Читать книгу: «Lecciones sobre la Analítica de lo sublime: (Kant, Crítica de la facultad de juzgar, § 23-29)», страница 4

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5. La heurística

Conviene ahora examinar las consecuencias para el pensamiento y para el texto críticos del otro rasgo característico de la reflexión, aquel que he llamado heurístico. Es poco decir que la reflexión acompaña, en calidad de sensación, todos los actos del pensamiento: ella los guía. Poco decir, también, que ella transita a través de la tópica de las esferas de las facultades: ella la elabora. Y todavía poco decir que ella se elabora a sí misma de manera transparente en la estética en lo que esta tiene de subjetiva: la reflexión es también el laboratorio (subjetivo) de todas las objetividades. Bajo su aspecto heurístico, la reflexión parece entonces ser el nervio del pensamiento crítico en tanto que tal.

Es bajo el aspecto heurístico que Kant la introduce desde la primera Crítica, en el Apéndice de la Analítica de los principios (KRV, 232-249; 309-331). Llama reflexión, Ueberlegung, «el estado del espíritu en el que nos preparamos primero a descubrir, ausfinding zu machen, las condiciones subjetivas que nos permiten llegar a conceptos» (ibid., 232; 309). El texto está ampliamente dedicado a la crítica de la filosofía intelectualista, la de Leibniz momentáneamente. Manteniéndose fiel a la inspiración que gobierna la Estética transcendental, Kant recuerda aquí que los fenómenos no son objetos en sí y que es necesario repatriar en el territorio que pertenece a la sensibilidad un cierto uso de «conceptos» que Leibniz atribuye por error al puro entendimiento.

El problema atañe a una domiciliación de las síntesis. No toda síntesis es un hecho del entendimiento. ¿Pero cómo lo sabemos? Habría que disponer de una «tópica» que no sólo distinguiera por adelantado los «lugares» (ibid., 236; 315) según los cuales las síntesis pueden tener «lugar», precisamente, sino también las condiciones en que la aplicación de estas síntesis es legítima y aquellas en que no lo es. La «tópica lógica» (ibid., 236; 316), cuya fuente es Aristóteles, distinguía los diversos «títulos» (ibid., 236-237; 315-316) bajo los cuales una pluralidad de representaciones dadas puede ser reunida. Pero esta determinación depende de una «doctrina, eine Lehre» (ibid., 236; 315), que ya identifica estos títulos con categorías lógicas como si toda síntesis fuera legítima desde el momento en que ella obedece a una regla del entendimiento, error que perpetuará el intelectualismo.

El problema previo a una tópica lógica es entonces: ¿cómo se determina el uso de estos «títulos»? ¿En qué difieren de las categorías? Es el problema de la «tópica trascendental». No prejuzga lo que los títulos que distingue son aplicables a las cosas mismas. Lo que allí se presenta es sólo «la comparación de las representaciones que preceden el concepto de las cosas» (ibid., 237; 316). Estos «títulos» reagrupan maneras espontáneas de sintetizar datos. Podríamos decir que responden todos a la pregunta: ¿en qué eso (esto dado) hace pensar? Entonces, son siempre comparaciones. Pero podemos comparar de acuerdo con varios títulos. Kant cuenta así cuatro maneras de comparar, cuatro títulos, que discute en la primera parte del Apéndice: identidad/diversidad (Verschiedenheit), concordancia/oposición (Widerstreit), interno/externo y determinable (o materia)/determinación (o forma).

¿En qué son diferentes de los esquemas cuando parecen ocupar un lugar intermediario análogo al suyo? La función del esquematismo, repitámoslo, es volver composibles los modos de síntesis ya definidos y atribuidos respectivamente al poder de unificar alojado en las formas de la sensibilidad y al poder de unificar propio de las categorías del entendimiento. Los esquemas vienen en «tercera» posición, por así decir, como operadores intermediarios en la elaboración trascendental de las condiciones de posibilidad del conocimiento propiamente dicho. Pero los diversos «títulos» reflexivos que ponen en relación unas con otras las representaciones son «lugares» «en un estado del espíritu» (ibid., 232-233: 310). Las relaciones que ellos permiten esperan la «determinación exacta» (ibid., 233; 310) de su asignación a una facultad, entendimiento o sensibilidad. Una vez así domiciliadas, las síntesis, que estas relaciones sólo indican primero «subjetivamente» (ibid.), serán legitimadas en su uso objetivo, cognitivo. Los «títulos», por tanto, no son siquiera «conceptos de comparación» (ibid.), como podemos estar tentados de nombrarlos, sino sólo los lugares de una localización provisoria y preparatoria. Podemos acercarlos a los topoi que para Aristóteles y los retóricos (ibid., 236-237; 315-316) apoyan una argumentación de las opiniones, salvo por el hecho de que la crítica no retendrá «más que la cuarta» ya citada (ibid., 237; 316), y que no le otorgará ningún valor cognitivo. Estos lugares son, por así decirlo, inmediatos. Depende de la reflexión, que los detecta, convertirlos en auténticas condiciones de posibilidad de síntesis, en lugares trascendentales, en formas o en categorías. Es esta esperada transformación la que permite llamarlos «conceptos de la reflexión» (ibid., p. 243; 324).

