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XXII

Salí de la ducha, agarré una de las toallas de algodón que descansaban encima de una pequeña cómoda de baño, al lado del lavabo, y me sequé el cuerpo. Me puse la ropa interior; los pantalones me iban bien, pero la camiseta me estaba un poco estrecha y tenía miedo de que se rasgara de un momento a otro. Las zapatillas eran un poco anchas, pero me valían. Dejé la toalla apoyada sobre el borde de la ducha y me miré de nuevo en el espejo: mucho mejor. Me arreglé el pelo con las manos y me agaché para recoger del suelo mis calzoncillos sucios; luego me los escondí en uno de los bolsillos del vaquero. Abrí la puerta y salí al salón.

Sasha todavía debía de estar desplumándose en su habitación; seguía cantando, eso sí, y la canción se escuchaba por toda la casa aunque de manera irreconocible. Me acerqué a la mesa —evité realizar otro recuento de todo lo que había encima—, cogí la jarra de agua y me llené de nuevo el vaso. Apenas me había dado tiempo a sentarme de nuevo en el sofá y a llevarme el vaso de agua a la boca cuando la puerta de la calle se abrió de repente.

—¡Vaya! ¡Parece que tenemos visita! —dijo una chica.

—Si has venido a robarnos, empieza llevándote a Sasha —se rio un chico.

Tragué rápidamente el agua que tenía en la boca y nos quedamos mirando en silencio durante un par de segundos antes de que la chica cerrara la puerta de la calle y gritara:

—¡Sasha! ¿Puedes salir un momento, por favor?

Tenía aspecto desgarbado. Sus desaliñados cabellos, negros y lacios, le caían por los hombros hasta llegar a media espalda; su rostro parecía cansado, con unas ojeras profundamente

marcadas y las mejillas algo hundidas. Vestía con una camiseta con las mangas mal cortadas y unos pantalones que lucían un roto a la altura de la rodilla izquierda. Una de sus zapatillas llevaba la suela medio despegada por la puntera y a la otra le faltaban los cordones. Me dirigió una mirada de desaprobación antes de volver a llamar a Sasha a gritos; su compañero, por el contrario, me dedicó una amplia sonrisa que me resultó ciertamente acogedora. Debajo de su ceñida camiseta, similar a la que yo llevaba puesta en aquel momento, se intuía un torso definido, al igual que sus brazos que eran fuertes y admirables. Se levantó ligeramente la camiseta mientras le decía algo a la chica y pude entonces observar un pequeño y sagitado sendero de vello negro que descendía discretamente desde su ombligo hasta la cintura de su pantalón y luego se perdía por donde la vista no alcanzaba a ver. Regresé a su rostro de mentón marcado y barba de dos días, y seguidamente me fijé en sus cabellos rubios, que los llevaba cortados a cepillo y ligeramente erectos, formando una pequeña cresta central. Y aquí el adjetivo erecto cobró significado propio en mi cuerpo ante la imagen de aquel joven, que debía de tener algunos años más que yo —ambos me parecían mayores—, y mi mayor desconcierto, por lo que no dudé en intentar disimular aquella reacción inclinándome hacia delante, dejando el vaso de agua en el suelo junto a las dos tazas de café y apoyando los brazos sobre las rodillas. No obstante, quizá lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, que eran de tonalidad ámbar oscuro, del color del caramelo, y aun así poseían un destello esmeralda y un magnetismo difícilmente explicable.

—¿Quién me busca? —Sasha apareció de pronto en el salón ataviada con un batín de cuerpo entero de color rosa y unas zapatillas blancas de andar por casa—. ¡Chicos! ¡Ya habéis vuelto!

—¿Qué hace esto en el sofá? —preguntó la chica con cierto desprecio.

—No es esto, Laura; es éste. Y se llama… —Sasha me dirigió una leve sonrisa; al parecer, se había olvidado mi nombre.

—Robert… —dije con un hilo de voz.

—¡Eso! ¡Robert! Estos son Guido y Laura. ¿Te acuerdas de los zapatos tan bonitos que te he enseñado antes, cariño? Pues aquí te presento a la zorra mala que me los rompió mientras se los probaba.

Pensé que se refería a Laura, pero en cambio la mirada de reproche atravesó el salón en dirección a Guido, que soltó una carcajada antes de acercarse al sofá y sentarse a mi lado.

