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Madres sin poder en las familias patriarcales

Todos los dioses del Olimpo, incluido Zeus, tenían madres que carecían de poder y que estaban subordinadas a un padre poderoso y a menudo agresivo, y la mayoría tuvieron esposas a las que dominaron. Las mujeres –tanto diosas como mortales, salvo raras excepciones– temían atrozmente sus relaciones con los dioses. Y si las mujeres y las madres están desvalorizadas, carecen de poder y son incapaces de proteger a sus hijos (e hijas), sus hijos se sienten traicionados por ellas. Puesto que la madre que les da a luz es la proveedora, la nodriza, ella supone la primera experiencia del mundo para un recién nacido y en un principio eso supone poder. El hecho de que ella después no pueda protegerle, le abandone o le anteponga a otra persona, supone una traición y un rechazo para el bebé, que éste dirigirá en su contra o contra cualquier mujer de la que alguna vez pueda depender emocional-mente. Como hombre adulto, puede descargar contra otras mujeres la ira impotente que sintió de pequeño hacia su propia madre. Esta cadena de acontecimientos ayuda a explicar uno de los orígenes de la hostilidad hacia las mujeres en las culturas patriarcales, donde éstas gozan de relativamente poco poder.

Para complicar aún más las cosas, cuando las mujeres son oprimidas por hombres poderosos, por sus padres, esposos o hermanos, o bien por una cultura que las limita sólo por el hecho de ser mujeres, algunas de ellas proyectarán su resentimiento (a menudo inconscientemente) sobre los hombres que no tienen poder –sus hijos pequeños– especialmente cuando el niño empieza a emular a su padre o a expresar su propia capacidad innata de decisión y su espíritu alborotador. Esto puede manifestarse como un maltrato o rechazo directo, o bien a través del sarcasmo y la humillación. Las hermanas que sienten el peso de un trato injusto también pueden castigar a sus hermanos de un modo similar, mientras éstos sean pequeños o lo bastante jóvenes. Esta reacción en cadena es otra fuente de hostilidad hacia las mujeres que albergan muchos hombres, originada en la infancia y que descargan sobre las mujeres cuando son grandes y poderosos.

El hogar como el castillo de un hombre

En la cultura patriarcal, cada hombre manda sobre su familia, con la autoridad de un rey dentro de su propio hogar. La derecha conservadora y las sectas cristianas fundamentalistas expresan su hostilidad contra la legislación o los servicios sociales que según ellos “ponen en peligro los valores familiares tradicionales”, que hacen que esta posición del hombre como amo y señor dentro de su propio hogar, es decir, el modelo patriarcal, se tambalee. El patriarcado es el responsable de la oposición “tradicional” a que la mujer tenga potestad sobre su propio cuerpo, propiedades o capacidad reproductiva, así como de la oposición a los hogares para mujeres maltratadas, que ofrecen un refugio o un medio para escapar de los hombres agresivos.

Un padre celestial que es el creador de una dinastía se encarga de planificar la carrera de sus hijos, de prepararlos para que asuman el lugar en el mundo que él les ha asignado. Cuando un hijo encarna las ambiciones de su padre, en vez de descubrir lo que él realmente quiere hacer, puede que éste “consuma” su vida. La sensación de ser consumido es especialmente intensa cuando las tendencias del hijo difieren del puesto que su padre espera que desempeñe.

Un ejemplo de padre celestial que supera la realidad lo encontramos en la política de los Estados Unidos. Fue el caso de Joseph P. Kennedy, cuya ambición para sí mismo se podría decir que consumió a sus hijos. Como hijo de inmigrantes, Kennedy sintió la llamada de la presunción social. Su ambición era subir hasta la cima, si no por sí mismo, a través de sus hijos. La consolidación de la riqueza y el poder de Kennedy, su búsqueda de reconocimiento y sus aventuras amorosas hicieron de él una versión moderna de Zeus. En primer lugar se esperaba que Joe Kennedy Jr., para quien el papel de político extravertido podía resultar natural, se presentara para candidato a la presidencia de los Estados Unidos. Cuando su avión fue derribado y él murió, el siguiente hijo, John F. Kennedy, tuvo que cumplir esta función, sin tener en cuenta sus tendencias personales y dificultades físicas. Tras el asesinato de J.F.K., el tercer hijo, Robert F. Kennedy, puso su vida en juego.

