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1.3 El temor y la inseguridad

La inseguridad es esgrimida como razón principal para abandonar o intentar limitar los espacios públicos. En una ciudad crecientemente fragmentada, la mayoría de los habitantes se transforman en «otros», en foráneos y desconocidos. La idea que prima es que el encuentro con estos «otros» siempre conlleva riesgo y peligrosidad. Esta apreciación tiende, además, a ser jerárquica. Por ejemplo, en una ciudad como Santiago de Chile, según la opinión de sus ciudadanos sobre la peligrosidad, esta siempre depende del estrato socioeconómico del interlocutor:

Por ejemplo, Providencia es visto como peligroso para los entrevistados de los niveles más altos, pero no para los estratos socioeconómicos medios. Para éstos, el peligro está radicado en las poblaciones más pobres aledañas a sus barrios. Por su parte, para los entrevistados de los estratos socioeconómicos más bajos, dicha percepción configura la existencia de «barrios» o «sectores» marcados dentro/fuera de la población; es decir, siempre se ubica otro más peligroso y desconocido. (Dammert, 2004, p. 93)

Un tema recurrente de la sociología contemporánea es que la modernidad tardía o posmodernidad está signada por el riesgo, lo cual genera inseguridad, desconfianza y temor (Giddens, 2002). Para Beck (2002), lo que distingue los riesgos actuales es que han sido manufacturados, es decir, han sido creados por el mismo ser humano, y no como antes, cuando eran producto de desastres e infortunios causados por la naturaleza. Nuestras incertidumbres son alimentadas por las mismas estructuras y sistemas sociales que sostienen a la sociedad. A ello contribuye la pérdida de credibilidad en la ciencia (energía nuclear, destrucción masiva, debilitamiento de la capa de ozono, transgénicos), en la economía (crisis de mercados, burbujas financieras, flexibilidad laboral, desempleo), en la industria (contaminación, calentamiento global, obsolescencia planificada, consumismo, migraciones masivas), en la política (terrorismo, guerras, nacionalismos, autoritarismos), en la cultura (fundamentalismos, intolerancia) y hasta en la sexualidad (ETS, sida). La incertidumbre aumenta, además, con el predominio del individualismo –muchas veces manifestado solo en un consumismo desenfrenado–, lo cual dificulta la construcción de las acciones colectivas necesarias para responder a estos riesgos y disminuir las incertidumbres.

Por otro lado, como bien ha analizado Bauman (2000), bajo la noción de seguridad se manejan, por lo general, tres conceptos interrelacionados –aunque analíticamente diferentes– que se expresan en inglés como safety ‘estar a salvo, protegido’, certainty ‘certidumbre’ y security ‘seguridad’. La sensación de riesgo y temor actual es resultado del debilitamiento simultáneo y combinado de estos tres factores. No nos sentimos a salvo porque las instituciones protectoras tradicionales (familia y comunidad) ya no tienen la capacidad de hacerlo, y las instituciones modernas han perdido su legitimidad y eficacia ante el embate de los eventos globales sobre nuestras vidas. La incertidumbre ha aumentado por muchas razones, pero una de las más importantes es la pérdida de confianza. Finalmente, la inseguridad tiende a ser el resultado del debilitamiento del «contrato social» y del fracaso de las grandes ideologías que paliaban las divisiones entre seres humanos, generaban un sentido común en la sociedad y ofrecían alternativas de solución a los problemas/dilemas (marxismo-liberalismo).

Para Bauman (2000), el problema del temor surge porque el individualismo imperante y la total pleitesía al mercado ubican a las libertades económicas como fin máximo de la sociedad y, por ende, del Estado. Esto restringe el marco de acción estatal e inhibe las acciones que podría tomar para proteger o generar mayor certidumbre. En otras palabras, hay poca o nula acción estatal para reforzar el sentido de safety y certainty, ya que actuar sobre ellos significaría afectar las libertades individuales y del mercado. Por ejemplo, la protección contra el desempleo o la creación de mayor certidumbre en la capacidad adquisitiva de los ingresos percibidos implicaría ir en contra de la flexibilización laboral demandada por los defensores del mercado libre y los grandes empresarios. Sin embargo, el Estado sí puede actuar reforzando la seguridad (security), especialmente cuando se la entiende como la segregación y/o separación de aquellos individuos (y poblaciones) que son considerados como «peligrosos»10.