En efecto, es por la reflexión, subjetivamente, que están primero presentes en el pensamiento, diría: como síntesis posibles sentidas por el pensamiento «antes» que ella los vuelva hacia el conocimiento de los objetos. Y es todavía la sola reflexión que asegurará su determinación exacta domiciliando su uso junto a una o a la otra facultad. Pues la reflexión es, escribe Kant: «La conciencia de la relación de representaciones dadas en nuestras diferentes fuentes de conocimiento» (ibid., 232; 309). El término «conciencia» recubre en general, en el texto kantiano, el de reflexión, ya que el pensamiento es conciencia en tanto que está advertido de su estado, es decir, en tanto que se siente. La reflexión, entonces, no sólo siente que el pensamiento sintetiza espontáneamente de tal o cual manera –cuatro en total–, ella siente también que tal manera, o tal «título» de síntesis, experimentada subjetivamente, pertenece a la sensibilidad, mientras que la otra, al entendimiento. Así es que «nos preparamos primero para descubrir las condiciones subjetivas que nos permiten llegar a conceptos» (ibid.), como se lo ha leído. Es así que opera la «tópica trascendental», confiando a la reflexión la determinación de las facultades en que cada síntesis, cualquiera sea el «título», encontrará su domicilio legítimo: «Una reflexión trascendental es en primer lugar necesaria para demostrar para qué facultad de conocimiento ellos [los objetos de estos «títulos»] deben ser objetos, si es para el entendimiento puro o para la sensibilidad» (ibid., 237; 316).

Un ejemplo: bajo el «título» de la identidad/diversidad, dos objetos de los que todos los predicados son idénticos, son lógicamente indiscernibles, como piensa Leibniz. Pero si además son intuidos, según las formas del espacio o del tiempo, en regiones diferentes, esto sería en el mismo instante, será necesario pensarlos como dos objetos distintos. «Si conozco según todas sus determinaciones

internas una gota de agua como una cosa en sí, no puedo admitir que una gota de agua es diferente de otra mientras todo su concepto es idéntico al del otro. Pero si la gota es un fenómeno en el espacio, tiene su lugar no simplemente en el entendimiento (bajo conceptos), sino en la intuición exterior sensible (en el espacio)» (ibid., 238; 318). El principio leibniziano de los indiscernibles no es entonces sino «una regla analítica de la comparación de las cosas por simples conceptos» (ibid., 239; 318).

Vemos que no es sólo la crítica del intelectualismo lo que está en juego en el texto del Apéndice, es ya la detección, plenamente expuesta algunas páginas más adelante, de la «apariencia trascendental» que hace creer que la determinación puramente conceptual de una relación entre los fenómenos (su identidad) es la única válida, mientras que, dados en la intuición espacio-temporal (eso por lo que son fenómenos, precisamente), estos admiten otras relaciones, que pueden estar en contradicción con los primeros. Lógicamente indiscernibles, dos objetos pueden ser discernibles estéticamente (en el sentido de la Crítica).

En el Apéndice de los principios, esta confusión no es todavía más que una «anfibología trascendental» (ibid., 237; 316), es decir una confusión de dirección: las gotas de agua son idénticas si se las domicilia en el entendimiento, pero diferentes si están domiciliadas en la sensibilidad. Es que el pensamiento tiene una intuición sensible de las gotas de agua. No se trata, por tanto, como en la «apariencia» trascendental (KRV, 251 sq., 334 sq.), de una finitud de la facultad de presentar que se olvida en el uso de los conceptos, sino de una negligencia en la reflexión tópica de las condiciones del conocimiento de los objetos efectivamente cognoscibles. No será lo mismo para el objeto de una Idea de la razón.