—¡Encantado, chavalote! —dijo mientras me golpeaba amistosamente la espalda.

—Bueno, sí, vale. Pero, ¿quién coño es este tío y por qué está en nuestro salón? —preguntó de nuevo Laura—. No me digas que por fin te has animado a contratar a un jovencito que se encargue de saciar tus… necesidades.

—¡No digas tonterías! —le respondió.

—¡Eso, Laura, no digas tonterías! —coincidió Guido—. Sasha sabe que cuando ella quiera yo le hago un apaño…

—¡Guido, por favor! —exclamó Sasha; él se rio—. El caso es que Robert se ha encontrado con un grupo de desalmados cerca del Washington Square Park…

—¿Los Canijos? —preguntó Guido.

—Es probable —asintió Sasha—. Así que hasta que la ciudad decida sonreírle un poco a nuestro nuevo amigo, Robert se va a quedar a vivir aquí, con nosotros.

—¡Perfecto! ¡Un aliado! —Guido me pasó un brazo por la espalda y me empujó hacia él, en lo que pareció ser un efusivo abrazo.

—Yo no quiero molestar —dije—. Mañana encontraré algún lugar en el que…

—¡Sandeces! ¿Dónde vas a ir si no tienes ni un centavo en el bolsillo? Te quedas con nosotros y no hay más que hablar, ¿entendido? Por cierto, cariño —se dirigió a Guido—, te he cogido algo de ropa del armario para que se la pueda poner Robert. No te importa, ¿verdad?

—¡En absoluto! —dijo sonriéndome de nuevo.

—¡Genial! ¡Ya tenemos mascota! —exclamó Laura con sarcasmo. Luego cruzó indignada el salón, se marchó por el pasillo hacia su habitación y propinó un sonoro portazo a modo de buenas noches.

23

Guido volvió de la cocina con un par de latas Schaefer; me entregó una de ellas y luego se sentó en una de las sillas que rodeaban aquella pobre mesa coja. Sasha se había sentado a mi lado en el sofá. Lo cierto es que a mí no me apetecía nada tomarme una cerveza en aquel momento, pero después de lo amables que estaban siendo conmigo, me pareció un tanto maleducado rechazarla, así que la abrí y le pegué un trago. Estaba caliente.

—Bueno, ¿y quién eres tú? —preguntó él mientras abría la suya.

—Robert —respondí.

—Eso ya nos lo has dicho. Queremos saber quién eres, no tu nombre. Eres nuevo en la ciudad, ¿verdad? —Asentí—. ¿Y qué has venido a hacer aquí? ¿De dónde vienes? ¿Cuántos años tienes? ¿Qué es lo que buscas?

—¡Ya, Guido! ¡Ya! ¡Por el amor de Dios, lo estás aturdiendo! —lo reprendió Sasha—. ¡Me estás aturdiendo incluso a mí! —Guido se rio y se disculpó.

—Soy de Lanesborough.

—¿Lanesqué? —preguntó extrañado Guido.

—Lanesborough —repetí.

—Lanesborough, Mississippi. Ahí es donde Robert Johnson le vendió su alma al diablo, ¿no es cierto?

—No, no… Lanesborough, Massachusetts. Es un pequeño pueblo que está cerca de la frontera con el estado de Nueva York. Tengo veintidós años y he venido porque quiero convertirme en escritor.

—¿Escritor? ¡Eso es genial! ¡Un artista en el grupo! —exclamó Sasha.

—¡Eh! ¡Que yo también soy un artista! —se quejó burlonamente Guido.

—Cariño, a lo que tú haces no se le puede llamar arte…

—Te podría enseñar una agenda repleta de clientes que estarían dispuestos a rebatir esa afirmación de inmediato. —Se rio—. En cuanto a la ropa, Robert, no tengas ningún reparo a la hora de utilizar toda la que necesites. No tienes ni que pedirme permiso: entras en mi habitación —señaló con el pulgar la puerta que había detrás de él— y coges lo que más te guste; cuando se ensucie: al montón de la lavandería.

—Gracias, pero intentaré comprarme algo lo antes posible…

—Sin agobios. Si necesitas algo, sólo tienes que decirlo.

—¿Por qué… hacéis esto por mí? —pregunté.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sasha.

—Me recoges del parque y me ofreces quedarme en tu casa a pasar la noche. Dejas que me duche y tú, Guido, me prestas tu ropa y ahora me dices que si necesito algo sólo tengo que pedirlo… No lo sé, no lo entiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes? —Guido depositó la lata de cerveza encima de la mesa y se inclinó hacia delante.