El tema de la seguridad da, además, réditos políticos, ya que, ante la real o percibida peligrosidad, los ciudadanos buscan liderazgos fuertes con un discurso de «ley y orden», de lucha frontal contra la delincuencia. Los medios masivos también hacen eco porque su rating se beneficia. Michael Moore, en su galardonado filme Bowling for Columbine (2002), señala con maestría cómo los medios masivos en la sociedad estadounidense sobredimensionan las noticias y los reportajes sobre los crímenes violentos y el pandillaje. Las estadísticas oficiales, sin embargo, muestran reducciones sostenidas en la delincuencia en la sociedad estadounidense, inclusive en sus principales ciudades: en 1993, el índice de los crímenes violentos fue 747 por 100 000 habitantes y en 2012 fue de 387, una reducción del 48 %11.

Como ya se ha indicado, la sensación de peligrosidad e inseguridad contribuye directamente al descuido, huida y hasta abandono del espacio público. Como bien explica Vega Centeno (2007), en el caso de Lima, estos espacios pasan de ser «lugares de todos» a «tierra de nadie». Por ende, la reacción ciudadana es exigir mayor control sociopolítico sobre el espacio público, lo que tiene como consecuencia un proceso de debilitamiento o negación de su esencia, pues (a) se restringe el acceso, (b) se entrega su control al Estado o a la iniciativa privada, (c) se limitan el uso y las actividades realizadas.

1.4 El dominio del parque automotor

Es un hecho conocido por todos que el transporte motorizado transformó a las ciudades del mundo. En primer lugar, facilitó el éxodo de los sectores altos y medios del centro de la ciudad hacia nuevas urbanizaciones, en busca de la promesa bucólica del suburbio y de mayor privacidad (Francis, 1991). En segundo lugar, hizo posible que la distancia entre el trabajo y la residencia se ampliara, ya que permitía un traslado más rápido a distancias mayores. En tercer lugar, aumentó la peligrosidad, puesto que la principal causa de muerte y accidentes en toda metrópoli involucra a vehículos motorizados. En cuarto lugar, el incremento del parque automotor también modificó el diseño y la configuración física de la ciudad, principalmente porque generó una infraestructura que prioriza el flujo y la velocidad de desplazamiento. En quinto lugar, cambió el comportamiento del habitante de la ciudad, en particular en términos de la actividad física realizada en sus desplazamientos:

De esta manera, el desarrollo de las ciudades se encuentra en estrecha relación con la incorporación masiva de medios de transporte en la vida cotidiana. La urbe fue reorganizada para privilegiar la circulación. Para ello se construyeron amplias vías, entre las que la autopista fue la más importante, que facilitaron los desplazamientos acelerados. Vega Centeno afirma que en las ciudades la circulación se impuso a la habitación (precisamente, en la primera ciudad donde ocurrió esto fue en París, como se puede observar en los poemas de Baudelaire) […]. La urbanización implica la integración de la movilidad como elemento estructurante de la vida cotidiana. (Bielich, 2009, p. 10)

Pero quizás el efecto más importante es el que ha tenido sobre el espacio público. Uno de los principales estudiosos al respecto fue Donald Appleyard (1981), quien, a principios de los años sesenta, realizó un estudio clásico en la ciudad de San Francisco comparando tres vecindarios: el primero con un flujo de tráfico de 2000 vehículos al día, otro de 8000 y el tercero de 16 000. Su investigación mostró que los residentes de la calle menos transitada tenían tres veces más amigos y dos veces más conocidos que los residentes de la más transitada. Appleyard y luego su hijo (Bruce Appleyard, 2005) tienen como punto de partida el insistir en la importancia de la calle como espacio público, el más común y asequible de todos. La calle es compartida por el peatón, el ciclista, el automovilista y el tráfico destinado a los diversos servicios de la ciudad. Con el tiempo, sin embargo, se ha perdido el equilibrio en los usos compartidos y ha terminado siendo dominado por el automóvil. La razón principal es que el flujo de autos restringe el desplazamiento del residente-peatón; especialmente, dificulta que cruce la calle, pero también que la considere como un lugar hospitalario. Asimismo, restringe la actividad recreativa de los niños y niñas, que usualmente es una de las razones detrás de la presencia adulta en la calle y es un elemento de interrelación entre padres de familia y vecinos.