Frente a la «ilusión» que impulsa al pensamiento a otorgar a los conceptos de la razón (sin intuición correspondiente) el mismo valor cognitivo que a aquellos del entendimiento que están legítimamente asociados con las intuiciones sensibles, la reflexión tratará con una parte mucho más fuerte que con la ignorancia de la «anfibología» señalada en el Apéndice. Pues esta «prescripción puramente lógica que nos impulsa, en la ascensión hacia condiciones siempre más elevadas, a acercarnos a la totalidad de estas condiciones […]» (ibid., 260; 346), depende de una «dialéctica natural e inevitable de la razón pura» (ibid., 254; 337). La apariencia lógica, esa que da lugar a la anfibología, por ejemplo, puede ser disipada, y el intelectualismo, que de eso es la víctima y el representante, refutado. Pero la apariencia trascendental no puede ser evitada (ibid., 252-254; 335-337). La dialéctica trascendental podrá solamente impedir la «dialéctica natural» de la razón para abusar de nosotros, sin poderla suprimir. En efecto, son «principios reales, wirkliche Grundsätze, los que nos mueven a derribar todas estas barreras» (ibid., 253; 336) que «la crítica» va a oponer al uso de conceptos fuera de la experiencia.

Sin embargo, el problema planteado en estas condiciones por la apariencia y la ilusión a la dialéctica trascendental no puede ser, si no resuelto, menos elaborado sólo por el trabajo reflexivo. Meditando sobre la noción de apariencia, y tomando por modelo la apariencia sensorial, Kant asimila el juicio erróneo que ella contiene a una «diagonal», «la diagonal entre dos fuerzas que determinan el juicio siguiendo dos direcciones diferentes que forman juntas como un ángulo» (ibid., 252; 355). Descomponer este efecto complejo en los efectos respectivamente propios de dos fuerzas en juego, la sensibilidad y el entendimiento, lo que permitirá disipar la ilusión, es lo que debe hacer «en el juicio a priori [y no ya en los juicios perceptivos empíricos] la reflexión trascendental» (ibid). Su función, entonces recordada, («como se lo ha mostrado ya» (ibid.), es decir en el Apéndice, es la de «asignar a cada representación su lugar en la facultad de conocimiento que le corresponde» (ibid.). Así, la pesada tarea, la tarea infinita, de distinguir las síntesis especulativas de las síntesis cognitivas, que es uno de los compromisos mayores de la Dialéctica de la primera Crítica, también pertenece a la reflexión.

Es necesario, ciertamente, concluir esto: es en el sentimiento que este experimenta, mientras procede a las síntesis elementales llamadas «títulos» o «conceptos de la reflexión», que el pensamiento se guía «primero, zuerst» (ibid., 232; 309), se orienta para determinar el o los domicilios de las facultades que autorizan cada una de estas síntesis. En tal dominio solamente, tal síntesis podrá tener lugar legítimamente porque habrá sido localizada y circunscrita a las condiciones de posibilidad de su facultad de tutela. Pero esta domiciliación exige del pensamiento una facultad de orientarse. La indeterminación relativa, la anfibología, de los títulos reflexivos deja espacio para la vacilación en cuanto a la buena dirección, mientras que la determinación de síntesis bajo las categorías del entendimiento supone, al contrario, el domicilio legítimo ya conocido y ocupado.

Habría que dar testimonio de esta conclusión en otros momentos notables de la crítica, esos momentos en que ella circunscribe los «territorios» y los «dominios» de validez de los juicios. En particular para el juicio ético y evidentemente para los juicios estéticos. Aportaremos sólo una parte de estos testimonios. Pero, juzgando sólo del Apéndice a la Analítica y de la Introducción a la Dialéctica, dos textos contiguos que componen el gran giro de la primera Crítica, podemos ya diagnosticar esto: con la reflexión, el pensamiento parece ciertamente disponer del arma crítica completa, ya que la reflexión es el nombre que porta, en la filosofía crítica, la posibilidad de esta filosofía. El poder heurístico de criticar, la Urteilskraft, es el de elaborar las «buenas» condiciones a priori de posibilidad, es decir la legitimidad de un juicio sintético a priori. Pero esta elaboración (análisis y «deducción») requiere en sí misma de juicios sintéticos de discriminación. Es necesario entonces que el poder de criticar tenga esta enigmática capacidad de juzgar «buenas» condiciones del juicio «antes» de poder usar, de tener el derecho de usar, estas condiciones para juzgar si ellas son las buenas. Ahora bien, la reflexión es, como se ha dicho, tautegórica, pues ella no es nada más que el sentimiento, placentero y/o displacentero, que el pensamiento tiene de sí mismo mientras piensa, es decir juzga, o sintetiza. Los operadores de síntesis que produce son «primero» reflejados o reflexionados bajo los «títulos» o los «conceptos de la reflexión» que hemos mencionado, como los ensamblajes espontáneos de «representaciones», como «comparaciones» borrosas, todavía no domiciliadas, pre-conceptuales, sentidas. Y es justamente porque estos «títulos» sentidos no son todavía determinados por su uso objetivo (no teniendo valor sino «subjetivo») que la reflexión podrá legitimar o deslegitimar el uso según la facultad que se apodera de ellos.