—Porque os comportáis así conmigo, tan amables…

—¿Qué hubieras preferido: que te hubiera dejado allí tirado, que no hubiera hecho nada por ayudarte? No, no... Este mundo ya es suficientemente difícil como para no ayudarnos entre nosotros. ¿Sabes lo que nos está pasando? Nos estamos convirtiendo en gente sin corazón, sin sentimientos. ¡El egoísmo está pudriendo este país!

—¡Amén, hermana! —Se burló Guido levantando los brazos al aire.

—Pero nosotros no somos como la mayoría, no; nosotros somos una familia. ¡Y tú ya formas parte de ella, cariño, así que ve acostumbrándote!

—¿De vuestra familia? —pregunté extrañado.

—¡Claro! ¡La familia de las almas libres e inconformistas! Se ve a la legua que tú quieres pertenecer a ella. ¡Lo estás pidiendo a gritos! ¡Miembro honorario! Te daremos en los próximos días una insignia para tu chaqueta y el gorrito reglamentario.

—También se nos conoce como la familia Addams. —Se rio Guido.

—Y como buena familia americana que somos…

—Conservadora, republicana y tradicional —apuntó Guido irónicamente.

—… contamos con un acaudalado benefactor que nos ayuda a sufragar los gastos tontos del día a día.

—Como el pan, la carne, las revistas porno y las medias de rejilla.

—¿Eres rico? —le pregunté extrañado a Guido.

—Se gana bien la vida —contestó Sasha.

—Tú has venido a Nueva York a ser escritor, ¿no? —me preguntó él; yo asentí—. Pues déjame decirte, Robert, que los escritores no suelen hacerse ricos. Si quieres ganar dinero, tienes que buscarlo. ¿Y sabes dónde se esconde el dinero?

—¿Dónde? —pregunté intrigado.

—El dinero se esconde… en las carteras de los hombres aburridos.

24

Guido era prostituto: de los mejores de la ciudad. Se acostaba con hombres por dinero y disfrutaba haciéndolo; ¿qué había de malo en ello? Conocía a la perfección buena parte de los hoteles de Manhattan y sus servicios habían sido requeridos por conocidos políticos del Capitolio, que regresaban a casa durante el fin de semana para estar con sus esposas e hijos; mandatarios internacionales, que acudían a las Naciones Unidas y aprovechaban la oportunidad para conocer los atractivos de la ciudad; banqueros al cierre de la jornada, jugadores de béisbol y de baloncesto, que deseaban un poco de acción fuera de la cancha; artistas que buscaban inspiración…

—¿Por qué lo haces? —quise saber.

—¿Por qué escribes tú? —me preguntó él.

—Porque me gusta —respondí. Contarle aquella historia de la biblioteca de Pittsfield, Vicky, los beats, En la carretera, la señora Strauss, el rescate de los libros… que finalmente habían acabado calcinados en aquella papelera del Washington Square Park, no me pareció oportuno. Tampoco tenía muchas ganas de recordar.

—¡Exacto! A ti te gusta escribir al igual que a mí me gusta chupar…

—¡Guido, por Dios! ¡Sólo es un crío! —le interrumpió Sasha.

—¿Un crío? ¡Pero si apenas tiene cinco años menos que yo! ¿Sabes qué estaba haciendo yo cuando cumplí los veintidós años? Estaba en el Plaza con… bueno, eso no importa ahora. Lo que quiero decir es que yo a su edad ya tenía una reputación, una cartera de clientes asiduos y una tarifa estándar con suplementos especiales. Además, ¿qué hay de malo en chupar pollas?

—¡Guido! —se quejó de nuevo Sasha.

—¡Chupar pollas! ¡Chupar pollas! ¡Chupar pollas! ¡Vamos todos!

Guido se levantó de la silla y empezó a marchar dando vueltas por todo el salón como si fuera una majorette, lanzando su imaginario bastón metálico al aire y recogiéndolo al vuelo, haciéndolo girar mientras repetía una y otra vez su consigna. Al cabo de unos segundos, se sentó otra vez y siguió hablando.

—Como te iba diciendo, a ti te gusta escribir al igual que a mí me gusta chupar… ¿puedo decirlo ya, mamá? —Sasha lo miró con el ceño fruncido—. Los dos disfrutamos con lo que hacemos, pero sospecho que yo gano más dinero que tú. —Sonrió.