Los padres celestiales y su descendencia: alejamiento y competitividad

El hecho de que los padres no reaccionen como padres con sus hijos y los vean como rivales no sólo se produce en la mitología griega. Al escuchar a muchos hombres en mi práctica de psiquiatría, he podido observar lo huérfanos que se sentían, por lo emocionalmente distantes, críticos, lo que les rechazaban, lo cerrados o incluso agresivos que eran sus padres. También he visto cuánta tristeza, dolor e ira creó esto en sus hijos (y familias) y cómo este patrón se ha transmitido a través de sucesivas generaciones. También he oído hablar de las intenciones de los padres de estar más abiertos y ayudar, y de los momentos en que, a pesar de eso, desatan una carga de agresividad contra un hijo y luego se sienten culpables y perplejos al comprobar cuánta ira ha despertado él en ellos.

El distanciamiento entre padre e hijo empieza con el resentimiento paterno o con la percepción de ver a su hijo como rival, que puede surgir incluso antes de que su hijo nazca. El embarazo de la esposa puede activar sentimientos de su propia infancia. Puede incluso tener un breve idilio como medio para ahuyentar la depresión o los sentimientos de impotencia. Su percepción de su esposa encinta puede recrear recuerdos de su madre embarazada y del dolor que el embarazo y la llegada de un nuevo hermano supusieron para él.

Ahora, como esposo (antes, como hijo), pasa a ser menos importante para la vida de la mujer nutridora y maternal. Con el embarazo hay menos disponibilidad: ella mira hacia dentro o está cansada, o no puede hacer las cosas que solía hacer con él. Está más absorta en sí misma y menos pendiente de él, puede perder interés en el sexo, que para él suponía su principal afirmación y el medio más importante de proximidad.

La rabia, la hostilidad y la rivalidad que sentía cuando era niño por la llegada del nuevo bebé, que tuvo que reprimir, ahora se reaviva en el embarazo de su esposa. Y como nuevo futuro padre, estos mismos sentimientos son aún más inaceptables y por lo tanto se han de ocultar como antes. Al igual que los dioses padres griegos, teme ser suplantado por su rival.

La llegada de un hijo, sobre todo la del primero, inicia a un hombre en la siguiente etapa de su vida. A muchos hombres les asusta la posibilidad de responsabilizarse de una familia, se hacen preguntas respecto a su capacidad como proveedor si su estabilidad laboral o un posible ascenso son dudosos. Los sentimientos de no sentirse adecuado para superar la siguiente prueba de su masculinidad pueden contribuir a los miedos irracionales de que ese bebé no sea suyo.

Además, puede tener miedo a quedarse atrapado. Antes se consideraba que el matrimonio era como llevar grilletes, pero ahora la vida conyugal y los hijos son decisiones separadas y etapas de la vida. Tener un hijo, más que el matrimonio en sí, es lo que los hombres más temen que les pueda atrapar. La paternidad a menudo conlleva pedir un préstamo, contratar un seguro de vida, ser el único proveedor durante un tiempo o a partir de entonces, tener que conservar un trabajo que no le satisface o hacer pluriempleo para pagar las facturas. De modo que mientras otros dan la enhorabuena a la pareja y hacen alboroto en torno a la mujer embarazada, el esposo puede sentir miedo y resentimiento en lugar de felicidad por la llegada del bebé.

Entonces el recién nacido se convierte en el centro de atención, una vez más puede que reproduciendo experiencias doloro-sas de la infancia en muchos hombres. Su esposa es ahora más la madre de su bebé que su mujer. Tal como temía, el bebé le ha sustituido, al menos temporalmente. Descubrir los sentimientos que tienen los hombres (a través de su análisis) revela que puede que tengan envidia de la capacidad de su esposa de tener hijos y concederse un tiempo de descanso, o que envidian la atención y proximidad al cuerpo de la madre del que goza el bebé, especialmente si la pareja no tiene relaciones sexuales. Los senos que él amaba, ahora “pertenecen” a su hijo. Y la llegada del recién nacido ha puesto fin a su vida exclusiva como pareja.

En una cultura patriarcal, los bebés y los padres no tienen muchas oportunidades de vincularse. “Nunca he tenido que cambiar un pañal”, solía ser un comentario que, en general, enorgullecía a los hombres. Los hijos –los niños en particular–, eran la demostración de la masculinidad de su padre y un medio para extender su poder o hacer realidad sus ambiciones; no disfrutaban de mucha satisfacción personal por parte de su padre. Desvinculado como estaba el padre celestial de los cuidados de su hijo, de la capacidad de cuidar, de preocuparse por él, puede que nunca se llegara producir una conexión emocional entre ambos.

