco, y así, cuando la gran guerra del Norte llegó a su fin en 1721 con el Tratado de Nystad, Rusia parecía una potencia emergente. El tratado sirvió para que Rusia se anexionase Estonia y Livonia y devolviese la mayor parte de Finlandia. El desarrollo de una marina, además, hizo que las victorias de Pedro y su supuesta astucia pareciesen más amenazantes.

No obstante, las ansiedades rusas sobre el presente y el futuro siguieron partiendo de preocupaciones pasadas. En 1733, la intervención militar rusa en Polonia tuvo por fin primordial prevenir la elección como rey de Stanislaus, quien había sido expulsado por Pedro el Grande tras Poltava. Para Rusia estaba clara cuál era la amenaza estratégica a nivel internacional; era la política de alianzas la que marcaba cuál era la ecuación de fuerzas y la esfera competitiva. A finales de la década de 1730, los arrojados planteamientos rusos a propósito de los turcos colapsaron, no tanto por dificultades militares —Rusia cada vez conseguía más victorias, más incluso que en el conflicto de 1711— como a causa de la quiebra de la coalición diplomática que le daba apoyo, ya que Austria, espoleada por Francia, firmó la paz con los turcos en 1739.

Los estrategas rusos estaban preocupados de que una hostil Polonia se plantease revisar sus pérdidas territoriales frente a Rusia en el siglo anterior, pérdidas que incluían Kiev, Ucrania oriental y Smolensk, y que cooperase con Suecia y Turquía contra Rusia. Tales preocupaciones no se disiparon. Mientras, Francia trataba de facilitar dicha alianza; Luis XV era yerno de Stanislaus. Estos esfuerzos fueron reavivados con la política francesa de secret du roi de las décadas de 1750-1770, y, posteriormente, con la oposición francesa y luego británica al expansionismo ruso de la década de 1780, el de principios de la década de 1790 y el del siglo XIX.

Anticipando las ansiedades paranoicas del comunismo soviético, las preocupaciones rusas siguieron centradas en los planes y anhelos de otros países. Con fundamento; Jorge I de Gran Bretaña había intentado reunir en 1719-1721 una liga que obligase a Rusia a renunciar a sus conquistas bálticas, y se había consagrado en 1716-1717 al empeño de sacar a las tropas rusas de Alemania y Dinamarca. En 1790-1791, el gobierno británico trató de organizar otra liga, de nuevo en un infructuoso intento de que Rusia devolviera sus conquistas bélicas. No obstante, estas preocupaciones fueron extrapoladas por los rusos a un patrón fijo de amenaza. Además, no es algo que proviniese meramente de las ansiedades rusas, también respondía a un creciente y poderoso sentimiento de poseer un derecho de dominio sobre el este de Europa. En oposición a la derrotada Suecia, la débil Polonia, la musulmana Turquía y la distante Francia, Rusia, al menos en la persona de Alejo y aún más claramente en la de su hijo Pedro el Grande, sentía que tenía un destino y un derecho de ser una potencia dominante. Esta actitud continúa vigente en nuestros días, como atestigua la estrategia de Vladimir Putin respecto a Ucrania, el Cáucaso y las repúblicas bálticas.

Sin embargo, tras un breve y episódico conflicto en el que los chinos expulsaron a los rusos del valle de Amur en la década de 1680, un veredicto que los rusos aceptaron con el Tratado de Nerchinsk en 1689, los dos imperios no volvieron a colisionar en el siglo XVIII o a principios del XIX. De hecho, el expansionismo ruso contra China no revivió hasta mediados de este último siglo. Tras la conquista de Kazán en 1552, Rusia había conseguido formidables conquistas en Siberia durante finales del siglo XVI y el siglo XVII, y hubo otras adquisiciones a mediados y finales del XIX a expensas de China, también en Asia central. Adicionalmente, la habilidad de Rusia, a pesar de no contar con un puerto en el Pacífico, de proyectar su poder a lo largo del Pacífico norte hasta Alaska en el siglo XVIII, dice también mucho de la capacidad de los rusos[24].

Vista de otro modo, esta capacidad parece irrelevante dada la fortaleza de los chinos en este periodo. Las operaciones rusas en las Islas Aleutianas, su ventaja numérica y el beneficio de sus buques recibieron la ayuda de las armas de fuego y el salvaje impacto de la viruela en la población local, factores de los que también se benefició Rusia en su expansión en Siberia del siglo XVI. Estas operaciones no proporcionan indicación alguna sobre lo que habría ocurrido contra una China más poblada y potente, aunque la situación habría podido ser distinta si los rusos hubiesen intervenido en las islas al norte de Honshu, la principal isla de Japón, como temía el gobierno japonés respecto a la isla de Hokkaido, donde el colonialismo japonés estaba a expensas de la población indígena, los Ainu.