—¿Podemos volver a ser personas respetables, por favor? —pidió Sasha.

—Personas respetables… ¿Cuándo hemos sido personas respetables, Sasha? ¿Cuándo? ¡Si tú eres una drag queen cuarentona que se pasa la noche calentando a un puñado de perras en celo! ¡Dime qué tiene eso de respetable!

—Mi trabajo, cariño —remarcó la palabra trabajo—, es del todo respetable. Yo soy una señorita…

—Una señora entrada en años y carnes, querrás decir —le corrigió Guido.

Sasha enfureció de repente y buscó algo que lanzarle a la cabeza a Guido. Lo primero que vio —y lo primero que vimos también nosotros— fueron las dos tazas de café y el vaso de agua que había dejado yo en el suelo, y por un momento temí que decidiera estamparlo contra la pared o, peor aún, que decidiera abrirle una brecha en la frente al pobre Guido con él; pero no. Sasha agarró uno de los cojines y se lo lanzó con fuerza. Guido se apartó de la trayectoria del cojín y éste acabó cayendo en la mesa coja, que cada vez se veía obligada a aguantar más y más peso.

—¡Y tú eres un chulo que vende su culo por un puñado de dólares! ¡Santo cielo! ¡Mira lo que me has hecho decir!

Guido se cayó de la silla preso de un repentino ataque de risa por ver a Sasha tan descontrolada y empezó a revolverse por el suelo. Sasha se levantó del sofá, se dirigió hacia la mesa y cogió una de las revistas con las páginas rasgadas y regresó a su sitio, abanicándose. Guido dejó de reír, pero no se molestó en levantarse y se quedó tumbado en el suelo.

—Tú podrías ganarte la vida como yo. No tienes tan buen cuerpo como el mío —se levantó la camiseta y acarició sus abdominales—, pero ahora se lleva mucho tu estilo, el de joven flacucho e inocente.

Yo no era un joven flacucho como me acababa de describir Guido, aunque a su lado bien podría dar la impresión de que sí. Yo en realidad me consideraba un chico normal: no muy bajo, pero tampoco muy alto, cerca del metro ochenta —«el estirón» me duró lo que el verano de 1971—. Llevaba mis cabellos negros cortos, no tanto como los suyos, pero tampoco era ningún desgreñado melenudo. Tanto Claire como Shirley —les hablaré de Shirley más adelante— siempre me dijeron que era guapo, aunque yo siempre sostuve que Brian era mucho más guapo que yo. Eso es algo que no ha cambiado con el paso de los años: pónganme al lado de cualquier hombre y les daré un mínimo de cinco razones por las que él es más guapo que yo. Bueno, no importa: somos feos pero tenemos la música.

—Es que ésta es la temporada del raquitismo-chic. Todas las pasarelas lo están implantando en sus desfiles: París, Milán… ¡Fíjate en Laura! ¡No entiendo cómo Yves Saint Laurent no la ha llamado todavía para su colección de primavera-verano!

—¡Sasha! —Guido la miró de forma cortante y ella se calló—. Volviendo a lo que nos preocupa —se dirigió a mí—, lo único que debes tener para poder triunfar en este mundo son tres cosas.

—¿Qué cosas? —pregunté. Guido se puso de pie y se acercó a nosotros.

—Simpatía, discreción… y una buena herramienta como ésta.

Guido se agarró la entrepierna. Sasha se llevó las manos a la cara mientras negaba con la cabeza en señal de resignación. Yo me reí.

25

Guido me dio un abrazo y las buenas noches antes de marcharse a su habitación. Sasha recogió las tazas de café, el vaso de agua y la jarra, y me preguntó si quería que me trajera algo de la cocina, un vaso de leche caliente o unas galletas; luego insistió en que si me entraba hambre en mitad de la noche no dudara en levantarme y coger lo que quisiera: cereales, un sándwich, zumo de manzana… bueno, zumo de manzana no, porque se les había acabado. Le di las gracias y le dije que no se preocupara. Ella desapareció por el pasillo y regresó al cabo de unos minutos arrastrando una gran manta verde, que era incluso más grande que ella. El sofá, pese a lo desvencijado, era realmente cómodo. Coloqué los dos cojines encima de una de las sillas y me recosté apoyando la cabeza sobre uno de los reposabrazos.