A raíz de haber hablado con una generación de hombres que estuvieron presentes y participaron en las horas del parto y del nacimiento, tengo la impresión de que en ese momento comienza un profundo y amoroso vínculo con sus hijos. Sin embargo, si ese lazo no se crea y el nuevo padre no siente ternura ni instinto de protección hacia su hijo y su esposa, es probable que esté furioso y resentido debido a que experimenta el embarazo de su esposa y el nacimiento de su hijo como una serie de privaciones. La rabia hacia el “entrometido”, especialmente si se trata de un niño, y la ira contra su esposa, que le ha “abandonado” por un bebé, son sentimientos que quizás ni tan siquiera lleguen a alcanzar el plano consciente. Cuando en la terapia se desvelan estos sentimientos de cólera, por lo general suelen encubrir miedos aún más profundos al abandono y a sentirse insignificante.

Puede entonces que un padre inflija castigo corporal, verbal o ridiculice a sus hijos varones, en nombre de la disciplina o de “ayudar a que los niños se hagan hombres”. Puede que busque la lucha en todos los juegos para pegar a su hijo. Esos juegos que empiezan con risas y acaban siempre con un niño llorando, que además es humillado por llorar. El niño de cuatro a seis años que dice: «no quiero que papá vuelva a casa», puede tener verdadero miedo a la competitividad y la ira de su padre, y no estar sólo verificando la teoría de Edipo.

El hijo que puede llegar a sustituir a su padre en el afecto de su madre y cosechar el fruto de los celos paternos, llegará a tener poder como adulto a medida que el poder de su padre se vaya reduciendo. Al igual que la mitología de los dioses padre celestiales griegos, a menos que su hijo sea anulado de alguna manera, algún día éste se encontrará en una posición que pueda desafiar el poder de su padre y derrotar su autoridad.

Las doctrinas del pecado original y la insistencia del psicoanálisis en que todos los hijos quieren matar a sus padres y casarse con sus madres, son teorías que justifican la hostilidad que los padres celestiales resentidos demuestran con sus hijos. La “necesidad de” disciplina se ve apoyada por refranes como “quien bien te quiera te hará llorar”.

Los hijos se vuelven primero desconfiados, luego temerosos, después hostiles hacia los padres que los ven como malos o malcriados desde que son unos bebés y les tratan como tales. Sin embargo, esto no sucede así cuando el padre da de comer a su hijo, juega con él, le hace de mentor y supone un modelo positivo para él. Entonces el hijo puede incluso sentirse más próximo a su padre que a su madre, o unas veces preferir estar con la madre y otras con el padre.

En muchas ocasiones un niño tiene un padre celestial distante no agresivo, sino que tan sólo está ausente sentimental y físicamente. Esta experiencia paterna es bastante común entre mis pacientes masculinos, que me hablan de infancias en las que el hijo anhelaba la atención y aprobación de su distante padre (más que ser hostil como implica la teoría de Edipo). En sus infancias, estos hijos no tuvieron a sus padres que tanto habían idealizado.

Mientras un hijo espere que su padre le preste atención y lo reivindique como suyo, los sentimientos predominantes serán el anhelo y la tristeza. La ira hacia el padre llega después, cuando el hijo abandona sus esperanzas y expectativas de ser acogido por su padre; cuando abandona el deseo de que su padre le ame. El enojo también puede surgir de la desilusión, si el padre distante resulta no estar a la altura de su idealización.

La relación entre los padres celestiales emocionalmente distantes de sus hijos adolescentes y adultos, suele adoptar una cualidad de rutina o incluso ritualista. Cuando padre e hijo están juntos, tienen una conversación predecible, una serie de preguntas y respuestas en las que ninguna de ellas delata algo verdaderamente personal, quizás empezando por un “¿cómo te va?”. Vista psicológicamente, semejante relación entre un padre celestial y su hijo adopta la forma de un distanciamiento aparentemente confortable. Sin embargo, la decepción puede hallarse justo debajo de la superficie.

También puede surgir la hostilidad directa cuando el hijo siente que lo único que significa para su padre es una extensión de su orgullo. Cuando el hijo percibe que su padre no se preocupa de él como persona y, sin embargo, alardea de sus logros, el distancia-miento aumenta. Los hijos atléticos son especialmente susceptibles de sentirse utilizados de este modo.