Junto a fuertes sentimientos de hostilidad hacia los turcos y el islam, la élite rusa, no obstante, no sentía que Rusia fuese una potencia asiática que debiera involucrarse en una lucha por la dominación con China, y la hostilidad que sintieron hacia Japón a finales del siglo XIX fue una novedad absoluta. La preponderancia espacial de los dominios al este de los Urales no casaba con las premisas rusas, porque el foco ruso estuvo siempre sobre Europa. Así, durante mucho tiempo, no hicieron esfuerzo alguno por repetir la intervención sobre Persia de 1722-1723 por parte de Pedro el Grande. En 1761, un diplomático británico apuntaba que «los soberanos rusos, en vez de aprovechar la estupenda oportunidad, dados los problemas de Persia, de erigir un poderoso imperio asiático, han vuelto la vista por completo hacia Europa»[25]. Además, los medios estratégicos eran deliberados e iban en aumento, y no tenían el carácter audaz de lo visto con Pedro. Nuevas líneas de fuertes rusos fueron añadidas a las posiciones rusas al sur en Asia central a medida que crecían estas ambiciones y los asentamientos que las sustentaban. En vez de extensas conquistas en Asia central o en el Lejano Oriente en el siglo XVIII, era más plausible pensar que Rusia podría haber tenido una relación bien distinta con el otro actor clave en la zona, la confederación zúngara de Xianjiang. Sin embargo, los rusos no proporcionaron ayuda alguna a los zúngaros frente a China.

Para Rusia la estrategia, o la que luego sería denominada strategiia, era sobre todo política, un modo de mantener a los potenciales oponentes separados y de explotar la habilidad de afrontarlos uno a uno, una política que pudo verse en la Segunda Guerra Mundial, en la que no emprendieron acción alguna contra Japón hasta haber acabado con Alemania en 1945. Bajo Pedro el Grande, la invasión del Imperio turco en 1711 siguió a la cruenta derrota de Carlos XII en Poltava en 1709, mientras que el exitoso fin de la gran guerra del Norte con Suecia en 1721 dio pie a los éxitos rusos en 1722-1723 en la campaña del Cáucaso oriental y el norte de Persia. A su vez, el resurgir de Persia bajo el sah Nadir llevó a Rusia a los ataques de 1735 para tratar de asegurarse de que Nadir no se aliase con los turcos. Fue lo que hizo, en todo caso, en 1736, y eso puso a Rusia, que empezaba por entonces un conflicto contra los turcos, en una situación estratégica más difícil de la que habría afrontado de no producirse ese acercamiento. Afortunadamente para Rusia, consiguió arrastrar a la guerra a Austria en 1737, y los turcos hubieron de concentrarse en ese enemigo.

Lo mismo ocurrió en la década de 1740 con la necesidad de Federico el Grande de concentrarse en Bavaria, Francia y España, en vez de en Prusia, y con su deseo, durante la guerra de los Siete Años, de forzar a sus oponentes a firmar acuerdos de paz por separado. Este deseo lo incitó a concentrarse en la más vulnerable Austria[26], una estrategia que nacía pues del contexto internacional. Entre tanto, lejos de que Austria se viese forzada a una paz por separado, como ocurrió en dos ocasiones en la década de 1740, continuó luchando contra Prusia, y fue el más poderoso oponente, Rusia, el que cambió de política tras el ascenso al poder de Pedro III en 1762.

El éxito estratégico no siempre requería emprender acciones formalmente hostiles. La intimidación y la influencia sirvieron tanto con Polonia como con Suecia, aunque se emplearon diferentes métodos y en ocasiones estas estratagemas fueron bastante fallidas. Contra Suecia, la capacidad estratégica rusa fue muy distinta a la evidenciada en los enfrentamientos entre ambas potencias en los siglos XVI y XVII. El despliegue, una vez se estableció la base en San Petersburgo en 1703, de tropas por reclutamiento forzoso en el siglo XVIII fue un desafío para la seguridad de Suecia, entre otras cosas para la de su capital, Estocolmo, un desafío que terminó siendo un aspecto importante de los equilibrios de poder en el Báltico. Fue muy distinta de la capacidad de ataque mos­trada anteriormente, que alcanzó solamente a las provincias bálticas de Suecia. Aparte de estas guerras entre ambas potencias, se produjeron también frecuentes amenazas por parte de los rusos, por ejemplo, en 1749 y 1772, cuando Rusia trató de afectar o dirigir la política sueca. La habilidad para afectar, o al menos intentarlo, la política por medio de la intimidación, vincula la estrategia y el flujo de las relaciones internacionales, y subraya la importancia de la preparación militar, recordándonos que la guerra no es la única medida al alcance de la estrategia.

La política rusa se parecía bastante a la china, en el sentido de que la senda del expansionismo dependía con mucho del gobernante de turno. En el caso de Rusia es más fácil que en el caso chino señalar el papel desempeñado por las facciones en la corte, sobre todo porque había enviados extranjeros capaces y dispuestos a informar sobre esos asuntos y deseosos de negociar, sostener o finiquitar las alianzas. Este proceso fue muy distinto en China, que no operó según un patrón de alianzas internacionales. Así, bajo Pedro II (r. 1727-1730), la alianza con Austria Prusia fue sostenida por un ministro que era hostil a la mayor parte del legado tanto de Pedro el Grande como de Catalina I (r. 1725-1727). Por su parte, las conexiones británicas, tanto comerciales como políticas, se hicieron más prominentes en Rusia desde mediados de la década de 1730, aunque encontraron su fin en la guerra de los Siete Años.