1.5 El imperio del liberalismo

Hasta hace poco, lo público era sinónimo de dominio y administración estatal. El espacio, al igual que los asuntos públicos, era una cuestión delegada al Estado, debido a que se lo consideraba propiedad de todos y debía actuarse sobre él de manera tal que se garantizara su universalidad y el respeto del marco normativo que lo gobernaba (Iazzetta, 2008). No solo era suficiente reconocer que existían espacios y asuntos de dominio público, sino que también se hacía necesario un aparato institucional que defendiera, promoviera y sancionara su acceso libre, su visibilidad, transparencia y la diversidad de usos. Todo esto era función del Estado.

El surgimiento del llamado Estado de bienestar (Welfare State) –ya entrado el siglo XX, con el reconocimiento de los derechos socioculturales– tenía como función extender la universalidad (igualdad ante la ley, equidad de oportunidades, educación y salud de calidad, protección a la niñez, entre otros) hacia todos los habitantes de la nación, sin importar su situación económica. Para Marshall (2009), este impulso a la universalidad del derecho era esencial para garantizar la democracia en sociedades capitalistas, por cuanto el mercado siempre genera desigualdades que el Estado debe disminuir vía el dominio de la ley y la redistribución.

A partir de la década de los setenta, el Estado fue cuestionado y atacado desde dos frentes, lo que produjo su debilitamiento:

• En primer lugar, desde las fuerzas democratizadoras de la llamada sociedad civil. La lucha contra el autoritarismo en los países del bloque soviético y en gran parte de América Latina se libró desde coaliciones heterogéneas que ya no respondían a las clásicas nociones de clase social o partido político. Se fue generando así un espacio «público» que buscaba claramente distinguirse y distanciarse de lo «público estatal», y que ve en su autonomía y representación social su superioridad moral ante instituciones estatales que se habían burocratizado, corrompido y distanciado del pueblo. Por ejemplo, se puede interpretar el auge de las organizaciones no gubernamentales (ONG) como parte de este proceso. Rabotnikof (2008) señala que en este impulso hay una búsqueda de lo común y de la ciudadanía. Minteguiaga (2008b), por su parte, lo denomina como la creación de «lo público de iniciativa privada». En muchos países, asume la forma de asociaciones privadas sin fines de lucro, como maneras de extender lo público, pero sin el Estado, las cuales llegan hasta la gestión de escuelas, de clínicas de salud, de espacios públicos como los parques, entre otros.

• En segundo lugar, el cuestionamiento del Estado se arrecia desde el campo del liberalismo y los defensores de las libertades del mercado. A nivel mundial, en los años ochenta se inicia un giro político hacia la derecha y el conservadurismo, que toma cuerpo en la asunción del poder por Reagan en Estados Unidos y por Thatcher en Inglaterra, así como por la hegemonía del recetario neoliberal. Ya para finales de los ochenta, las políticas económicas se consolidaron en lo que sería denominado el Consenso de Washington. Una parte esencial de las nuevas políticas era el cuestionamiento del Estado de bienestar, lo cual incluyó en muchas sociedades del hemisferio norte la reestructuración de los programas sociales. En este segundo cuestionamiento, se difunde la idea de que los mecanismos del mercado son más eficientes para atacar los diversos problemas de la sociedad y no solo los estrictamente «económicos». Se incentiva así una mayor presencia de la iniciativa privada en áreas como la salud, la educación, la producción de bienes públicos y su administración, casi todo por medio de la privatización (venta, concesión, gestión). Por ejemplo, es conocido que los gobiernos liberales favorecen a los organismos no gubernamentales (llamados en otras latitudes «organizaciones privadas sin fines de lucro») como proveedores de servicios financiados con fondos estatales. Es parte de la denominada «tercerización» y, en este caso, consiste en que las ONG se transforman en una suerte de subcontrata que brinda servicios que antes se encontraban bajo la planilla estatal. Esto representa varias ventajas para el Estado: (a) reduce su personal y no tiene que lidiar con problemas de contratación, nombramiento, pensiones y sindicatos; (b) transfiere parte de los costos políticos de la implementación de los programas a las ONG o firmas encargadas, ya que se responsabiliza a estas por los fracasos; (c) ante problemas diversos puede rescindir contratos y contratar a otros; igualmente, puede interrumpir o terminar programas sin mayor aviso; (d) vía procesos competitivos de proyectos (concursos), saca provecho de la experticia de todos los concursantes (no solo de los ganadores).

