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INTRODUCCIÓN

HAY PROBLEMAS DE CALADO, Y PERSISTENTES, en cuanto a la definición de la estrategia. Históricamente, quienes tomaban las decisiones estratégicas se veían influidos por un amplio número de factores —que no dejaban de tener en cuenta—, incluido el hecho de que ellos mismos buscaban a tientas un concepto inteligible de estrategia. Carecían a fin de cuentas de un conjunto coherente de factores que les influyeran, y eso descartaba cualquier definición precisa. Lo que había era toda una serie de políticas concurrentes, domésticas e internacionales. Además, aunque las herramientas de implementación no militares, como la diplomacia o la presión económica, podían llegar a ser muy importantes, tampoco eran constantes en su carácter e impacto. Analizar cómo se influía en la estrategia y esta terminaba materializándose ayuda a explicar la dificultad de consensuar una definición aplicable que sea consistente.

Al ir a definir la estrategia a menudo se salta hasta Clausewitz, pero, en parte porque el ámbito de una discusión como esta ha de ser global o al menos aspirar a ello, tal vez no sea lo mejor escribir bajo la alargada sombra de Clausewitz. Y hoy incluso más que en el pasado, porque, sobre todo en cuanto a los desarrollos desde 1945, las aproximaciones a los asuntos militares e históricos centradas en Occidente ya no nos parecen de ayuda para una escala global[1]. Por lo demás, Clausewitz entendía que la guerra es dinámica y no deja de cambiar su naturaleza con el tiempo, y creía que su obra no debía asimilarse como una doctrina.

De hecho, las premisas teóricas de cualquier estudioso del tema, por más abstractas que sean, solo conservan su validez en contextos específicos, y tales contextos cambian, haciendo de la teoría algo más o menos relevante. Los teóricos tratan de generalizar desde los datos específicos, pero su aproximación resulta inherentemente errada a menos que su teoría sea tan resistente a las excepciones que se convierta en una «ley», lo cual no es probable en el campo de la estrategia.

Las cuestiones relativas a la definición no nacen solo porque, uno, la aproximación estándar a la guerra y su análisis centrado en Occidente sea problemático, sino también porque, dos, el término no se ha empleado durante la mayor parte de la historia (y esto último es potencialmente importante). También está la relación con otras posibles clasificaciones y tipologías de la estrategia, sobre todo en el caso de la «gran estrategia», un término favorecido por algunos comentaristas de la década de 1920 pero también aplicable a periodos anteriores[2]. El concepto de gran estrategia conduce a enfrentar la política y la planificación, en donde figuraría la gran estrategia, con la implementación, que se referiría a la estrategia a secas. Con todo, no es una diferenciación que ayude a desentrañar lo que en la práctica no deja de ser un continuo en el que hay solapamientos. Ambas categorías son más fáciles de definir separadamente que de practicarse por separado.

Además, aplicar la comprensión de la estrategia a circunstancias particulares plantea cuestiones que subrayan el problema que existe con otro concepto, por lo demás atractivo: el de la «estrategia óptima». Por si fuera poco, hay aspectos de esta tarea que no siempre casan adecuadamente con dicha optimización, por ejemplo el hecho de que sea perentoria, como puede verse en esta conversación de la satírica cinta de James Bond Casino Royal (1967): «¿Cuál es la estrategia, señor? Salir de aquí tan pronto como se pueda [la respuesta es de Bond]». En tales casos, la estrategia, la operación y la táctica van todas de la mano y se desarrollan a una velocidad de vértigo.

Wayne Lee señalaba que la mayoría de los lectores y autores piensan que conocen intuitivamente la diferencia entre la estrategia, las operaciones y las tácticas, pero que en la práctica hay muchas definiciones distintas. Para Lee, «la estrategia se refiere al despliegue de recursos y fuerzas a escala nacional y la identificación de objetivos clave (territoriales o de otro tipo) que las operaciones han de lograr posteriormente». Las operaciones se definen como «campañas»[3]. Adoptando un enfoque empleado con frecuencia, Thomas Kane y David Lonsdale describieron la estrategia como «el proceso que convierte el poder militar en un efecto político»[4].

