Читать книгу: «Lecciones sobre la Analítica de lo sublime: (Kant, Crítica de la facultad de juzgar, § 23-29)», страница 5

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7. Reflexión y categoría en los dominios teórico y práctico

Volvamos primero por un instante a lo que el Apéndice de la primera Crítica expone de esta relación. Los «títulos» bajo los cuales se reagrupan las síntesis puramente subjetivas, las «comparaciones», que se hacen por simple reflexión, son, lo hemos dicho, cuatro: identidad/diversidad, concordancia/oposición, interno/externo y determinable/determinación (KRV, 233; 310 sq.). Estos títulos pueden parecer enigmáticos. Pero de eso Kant hace explícita la función de una manera que no deja duda alguna. Así, la comparación de un conjunto de representaciones bajo el título de su identidad es el movimiento subjetivo del pensamiento que lo conducirá a un juicio universal; si lo es bajo el título de su diversidad, se seguirá de eso que no podrán ser todas reagrupadas bajo un mismo concepto, y el juicio que de eso se podrá sacar será particular. Así es claro que el título identidad/diversidad es el «umbral» subjetivo por el que una comparación transita y va a situarse bajo la categoría de la cantidad. Igualmente, para la cualidad, concordancia/oposición anuncian subjetivamente juicios afirmativos o negativos. El título de lo «interno» prepara a la categoría de inherencia (o subsistencia), mientras el de externo al de causalidad (o dependencia), ambas categorías de la relación. Finalmente, lo determinable (o la materia) dará lugar a juicios problemáticos, mientras la determinación (o forma) a juicios apodícticos; que un juicio sea sólo determinable se traduce en el léxico de las modalidades por: no juzgo imposible atribuir tal predicado a este sujeto; que sea plenamente determinado, por: juzgo imposible no atribuir tal predicado a este sujeto.

De esta exposición, muy imantada por las críticas, que Kant multiplica contra el intelectualismo leibniziano, lo que puede parecer oscurecerla un poco, se desprende que los «títulos» reflexivos son casi reducidos a no ser más que reflejos subjetivos de categorías del entendimiento. Un poco como si el a priori cognitivo a buscar gobernara ya esta búsqueda subordinándose, lo que habría debido ser un a priori reflexivo.

No serviría de nada invocar, para justificar esta inversión, el hecho de que el conocimiento del pensamiento por sí mismo es sumiso a las mismas condiciones a priori que cualquier otro conocimiento y que se debe entonces encontrar allí las mismas condiciones formales que en el conocimiento de los objetos. Este argumento no tiene peso porque la reflexión no es un conocimiento. «No me conozco […] a mí mismo más que porque tengo conciencia de mí como ser pensante», ha recordado en el Paralogismo de la primera Crítica (KRV B, 282; 377-378). Es verdad que la conciencia de la que se trata en este pasaje es más lógica (el Yo es un concepto) que reflexiva. Pero a fortiori la conclusión es tanto más cierta para la conciencia reflexiva, la cual es inmediata y sin concepto, incluso sin el de un «Yo pienso»: una sensación, es decir, lo recuerdo, «una percepción que se relaciona únicamente con el sujeto como modificación de su estado» (KRV, 266; 354).

Para justificar esta predeterminación de la anamnesis reflexiva por las condiciones del conocimiento objetivo, podríamos todavía invocar lo que ya se ha dicho: la reflexión no engendra el entendimiento, ella descubre en sí misma modos de síntesis que son análogos a los del entendimiento. Estos últimos están siempre ya ahí para volver todo conocimiento posible. En cuanto a los «títulos» reflexivos, que no son efecto en ningún caso títulos de la reflexión del conocimiento de sí, serían maneras reflexivas de comparar datos, pero estas maneras sólo serían a fin de cuentas, en el pensamiento, el eco subjetivo del uso de las categorías.