El discurso del liberalismo es que el Estado debe disminuir su intervención en las áreas que afectan la iniciativa y libertades individuales, por un lado, y en aquellas áreas en las que resulta ineficiente e ineficaz porque serían mejor abordados desde el afán de lucro. Desde esta óptica, la iniciativa privada es más eficiente y, por ende, representa un beneficio mayor para la ciudadanía. Como se mencionó anteriormente, esto se extiende a áreas tradicionalmente bajo el manto estatal, como la educación y la salud, pero también a la administración de carreteras, penales y, claro está, el espacio público.

Inclusive, con el tiempo se va perdiendo la pretensión de extender lo universal a todos los ciudadanos. Algunos analistas añaden que resulta ser un cambio fundamental en las concepciones sobre el desarrollo y la pobreza (Castillo, 2002; Scribano, 2002). Hasta los años noventa, el énfasis estaba puesto en ampliar y extender los derechos hacia todos (universalizarlos) y, especialmente, a los pobres que se encontraban marginados. La pobreza –término poco usado entonces en el léxico del desarrollo– era vista como una vivencia temporal, una anomalía que sería superada con la ampliación de la ciudadanía y con los bienes y servicios del Estado de bienestar (educación, salud, empleo). Para los mismos sectores de menores ingresos, la palabra pobreza tenía una connotación negativa y rara vez estas personas se definían como tales; más bien, se identificaban como humildes o trabajadores.

Con el neoliberalismo, sin embargo, se normaliza la pobreza y se convierte en un indicador e identidad que abre las puertas a programas sociales. Los pobres son identificados (mapas de pobreza), focalizados (recipientes de asistencia social) y compensados por los posibles estragos sufridos por los programas de ajuste estructural (Castillo, 2002). De parte del Estado hay pocos esfuerzos por solucionar el problema de la pobreza; por el contrario, los programas sociales están orientados a reducir déficits en los servicios, la alimentación y, últimamente, los ingresos. Resulta así porque se considera que el mercado es la fuerza que terminará con la pobreza y el atraso, con lo cual se relega al Estado a funciones de compensación social que «alivian» la pobreza. Los derechos sociales, económicos y culturales no son reconocidos plenamente; muchas veces, se arguye que son «difíciles de identificar», «difíciles de medir» y más aún de viabilizar.

Por ello, también existe un impulso político-ideológico hacia la privatización –sea estatal o privada– del espacio público. Este ha estado bajo el cuidado del Estado, pero con consecuencias consideradas negativas: descuido, peligro, riesgo, subinversión, etc. De ahí que se razone y proponga que, en lo posible, estos espacios deben caer bajo la iniciativa privada, la cual tiene los recursos para invertir y puede asignarlos de manera más eficiente. El siguiente ejemplo refleja el cambio de pensamiento.

Hace 35 años –en 1981 para ser exactos–, el entonces alcalde del distrito de Chorrillos, Pablo Gutiérrez, realizó una manifestación en las afueras del Club Regatas, comba en mano, para tumbar el muro que lo separaba de la playa pública Pescadores. Gutiérrez argumentaba que las playas eran públicas y que el club se había apropiado ilegalmente de un bien de todos los peruanos. No pasó de ser una de las múltiples muestras entre populistas y folclóricas de este político, pero expresaba un sentimiento compartido por muchos, en el sentido de ampliar el acceso de todos a los espacios de la ciudad. En pocas palabras, el impulso era a publicitar lo privado.