En términos más generales, se habla a menudo de estrategia para referirse al uso del conflicto para propósitos bélicos o, más habitualmente, para una guerra en concreto. La estrategia, hasta cierto punto, se concentra en la habilidad para asegurar y sostener una medida de cohesión política, y para traducir esto en capacidad militar, y no en la búsqueda de un estilo particular de combate junto a sus implicaciones. Los ejércitos proporcionan esencialmente la fuerza para que la estrategia surta efecto, de igual modo que la diplomacia es también importante para su implementación. Hay también formas de entender la estrategia en términos de teorías y prácticas de la seguridad, hablemos o no de estrategia nacional. Al mismo tiempo, este enfoque común, con el entendimiento que le es característico, no basta para dar cuenta de una realidad más compleja que conllevaba y conlleva tanto patrones como asuntos históricos, la geografía y el discurso como respuesta al conflicto, y asuntos relativos al abastecimiento, la priorización, la planificación y los sistemas de alianza a la hora de decidir cuál es la mejor respuesta.

También está, por supuesto, el argumento cínico, que ofrece por ejemplo Dean Acheson, cuando dice que «cada cierto tiempo, toca dar una conferencia, así es que miras a lo que has estado haciendo en los últimos meses, lo escribes, y ahí la tienes, esa es tu estrategia»[5]. El comentario puede rehacerse para sostener que la estrategia es esencialmente la racionalización, en su momento o posteriormente, de una práctica basada en los hechos. Hasta cierto punto, es así como ocurre, al menos desde esa visión que a menudo nos atrapa según la cual lo intuitivo es más cierto que lo deductivo, y esto explicaría por qué la estrategia puede consistir en dicha racionalización. Dicha visión hace hincapié en la estrategia como algo eminentemente político; la racionalización sería un proceso político. Aparte, una práctica basada en hechos o «estrategia emergente» aporta posibilidades más flexibles, ante todo al enfrentarse al descubrimiento de una estrategia disruptiva de un oponente.

La aproximación que hacen Lee, Kane, Lonsdale y muchos otros desdeña cualquier alternativa al carácter distintivamente militar de la estrategia, y por lo tanto es algo que requiere abordarse explícitamente. De hecho, la función de la estrategia, si se entiende como la relación entre fines, modos y medios en la política del poder, no es necesariamente militar. Por otro lado, incluso en caso de conflicto, la priorización de objetivos y medios a nivel internacional concierne al establecimiento de una política exterior, y no solo al ámbito del ejército. Este establecimiento resulta ser un cuerpo amorfo que incluye instituciones formales y servicios de inteligencia, sobre todo ministros de exteriores y otros decisores que forman parte del gobierno. Al mismo tiempo, no está claro por qué la escala nacional debería ser siempre la principal clave al estudiar la estrategia, en vez de incluirse la consideración de los subnacional o incluso lo supranacional. Además, el impacto de cada uno de estos niveles puede comprometer la autonomía de la toma de decisiones a escala nacional.

Incluso durante los dos siglos en los que, aproximadamente, el término «estrategia» ha sido empleado en inglés, francés, alemán, italiano y otros idiomas, hay muchas diferencias, por no decir controversias, en cuanto a su definición, empleo, aplicación y valor. La voz «estrategia» se ha empleado para referirse a toda una gama de actividades humanas, como se ve en expresiones como «mérito estratégico» y «faceta estratégica»[6]. Así, en 1991, Patricia Crimmin se refería a la «relevancia estratégica del Canal de la Mancha», y, al hacerlo, atraía la atención hacia el carácter múltiple de esa relevancia «amenaza de invasión, línea de defensa, muro de la prisión, ruta de huida». En este contexto, «geografía estratégica» es otra expresión pertinente[7]. Al mismo tiempo que crecía el vocabulario sobre la estrategia, especialmente el ubicuo uso del adjetivo «estratégico», y que empezaba a expandirse extraordinariamente a finales del siglo XX, comenzaban a proliferar los usos interesados y poco precisos de esta terminología.