Para atenerse a esta respuesta renunciamos simplemente a la función heurística de la reflexión. La investigación parece incluso marchar entonces en sentido inverso, ya que es gracias a las categorías que la reflexión puede revelar sobre sí misma modos de comparación espontáneos, que sólo son aproximaciones figurativas de conceptos puros. Ahora bien, es necesario sin embargo que haya una heurística reflexiva puesto que la Crítica ha podido escribirse, quiero decir: puesto que lo trascendental puede ser constituido a partir de lo empírico. Sería más exacto comprender que los títulos reflexivos operan como «principios de diferenciación subjetivos» análogos para su papel en eso que, en ¿Qué es orientarse en el pensamiento?, se nombra la diferencia entre la derecha y la izquierda (Orient., 77). Como no basta para orientarse en el espacio tener cuatro puntos cardinales, sino que es necesario disponer además de la no congruencia subjetiva de la derecha y de la izquierda (elaborada primero en De los primeros fundamentos de la diferencia de las regiones en el espacio), la categoría no basta para orientarse en el pensamiento, es necesario que el pensamiento disponga además de un principio de diferenciación que sólo tiene valor subjetivo, pero gracias al cual el uso de la categoría será vuelto posible y legítimo. Los «títulos» reflexivos guían la domiciliación hacia los domicilios adecuados.

Así se explica que, en el texto del Apéndice, la controversia con el pensamiento leibniziano venga a injertarse en la exposición de los «conceptos de la reflexión». Lo que en efecto muestra la crítica del intelectualismo, hilvanada en la exposición de los títulos de la comparación reflexiva, es que por sí misma la categoría es ciega. Aplica su modo de síntesis, y autoriza luego los juicios que de eso resulta sobre todos los datos que le son presentados, sin distinción. El juicio de atribución de un predicado a la totalidad de un sujeto, que es universal, no tiene sino por condición la enumeración completa de las propiedades lógicas que definen al sujeto. Así las dos gotas de agua serán idénticas para el entendimiento ya que lo son lógicamente. Pero guiadas por su título identidad/diversidad, que no es la categoría de cantidad, la reflexión observa sin embargo que no son absolutamente idénticas, ya que son localizadas en forma diversa en el espacio. Estos mismos objetos de pensamiento exigen entonces síntesis diferentes según son pensados lógica y estéticamente (en el sentido de la primera Crítica): síntesis de identidad allí, síntesis disyuntiva aquí. La función heurística de la reflexión es tan importante que ella descubre una «resistencia» de formas de la intuición a su injustificada asimilación a categorías del entendimiento. Es este descubrimiento el que disipa la confusión propia del intelectualismo, y legitima los modos de síntesis según su facultad de domicilio. La reflexión es, sin duda, discriminante, o crítica, porque se opone a la extensión inconsiderada del concepto fuera del dominio que es el suyo. Domicilia las síntesis junto a las facultades, o lo que viene a ser lo mismo, determina esos trascendentales que son las facultades por la comparación de las síntesis que cada una puede efectuar sobre objetos que en apariencia son los mismos: las dos gotas de agua son y no son idénticas.

Como ya lo hemos dicho, es gracias a este mismo poder separador de lo heurístico reflexivo que será localizada la apariencia trascendental y denunciada la ilusión resultante. No haré aquí más que citar el caso particularmente eminente de la Antitética de la primera Crítica porque tiene un alcance decisivo para la lectura de la Analítica de lo sublime. Lo llamaré el Acta (en el sentido de actar y no de actuar) de la transacción (KRV, 392 sq.; 519 sq.). Sabemos que tratándose de dos primeros conflictos de la razón consigo misma a propósito de la ideas cosmológicas de comienzo y de elemento simple, la reflexión remite las dos partes espalda contra espalda mostrando solamente que estos conceptos no tienen intuición correspondiente en la experiencia y que el diferendo es indecidible en el dominio de competencia del conocimiento por entendimiento. Se trata de conflictos que versan sobre la cualidad y la cantidad de los fenómenos que pertenecen al mundo. Las síntesis de los datos efectuados bajo el título de categorías, es decir su serialización regresiva respectivamente hacia lo simple y hacia el todo (ibid., 330-331; 441-443), son llamadas «matemáticas» (ibid., 392; 520), porque unen elementos «homogéneos» (ibid., 393; 521): la condición de un fenómeno debe ser un fenómeno, en sí mismo condicionado; la parte de un compuesto debe ser a su vez compuesta. En estos términos está obligada la incompetencia del entendimiento a pronunciarse sobre cuestiones (si hay lo simple, si hay un comienzo en el mundo) que implican la Idea de un absoluto (indescomponible, incondicionado), el que pertenece a la razón especulativa.