El lector de Kant no puede dejar de preguntarse, un día, cómo el pensador crítico nunca ha podido establecer las condiciones de pensamiento que son a priori. ¿Con la ayuda de qué instrumentos, como se dice, puede formular las condiciones de legitimidad de los juicios mientras que se supone que no puede disponer de eso todavía? ¿Cómo, en suma, puede juzgar como necesario «antes» de saber lo que es juzgar como necesario, y para saberlo? La respuesta es que el pensamiento crítico dispone, en su reflexión, en el estado en que la pone como tal síntesis todavía no asignada, de una especie de prelógica trascendental. Esta es en realidad una estética puesto que no hace sino de la sensación, que afecta todo pensamiento actual en tanto que ella es simplemente pensamiento, el pensamiento sintiéndose pensar y sintiéndose pensado, juntos. Y como pensar es juzgar, sintiéndose juzgador y juzgado, al mismo tiempo. En esta presencia subjetiva del pensamiento a sí mismo se esboza el gesto de domiciliación que viene a dirigir las síntesis espontáneas (bajos sus «títulos») a su facultad de tutela, limitando así el uso y fundando su legitimidad.

Tal es entonces el aspecto de la reflexión que he nombrado «heurística». Gemelo con el aspecto tautegórico, viene a transformar en paradoja legítima la aparente aporía de un pensamiento, el pensamiento crítico, que puede anticipar sus a priori. Por ello este parece poder escapar a muchas objeciones que le han sido hechas, en particular del lado del pensamiento especulativo. Pero dejo eso de lado.

6. La anamnesis

Mejor insistamos en dos observaciones. La primera es que este «momento» reflexivo no debe entenderse como si tuviera su lugar en una genealogía. Las condiciones a priori que son por ejemplo las categorías del entendimiento o las formas de la intuición son a priori de derecho, pues para «existir» no han esperado que el pensamiento reflexionante las engendre a partir de sus comparaciones subjetivas. Además de que ellas no han existido jamás y no existirán jamás, en sentido propio, ellas son «siempre ya» eso a lo que es preciso apelar para legitimar la pretensión de un juicio de conocer su objeto. El problema planteado en el Apéndice es el de saber cómo su uso legítimo puede ser descubierto y no cómo son en sí mismas engendradas. Por ello es que la reflexión, asegurando esta tarea, cumple una función que no es constitutiva, sino heurística. Más bien que de una genealogía, es necesario entonces ver en este momento reflexivo el movimiento de una anamnesis del pensamiento crítico en sí mismo, interrogándose sobre su capacidad de descubrir el buen uso de los lugares trascendentales que ha determinado en la «Teoría trascendental de los elementos» que forman la Estética y la Lógica. Estamos por ello incitados a especular que a medida que el pensamiento crítico va a alejarse de estos lugares seguros de la síntesis que son las formas de la intuición y las categorías del entendimiento (con los esquemas), es decir que se va a separar del examen de las condiciones a priori del conocimiento, el aspecto tautegórico de la reflexión vendrá a manifestarse más. Veo en eso signos en la más fuerte incidencia de operadores tales como la regulación (en la «Idea reguladora», o el «principio regulador»), la guía (en el «hilo conductor»), la analogía (en el «como si»), que no son categorías, sino que podemos identificar como tautegorías heurísticas. Gracias a estos curiosos «operadores subjetivos», el pensamiento crítico se da y descubre procedimientos de síntesis que no están sellados en el dominio del conocimiento. Sólo puede obtenerlos reflexivamente, mientras los inventa de acuerdo con su sentimiento, dejando legitimar enseguida la validez objetiva. Si esta apreciación es correcta, diremos que después de la teoría de los elementos de la primera Crítica, el timbre anamnésico del texto kantiano se da a escuchar mejor a medida que el pensamiento crítico se acerca más a objetos tan poco cognoscibles (strictu sensu) como, en primer lugar, las ideas de la razón teórica, enseguida la ley moral, luego el gusto y el sentimiento sublime, y finalmente el juicio histórico-político. Para estos objetos del pensamiento crítico, la sola disipación de una anfibiología debida a una falta de domiciliación de la facultad no es suficiente cuando es necesario descubrir el buen uso de sus condiciones a priori de posibilidad.