Bruce Ogilvie, psicólogo y autor de Problem Athletes, que fue el primer experto en el campo de la psicología de los deportes, describe a un joven que fue a verle, que había sido un excelente catcher y un número uno en potencia que probó suerte en las ligas profesionales, y cuya actuación se vio frustrada cuando fue examinado por los principales entrenadores de la liga.

Había salido a recoger, para mostrar sus habilidades a los entrenadores, cuando de pronto dejó escapar diez pelotas seguidas o más. Yo dije: «Un momento, quiero que revivas toda la experiencia conmigo…», así que prosiguió, describiendo cada pelota que paraba con éxito, hasta que me dijo: «¡Jesús, si es ese hijo de perra! ¡Ahí está mi padre, fisgando en las gradas de la derecha!». Su padre nunca se había relacionado con él salvo en lo que respectaba a su rendimiento en el deporte. Cuando hubimos terminado de revivir la situación pudo ver que si alcanzaba sus ambiciones también habría satisfecho las necesidades de su padre, y eso él no podía soportarlo. Podría explicar miles de historias similares. Tengo una historia de padre para cada una de las ciudades americanas.6

A este atleta en particular le importaba que su actuación fuera lo único que le interesaba de él a su padre y no podía soportar la idea de satisfacer las ambiciones o la necesidad de gloria reflejada de su padre. Éste es el papel que los hijos, especialmente los primeros, han de desempeñar y la razón por la que son tan valiosos cuando nacen (más que las hijas). El orgulloso padre, repartiendo puros, anuncia que ahora tiene un “hijo y un heredero”, que se espera que lleve su nombre (y sus ambiciones) y que, por el mero hecho de haber nacido varón, pruebe la masculinidad de su padre. El mero nacimiento de un varón en un patriarcado satisface la necesidad del padre de tener un hijo. Luego viene la necesidad de que ese hijo cumpla con lo que su padre espera de él, en lugar de que éste venga al mundo con sus dones y talentos particulares, con sus necesidades emocionales, con sus defectos y rasgos de la personalidad, y posiblemente incluso con un propósito personal que cumplir.

El sacrificio de los hijos

Además de la mitología griega, que con pequeños cambios se transformó en mitología romana, el Antiguo y el Nuevo Testamento son las principales fuentes de la historia familiar en la civilización occidental. Existen muchos paralelismos entre ambos. Los indoeuropeos que invadieron la península griega y los israelitas, que procedían de Egipto en dirección hacia su tierra prometida, llegaron ambos como invasores e inmigrantes a una zona que ya estaba poblada y en donde lo normal era la adoración a la diosa. Ambos pueblos invasores tenían dioses padre celestiales, con cualidades guerreras, que gobernaban desde arriba y se comunicaban desde las montañas. Y en ambos hay una evolución en la figura del dios celestial, un cambio desde ser menos hostil con sus hijos a ser más paternal. En la mitología griega el cambio tuvo lugar a través de una serie de dioses padre celestiales, con Zeus como figura central. Aunque el dios de la Biblia es considerado como una sola entidad, recibe varios nombres: Yahveh y Elohim en el lenguaje original del Antiguo Testamento. Con el paso del tiempo, el dios celestial bíblico cambió y se volvió menos punitivo y más colaborador con sus “hijos” humanos.

Contempladas como historias familiares y vistas desde una perspectiva psicológica, los paralelismos continúan. Los temas griegos del padre celestial que se siente amenazado por el nacimiento o el crecimiento de sus hijos, su intento de engullirlos o de mantenerlos controlados dentro de sus límites y la hostilidad hacia ellos también están presentes en la Biblia, aunque disfrazados bajo aspectos de obediencia y sacrificio.

Para cumplir la voluntad del dios celestial se ha de sacrificar a los hijos. Así Yahveh probó a Abraham ordenándole que ofreciera a su único hijo Isaac, a quien tanto amaba, para que lo ofreciera en holocausto sobre una montaña. El hecho de que estuviera dispuesto a matar a su hijo significaba que había pasado la prueba. (Así mismo, Agamenón, cuando dirigió a los guerreros griegos contra Troya, descubrió que sus barcos estaban inmóviles en un mar de calma chicha en Áulide. Para conseguir Buenos vientos tenía que sacrificar a su hija Ifigenia, a lo cual tuvo que acceder.)

