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6

Cuando llegó la señora Strauss yo ya había podido leer muchos de los libros que me prohibiría esa vieja harpía. Todo ocurrió durante el verano de 1971. Yo ya había cumplido los quince años, había crecido bastante —lo que comúnmente se denomina pegar el estirón— y por entonces ya medía casi metro setenta y cinco. Me había empezado a salir algo de barba y me preocupaba por afeitármela cada dos o tres días, no demasiado, para que todos pudieran constatar que ya no era un niño, aunque mi madre siguiera empeñada en tratarme como tal. También había solucionado el tema de mi nombre y ahora todos me llamaban Robert, a excepción de Brian que se negaba a dejar de llamarme Robbie —y de hecho, sigue llamándome Robbie a mis 57 años de edad—. Había conocido, hacía unos meses, a una chica llamada Claire y había empezado a tontear con ella. Claire era la hija de los Spencer, uno de los matrimonios vecinos de la calle colindante, y los fines de semana salíamos a dar un paseo o, si convencíamos algún domingo al señor White para que nos llevara a Pittsfield, íbamos al teatro y luego a tomar un helado después de la representación. Solía llevarla a ver Shakespeare. Por aquel tiempo ya me había dado tiempo a leerme gran parte de su obra teatral y me gustaba la cara que se le quedaba a Claire cuando, sentados en una de las mesas de la heladería, le hablaba de tal o cual personaje o valoraba si la representación había sido fiel o no a la obra en cuestión. A ella le gustaba oírme recitar Romeo y Julieta y me lo pedía una y otra vez. Le gustaba que me acercara a su cuello y le susurrara: Con alas del amor pasé estos muros, al amor no hay obstáculo de piedra y lo que puede amor, amor lo intenta. Entonces Claire se estremecía y se giraba con discreción para besarme: casi siempre besos cortos, besos efímeros, un leve contacto entre nuestros labios que acababan separados demasiado pronto. Fue con esta cita de Romeo y Julieta con la que conseguí tocarle las tetas por primera vez. Y me gustó la experiencia, ¡vaya si me gustó!, pero lo cierto es que no pude evitar pensar en cómo sería acariciarle los pechos a Vicky.

El tercer sábado de agosto de aquel año fue cuando me lo dijo. Esperó hasta los últimos cinco minutos, cuando yo ya estaba preparándome para salir de allí.

—Espera, espera un momento… ¿Te vas? ¿Adónde? —le pregunté. No podía creer lo que acababa de escuchar. Vicky no podía irse, no podía abandonar la biblioteca. Lo único amable de aquel lugar era ella y si se marchaba…

—Seattle. Una biblioteca más grande, un horario más reducido, un mejor salario. ¡Me han dicho que hasta tienen una fotocopiadora! No me mires así… No tengo elección.

—Sí, sí que la tienes —le respondí de inmediato.

—¿Ah, sí? —respondió ella con una sonrisa.

—Puedes quedarte. Puedes implantar un sistema de cobro por libro prestado y... podemos hablar con el alcalde de Pittsfield o con quien esté al mando de todo esto y reducir tus horas de trabajo. No creo que nadie se queje, ¿no? Al fin y al cabo, no suele venir mucha gente por aquí. Y podemos también…

—Robert, Robert… —Me cogió las manos—. Me voy.

—¿Y qué pasa conmigo? —Vicky sonrió al escuchar mi pregunta.

—¿Te das cuenta de que parecemos una pareja de enamorados?

—Vicky, yo… —Tragué saliva—. Yo te quiero.

—No, Robert. Tú no me quieres. Tú sientes amor por los libros, no por mí. Yo simplemente he sido una intermediaria.

Me quedé mirando sus ojos negros por un instante. Yo sí la quería, aunque era un sentimiento distinto al que tenía por Claire, o incluso por Brian —aunque entonces no tenía muy claro si un hombre podía querer a otro hombre. Pero Brian no era un hombre: Brian era Brian. Y por Brian sentía amistad, que no amor. Con el tiempo he aprendido que no hay amor más pleno que la profunda y verdadera amistad.

Vicky buscó por encima del escritorio hasta que encontró un sobre cerrado que llevaba mi nombre como destinatario.

—Robert, esto es para ti. —Me lo entregó.

—¿Qué es? —pregunté examinándolo.

—Prométeme que no lo abrirás hasta llegar a casa. ¿Lo prometes? —Asentí—. Y ahora, vete. No querrás hacer esperar a tu vecino, ¿verdad?, ya sabes que no es de buena educación.