Pero sabemos también que, a la inversa, cuando se presentan la tesis y la antítesis a propósito de la causalidad, categoría de la relación (o hay, o no hay, una causalidad libre en juego en los fenómenos del mundo), la reflexión reconoce que se puede admitir ambas posiciones a condición de domiciliarlas en facultades diferentes, la primera en la razón especulativa que admite la Idea de causalidad incondicionada, la segunda en el conocimiento por entendimiento, donde toda causa es en sí misma efecto. Los elementos sintetizados aquí a título de la relación causal son heterogéneos (lo condicionado y lo incondicionado) y su síntesis es llamada «dinámica» (ibid., 392-393; 520-521). «Este proceso puede [así] ser terminado por una transacción, verglichen werden kann, que satisface ambas partes» (ibid., 393- 521). El entendimiento tiene la legitimidad de aceptar sólo lo condicionado en la explicación, y la razón de admitir lo incondicionado que es, bajo el nombre de libertad, una condición a priori de la moralidad. Ahora bien, esta solución es presentada como un suplemento jurisprudencial, pues «lo juzga supliendo a falta de medios de derecho, der Richter den Mangel des Rechtsgründe […] ergänzt» (ibid.). Si la reflexión puede así suplementar la categoría, es bueno que disponga de un principio de discriminación subjetivo que no pertenezca a ninguna facultad, pero que le permita, explorando los confines que ellas se disputan, restablecer sus límites legítimos. El Acta de la transacción da así el ejemplo mismo de la heurística reflexiva en su función de domiciliación. Y se ve que la relación de lo reflexionante con la categoría no es aquí de sujeción del primero al segundo, sino a la inversa.

No sería difícil mostrar que sucede lo mismo en la Crítica de la razón práctica. En la investigación del «concepto de un objeto de la razón pura práctica» (KRV, 29 sq.), la crítica sólo puede refutar las doctrinas del bien determinando el límite que la reflexión impone al uso de la categoría de causalidad en el dominio de la moralidad. Esta categoría es sin duda necesaria para volver posible la síntesis, en el juicio, de un acto con la causa moral (la Idea del bien, decimos), de la cual es efecto. Pero es la reflexión que viene a disociar esta causalidad de aquella que se aplica en el conocimiento de los objetos de la naturaleza, de la que forman parte igualmente las acciones empíricamente consideradas. Es necesario, en consecuencia, que la causa quede sin contenido si el acto debe ser otra cosa que el efecto de una determinación natural (interesada). La reflexión no conservará entonces del uso teórico de los conceptos puros sino la noción de una legalidad vacía (como «tipo») (ibid., 70-74; 79-84), prohibiendo que sea determinado el contenido de lo que ella pone en relación. El uso de la categoría (de relación) que es la causalidad sufre así, más que una limitación, una inflexión, pero tan importante que lo que resulta de ello, la Idea de causa incondicionada, deja de ser afectada en el dominio del entendimiento, para pasar al de la razón.

Podemos todavía estar seguros de que la reflexión es lo que efectúa el trabajo discriminante, viendo el capítulo «Móviles de la razón pura práctica» (ibid.., 75-94; 84-104). El concepto de móvil «supone seres […] dotados de esta sensibilidad [el sentimiento], por consiguiente, de la finitud» (ibid., 80; 89). Exige que el pensamiento, en moralidad, esté inmediatamente informado de su estado, gracias a la sensación que este tiene de aquel y que es este estado mismo, el sentimiento. Es por la reflexión, en su aspecto en primer lugar tautegórico, que el respeto se revela como el único sentimiento moral. Él solo, en efecto, es este título de una síntesis subjetiva que corresponde a la exigencia «lógica» de una causalidad o de una legalidad vacía o sólo formal. Pues el respeto no es un «móvil para la moralidad», sino «la moralidad misma considerada subjetivamente como móvil» (ibid.). Cuando la moralidad es pensada como obligación pura, la «Achtung» es el sentimiento. Es aquí la pura tautegoría del sentimiento que le confiere su valor heurístico. La reflexión aísla el respeto sobre sí misma, comparándola con los otros móviles posibles, como siendo el único estado subjetivo adecuado a la ley pura.

