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Читать книгу: «305 Elizabeth Street», страница 2

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2

El recuerdo de mi padre todavía me dolía. Poco había podido averiguar acerca de lo ocurrido aquella mañana en la que mi padre decidió abandonar esposa e hijos —a mi hermana Barbra, que por aquel entonces tenía ocho años, y a mí, con tan sólo cinco— y marcharse de Lanesborough sin decir ni adiós; y nada sabía tampoco del motivo por el que lo había hecho. Lo único que conocía de aquella historia era lo que mi madre y mi hermana me habían contado alguna vez: que se despertaron una mañana y al entrar en la cocina, se encontraron con una nota pegada en la puerta del frigorífico en la que se podía leer: «Lo siento. Lo intenté. No me odies demasiado». Mi padre se llevó con él todos los ahorros familiares que contenía el jarro de cristal que mi madre guardaba debajo del fregadero. También se llevó el coche.

Mi madre entró en un extraño estado de letargo que la mantenía en la cama más de lo que ella hubiese querido y que hizo que desatendiera el cuidado de la casa y de sus hijos; pero por fortuna tan sólo duró un par de semanas, quizá tres, y tan pronto como se dio cuenta de que llorar y dormir no iban a traer de vuelta a mi padre, se levantó de la cama y salió de casa con la intención de seguir adelante con nuestras vidas. Encontró un trabajo como ayudanta de la modista del pueblo y los domingos preparaba bizcochos que luego llevaba al restaurante de Tom Affley para que éste los vendiera allí durante la semana. «Saldremos adelante. Ya lo veréis», nos repetía cada vez que la veíamos en la mesa del comedor contando y recontando las monedas ganadas a lo largo del día. Y lo cierto es que sí salimos adelante.

A mi hermana Barbra le costó un poco más superar aquello. Aunque nunca había destacado en la escuela primaria, desde que mi padre nos abandonó, sus resultados empezaron a caer de forma alarmante, hasta el punto en que su profesora, la señora Gracey, recomendó a mi madre que Barbra repitiera curso. Un sentimiento de apatía acompañó desde entonces a mi hermana durante los años siguientes, sentimiento del que no se desprendió hasta que llegó al instituto y conoció a Carl, un bruto jugador de fútbol dos años mayor que ella, mal estudiante y peor persona. Si he de serles sincero, les diré que nunca me cayó bien. Siempre me pareció un cromañón violento y estrecho de miras, uno de esos hombres que se creen muy hombres, que beben cerveza a todas horas, escupen en la calle para acentuar su virilidad y llaman a sus mujeres muñecas mientras las sujetan por la cintura. Carl no era un buen tipo; sin embargo, yo no tenía más remedio que sonreír y guardarme estas reflexiones para mí —y para Brian—. Había visto a Barbra tan apagada durante tantos años que lo único que me importaba entonces era que fuera feliz, aun con Carl. Sin embargo, todo cambiaría aquella fría noche a la puerta de The Works. Pero será mejor que no adelante acontecimientos.

Volviendo al asunto de mi padre, y por lo que a mí respecta, al enterarme de la noticia decidí escaparme de casa. No lloré ni monté en cólera, tampoco grité ni rompí nada: simplemente, eché a correr. No sé por qué, no lo recuerdo bien —sólo tenía cinco años—, pero sí recuerdo que abrí la puerta de la calle y empecé a correr con todas mis fuerzas, sin dirección alguna, eligiendo qué ruta seguir de modo instintivo: ora giro por esta calle, ora sigo recto. No fui muy lejos, tan sólo llegué a la explanada del árbol seco antes de que mi madre me alcanzara. Cuando llegué allí, me detuve, quizá por el cansancio, y observé que había otro niño de mi edad que estaba jugando a la pelota. La pateaba contra el tronco carcomido del árbol seco y ésta rebotaba y volvía a sus pies. De repente se dio cuenta de mi presencia, cogió la pelota en la mano —una pelota marrón de cuero cosido— y se acercó a mí. Su madre estaba hablando unos metros más allá con alguna vecina y apenas le prestaba atención a su hijo. «¿Quieres jugar?», me preguntó, tendiéndome la pelota. Antes de poderle contestar, mi madre me cogió por el brazo y, dándole gracias al cielo y a no sé quién más, me dijo que estaba castigado y me pegó un tirón de oreja en dirección a casa. Mientras subía las escaleras camino de mi habitación, me di cuenta de que no había tenido la oportunidad de preguntarle a aquel niño su nombre. Yo no tenía amigos. En mi calle no había niños: sólo mujeres, algunas casadas, y el viejo señor White. Años más tarde, Brian y yo no podríamos evitar sonreír al recordar la forma en la que nos habíamos visto por primera vez.