Hace unos años, el alcalde de Lima Metropolitana, Luis Castañeda, cambió el nombre de los parques zonales de la ciudad, es decir, las áreas verdes situadas en zonas populares. Los transformó en «clubes zonales» y, en una entrevista televisiva, mencionó que antes los clubes eran solo para los ricos, pero ahora estaban abiertos para el pueblo (claro, previo pago de boleto de entrada). Es decir, privatizó lo público. Más allá de los claros propósitos populistas, una vez más se estaba rebajando la capacidad estatal para gobernar una ciudad inclusiva.

Como bien indican Xu y Yang (2008), una de las fuerzas principales en la privatización global de las ciudades es la hegemonía neoliberal. El cuestionamiento al gasto estatal –por ser supuestamente ineficiente, plagado de obstrucciones burocráticas y corrupción– es comparado con las innegables virtudes de las decisiones basadas en la eficiente asignación de recursos vía los mecanismos del mercado. Como resultado, disminuyen las inversiones en la generación de nuevos espacios públicos y, más bien, se prefiere la generación de espacios «cuasipúblicos», sea en la promoción de centros comerciales o en la privatización de los espacios públicos existentes vía el cobro de admisión o concesiones.

1.6 El apego al espacio próximo

¿Será que la ciudad posmoderna solo tiene como función ser un dormitorio para descansar y un escritorio para navegar, y que el espacio público –efectivamente– esté condenado a desaparecer? ¿La creciente virtualización hará que nuestras comunidades cibernéticas reemplacen a la plaza o el parque a la vuelta de la esquina? ¿Con qué «terruño» –si hubiera alguno– es que se identificarán los seres humanos?

De las múltiples fuentes de identidad, una de las más importantes es la posición territorial: la definición de la persona que nace de las diversas unidades espaciales que ocupa y que son socialmente definidas, las cuales varían desde lo más próximo (hogar, collera, barrio) hasta territorios tan amplios como países, regiones y el mismo planeta. El territorio siempre ha estado ligado a nuestra supervivencia como colectivo y como base de nuestra cotidianidad personal, porque está estrechamente relacionado con asuntos como el sentido de protección y pertenencia, el acceso y disponibilidad de recursos, y el sentido básico de compartir un espacio apreciado con otros:

Con muy pocas excepciones, todos los grupos culturales conocidos por la antropología tienen algún apego a un territorio o paisaje. Esto es cierto entre los nómadas como entre los agricultores, los trabajadores industriales y los programadores de computadoras. Las formas de pertenencia naturalmente varían […], pero el lugar ha jugado una parte importante durante la historia cultural humana. (Eriksen, 2004, pp. 55-56)12

Es sumamente difícil imaginarse identidades sociales y colectivas sin un referente espacial, porque, como se señaló anteriormente, la acción humana tiene al espacio como soporte material. Esta relación con el espacio se inicia con un sentido de pertenencia territorial. El territorio se puede entender como condicionado por la morfología del espacio, pero esencialmente es una operación social relacionada con ciertos factores que inducen una percepción de fronteras (Gubert, 2005). Todo territorio tiene límites que permiten diferenciarlo de otros, aunque pueden ser establecidos de formas bastante flexibles. La pertenencia significa que alguien se siente parte de algo, en este caso, de un territorio definido socialmente, principalmente con respecto a sus límites o fronteras. En la percepción de fronteras, Gubert (2005) destaca tres factores:

• El principio de similaridad, es decir, en el interior del territorio se encuentran características morfológicas, físicas y culturales, tipos de actividades económicas, entre otros, que son vistos como similares, lo que genera un sentido de unidad. Esto se nota con claridad al observar cómo muchos territorios son identificados con ciertos servicios o productos, como Silicon Valley en California, los casinos en Las Vegas y las salchichas de Huacho. A pesar de que son ciudades en las cuales hay variadas actividades económicas, una de ellas destaca y genera una suerte de percepción de frontera respecto a las áreas aledañas.