Este texto pone en acta que el descubrimiento tiene lugar debido a la reflexión, como una «manera» más que como un método, lo cual permite observar que la inversión de la relación entre el contenido (el bien) y la forma (la ley como deber) es un «método» apropiado (ibid., 65, 66; 74, 75), pero que este método no funciona sin «paradoja» (ibid., 65; 74). Ahora bien, ¿qué es un método paradójico sino una manera? ¿Y cómo sería de otro modo, sobre todo en el capítulo de los móviles, cuando se trata, en suma, como se ha visto, de la «estética» de la moralidad examinada bajo el ángulo del sentimiento? Es necesario abolir, como en el asunto de las gotas de agua, una aplicación lógica de las categorías de la moralidad, que sería propiamente el método (ver la tabla de las categorías de la libertad, ibid., 68-69; 78), y esta abolición basta para hacer que, por las paradojas que descubre y que usa, la heurística proceda más como una «manera» (modus aestheticus).

Esta manera permite explicar «el enigma, das Rätsel» de la crítica (ibid., 3; 5), que «deniega al uso supra-sensible de las categorías [toda] realidad objetiva», mientras que ella les otorga este cuando se trata de «objetos de la razón pura práctica» (ibid.). La inconsecuencia no es más que aparente. El conocimiento refiere a fenómenos, a los que las categorías deben aplicarse para determinarlos. Pero la moralidad descansa sobre «un hecho, ein Faktum» (ibid., 4; 6), el de una causalidad suprasensible, o libertad, que no puede ser «más que pensada, bloss gedacht» (ibid.), sin ser determinada como debe ser la la causalidad en su uso cognitivo. Es el uso de las categorías que es «otro», «einen anderen Gebrauch», en lo teórico y en lo práctico. Ahora bien, ¿cuál es el poder que estima su buen uso, que así los orienta, sino la reflexión? Ella es el pensamiento «consecuente».

En efecto, a esta misma manera paradójica de proceder, tan alejada de una «marcha sistemática» adecuada para la constitución de una ciencia (ibid., 5; 7), es conveniente ligar el término que la nombra para legitimar la acumulación de paradojas en el Prefacio de la segunda Crítica, o de «inversiones», y que sorprende al lector de esta Crítica. Este término es una «manera consecuente de pensar, kosequente Denkungsart» (ibid., 3,4; 5,7), una manera consecuente en el pensamiento.

Este término reaparece en la tercera Crítica, en el «episodio» (128; 146) consagrado a las «máximas del sentido común». Designa la tercera de las máximas, «pensar de acuerdo consigo mismo, mit sich selbst einstimmig denken» (127; 145), «la más difícil de poner en obra» (128; 146), porque exige que se observe al mismo tiempo las dos que preceden, «pensar por sí mismo» y «pensar poniéndose en el lugar de cualquier otro» (127 t.m.; 145), y porque para «volverse hábil» requiere «una observancia reiterada, nach einer eröfteren, Befolgung» (128 t.m.; 146). El espíritu de una tópica sistemática impulsa a Kant a atribuir, aunque de manera sólo problemática («podemos decir», ibid.), la primera máxima al entendimiento, cargada así de emancipación con respecto a los prejuicios, la segunda a la facultad de juzgar que por ello se ve otorgar confianza a la vigilancia de una universalidad todavía no garantizada por concepto, y la tercera a la razón. Me parece más fiel al pensamiento de la tópica trascendental poner las tres a cuenta de la reflexión, y particularmente la última. Pues, primero, es una manera que no se adquiere, pero cuyo «control» de adquiere por una observancia reiterada, que en suma no se aprende (pues «aprender no es otra cosa que imitar») (139; 161), ya que depende más del juicio (tener juicio) que de la razón. Podría caracterizar incluso el genio en el arte (§§ 46 a 49). Sin embargo, si queremos atribuir esta manera a la razón, habrá que recordar una vez más que «la filosofía» en sí misma, no obstante «ciencia racional», «nunca» puede «ser aprendida»: «En cuanto a lo que atañe a la razón [y no a su historia], sólo se puede, a lo más, aprender a filosofar» (KRV, 561; 752). Es a esta razón, que sólo se basa en sí misma, que llama «la tercera máxima del sentido común» una razón flexible, heurística. Es ella que hace del racionalismo de las Críticas un «racionalismo» crítico. Pero, sobre todo, ¿qué podría significar «pensar de acuerdo consigo mismo», si no fuera ponerse a la escucha de la capacidad reflexionante libre con el objeto de guiar el pensamiento y las síntesis que él aventura según el sentimiento que tiene de sí mismo al realizarse?