Los objetivos, los métodos y los resultados desempeñan todos un papel en las definiciones de la estrategia, y en la aplicación de estas definiciones, como también lo desempeñan los hábitos, las inclinaciones, las prácticas institucionales y las preferencias personales. Esto lleva a situaciones muy diversas, y es por lo tanto disculpable que quienes leen periódicos se confundan cuando encuentran en el mismo periódico artículos sobre la «gran estrategia» y la «estrategia militar», y asimismo referencias al compromiso estratégico[8]. Además, junto a los diferentes usos viene su yuxtaposición, como en un editorial de The Times del 5 de diciembre de 2018 sobre la Unión Europea: «Como institución basada en reglas con un proceso de toma de decisiones complejo, le falta capacidad para actuar estratégicamente. En cualquier caso, la acción estratégica requiere de cierta capacidad para generar compromisos. Esto puede resultar más sencillo para los gobiernos fuertes que para los débiles». En este caso, el contexto es presentado como inherente al proceso de creación de la estrategia.

Además, la estrategia puede verse, por ejemplo, como una senda, en vez de como un plan para la implementación[9]. De hecho, junto a aquellos que buscan la precisión en el análisis, hay, en la práctica, un nivel de actividad y energía que está mucho menos enfocado. Esto incluye la idea de que es posible plantear un gran impulso estratégico, más que un mero plan, pues a veces los planes no son sino la adición de una serie de posibilidades operativas, o incluso tácticas.

La mayoría de lo que hoy se dice sobre la materia no presta atención a los asuntos militares. Así, en 2016 había unas cincuenta y seis mil entradas en Amazon.com sobre estrategia en el capítulo «Negocios y dinero». De hecho, la estrategia es una palabra de moda en el mundo del Management y la economía, una que se emplea frecuentemente junto a términos como «gestionar» y «dirigir». La estrategia empresarial abarca desde qué productos vender en qué mercados a asuntos más complejos y variopintos, entre ellos la calidad y el respeto al medio ambiente.

También existen las «comunicaciones estratégicas», un término que se refiere a las operaciones informativas, la propaganda y las relaciones públicas. En 2016, el miembro del parlamento y conservador euroescéptico Steve Baker presumía de haber empleado el libro de Robert Greene Las 33 estrategias de la guerra (2006) para conseguir la victoria en el referéndum sobre la permanencia en la UE[10]. Este libro surgió como un intento de proporcionar una guía para la vida corriente «informada por […] los principios militares de la guerra». El libro, facilón y trivial, aunque también un gran éxito de ventas, explica las que llama estrategias ofensivas y defensivas. Era la continuación a otros textos de Greene, Las 48 reglas del poder (1998) y El arte de la seducción (2001).

Tenemos otro ejemplo del extendido uso de las imágenes militares, y de la estrategia en ese contexto, en la creación por parte de Facebook, en 2018, de una «sala de guerra» en sus oficinas centrales de Silicon Valley, con el objeto de combatir la desinformación política que afectaba a las elecciones norteamericanas de por entonces. Aquel diciembre, en Gran Bretaña, el director de la Fundación de la Policía se quejaba de que, a causa de la existencia de un sistema de fuerzas de policía local además de una fuerza nacional de policía, «el fraude constituye un tercio de los crímenes totales, pero no hay una estrategia nacional para encararlo»[11].

La tendencia a tratar la estrategia como si de un adjetivo se tratase, describiendo un proceso en el que se afronta un asunto peligroso, un asunto que implica consideraciones serias y una planificación difícil, es bastante ostensible, como cuando en 2015 el primer ministro David Cameron hablaba de diseñar una estrategia para desactivar el lenguaje del odio. Por su parte, Alan Downie ha empleado con provecho el concepto de «estrategia polémica»[12]. El 11 de octubre de 2018, el presidente Trump, echando igualmente mano de una terminología militar, advertía de una «ofensiva» de inmigrantes en la frontera estadounidense con México y amenazaba con enviar al ejército a «defender» la frontera[13], cosa que hizo. En realidad, no hubo ofensiva alguna ni necesidad de utilizar al ejército. La estrategia polémica se solapa con la estrategia retórica.