Aunque los niños contemporáneos no se sacrifican literalmente en el altar, para que sus padres puedan pasar sus pruebas y tener éxito, los hijos son metafóricamente ofrecidos como sacrificios. Esto se confirma en diferentes planos psicológicos: los hombres que tienen éxito suelen ser padres ausentes de las vidas de sus hijos, emocional y con frecuencia también físicamente. Sacrifican la posibilidad de estar cerca de sus hijos, de sus trabajos, de sus funciones. Y también sacrifican a su propio “niño interior”, esa parte juguetona, espontánea, confiada y emotiva de ellos mismos.

La cultura patriarcal es hostil con la inocencia, menosprecia las cualidades infantiles y recompensa a los hombres por su habilidad de ser como Abraham, Agamenón y Darth Vader, que anteponen la obediencia a una autoridad superior y la ambición (o la obediencia a un dios exigente) por encima del amor y la preocupación por un hijo.

Isaac: el sacrificio del hijo

Al patriarca del Antiguo Testamento, Abraham, se le mandó que fuera a la tierra de Moriá y allí, en un monte, debía sacrificar a su hijo Isaac en una hoguera para ofrecérselo a Dios. Pienso en el joven Isaac e imagino que estaría encantado de acompañar a su padre en ese viaje, ignorando su propósito. A los tres días llegaron a su destino. Allí Isaac recogió leña gustoso y ayudaba a Abraham a preparar el altar cuando, perplejo, le preguntó: «Mira, ya está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». A lo cual su padre respondió: «Dios proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío».7

Imagino que Isaac aceptó esta respuesta y se preguntaba cómo y cuándo se materializaría el cordero. ¿Cuándo, me preguntó yo, se daría cuenta el muchacho de que su padre iba a sacrificarle a él? ¿Fue cuando Abraham le ató? ¿Fue cuando postró a Isaac sobre el altar, sobre la leña? ¿O fue sólo cuando Abraham tomó el cuchillo para degollarle? Puedo imaginar que cuando intuyó que era él quien iba a ser sacrificado, no se lo podía creer, tuvo miedo y se sintió traicionado. Quizás Abraham le explicó que estaba obedeciendo a un dios que exigía la muerte de su único hijo; eso habría ayudado a Abraham a justificar lo que estaba a punto de hacer, pero dudo que eso hubiera reconfortado a Isaac. Lo único que sabía era que con su padre no estaba seguro; éste estaba a punto de matarle.

Entonces el Señor llamó a Abraham y le dijo: «¡Abraham, Abraham! No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; pues ya veo que temes a Dios, pues no me rehusaste tu hijo, tu único hijo».8 Y entonces Abraham miró hacia el cielo y vio un carnero, trabado en una mata por sus cuernos y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo.

Abraham fue entonces bendecido por Dios, porque estaba dispuesto a matar a su hijo: «Por cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo; te llenaré de bendiciones, y multiplicaré abundosamente tu descendencia como las estrellas del cielo y la arena que hay en la orilla del mar».9

Ifigenia: el sacrificio de la hija

Otra historia de éxito que depende de la voluntad del padre de sacrificar a sus vástagos es la que se narra en la Ilíada. Esta vez el padre era el rey Agamenón, comandante en jefe de los ejércitos griegos en la guerra de Troya. Agrupó un ejército, se preparó para zarpar con una inmensa flota hacia Troya. Pero no había buenos vientos y, con los barcos parados, los hombres se iban poniendo nerviosos. La gloria, el botín y el poder que serían suyos si sus tropas conquistaban Troya, se perderían a menos que hubiera vientos.

Agamenón consultó a un vidente, que le dijo que si sacrificaba a su hermosa e inocente hija Ifigenia, los vientos soplarían de nuevo y su flota podría partir hacia Troya.

Agamenón, entonces, mandó un mensaje a su esposa dicién-dole que le mandara a Ifigenia, para casarla con Aquiles, hijo del rey Peleo y de la diosa del mar Tetis, y el más venerado de todos los héroes griegos. Pueden imaginarse el entusiasmo al oír las noticias de esta unión y cómo se desplazó la joven virgen hasta el campamento de su padre, con su equipaje cargado de hermosos vestidos y objetos, con su mente llena de pensamientos acerca de su supuesto prometido, mientras imaginaba el día de su boda.