8. Reflexión y categoría en el territorio estético

A la luz de lo que precede, veremos quizá con más claridad la razón de las «paradojas» categoriales que no abundan menos en la tercera Crítica que en la segunda. La distorsión que sufren allí los conceptos del entendimiento parece todavía más violenta, al punto que, con razón, se ha podido preguntar por lo que el filtro de los Analíticos estéticos por parte de las categorías podía aportar a la inteligencia de los juicios estéticos. Después de todo, como lo he subrayado, con la estética, es decir con el examen de la sensación pura, la reflexión parece estar en casa como en ninguna otra parte, y bajo su aspecto más íntimo, por así decirlo, es decir en tanto que tautegoría exenta de toda tarea, incluso heurística. Incluso no tiene que buscar su propia condición de posibilidad. Esta, como lo hemos ya observado, no es más que «la condición subjetiva formal de un juicio en general […], la facultad de juzgar misma o la facultad jurídica» (121; 137). Con la estética, para juzgar reflexivamente, la reflexión no parece tener necesidad más que de la capacidad de reflexionar. Su condición a priori es, lógicamente, reducida a esta casi nada que se llama facultad, aquí, la de sentir, es decir de juzgar inmediatamente. Hay allí una especie de simplicidad, de pobreza en la condición a priori del juicio estético, que se acerca a la escasez. Este minimalismo debería volver inútil, e incluso nefasto, un método de análisis gobernado por las categorías del entendimiento.

La prueba de este «forzamiento», ¿no es suministrada, particularmente en la Analítica del gusto, por la multiplicación de las cláusulas negativas o privativas que vienen por turno a neutralizar la determinación del juicio del gusto bajo el mando de cada una de las cuatro categorías? Es cualitativamente afirmativa (dice sí al placer, es una satisfacción), pero sin motivo. Para la cantidad, es singular, pero tiene la pretensión de universal. En cuanto a relación, es final, pero de una finalidad «percibida», no concebida (76; 77). Modaliter, finalmente, es un apodíctico, pero su necesidad no es demostrable, es «ejemplar» (77; 78). La interferencia es constante y patente. No cabe sorprenderse, al parecer, ya que proviene de la aplicación de lo determinante a lo reflexivo. De lo que nos sorprendemos es que se debe aplicar lo determinante a una manera de juzgar del que es excluido.

En esta paradoja podemos encontrar un motivo polémico. El Apéndice de la primera Crítica afirmaba la necesidad de una tópica reflexionante para evitar el desprecio del intelectualismo. Simétricamente, el uso, desviado al extremo, de categorías del entendimiento para analizar el sentimiento estético apuntaría a manifestar la vanidad de su aplicación directa. Recuérdese que, en una nota de la primera Crítica, el «esfuerzo» de Baumgarten para «someter el juicio crítico de lo bello a los principios racionales» ha sido ya declarado «vano» (KRV, 54; 64-65). La inversión paradójica que la crítica reflexiva va a introducir es anunciada: los principios o reglas que, de hecho, son empíricos «nunca pueden servir de leyes a priori determinadas en relación con las cuales debería regirse nuestro juicio estético. Por el contrario, nuestro juicio constituye la verdadera piedra de toque de la exactitud de las reglas» (ibid., 54; 65). El filtro (o el «forzamiento») categorial no haría, en suma, más que sugerir a contrario la necesidad de introducir un «principio de discriminación subjetivo» que permita hacer un buen uso de las categorías.

Es difícil ver de qué principio de discriminación subjetivo tendría necesidad el sentimiento estético para domiciliarse, puesto que es, lo hemos dicho ya, este principio: discrimina lo bello y lo feo por el «favor» o el «desfavor» que otorga a la forma, sin mediación. No es un azar si la cualidad toma el lugar de la cantidad a la cabeza del análisis categorial del gusto: el sí y el no del sentimiento son aquí no ya una simple propiedad lógica del juicio que contiene el sentimiento, determinan si hay bello o no, pertenecen a esta especie de discriminación «existencial», si puedo decirlo, cuya distinción de la derecha y de la izquierda es un análogo en el espacio perceptivo.