Unido a esto, pero también separado, está el concepto de «relatos estratégicos», tanto en términos positivos como críticos, y abarcando áreas tanto militares como civiles. En el caso de la intervención angloamericana en Afganistán e Irak en la década de 2000, se aportaron relatos para explicar las políticas en curso, entre ellos la oposición al terrorismo y la estabilización de la zona.

Sobre la estrategia, como es lógico, suelen discutir los historiadores militares en términos de quién gana la guerra. Con ello, no obstante, la operativizan y la transforman en una actividad militar. En la práctica, la estrategia, militar o civil, y, como en el caso anterior, enfocada o no a la guerra, es tanto un proceso en el que se definen intereses, se comprenden problemas y se determinan objetivos, como un producto de ese proceso. Puede resultar atractiva en términos conceptuales una cierta separación entre ambos polos, pero no es algo que se corresponda con las interacciones que se producen. Además, la prominencia de la política en el proceso ayuda a hacer que el concepto de una estrategia nacional apolítica resulte implausible, y también nos obliga a incidir en los resultados antes que en los inputs. La estrategia, no obstante, no es los detalles de los planes por los que los objetivos son implementados por medios militares. Esos son los componentes operativos de la estrategia, por emplear otro término, posterior, que emplea el adjetivo «operativo».

Hay un importante elemento de variedad en la comprensión de la estrategia, incluyendo la diferencia nacional y, aparte, el cambio a través del tiempo. Mackubin Owens, un comentarista norteamericano, apuntaba en 2014: «La estrategia ha sido diseñada para dar cobertura a los intereses nacionales y para alcanzar los objetivos de las políticas nacionales por la aplicación de la fuerza o la amenaza de la fuerza. La estrategia es dinámica, cambia con el cambio de los factores que la influencian»[14]. Este dinamismo se extiende claramente a la definición y el uso de la estrategia.

CULTURA ESTRATÉGICA

Las diferencias existentes en cuanto a la definición, la aplicación y el impacto se extienden a conceptos relacionados, sobre todo en el caso de la cultura estratégica[15]. Aunque sujeto a controversia, este último concepto proporciona un contexto desde el que abordar la estrategia y el arte de gobernar, que en ciertos aspectos son lo mismo[16]. Esto es claramente así en los casos en los que no ha habido un vocabulario relevante sobre la estrategia o la cultura y la práctica institucional. La cultura estratégica se emplea para discutir el contexto en que las tareas militares fueron, y son, «conformadas». Este concepto le debe mucho a un informe de 1977 sobre las ideas estratégicas soviéticas firmado por Jack Snyder para la corporación norteamericana RAND[17]. Escrito para una audiencia muy precisa, el concepto de cultura estratégica apelaba al influyente análisis de George Kennan en su «extenso telegrama» desde Moscú del 22 de febrero de 1946[18], y en su artículo firmado por «el señor X» en la publicación norteamericana Foreign Affairs de abril de 1947, que sacó a la luz la estrategia de la contención. El concepto proporcionaba una vía que contribuía a explicar la Unión Soviética, un sistema de gobierno y una cultura política sobre los que la propaganda no dejaba de manipular, escaseando los informes precisos, por lo demás problemáticos. Esta respuesta a la Unión Soviética prefiguró la que se daría a la China comunista.

Dejando los Estados a un lado, la noción de cultura estratégica también es muy valiosa para los líderes que no se sienten muy tentados a escribir. Esto aplica no solo a las figuras del pasado distante, sino también para muchos de sus recientes homólogos, como el presidente Franklin Delano Roosevelt, que no era muy proclive a poner las cosas por escrito, tanto por cuestiones ligadas a su personalidad como por la responsabilidad que entrañaba, como se vio cuando aprobó verbalmente una guerra submarina sin cuartel contra Japón tras su ataque a Pearl Harbor.