Los enviados extranjeros estaban ligados a prominentes figuras rusas, y cada una de ellas trataba de influir en las otras. El resultado en la política rusa fue que quedó sujeta a una permanente lucha entre facciones, en lo que era un eco de las frecuentes rivalidades entre ministros y otros personajes de la corte, rivalidades que condicionaron los alineamientos y las estrategias resultantes. Los sucesos militares fueron una parte esencial de estas políticas. Los comentaristas extranjeros también especularon sobre qué frontera era la más sensible, deduciendo en consecuencia qué estrategia rusa sería más probable[27].

AUSTRIA

Como fue el caso de otros vastos imperios, los grupos de presión y los ministros austríacos subrayaban cada uno la importancia de un área geográfica específica, y, en consecuencia, tenían perspectivas distintas sobre su interdependencia. Pero había más en juego. Los tratados de paz de 1713-1714 reflejaron la pérdida de peso de las políticas dinásticas sobre el imperio y España y la emergencia de un enfoque geopolítico sobre la guerra y la diplomacia centrado en los desafíos regionales[28]. En 1718 los austríacos abandonaron su exitosa guerra contra los turcos para ocuparse de la crisis creada en Italia por el expansionismo español. El conflicto secuencial, una forma de amenazas escalonadas o geopolítica operada en un tiempo secuencial, fue importante para su estrategia, como lo había sido antes para otros imperios como el romano. También fue una hábil combinación de poder delicado y enérgico[29]. Al mismo tiempo, el peso de la cuestión dinástica en los objetivos y métodos estratégicos de Austria fue particularmente distinto.

Como ocurría con muchos otros imperios entonces, y había ocurrido antes y ocurriría después, la militar fue una cuestión integral al proceso de enfocarse en áreas específicas, y no algo separado de dicho proceso, o que solo cambiase con la implementación. Así, el príncipe Eugenio, presidente del Consejo de Guerra, fue quien impulsó en las décadas de 1720 y 1730 los intentos de proteger las recientes conquistas frente a los turcos fortaleciendo las ciudades-fortaleza y erigiendo milicias locales, y poniendo en marcha una estrategia diplomática. Esta última se centró en desarrollar buenas relaciones con Gran Bretaña, Prusia y Rusia. Además, Eugenio trató de alcanzar tal objetivo por medio del nombramiento de protegidos, varios de ellos de extracción militar, para puestos diplomáticos. Este proceso se extendió a figuras militares que sirvieron a otros mandatarios y fueron juzgadas apropiadas como medios para influir las políticas, haciendo así efectiva la estrategia[30]. En términos más generales, el uso de figuras militares como diplomáticos sirve para que recordemos que es un error pensar en el ejército como un grupo distintivo y aislado.

A su vez, en esas décadas de 1720 y 1730 se dieron prescripciones alternativas para el poder austríaco, como se habían dado durante mucho tiempo para los gobernantes Habsburgo. El canciller, el conde Sinzendorf, impulsó en concreto una estrategia de cooperación con Francia, una estrategia que comportaba colaborar con España a través del marqués de Rialp, una postura católica y hostil a los príncipes protestantes capitaneados por el conde Schönborn[31]. Estas estrategias se diseñaron para servir a la política de los intereses dinásticos, es decir, al engrandecimiento, aunque también, en última instancia, a la seguridad. Tuvieron implicaciones que fueron definidas, o al menos afectadas, por las probabilidades de que surgieran ciertos enemigos y aliados. Las prioridades geográficas eran en parte la respuesta a la evaluación de las amenazas en juego. La estrategia tuvo que adaptarse al carácter dinámico de esta evaluación, con las prioridades ofensivas y defensivas cambiando en consecuencia, pero también hubo de adaptarse al intento de dar forma a su propio dinamismo y para reflejar las exigencias políticas. Los generales participaron en la continuada lucha por el poder político y decidieron sus campañas en función de sus intereses y de sus propias ambiciones[32].

Austria tuvo que enfrentarse a intentos de cooperación entre sus oponentes y a las consecuencias de esas alianzas según fueran su tamaño y origen. Así, en la guerra de los Treinta Años (1618-1648), como en 1703-1704 durante la guerra de sucesión española, se produjo un intento de cooperación contra Austria que dio lugar a avances hostiles por parte de los húngaros, en el primer caso apoyados por rebeldes bohemios y en el segundo por los bávaros[33]; y se dieron esfuerzos similares en otras ocasiones. Relacionado con esto, el concepto de Francia de un sistema oriental de alianzas demostró ser muy adaptable. Desarrollado contra los Habsburgo a principios del siglo XVI, con los turcos y los protestantes alemanes desempeñando los papeles principales en la alianza, llevando a una crisis al emperador Carlos V en 1552, el concepto englobó posteriormente, o trató de incluir, a Dinamarca, Suecia, Polonia, Rusia y a los rebeldes húngaros.

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