3

Vicky —la señorita Taylor, la bibliotecaria de Pittsfield— era la mujer más guapa que yo había visto en mis doce años y medio de vida, por lo que no era de extrañar que aquella deslumbrante visión me provocara mi primera —y algo avergonzada— erección. Sus cabellos color caoba intenso descendían salvajes, pero con extraña elegancia, hasta la mitad de su espalda, formando sinuosas ondulaciones; y sus ojos negros, tan negros como el plumaje del mirlo, no dudaban en atravesarte y dejarte temblando allí mismo, enfrente de su escritorio repleto de libros y cuadernos abiertos. Tenía la piel ligeramente bronceada y su sonrisa era delicada, pero resuelta.

Aquella tarde Vicky nos ayudó a redactar nuestro trabajo para la clase de Historia del señor Houston —ya saben: El Motín del Té, los Hijos de la Libertad disfrazados de indios mohawk, Inglaterra cabreada, Boston patas arriba… Si me permiten el inciso, no me dirán que no les gustaría ver a cierta exgobernadora de Alaska y a cierta congresista de Minnesota juntas en un mismo escenario y disfrazadas de indios mohawk en defensa de la pervivencia del partido del té. Bien, será mejor que volvamos a Vicky—. Nos sentamos en dos de los sillones que estaban dispuestos en semicírculo y Vicky se llevó los libros que había encima de la mesa baja y las cestas con colores y cuartillas para que pudiéramos trabajar mejor. Mientras ella nos buscaba por las distintas estanterías manuales o enciclopedias que pudieran servirnos, Brian miraba distraído el aleteo de una abeja que entraba y salía por la ventana y yo miraba el grácil contoneo de caderas de Vicky. A pesar del tiempo que perdimos sin escribir una palabra, inmersos en nuestros pensamientos —yo además preocupado por la erección que parecía no tener intención de remitir—, la colaboración de Vicky fue de gran ayuda (incluso nos dibujó dos hombres disfrazados de mohawk, uno por cuaderno) y finalmente conseguimos un notable alto que el señor Houston nos puso a regañadientes —no éramos en absoluto sus alumnos favoritos—.

Al cabo de unos días, tan pronto como transcurrió el fin de semana, eché de menos la compañía de Vicky —no hace falta decir que tal vez también echara de menos lo que dicha compañía provocaba en mi cuerpo—, así que intenté convencer a mi madre para que me llevara a Pittsfield, ya que Brian se había prometido no volver a esa clase de tugurios —identifíquese el tugurio con la biblioteca— salvo en caso de extrema necesidad o petición, bajo amenaza de suspenso, por parte de algún miembro del profesorado. Mi madre, que siempre andaba atareada la pobre, siempre con alguna falda que coser o algún dobladillo que reparar, me dijo que ella no podía llevarme, pero que lo intentara con el viejo señor White, nuestro vecino gruñón y cascarrabias que vivía en el treinta y seis de nuestra calle. Desde que mi padre nos abandonó —hacía ya siete años— el señor White se había empezado a comportar de manera sospechosamente amable con nosotros, y por ese nosotros me refiero especialmente a mi madre, con la que coqueteaba a menudo y de forma descarada. «Se la quiere follar, Robbie», me había advertido Brian, como siempre tan observador y preciso.