• El principio de interdependencia, medido de acuerdo con el flujo gravitacional de bienes, servicios o áreas de intenso intercambio económico. El emporio de Gamarra, por ejemplo, está compuesto por una serie compleja de redes financieras, productivas y comerciales alrededor del área de confecciones, con un alcance local, nacional y global.

• La función de gobernar a las poblaciones humanas lleva al desarrollo de límites territoriales que expresan y producen un sentimiento de destino común o compartido, y organizan así las percepciones que se tienen del territorio. En Lima, es indudable que existe poca diferenciación entre las zonas residenciales colindantes de San Isidro y Magdalena, pero el hecho de ser distritos distintos sí tiene un efecto sobre la delimitación del territorio y el sentido de pertenencia, que el propio gobierno municipal promueve, especialmente cuando existen conflictos de demarcación.

Las identidades territoriales más perdurables son aquellas que son congruentes, es decir, aquellas en las que en un mismo espacio confluyen estos tres principios (Gubert, 2005). Esto era más común en las sociedades nómadas o agrícolas, en las cuales los tres principios se relacionaban sustancialmente en una sola unidad territorial. En un mismo espacio vivía un grupo humano que compartía reglas, actividades económicas y sociales, por lo que la interdependencia territorial era la forma básica de subsistencia (caza, pesca, recolección, agricultura) y también lo que fundamentaba su destino compartido.

Esto cambia radicalmente en la modernidad y posmodernidad, debido a los siguientes factores: (a) la división de trabajo que diluye la interdependencia territorial; (b) la necesidad de acumular grandes sumas de capital para la producción, lo cual tiende a concentrarla en ciertos espacios en desmedro de otros; (c) el desarrollo de las tecnologías de transporte y comunicación, que amplía y extiende las redes de producción y comercialización, separando al productor del distribuidor y el consumidor, entre otros. El territorio se vuelve así más complejo, heterogéneo y extenso. Los límites y las fronteras se diluyen y flexibilizan, debilitando la congruencia que existía en las sociedades premodernas. Nuestra relación con el espacio y el territorio ha evolucionado en un proceso histórico que nos ha llevado a diversas formas de percibir, interpretar y vivir espacialmente.

El espacio-tiempo de la premodernidad era el de la familia y la comunidad, se definía como tal y dominaba a las personas, cuya misma individualidad era negada o minimizada. El espacio se concebía como limitado y predominaba en cuanto estrategia esencial y básica de subsistencia, primero en el territorio necesario para la caza, pesca y recolección, y luego como área de cultivo o pastoreo. El espacio era el de siempre y para siempre, por eso debía conquistarse y controlarse, porque era casi sinónimo de la misma vida y la comunidad. En el Perú, aún perdura esta idea en muchas de las nociones de comunidad: sea la nativa, la campesina o en el asentamiento humano13. En la ciudad, se define en la vivienda que se construye para siempre en el trozo de la ciudad que alguien ha reclamado para sí y las futuras generaciones.

El espacio-tiempo de la modernidad es el del ciudadano: el reino del libre tránsito y la migración. El espacio que se divide en lo público y lo privado. El primero es el ámbito de las instituciones estatales; el segundo, el de la persona natural y jurídica. Es el espacio que celebra la era del individuo y el espacio individual, del derecho al anonimato, pero protegido y refrendado por el Estado. Ya no son la familia ni la comunidad, sino otras instituciones las que entran a operar en la definición y protección del territorio. La concentración en la ciudad lleva a buscar el espacio compartido. En la ciudad de Lima, lo público alcanzó su mayor gloria cuando era una ciudad centralizada y en el centro estaba todo: eje comercial, centro financiero, concentración de funciones burocrático-estatales, además de contar con la presencia de la universidad, biblioteca, librería, bohemia e intelectualidad. En sus calles se realizaban las procesiones, los mítines políticos y la protesta callejera. Fue la era más brillante y bulliciosa del espacio público, del encuentro de los dispares de la alteridad. Una ciudad sumamente segregada, pero con espacios de encuentro.