—¿Seguro que no quieres nada? Creo que aún queda en la cocina un trozo del pastel de compota de melocotón que trajo Macy el lunes… —me ofreció antes de lanzarme la manta por encima y cubrirme por completo.

—Estoy bien, Sasha. Gracias —respondí—. No sé cómo voy a poder…

—¡Ni una palabra más! Esta noche, ya está todo dicho. —Sonrió ella.

—Pero…

—¡Nada! Lo que tienes que hacer ahora es dormir. Ya verás como mañana, cuando hayas descansado, lo ves todo mucho mejor. ¡De color rosa! —bromeó estirándose el batín.

Sasha se sentó por un momento en el sofá y me acarició la mejilla. Fue una sensación extraña, pero agradable.

—Cuando yo llegué a esta ciudad, hace más años de los que me gusta admitir, sentí un miedo descomunal. Estaba realmente acojonada, y por favor no le digas a Guido que he utilizado esta expresión porque de lo contrario no me lo podré quitar de encima en días. —Sonrió—. Yo también soy de un pequeño pueblo como tú, ¿sabes?

—¿Ah, sí? ¿De dónde?

—Eso no importa ahora, cariño. Lo que importa es que tienes que ser fuerte. Verás, aquí todo es rápido, violento, efímero; todo brilla más de lo normal y todo es más oscuro de lo que parece. —Sasha se quedó en silencio unos instantes—. Seguro que te has fijado ya en esa mesa. Posiblemente tiene más años que tú. Sus antiguos dueños pensaron que ya no servía para nada porque una de las patas era ligeramente más corta que las demás y se tambaleaba en exceso; por ese motivo se deshicieron de ella. La encontré hace años en un contenedor en Rivington con Chrystie, aquí a dos pasos. ¿Sabes qué es lo que más me gusta de ella? Que es fuerte. Quizá se tambalea, sí, pero nunca se viene abajo. Además… aquí es real.

—¿Es real? ¿Qué es real?

—Yo soy real.

La miré extrañado. Sasha se puso de pie.

—En esta ciudad yo soy quien quiero ser. Y si tú te lo propones, joven escritor, serás quien quieras ser. Buenas noches, cariño. —Se inclinó, me dio un beso en la frente, apagó la luz del salón y se fue a su habitación.

Me quedé mirando la tenue franja amarillenta que se proyectaba en el techo y que entraba por la ventana, proveniente de alguna de las farolas que todavía seguían despiertas. De vez en cuando el ruido de algún coche rompía el silencio que imperaba en el salón. Cerré los ojos e intenté dormir. La primera imagen que me vino a la mente fue aquella nevada tarde de diciembre en la que Vicky me enseñó un libro de poemas de Emily Dickinson y me leyó algunos mientras comíamos galletas de jengibre:

Bueno es soñar, pero mejor es despertar

si uno se despierta en la mañana,

si uno se despierta a medianoche mejor es

soñar con el amanecer.

No recordaba cómo seguía el poema. No importaba. De todas formas, ya me había quedado dormido.

26

El Gordo se rio, satisfecho de sí mismo, mostrándome sus dientes amarillentos y su mirada podrida. Sacó la navaja del bolsillo derecho del pantalón y empezó a jugar con ella, abriéndola y cerrándola una y otra vez, hasta que dio un paso adelante, me la acercó al cuello y repasó el contorno de mi mandíbula con el filo de la hoja. Yo intenté no pensar en nada, dejar la mente en blanco; intuía que ese psicópata era capaz de rajarme la garganta allí mismo y nadie vendría a buscarme. Allí mismo. ¿Dónde era allí mismo? No lo sabía. Sentí la respiración de ese hijo de puta en mi cara. Me agobiaba y me ahogaba. El Gordo separó la navaja de mi cara y se me quedó mirando en silencio. Noté cómo la cuerda que me mantenía atado al tronco del árbol me apretaba las muñecas cada vez con mayor fuerza. Aquél no era un olmo, quizá un tilo, aunque estaba demasiado oscuro para saberlo con certeza. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Dónde era allí? Miré a mi alrededor. No había ningún indicio de carretera ni de calle cercana. No era el Washington Square Park, sino un parque que parecía mucho más frondoso, más oscuro, más oculto. Algunos parterres descuidados y algunos bancos rotos era todo lo que podía ver a través de los árboles que me rodeaban. ¿Y dónde estaba el resto del grupo? ¿Cómo se llamaba el líder? ¿Tony? ¿Y los otros? Jonah y David. El chico. Había un chico de unos dieciséis años que se encargaba de vigilar por si llegaban los cerdos. ¿Dónde estaba? Allí no había nadie: sólo el Gordo y yo.