En verdad, puesto que se trata de un juicio reflexivo puro, la competencia del entendimiento ¿no es simplemente nula? La verdadera «piedra de toque» ¿no está, después de todo, en el sentimiento estético solo? ¿No da a concluir que la reflexión, librada a sí misma, no puede decir otra cosa que «siento, siento» y «siento que siento», tautegóricamente? Como el genio en el arte, ¿«no puede describir él mismo o exponer científicamente cómo él realiza lo que produce», ya que, «al contrario, es en tanto que naturaleza que da la regla» (139; 161)? ¿Es necesario consentir al final (o al comienzo) que la «conciencia» que es la reflexión pura, la sensación, es inconsciente como una «naturaleza»?

Creo yo que el proceso es bastante rico para que el momento de juzgar haya llegado. El sentimiento estético puro no tiene los medios para construir las condiciones a priori de su posibilidad, por definición, ya que es inmediato, es decir sin término medio. Incluso no puede buscarse por sí mismo, como se ha dicho, de manera que le faltan incluso los «lugares» de comparación que la reflexión puede ordenar bajo sus títulos o sus conceptos provisorios cuando el pensamiento se dispone a conocer. Incluso ese sentimiento puro que es el respeto, que es tautegórico, sólo lo es en la medida en que «dice» a la vez un estado del pensamiento y lo otro del pensamiento, la trascendencia de la libertad, que es «absolutamente incomprensible» (KPV, 5; 8). Es la «manera» ética en la que esta trascendencia puede ser «presentada» en la inmanencia (ibid., 48; 57). Pero con el gusto (es necesario poner aparte el sentimiento sublime a este respecto), la inmediatez reflexiva no se refiere a ninguna objetividad, ni mundo a conocer ni ley a realizar.

Entonces aquí los roles deben invertirse. Es en medio de las categorías que el pensamiento emprende la heurística de la reflexión. Son las categorías las que va a servir abiertamente, y yo diría brutalmente, de «principios de discriminación» para orientar el pensamiento en el mutismo del sentimiento puro. Este medio no es vano, y el filtro del sentimiento en el cuadrángulo del entendimiento no es el forzamiento del primero por el segundo. Observamos más bien un efecto inverso: los conceptos puros no se aplican al sentimiento más que a la condición, totalmente reflexiva, de plegarse a su resistencia y de distorsionar, para serles fieles, las rectas síntesis que ellos autorizan en su dominio. Cuatro veces será mostrado entonces que el gusto no se deja comprender por la categoría sino al precio de escapar de su lógica. El juicio que él contiene sólo posee una cantidad, una cualidad, una relación y una modalidad «distorsionadas», y por simple analogía. Lo que se descubre así son «títulos» reflexivos, las pre-categorías del pensamiento. Pero esta vez el pensamiento ya no piensa objetos, como en el Apéndice de la primera Crítica, ni actos, como en la segunda, sólo estados de sí mismo. La paradójica anamnesis de la reflexión, conducida con los medios de la lógica, descubre, de manera recurrente, lo analógico.

Entonces, es el concepto puro del entendimiento el que sirve aquí de principio de discriminación para descubrir lo «subjetivo». La inversión de los papeles es tal que, donde esperábamos la «manera» misma, como procedimiento heurístico, encontramos el «método». De ahí viene que el lector desatento sospeche un forzamiento. Pero en verdad, si las categorías pueden y deber ser empleadas para domiciliar las condiciones a priori del gusto, el domicilio buscado no es el entendimiento, ya que ninguna de estas condiciones satisface perfectamente las suyas. Y tampoco la razón, incluso en lo sublime (aquí 7). Si hay domicilio habría que llamarlo, como se sabe, facultad de juzgar reflexionante. Pero podemos dudar que ella sea un domicilio, siendo más bien, en el pensamiento crítico, el título del pensamiento mismo, en general, y particularmente crítico: domiciliante.

Finalmente, y sobre todo, debemos preguntar cómo es posible la inversión que indicamos, tras haber intentado comprender su necesidad. ¿Quién o qué procede a la anamnesis paradójica por la cual la lógica descubre la analogía? Quizá no es más que la reflexión. En la Analítica de lo bello, el pensamiento se obstina en reflexionar a través de lo que, en general, determina. Aunque emplee conceptos bajo los cuales los datos deben ser subsumidos con el objeto de lograr un conocimiento, el pensamiento sostiene que estos conceptos no son adecuados tal cual para determinar lo que busca determinar mediante ellos, el gusto. La reflexión se revela como tal, es decir como exceso sobre la determinación, en la presunción de esta inadecuación.