El espacio-tiempo de la posmodernidad va perdiendo todo sentido en un plano cartesiano, porque es un espacio de flujos (Castells, 2001). Lo importante son los nodos que concentran y distribuyen la información y cómo se ubican las ciudades, grupos y personas con respecto a ellos. Según Bauman (1999, 2003), el espacio ha dejado de ser importante para quienes pueden participar activamente en la sociedad posmoderna y globalizada. La tecnología de comunicación y transporte, la inmediatez, las relaciones y los intercambios se liberan, lo que permite superar la tiranía del sitio, ya sea por lo virtual o por la rapidez del desplazamiento físico. El espacio responde ahora al individuo, no como ciudadano abstracto de la modernidad, sino como persona con múltiples identidades, enormes pretensiones de consumo y poca capacidad de comprometerse seriamente con su ciudad o sus territorios. Todo esto implicaría la disminución y, quizás, la muerte del espacio público.

Entonces, ¿qué implican la modernidad y la posmodernidad en términos de la pertenencia e identidad territorial? De acuerdo con el sociólogo funcionalista Talcott Parsons (1970), en el proceso de tránsito hacia la modernidad, las motivaciones y orientaciones de los actores sociales evolucionan siguiendo uno de los polos de lo que denominaba variables-pauta típicas de toda sociedad. Una de ellas tiene que ver con qué criterios utiliza el actor para evaluar contextos (sujetos/objetos) y oscila entre el polo de las orientaciones «particularistas» de las sociedades tradicionales y el polo de las orientaciones «universalistas» de las modernas. Lo particular se refiere a lo fuertemente ligado a motivos personales, mientras que lo universal apunta a que el actor recurre a un marco general aceptado y legitimado por el colectivo social. En términos territoriales, esto se traduce en un tránsito de orientaciones «localistas» hacia orientaciones «cosmopolitas». Es decir, en las sociedades modernas, el actor social deja de orientarse o sentirse parte de localidades próximas y pasa a identificarse con territorios de mayor extensión o nivel de cobertura, se va convirtiendo en un «ciudadano de la nación o el mundo». En términos actuales, se podría decir que Parsons aludía a que las personas se hacían más globales y menos locales.

Diversas investigaciones, sin embargo, cuestionan la validez de este tránsito. Los estudios tienden a mostrar que las personas con una orientación territorial más cosmopolita, normalmente, son individuos con dificultades de integración social. Su desapego por lo local no es producto del cambio en las percepciones territoriales, sino más bien de cierta incapacidad de relacionarse e integrarse a los demás. Por el contrario, en la mayoría de las investigaciones realizadas, en las cuales los actores sociales jerarquizan la importancia relativa de los diversos territorios a los que pertenecen, la tendencia es a asignar más importancia a lo local, en comparación con lo nacional o supranacional (Gubert, 2005; Castells, 2003). Las explicaciones tras estas respuestas y manifestaciones serán examinadas más adelante, pero una de las principales razones se encuentra en los procesos que llevan a diferenciar un sitio de lo que es un lugar.

El concepto de lugar es utilizado por las ciencias sociales para definir un espacio que ha sido dotado de significados personales y, por lo general, se expresa en el grado de «apego al lugar» –place attachment, en inglés– (Smaldone et al., 2008). El apego, según Smaldone et al., se expresa vía dos aspectos principales: (a) la dependencia, que se mide de acuerdo con la percepción del actor de cuán fuerte es su asociación con un lugar (por ejemplo, cómo responde a sus diversas necesidades), fortaleza que puede compararse con respecto a otros lugares; y (b) la identidad, que se refiere a los aspectos emocionales del apego a un lugar e incluye cogniciones sobre el mundo físico, memorias, ideas, valores, actitudes, significados, entre otros. La dependencia tiende a reflejar más los aspectos funcionales del lugar, mientras que la identidad se acerca a lo afectivo y emotivo. Ambos aspectos se ven fortalecidos con la variable del tiempo, sea el vivido o relacionado con un lugar en particular. El marco temporal es uno de los aspectos fundamentales detrás del apego.

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