La idea de explicar y debatir un sistema, en su totalidad o por partes, en términos de una cultura, no solo atendía a la construcción social y cultural y la contextualización de la política del poder[19], sino también al papel de los patrones de pensamiento establecidos[20]. Además, el concepto recurría a la nación de racionalidad limitada, una expresión acuñada por Herbert Simon, un economista y teórico de la decisión norteamericano que subrayó las limitaciones de los seres humanos en cuanto a la toma racional de decisiones. La premisa de los economistas clásicos, que estaba también en línea con las creencias contemporáneas sobre las personas y el liderazgo, era que la persona persigue siempre objetivos racionales. Contrariamente a esto, a tenor de los horrores vividos en la primera mitad del siglo XX, Simon expuso la idea de que la racionalidad de las personas está limitada por lo que saben y por cómo perciben los vínculos ideológicos y los factores psicológicos[21]. Cómo sean estas limitaciones, y cómo se vean influenciadas o alteradas, son cuestiones sometidas a debate e investigación aún en nuestros días. Por más que exista un amplio disenso al respecto, la ola de la creencia incuestionable en la racionalidad de la especie humana hace tiempo que pasó. El paradigma clásico sigue siendo atractivo para algunos teóricos que pretenden crear modelos, pero ha sido en general descartado en favor de alguna versión de la idea de la racionalidad limitada.

En la actualidad, la estrategia tiene una relevancia obvia. El modelo clásico de la confección racional de la estrategia, esbozado en el siglo XIX, ha dejado de existir bajo esa forma, aunque la idea de una solución óptima trata de proporcionar una ruta distinta. Adicionalmente, como otro de los obstáculos para la racionalidad, al tiempo que métodos cada vez más sofisticados nos proveen de datos más fiables para la toma de decisiones —datos que provienen de diversas perspectivas y fuentes—, faltan habilidades para cribar, procesar y codificar datos de manera apropiada. Todas estas son ya trabas para quienes toman decisiones.

La naturaleza cambiante de los contextos opera a varios niveles. Por ejemplo, la noción de experiencias distintivas generacionales[22] es valiosa no solo en referencia al contraste entre las distintas visiones de las posibilidades y la práctica de la estrategia, sino también en términos del carácter cambiante de la cultura estratégica. Estas experiencias son susceptibles de resultar políticamente cargadas, tanto en el tiempo como en la discusión subsiguiente, como en el nexo entre la idea de nación en armas y el republicanismo en Francia desde la década de 1790[23].

Aparte, tanto en las sociedades religiosas como en las seculares se daban diferentes explicaciones sobre los sistemas providenciales de comportamiento y los resultados previsibles en cuanto al deber-ser. La implicación era que un correcto entendimiento llevaría a un resultado seguro. Esta aproximación llegaría a ser muy común en el debate que siguió a la introducción de un lenguaje formal sobre la estrategia a finales del siglo XVIII. Dicha implicación era a la vez tranquilizadora y equívoca, y contribuye a la idea actual de un «arte perdido de la estrategia», una noción que en parte se sustenta en un supuesto pasado primigenio vinculado a una teoría del declive.

El retraso en el desarrollo del término «estrategia» refleja para algunos comentaristas limitaciones conceptuales e institucionales que afectan a cómo se entendía la estrategia en épocas anteriores. Sin embargo, en su estudio sobre la estrategia anterior a que se consolidase el término en el caso de Rusia, un imperio cuyos extensos territorios desde el siglo XVII, que iban desde el Pacífico al Báltico, entrañaban una amplia gama de compromisos y oportunidades, John P. LeDonne se enfrentó a las posibles críticas de que no estuviese presentando sino una «estrategia virtual» atribuyendo a la élite política rusa una visión que nunca había tenido y en un lenguaje que nunca habría usado[24]. LeDonne añadió una definición útil de lo que llamó «gran estrategia»: «Una visión militar, geopolítica, económica y cultural integrada»[25]. Se trata, en efecto, de una definición valiosa, aunque nada añade el adjetivo «gran» a «estrategia». Irónicamente, la expresión nos retrotrae al empleo de otra, «gran táctica», empleada en Francia a finales del XVIII, habitualmente para tratar de lo que hoy denominaríamos el nivel operativo.