Aquella tarde decidí aprovecharme de ese tonteo que mantenía el señor White con mi madre y le pedí que me llevara a Pittsfield. Él me miró fijamente, apoyado contra la jamba de la puerta de entrada de su casa —no me invitó a pasar dentro, nunca antes lo había hecho— y me dijo que no, que aquella tarde no, pero que él iba a visitar a su madre a la residencia, que estaba en Pittsfield, los miércoles y los sábados (era lunes) y que si quería podía ir con él. Me dejaría a la entrada del pueblo y luego me recogería en el mismo lugar una hora más tarde. A falta de otras alternativas mejores, accedí encantado.

Cuando el miércoles entré por la puerta de la biblioteca —la misma sensación extraña al pasar por debajo de las lámparas de araña que se mecían levemente con la brisa que entraba por las ventanas—, Vicky estaba sentada y repasando el registro de préstamos que llevaba en un cuaderno color ocre. Al escuchar mis pasos, levantó la mirada, se quitó las gafas de montura negra —no sabía que las necesitara; el viernes anterior no las llevaba puestas— y sonrió.

—Así que has vuelto, Robert. —Que yo recordara, era la primera persona en mucho tiempo que me llamaba por mi nombre completo. Todos en Lanesborough me conocían por Robbie, el pequeño e inocente Robbie. Pero para Vicky, yo no era Robbie: yo era Robert, y eso me gustó. Me gustó demasiado: tanto que tuve que colocar la mochila delante de mis piernas para ocultar una nueva erección—. ¿De qué se trata esta vez? Déjame adivinar. ¿Matemáticas? ¿Geografía?

—Nada de eso. —Sonreí, e imaginé la cara de bobo que se me habría puesto con esa sonrisa, así que volví al semblante serio y distinguido de Robert, no de Robbie, e intenté mantener la calma y la elegancia que mi nuevo estatus me requería—. Vengo para leer.

—¿Vienes para leer? —Vicky no renunció a la sonrisa—. Pues estás en el lugar idóneo. Siéntate. Te buscaré un par de libros. ¡Ah! —Sacó de repente del primer cajón una pequeña cajetilla de cartón verde repleta de galletitas hexagonales recubiertas de azúcar—. Coge una: están deliciosas. Son de frambuesa.

4

Después de un par de meses acudiendo todos los miércoles y sábados a la biblioteca de Pittsfield en el destartalado Chevrolet Camaro del señor White, a excepción de aquellas tardes en las que éste se encontraba acatarrado, o con dolor de articulaciones, o simplemente cansado; y después de haber sabido dominar mínimamente las inoportunas y automáticas erecciones que sufría cada vez que veía a Vicky —bueno, no sé si sufrir es el término correcto en este caso—, decidí pedirle a mi bibliotecaria —y era mía, puesto que rara vez la tenía que compartir con alguien más— que me dejara leer libros de verdad, porque ya estaba cansado de esa mierda de literatura para jóvenes que tenían allí. «¡Robert, los modales!», me reprendió ella.

—Está bien —accedió—. Si quieres leer libros de verdad, no seré yo quien te lo impida. Sígueme —me ordenó al mismo tiempo que se levantaba de su escritorio y se encaminaba por el pasillo central que se abría entre las hileras de estanterías.

Caminamos en silencio hasta el extremo más alejado de la puerta y una vez de frente con la última estantería —grandiosa y dividida en segmentos equidistantes, con puertecillas de cristal en cada uno de ellos, que podían cerrarse con llave a pesar de estar abiertas de par en par, con mapas enrollados y fotografías y documentos plastificados— giramos hacia la derecha y nos adentramos en uno de los estrechos pasillos laterales. Vicky se detuvo a la mitad del mismo y dio media vuelta, fijando su mirada en mí.