Vicky sonrió y así pude disfrutar de su sonrisa por última vez. Me fijé durante unos instantes en sus cabellos color caoba, alborotados sobre sus hombros, deslizándose espalda abajo, también en su piel ligeramente bronceada, en sus delicados labios, y me vino a la memoria lo que sentí la primera vez que la vi. En esta ocasión no tuve ninguna erección —por suerte el periodo de erecciones involuntarias, con la inseparable vergüenza que éstas me producían, ya había quedado atrás—, pero esa especie de electricidad que me hizo temblar enfrente de su escritorio, ese cosquilleo que me recorrió los brazos, eso sí que lo volví a sentir. Y me entristeció saber que, esta vez, se trataba de una despedida.

Cuando salí por la puerta escuché un «hasta pronto, Robert» que me sonó como un «hasta nunca, Robert» y tuve que

esforzarme por contener las ganas de llorar. No la volví a ver más. Al cabo de unos días llegó la señora Strauss, una antigua profesora de la escuela primaria de Pittsfield que había sido despedida y nadie sabía el motivo, aunque todos especulaban acerca de ello. La teoría más verosímil y que parecía ganar fuerza con el paso de los días era que la señora Strauss le había lanzado un trozo de tiza a la cabeza de uno de sus alumnos cuando éste no supo decirle la capital del estado de Nuevo México, y que luego lo había cogido por las piernas y lo había lanzado por la ventana —aunque todo el mundo suponía que esta última parte era más un adorno del narrador que un hecho probable.

La señora Strauss no tardó en limpiar el escritorio que solía ser de Vicky y en devolver las obras de Wilde a su estantería. Se deshizo de las galletas que su predecesora solía guardar en el primer cajón y, en su lugar, dejó allí dentro algunas revistas de cotilleos, una cajetilla que contenía bolsitas de té y un surtido generoso de bombones rellenos de licor. Su siguiente medida fue cerrar las ventanas —«las bibliotecas tienen que oler a cerrado», dijo—, ordenar los sillones en una línea recta cuasi perfecta —«sin orden, no hay disciplina; sin disciplina, no hay nada»— y se deshizo de las cestas que contenían los lápices de colores y las cuartillas —«aquí se viene a leer, no a dibujar»—. La primera vez que la vi sentarse en su sillón de bibliotecaria, dejar los pies encima del escritorio, escupir el chicle que estaba mascando en la papelera y llevarse un bombón relleno de licor a la boca, tuve la inequívoca sensación de que todo había cambiado. Y no para mejor.

7

Cuando el señor White me dejó en casa aquella tarde de agosto de 1971, me encontré con la desagradable sorpresa de que mi madre había organizado una cena familiar, lo que la incluía a ella, a mi hermana Barbra, a mí… y a Carl, convertido en novio oficial y nuevo miembro de la familia. Crucé el pasillo a toda velocidad y subí las escaleras de tres en tres, al mismo tiempo que le anunciaba a mi madre que no me encontraba bien y que no quería cenar. Ella subió al cabo de unos minutos a mi habitación y me insistió para que bajara y me sentara a la mesa, pero le contesté prácticamente lo mismo: que no tenía hambre y que quería estar solo. Mi madre salió de la habitación enfadada y ese enfado pareció contagiar a mi hermana, que veía en mi actitud un desplante hacia su novio. Carl, por el contrario, parecía divertirse con la situación y había adoptado el papel de jovencito encantador. «No se preocupe, señora, es la edad. A los quince años los chicos son una olla a presión. Ya se le pasará», le decía. «No sé qué hacer con él. Desde hace un tiempo está irreconocible», contestaba ella. «Ya lo verá, señora, se le pasará», repetía Carl. «Espero que lleves razón, cielo. Espero que crezca y se convierta en un jovencito tan bien educado como tú. ¡Qué feliz estoy de que tú y mi Barbra os llevéis tan bien!».

Cerré la puerta del dormitorio dando un portazo. Así que mi madre quería que me convirtiera en Carl. «¡Tal vez tenga que empezar a pinchar las ruedas de los coches de los vecinos!», grité hacia la pared. «¡Y a robar latas de cerveza de las tiendas!». Intenté controlar la respiración. Estaba tremendamente alterado y el corazón amenazaba con salirse del pecho y echar a correr calle abajo del mismo modo que había hecho yo a los cinco años. Me lancé encima de la cama y proferí un grito con todas mis fuerzas contra la almohada. Sentía rabia. No, no era rabia; más bien era frustración. Era tristeza. Era esa sensación de abandono. Era ese adiós.