Hacer hincapié en la relevancia de las perspectivas de la élite en el pasado es dar su lugar a los contextos históricos, y así pues rechazar cualquier marco ahistórico, no cultural y no realista del análisis de las opciones en cuanto a la estrategia. Cómo se veía una élite y se presentaba a sí misma y su identidad e intereses abarcaba (y sigue abarcando) el componente más importante de la elección estratégica[26], y, por lo tanto, de sus resultados. De hecho, las consecuencias estratégicas fueron centrales para un importante mecanismo de retroalimentación por el que las élites llegaron a reconceptualizar sus premisas, las que constituían su cultura estratégica. Este proceso es relevante para la evaluación contemporánea y posterior de las premisas estratégicas. Este énfasis en las élites se ha ampliado hasta abarcar el debate sobre cómo las naciones ven sus roles y objetivos[27]. Esta forma de presentar la cultura estratégica cubre también el carácter inherentemente político de la estrategia y las elecciones estratégicas, porque tales elecciones han sido objeto de disputa a medida que han sido planteadas y replanteadas.

INSTITUCIONES Y PENSADORES

Comparados con los procesos formales e institucionales para la discusión y planificación estratégica de las décadas más recientes, sobre todo su contexto militar como una actividad supuestamente distintiva, la estrategia anterior al siglo XIX parece, al menos en ese contexto, limitada y ad hoc en el mejor de los casos, y también se echa en falta tanto una estructura como una doctrina bien desarrolladas que den cuenta del proceso empírico del aprendizaje y la generación de ideas. Así, durante la guerra de Independencia norteamericana (1775-1783), la estrategia británica en Norteamérica la crearon esencialmente los comandantes sobre el campo de batalla antes que el Gabinete o el Secretario de Estado para América, Lord George Germain. Esto fue así incluso aunque la estrategia perteneciese a su ámbito de responsabilidad y aunque él mismo fuera un antiguo general, y pese a haber tenido experiencia en la guerra de contrainsurgencia.

Esta situación, sin embargo, no quiere decir que la estrategia fuera inadecuada para sus propósitos. Además, en el caso de la Europa cristiana (por entonces, «Occidente»), según ha expuesto Peter Wilson, un especialista en las fuerzas alemanas, fue en la guerra de los Treinta Años (1618-1648) cuando surgieron Estados Mayores diseñados para asistir al comandante en jefe y mantener las comunicaciones con el centro político. Dichos Estados Mayores empezaron siendo asistentes personales que sufragaba el propio general[28], aunque bajo dicha forma fueron bastante limitados en tamaño y métodos. De hecho, tal y como se aplicaba entonces, el término «Estado Mayor» puede resultar muy equívoco, porque es una expresión que mira más bien al siglo XIX.

Más allá de la guerra de los Treinta Años, hay otros episodios que han atraído la atención de los estudiosos. Por ejemplo, se ha argumentado que, bajo la dirección del conde Franz Moritz Lacy, mariscal de campo, Austria, que combatía contra Prusia durante la guerra de los Siete Años (1756-1763), estableció lo que se convirtió en la práctica en un proto-Estado Mayor[29]. Tal argumento pone necesariamente los desarrollos anteriores de la guerra de los Treinta Años bajo otra luz y/o implica un proceso de desarrollo episódico. La logística, un elemento clave en la planificación de las campañas durante ambos siglos, ciertamente implicó la intervención de equipos de apoyo.

En su History of the Late War in Germany (1766), Henry Lloyd (c.1729–1783), que había servido en la Guerra de los Siete Años, afirmaba: «Hay un consenso universal de que no hay arte o ciencia más difícil que el de la guerra; con todo, gracias a una de esas contradicciones inherentes al alma humana, quienes abrazan esta profesión se toman pocas o ninguna molestia en estudiarla. Es como si pensaran que el conocimiento de unas cuantas insignificantes e inútiles nimiedades bastan para convertirse en un gran oficial. Esta opinión es tan general, que se enseña poco o nada hoy en día en cualquiera de los ejércitos existentes»[30]. La afirmación era exacta en lo concerniente a la educación formal. Con todo, Lloyd subestimó el muy importante método de aprender haciendo, especialmente por el ejemplo, la experiencia y la discusión en vivo. Lo anterior regía no solo en el entrenamiento, sino también en la esfera pública, por ejemplo, a través de panfletos y periódicos en los que se debatía lo ocurrido en algunas operaciones particulares, criticándose su idoneidad, su concepción y su ejecución.