¿En qué momento se dio cuenta Ifigenia de que algo no iba bien? ¿Cuánto tiempo le hizo creer su padre que iba a casarse? ¿Cuándo se enteró de que la había hecho venir para sacrificarla? ¿Llevaba ya puesto su traje de novia? ¿Se dirigió hacia el lugar donde iba a ser sacrificada creyendo que era el lugar donde se iba a realizar la ceremonia nupcial? En algún momento debió darse cuenta de que su padre la había engañado y de que la muerte la estaba esperando. Cuando se enteró de lo que le iba a pasar, se debió haber sentido traicionada, abandonada y atemorizada.

Agamenón la ofreció en sacrificio y los vientos regresaron, su flota zarpó hacia Troya para librar una lucha que duraría diez años. En otra versión de la historia, Ifigenia fue salvada por la diosa Artemisa, que en el último momento la subtituyó por una cierva.

Agamenón fue, pues, otro padre recompensado por su voluntad de sacrificar a su hija. Si lo observamos bajo el prisma psicológico, el padre que viola la confianza de una hija y acaba con su inocencia, destruye esa misma parte dentro de sí mismo. Simbólicamente, la hija puede representar el ánima de su padre (término descriptivo de Jung para el aspecto femenino de un hombre); al igual que puede hacerlo su esposa, que representa su otra mitad (a la que coloquialmente se hace referencia como su “mejor mitad”), a la que en estas historias no se consulta o es engañada y carece de poder para defender a su hijo o hija.

Dudo que Abraham le dijera a Sara que se despidiera para siempre de su hijo Isaac, cuando partían hacia Moriá. Dudo que Abraham le dijera que pensaba obedecer a Dios y sacrificar a Isaac en un holocausto. De haber sabido su madre lo que iba a pasar, suponemos que habría intentado detenerle. Si ella hubiera tenido el poder de evitarlo, Isaac se habría quedado en casa. Lo mismo habría sucedido con Ifigenia si su madre hubiera sabido lo que pretendía Agamenón cuando mandó llamar a su hija a Áulide bajo falsas excusas.

Para ser un soldado o un comandante en jefe despiadado o incluso un ejecutivo moderno o un empresario, un hombre (o una mujer, que ahora también puede desempeñar ese papel) generalmente ha de estar dispuesto a matar o a reprimir sus sentimientos más tiernos, a anteponer su búsqueda de aprobación o de éxito en el mundo a sus vínculos familiares. En el campamento militar o en el equivalente contemporáneo del mundo comercial no hay lugar para la vulnerabilidad, la ternura y la inocencia. Tampoco hay lugar para la empatía ni la compasión por los enemigos, en un entorno de “mata o te matarán” o para competidores y rivales en los que uno gana y el otro pierde. Estos atributos son vistos como debilidades que se han de sacrificar.

Los mitos que narran las historias de los hombres que estuvieron dispuestos a acabar con sus hijos y cómo fueron recompensados, son comentarios muy significativos. Nos hablan de lo que se valora en una cultura patriarcal: has de obedecer a la autoridad y has de hacer lo que necesitas para conservar la autoridad que ya tienes.

Este sistema de valores tiene consecuencias negativas directas en la relación entre padres e hijos. Los padres autoritarios reaccionan con ira ante lo que perciben como insubordinación y desobediencia, castigando a sus hijos (e hijas) por no hacer, por la causa que sea, lo que ellos les han dicho o lo que ellos esperaban.

La necesidad de mantener una postura de autoridad contribuye en el “peor de los casos” a situaciones de padres agresivos. Un hombre puede entonces enfurecerse con un bebé que no deja de llorar o con un niño de dos años que aún se encuentra en una etapa de desarrollo muy incipiente, y percibirlo como un insubordinado o que se está riendo de su autoridad (y no es por casualidad que este hecho también le haga sentir su propia impotencia para controlar lo que sucede). Esta reacción se considera paranoica. El padre no ve a su propio hijo como un niño que está manifestándose tal como es, que está haciendo lo que hacen los bebés y los niños de esa edad, sino que reacciona a lo que está percibiendo y abusa del niño.

Lo más frecuente es que el niño incite la cólera de un padre autoritario cuando se hace mayor. Puede que no haga lo que se le ha dicho, cuestionarse las cosas, no estar de acuerdo con su padre, rebelarse contra su autoridad. Desafiar la autoridad es una parte normal del proceso de aprendizaje y de descubrir las cosas por uno mismo.

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9788472457942
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