El lector puede encontrar muchos testimonios de aquello en el texto. Bajo este ángulo examinemos «La Antinomia del gusto» en la Dialéctica del juicio estético (§§ 56 y 57), por ejemplo. Esta antinomia admite que el sentimiento puro, que por sí mismo no da lugar a ninguna disputatio (tesis, 163; 197) ya que es inmediato, exigiría sin embargo una expositio (antítesis, 163, 166-167; 197, 200-202) destinada a establecer su universalidad y su necesidad de manera objetiva, entonces mediante argumentos y por conceptos. El primer rasgo atañe a la tautegoría sentimental. El segundo presupone una heurística (el gusto busca ser compartido). Hemos repetido que el aspecto heurístico propio de la reflexión estaba ausente en el sentimiento estético puro, que no busca nada. Las «promesas», las «expectativas», las «exigencias» de universalidad y de necesidad que el análisis revelará en el sentimiento estético deben pensarse como inmediatas, sentidas directamente en él, puramente «subjetivas». A lo sumo, ellas señalan, desde el punto de vista de la reflexión, «títulos» de comparaciones posibles. Si nos atenemos al veredicto alcanzado por el entendimiento sobre el juicio del gusto en medio de las categorías, este juicio será determinado, en toda lógica, como particular (o singular) y asertórico solamente. Es lo que no dejaron de mostrar una exposición y una discusión conducidas por conceptos. Siempre concluyeron: a cada uno su gusto.

Sin embargo, el mismo uso de categorías de cantidad (particular) y de modalidad (asertórica) va a revelar o a despertar, en el interior de la inmediatez del sentimiento, los «títulos» de comparación o los «conceptos reflexivos» bajo los cuales el sentimiento pretende, no menos inmediatamente, las propiedades contrarias. Se recuerda que, en el Apéndice de la primera Crítica, el título identidad/diversidad es el análogo reflexionante de la cantidad y el título determinable/determinación el de la modalidad. Cuando el gusto «pide» o «promete» que la belleza que atribuye a la forma presente le sea atribuida absolutamente, es decir cuantitativamente, en totalidad, excluye que otros juicios estéticos referidos a esta forma sean legitimados al rechazarle la belleza bajo algún otro aspecto. El juicio reflexivo que es el gusto seguiría siendo particular si comporta una restricción que implique que es posible que, por otro aspecto, la forma juzgada no induzca el sentimiento inmediato de una armonía subjetiva. Pero, al contrario, el «estado» del pensamiento correspondiente al gusto queda idéntico a sí mismo, persiste, no permite ninguna diversidad del juicio sobre lo bello. Lógicamente evaluada, esta propiedad cuantitativa se llamaría universalidad. Pero la cantidad lógica del juicio sigue siendo particular (o singular). Entonces es solamente como comparación subjetiva, bajo el título de la «identidad», que se indica una universalidad, que se llamará por consiguiente «subjetiva».

Lo mismo para la modalidad. Visto por el entendimiento, el juicio del gusto es, en el mejor de los casos, asertórico, pues encuentra que esta forma es bella porque proporciona el placer en tanto está ligada a la belleza, es un hecho. Pero aquí todavía, la exigencia reflexiva, operando en el uso mismo de las categorías, reanima, en la inmediatez de la aserción sentimental, un título inverso, aquel que excluye que la forma pueda no ser sentida, es decir juzgada, como bella. Es esta exigencia de necesidad absoluta del juicio, presente en el sentimiento subjetivo, que apela al reparto de este último por todos. Y ahí todavía, esta pretensión contraría el valor de simple aserción que la lógica debe atribuirle (ya que el juicio no tiene los medios para demostrar su necesidad). Entonces la Analítica no reconoce al juicio del gusto como necesidad apodíctica en su inmediatez. Es un caso del título pre-modal bajo el cual la reflexión puede agrupar comparaciones, y que se llama la «determinación» (la «forma», justamente) en el Apéndice de la primera Crítica.

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