El carácter limitadamente institucional de la educación militar y la práctica del mando, durante la mayoría de la historia, ha reducido la posibilidad de avanzar desde la cultura estratégica a la estrategia o al menos a la planificación estratégica. A la inversa, la ausencia de un mecanismo para la creación y la diseminación del saber institucional sobre la estrategia ha provocado que el cuerpo de suposiciones y normas referentes a la cultura estratégica fuese más efectivo, incluso más normativo. Este cuerpo de suposiciones y normas afectó tanto a los pensadores como a los actores estratégicos, y a su vez ellos hicieron sus suposiciones. Diferenciar la cultura estratégica de la estrategia en términos muy taxativos tampoco es que sea muy útil en la práctica, aunque el intento puede captar hasta qué punto hay puntos de contraste.

Los argumentos y roles de los pensadores estratégicos (presentados por lo general como teóricos militares), los Lloyd, Clausewitz, Jomini, Mahan, Douhet, Fuller y Liddell Hart, sirvieran o no en el ejército, atraen la atención de los intelectuales, del ejército o ajenos a este. Esto es especialmente cierto en cuanto a Clausewitz, que ayer como hoy es traído a colación por algunos para intentar explicar y caracterizar el éxito militar prusiano, y luego el alemán, del mismo modo que sus escritos proporcionan un punto de referencia para la efectividad de los Estados pasados y la de otros pensadores y, por añadidura, para captar las características esenciales de la guerra[31]. En la práctica, es posible que estos pensadores hayan resultado bastante irrelevantes, o relevantes solo y en la medida en que captaron e hicieron hincapié en las fórmulas universalmente aceptadas y en las ortodoxias que se han forjado, sirviendo en cierto sentido para validarlas.

Es instructivo señalar que, en el caso de China, con mucho el Estado que previamente al siglo XIX tiene un tratamiento literario sobre la guerra más desarrollado, hay escasas evidencias del uso de textos como guía. De hecho, el emperador Kangxi (que reinó entre 1662 y 1722), un gobernante mucho más exitoso como líder militar que su contemporáneo, Luis XIV, no digamos Napoleón, declaró abiertamente que los clásicos militares, como la obra de Sun Tzu, carecían de valor; y son raras las referencias a estos clásicos en los documentos militares chinos[32]. El emperador se enfrentó a una serie de desafíos militares, foráneos y domésticos, y fue capaz de superarlos todos. La práctica estratégica venía de antiguo en el caso chino[33]. La marginalidad de los pensadores explícitamente militares fue también el caso en otros Estados, incluida la Prusia de Clausewitz.

En sentido contrario, estos pensadores pueden en parte ser provechosamente presentados como una muestra de la retórica del poder, un aspecto del poder que fue tan significativo para sus contemporáneos como el análisis, o más incluso. Como resultado de esta formulación de la estrategia, las actitudes, los políticos y las políticas domésticas pueden resultar muy significativos tanto para la comprensión de los intereses como para la formulación y ejecución de la estrategia, tanto como sus homólogos militares, o incluso más. Así, en la «guerra contra el terror» de la década de 2000 y 2010, las medidas que se tomaron para tratar de asegurar el apoyo del grueso de la población musulmana en los países amenazados por el terrorismo, como Gran Bretaña, fueron tan pertinentes como el uso de la fuerza contra los nuevos terroristas o los sospechosos de serlo. La disuasión tiene un papel en ambos casos.

Al otro lado, un manual del ISIS, aparentemente escrito en 2014, que establecía planes para un Estado centralizado y autosuficiente, mencionaba el establecimiento de un ejército, pero también de escuelas militares que creasen tanto futuras generaciones de combatientes como la planificación de sistemas de salud, educación, industria, propaganda y gestión de recursos. Esta aproximación amplia era otra iteración de las estrategias revolucionarias esbozadas en el siglo XX, señaladamente en la «luchas por la liberación nacional».

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