—Bien, empecemos por aquí. Éste es el pasillo catorce, fácilmente reconocible por el cartel que reposa ahí arriba, en el extremo de la tabla superior de la estantería —Una pequeña cartulina blanca llena de polvo indicaba un número catorce cuyas líneas empezaban a flaquear—. La biblioteca está organizada de la siguiente manera: a la derecha, las estanterías pares; a la izquierda, las impares. Aquella estantería del fondo —señaló la que acabábamos de dejar atrás, la de las puertecillas de cristal— es la estantería quince: la última. Contiene los mapas, los tratados de Cartografía, los documentos topográficos, los manuales de Geografía… No creo que sean de tu interés.

Vicky se giró hacia la estantería que teníamos delante —la catorce— y buscó con el índice un libro. Fue leyendo con gran rapidez los títulos impresos en los lomos de aquellos volúmenes encuadernados hasta que consiguió el que quería: un libro cuyas cubiertas eran rojas como la sangre y cuyo título estaba escrito en letras doradas.

—La estantería catorce alberga la literatura inglesa. Y por literatura inglesa me refiero a la vieja Inglaterra, tierra de reinas. —Vicky me entregó el libro que tenía en sus manos—. ¿Has leído Romeo y Julieta?

—¿Romeo y Julieta? ¿Pretendes que lea Romeo y Julieta? ¡Todo el mundo conoce su historia! ¡Son famosos! —me quejé yo.

—No has contestado a mi pregunta, Robert. —Vicky avanzó un par de pasos más—. Verás, hay dos tipos de lectores: los que leen para conocer la historia que se les cuenta y los que leen la historia que se les cuenta para poder conocer.

—¿Para poder conocer qué? —pregunté yo ingenuamente. Vicky sonrió. (Ella tampoco contestó a mi pregunta).

—Por supuesto, si lo prefieres, hay mucho más Shakespeare que Romeo y Julieta. Aquí tienes El Rey Lear, aquí está Macbeth, ¡cómo no! Seguido de Hamlet, aquí a su lado… El Mercader de Venecia, ¡qué gastado está! No será por su índice de préstamos, eso te lo aseguro… La tormenta…

—¿Sólo tenéis Shakespeare? —pregunté mientras observaba cada uno de los libros que me iba indicando.

—No, por supuesto que no. Aquí. —Dio un par de pasos más— está Wilde. La mitad de los libros de Wilde los tengo yo en mi escritorio. Entre nosotros te diré que soy una enamorada de Wilde. El retrato de Dorian Gray es sumamente inquietante. También tienes El abanico de Lady Windermere o La importancia de llamarse Ernesto. No, este último no está. Lo tendré yo por los cajones. ¿Sabes? Es curioso. Tenemos a Wilde en literatura inglesa, pero lo cierto es que él era irlandés. Supongo que de haber dedicado una estantería a la literatura irlandesa no habrían sabido con qué rellenarla. Sigamos.

Llegamos hasta el final de la estantería antes de detenernos de nuevo.

—Saluda a Charles Dickens, Jane Austen, Charlotte Brontë, Lewis Carroll, sir Conan Doyle… ¡Ian Fleming! Casino Royale puede gustarte. A los chicos os gustan esas cosas, ¿no? Espías, agentes especiales, chicas despampanantes, tramas ocultas…

—Bueno… —dije sin mucho convencimiento.

—Aquí abajo guardamos a los poetas. —Vicky señaló la balda inferior—. Auden. Keats. Elliot. Los poetas siempre están al final cuando la poesía debería ir siempre primero.

Giramos hacia el pasillo anterior.

—Pasillo doce: literatura europea. ¿Qué diantres…? —Vicky parecía haber visto algo en la balda superior, a la que no lograba alcanzar por mucho que estirara el brazo, mucho menos la alcanzaba yo con lo pequeño que era por aquellos entonces.