—Así que ya tienes amigos nuevos en la ciudad, ¿no es así, William? Bien, bien; eso está muy bien. Los amigos son muy importantes. ¿Qué sería de nosotros sin nuestros amigos? —Dejó de sonreír—. Aunque a veces hay situaciones que ni los amigos pueden llegar a comprender, ¿verdad, William? —Se me acercó un poco más. Su aliento me produjo arcadas—. ¿Saben tus amigos que te has escapado de casa?

—Suéltame o te juro que… —me escuché decir a mí mismo.

—¿Qué? ¿Qué es lo que juras? ¿Vas a gritar? ¡Hazlo! ¡Grita cuanto quieras! ¿Crees que te va a oír alguien? ¿Crees que esa vieja reinona va a venir a salvarte ahora? —El Gordo empezó a moverse de aquí para allá—. ¿Y qué le vas a decir, William? ¿Que te has marchado en mitad de la noche sin decir ni adiós? Eso no está nada bien. Ellos te han ofrecido todo lo que tú necesitabas: ropa, comida, un sofá donde dormir, un lugar en el que poder quedarte… ¿Y cómo se lo agradeces tú? ¡Te marchas! ¡Huyes! Como los cobardes. ¿Sabes lo que les pasa a los cobardes que huyen de noche, William? Que se acaban encontrando de bruces con su destino.

El Gordo clavó la navaja con un movimiento brusco en el tronco; luego, apoyó sus manos a ambos lados de mi cabeza. Yo giré la cara, no quise verlo. ¿Qué cojones estaba pasando? ¿Por qué estaba allí? ¿Dónde era allí? De repente recordé haber abierto la puerta de la calle y haber caminado sin rumbo durante un par de minutos. Un taxi. ¿Era un taxi? Todo estaba borroso. Y el Gordo se rio desde la otra parte de la ventanilla. ¡Joder! ¿Qué estaba pasando? El Gordo interrumpió mis pensamientos de repente. Me cogió de la barbilla y me obligó a mirarlo. Me ordenó que no cerrara los ojos y me advirtió que si cerraba los ojos me mataría. Y entonces me besó.

Sus labios eran ásperos, repugnantes, desagradables. Su lengua intentaba abrirse paso a través de mi boca mientras yo trataba de evitar que consiguiera ir más allá. Quise morderle. Pensé en morderle para que me dejara tranquilo, pero supe que si lo hacía habría consecuencias. El Gordo empezó a bajar su mano por mi cuerpo hasta que llegó a mi entrepierna y empezó a acariciarme. Me resistí, me revolví, quise librarme de esa jodida cuerda que me mantenía maniatado al tronco de aquel árbol. El Gordo siguió besándome, llenó mi boca con su asquerosa saliva y su aliento de alcantarilla. Me entraron ganas de vomitar. Sus manos desabrocharon el botón de mi pantalón vaquero —el pantalón vaquero de Guido—, dejó que éste cayera al suelo. Me sobó todo el paquete y se me empezó a poner dura. ¡Joder!

—¡Vaya, vaya! ¡Pero si estás bien dotado y todo! Creo que tú y yo lo vamos a pasar muy bien esta noche, William…

Empezó a lloviznar. Las gotas resbalaban por mi cara mientras el Gordo seguía sobándome la entrepierna. Las gotas me ardían. Me quemaban la piel, imprimiendo en ella pequeñas manchas oscuras. Ahora tenía cientos de ellas por todo el cuerpo. El Gordo se reía. Parecía que a él no le afectaba esa lluvia corrosiva. ¿Qué estaba pasando? El Gordo se separó de mí. Se aflojó el cinturón, se desabotonó el pantalón y se lo quitó, lanzándolo un par de metros más allá. Empezó a restregarse contra mi cuerpo. No quise pensar en nada. No quise notar su cuerpo contra el mío. La lluvia cada vez quemaba más. El Gordo se reía. La lluvia se volvió más intensa. Quemaba. Cada vez más. Cada vez más.

—¡Joder! ¡Me estoy quemando!

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