De esta primera observación naturalmente se saca la segunda: con la estética (reservo la política, que no ha sido objeto de una Crítica), uno se debe encontrar muy avanzado en la anamnesis del pensamiento crítico. El «objeto» de la Crítica de la facultad de juzgar no es, en efecto, ninguna otra cosa que el juicio reflexionante mismo, en estado puro. Ahora bien, ¿qué quiere decir aquí puro? Que es la «sensación» la que remite el pensamiento a sí mismo y, en eso, le advierte del estado «sentimental», placer o pesar, en el que se encuentra, ya que esta «sensación» es este estado. Resulta que el movimiento del pensamiento crítico debe aquí invertirse si se lo compara a ese que era en la primera Crítica.

Para esta última, como lo hemos visto examinando el Apéndice de los Principios, el interés de la reflexión consistía principalmente en su función heurística. Se trataba de manifestar cómo el pensamiento crítico puede distinguir las comparaciones espontáneas a las que el pensamiento procede, redistribuyéndolas en las competencias de facultades que podrán legitimarlas. No he estudiado todavía el papel que las categorías juegan en esta redistribución, voy a hacerlo, pero no puede escapar al lector del Apéndice que todo sucede como si los cuatro grandes conceptos puros del entendimiento, cualidad, cantidad, relación y modalidad, ejercieran su control desde lo alto y desde lejos, pero ejercieran la anamnesis gracias a la cual la reflexión descubre en ella los cuatro «títulos» bajo los cuales el pensamiento, subjetivamente, siente posibles comparaciones. Esta teleguía de la reflexión por las categorías del entendimiento puede, con todo rigor, explicarse aquí a partir del hecho que la primera, tomado sobre todo bajo su aspecto heurístico, sólo tiene que descubrir el buen uso de los segundos para el conocimiento strictu sensu.

Cuando se trata de juicios estéticos, que no son sino sensaciones consideradas como juicios, y que exigen ser analizadas como tales, exclusivamente, la función tautegórica de la reflexión debe, al contrario, prevalecer sobre su función heurística, pues aquí la sensación no conduce, ni tiene que conducir, a ninguna otra cosa que a sí misma. En particular, no «prepara» el pensamiento para ningún conocimiento posible. Los lugares de legitimidad que descubre deben seguir siendo sus lugares, en consecuencia, nada más que los «títulos» bajo los cuales el pensamiento siente la comparabilidad de los datos. Y si es verdad que estos «títulos», tales como los cuenta y los examina el Apéndice de la primera Crítica, están todavía demasiado afiliados o conectados a las categorías del entendimiento, la crítica debería aquí desembarazarse de esta sujeción y remitir eso a la reflexión puramente tautegórica, tal como lo obliga el puro juicio estético, con cuidado de domiciliar como conviene los «títulos» del pensamiento reflexionante reducido a sí mismo, es decir a la sensación. Pues la sensación es por sí misma el todo del gusto y del sentimiento sublime, desde el punto de vista de las facultades del alma.

Ahora bien, el camino seguido por el pensamiento crítico no es ese. La Analítica de lo bello y la de lo sublime consisten ciertamente en la domiciliación exacta de estos dos juicios estéticos, en la circunscripción exclusiva de su legitimidad, la reflexión tautegórica. Pero ellos sólo lo logran con la ayuda del entendimiento. Se diría que el análisis de los juicios «reflexionantes» puramente tautegóricos (para el gusto, al menos) no puede tener «lugar», hay que decirlo, sin recurrir a los principios de legitimación descubiertos para los juicios determinantes en la primera Crítica. Un abrupto final parece así poner término al movimiento de la anamnesis reflexiva en el momento mismo en que, con el gusto, esta parecía deber revelar reflexivamente la intimidad de la reflexión. Parece que uno nunca debe saber más, de los títulos y los lugares de la síntesis reflexionante pura, que lo que de eso puede ser conocido en medio de los conceptos puros del entendimiento. Sin embargo, la Introducción no había declarado con respecto al gusto: «¿He aquí entonces un placer que, como todo placer o pesar no producidos por el concepto de la libertad […], no puede jamás ser captado a partir de conceptos como necesariamente ligados a la representación de un objeto, sino que siempre debe ser sólo reconocido por la percepción reflexionada como ligada a esta representación […]?» (37 t.m.; 28). La crítica, ¿no puede entonces hablar el lenguaje de esta «percepción reflexionada» sobre la cual todo indica que ella misma no termina de orientarse? ¿O bien esta «percepción reflexionada» no tiene lenguaje del todo, tampoco la voz del silencio? Lo que se juega aquí es la relación de la tautegoría con la categoría, de lo reflexionante puro con lo determinante.

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9789560014665
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