Vicky trajo consigo la escalera corrediza que había en el extremo de la estantería y subió por ella hasta que cogió un libro y me lo entregó.

—El principito, de Saint-Exupéry. Éste debería estar al alcance de todos y no allá arriba condenado al ostracismo. No dudes en leerlo. Es una pequeña joya. Y el zorro es de lo más encantador…

—¿El principito? ¿Ésta es una novela adulta?

—Querido, cuando vuelvas la próxima vez deja los prejuicios en el paragüero de la entrada —se limitó a contestar con cierta ironía mientras descendía de nuevo la escalera—. ¿Te has fijado en esos ejemplares? Robustos, excelsos… Son los clásicos, por supuesto. Cervantes y su ingenioso hidalgo, Victor Hugo y su miserable Jean Valjean, Homero y su Odiseo aventurero, Dante Alighieri y su descenso a los infiernos… Si quieres una recomendación, espera un poco antes de empezar a leer a los grandes, hasta que puedas al menos sostenerlos en las rodillas sin que éstas peligren por el peso… De lo contrario corres el riesgo de una fractura y, lo que es peor, de llegar a aborrecerlos. Y eso sí que sería una lástima. Una verdadera lástima. Los rusos están allá —señaló hacia el segmento de estantería más cercano a la pared—. Tolstói y Dostoievski. No tenemos muchos más. Por aquí no se aprecia demasiado a los rusos. Tú ya me entiendes —pero yo no la entendí. Claro que por aquel tiempo poco sabía yo de las tensiones entre Estados Unidos y Rusia, de teléfonos rojos y bahías soviéticas de cochinos.

Seguimos avanzando en nuestro particular tour por la biblioteca.

—El pasillo diez está dedicado a la literatura oriental. El resto de pasillos de la parte derecha están dedicados a la literatura norteamericana. No voy a nombrar a todos los autores que disponemos, así que ¿por qué no te das una vuelta y eliges lo que más te guste? ¡Ah, sí! ¡Gatsby!

Vicky se dirigió al pasillo número cuatro y yo la seguí. Buscó rápidamente entre los libros, como acostumbraba a hacer, sacó un volumen delgado y me lo entregó con una sonrisa.

—No hay nada más clásico y más americano que Gatsby. Scott Fitzgerald es una manera bastante buena de iniciarte en los libros de verdad. —La manera que tuvo de pronunciar libros de verdad sonó ligeramente a burla, pero una burla dulce que no me ofendió en absoluto, más bien al contrario.

Mientras Vicky se dirigía hacia su escritorio, yo me agaché a la balda inferior de aquella estantería y extraje un libro de cubiertas gastadas en negro.

—Jack Kerouac —leí en voz alta—. ¿Quién es Jack Kerouac, Vicky?

Ella se sentó en su silla y apoyó los codos encima de la mesa al mismo tiempo que esbozaba media sonrisa.

—Era cuestión de tiempo, supongo, que encontraras al señor Kerouac. No me sorprende en absoluto. Hay algo de beat en ti, y ya se sabe: el latido llama al latido.

—¿Beat? —pregunté extrañado.

Le di la vuelta al libro, que no era otro que En la carretera, y leí la pequeña sinopsis que había escrita en la contraportada, apenas un par de líneas que describían vagamente los viajes de Sal Paradise y Dean Moriarty a través del país. «La obra definitiva de la Generación beat», rezaba una cita como punto final.

—Nadie puede definir la Generación beat, Robert. Y todos aquellos que afirman lo contrario están equivocados. Créeme —Vicky respondió sin levantar los ojos de uno de sus cuadernos antes de que me diera tiempo a preguntarle—. Venga, cógelo y ven aquí que lo anote en el registro. Y coge también ése delgado que está a su lado.

—¿Cuál? —pregunté mecánicamente.

—¿Qué? Yo no te he dicho nada…

5

Recuerdo haberme llevado a casa En la carretera, de Jack Kerouac, y haberlo leído en tan sólo una semana, o semana y media. Apenas dormía por las noches, los deberes ya no me preocupaban en absoluto y me pasaba las clases del señor Houston camino de San Francisco, y luego Hollywood, y luego Texas, para volver finalmente a Nueva York y echarme de nuevo a la carretera, esta vez hacia Carolina del Norte. El director Jerrot me llamó a su despacho y se mostró preocupado porque todos los profesores le habían comunicado que mi rendimiento escolar había caído en picado en los últimos días —me imaginé a los profesores reunidos a la hora del recreo, todos con sus agendas y sus notas, escuchando al profesor Key, el de Matemáticas, que había empezado a hablar de forma alterada: «¡Qué más da que un tercio de mis alumnos haya suspendido el examen de ecuaciones! Lo importante es que Robert Easly, el chico callado de la última fila, que nunca da problemas, se ha olvidado de hacer los deberes. ¡Tenemos que actuar rápidamente! De lo contrario, las consecuencias pueden resultar catastróficas a nivel estatal, o nacional… ¡O incluso mundial!»

—Te estás volviendo majara —me comentó Brian cuando le describí la escena—. Tantos libros no te pueden hacer bien. Acabarás amargado, en una casa repleta de gatos histéricos y ninguna chica te querrá. O peor aún… acabarás siendo un marica solitario —Se rio.

—Tú sí que acabarás siendo un marica solitario. —Me defendí.

—Eso es imposible. ¿Sabes por qué? —Brian se acercó a mí hasta el punto que empecé a ponerme nervioso—. Porque si fuera marica me enamoraría de ti y entonces seríamos dos maricas, pero no solitarios —Brian soltó una tremenda carcajada, me dio un empujón y salió corriendo con la intención de que lo persiguiera.

Al llegar a casa esa misma tarde encontré a mi madre en el salón, acabando de marcar con agujas una chaquetilla de color azul claro.

—Robbie, cielo —me llamó antes de que pudiera escaparme escaleras arriba—. He hablado con el director Jerrot. Dice que los profesores están teniendo quejas acerca de tu rendimiento. ¿Qué te ocurre? Tú siempre has sido un buen estudiante. ¿Tienes algún problema? ¿Es…? ¿Es por papá?

—¿Qué? ¡No! ¡Claro que no! No te preocupes, mamá. No me pasa nada.

—Prométeme que te esforzarás más, hijo.

—Te lo prometo —le dije, y acto seguido me marché a mi habitación, cerré la puerta, me lancé sobre la cama, saqué En la carretera y me zambullí de nuevo, esta vez en Saint Louis, Missouri.

Cuando acabé de leer En la carretera algunos días después, supe de inmediato que quería ser escritor. Lo supe tan pronto como le di la vuelta a la última página. Después de En la carretera, llegó Aullido y otros poemas, de Allen Ginsberg, el volumen delgado que Vicky me había animado a coger de manera tan sutil. Sus versos causaron un gran impacto en mí —era la primera vez que leía algo tan descarnado, tan crudo, tan feroz— y aunque en aquellas primeras lecturas no lograba entender todo lo que leía, las páginas de dichos libros no hicieron sino reforzar mi empeño de dedicarme en cuerpo y alma a la literatura.

Le conté a Vicky, al miércoles siguiente, mi propósito de convertirme en escritor. Ella sonrió, abrió el primer cajón del escritorio, sacó la cajetilla de cartón verde que contenía las

galletas —esta vez eran de limón— y lo celebramos. Luego, antes de nuestra vuelta por las estanterías en busca de nuevas historias que leer, me deseó la mayor de las suertes.

Me pregunto si algún día encontrará algún ejemplar de esta novela y la leerá, o alguien se la leerá. Me pregunto si aún se acuerda de mí.

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