Cuando volví a levantar la cabeza de la almohada, saqué del bolsillo de mi pantalón el sobre que Vicky me había entregado en la biblioteca y estuve mirándolo durante un par de minutos antes de decidirme a abrirlo. Dentro había una pequeña cuartilla como las que había dentro de las cestas que descansaban sobre la mesa baja. Vicky había escrito algo. Era un poema:

Vino para leer. Abiertos están

dos o tres libros; historiadores y poetas.

Pero apenas ha leído diez minutos

cuando los deja a un lado. Sobre un diván

duerme ahora. Ama mucho los libros

—pero tiene veintitrés años, y es hermoso;

y esta tarde el amor atravesó

su carne maravillosa, su boca.

A través de la total belleza

de su cuerpo pasó la fiebre de la voluptuosidad

sin remordimientos ridículos por la forma de ese placer…

Konstantino Kavafis

Lo leí despacio tres o cuatro veces, porque al llegar al octavo o noveno verso los ojos se me llenaban de lágrimas y tenía que detenerme y volver a empezar. Busqué algo más, alguna explicación, alguna despedida… pero allí sólo estaba el poema. Lo leí de nuevo. Vino para leer. Abiertos están dos o tres libros… Aquel miércoles, aquel primer miércoles yo había cruzado la puerta de la biblioteca buscándola a ella. Ella se pensó que tenía que hacer otro trabajo, pero no era así. ¿Qué le dije? «Vengo para leer». Ella sonrió y me preguntó: «¿Vienes para leer?». Vino para leer. De pronto me vi obligado a dejarlo encima de la mesita de noche, a apagar la luz e intentar —inútilmente— dormir un poco. Aquella noche fue larga. Aquella noche fue demasiado larga. Me visitaba, por primera vez, el desengaño.

8

Tennessee Williams, Truman Capote, Vladimir Nabokov, Henry Miller… son sólo algunos de los centenares de autores que la señora Strauss prohibió a los menores de veintiún años y cuyos libros condenó al exilio, encerrándolos en la gran estantería número quince, la de las puertecillas de cristal, que ahora estaba cerrada con llave. Por supuesto, dicha clasificación impuesta por la nueva bibliotecaria incluía a todos y cada uno de los miembros de la Generación Beat. La señora Strauss estaba convencida de que esos autores no escribían literatura, sino que eran meros propagandistas dedicados a corromper la sociedad norteamericana, empezando por los más vulnerables, es decir, los jóvenes. Y ya podían oponerse a dicho argumento los mencionados jóvenes, las asociaciones de padres, el claustro de profesores del instituto, el gobernador Sargent o el mismísimo Richard Nixon, que no conseguirían en absoluto que la señora Strauss cediera: aquella era su jurisdicción y, en aquella biblioteca, ella constituía la nueva ley. Lo cierto es que yo fui el único que se quejó de aquello —porque yo era el único que frecuentaba la biblioteca de Pittsfield de forma asidua—, así que aquella era mi guerra, que libraba en batallas diarias de quince minutos que finalizaban cuando la señora Strauss se hartaba de escucharme y se llevaba a la boca otro bombón relleno de licor, al mismo tiempo que regresaba a su revista. Hasta que una tarde, me cansé de discutir.

Era junio de 1972, el periodo escolar estaba a punto de llegar a su fin y se presentaba un prometedor y cálido verano por delante. Convencí a Brian para que me ayudara con mi plan y ambos coincidimos en utilizar «la técnica del New York Times»: un coordinado y astuto mecanismo que inventamos en el verano de 1968 y que desde entonces siempre nos había dado magníficos resultados. «Aunque por culpa de la dichosa técnica mi padre empezó a tirarse a Lucy», gruñía Brian cada vez que lo recordaba. Daños colaterales. La vida es así.

Todo salió a la perfección. Brian entró en la biblioteca y se dirigió al escritorio de la señora Strauss, que estaba inmersa en la lectura de su revista mientras con la mano izquierda removía la bolsita de té que había metido en un vaso de agua. Segundos más tarde, entré yo disimuladamente y me dirigí por el pasillo central hasta la gran estantería número quince, antaño hogar de antiguos mapas y nuevos mundos; ahora convertida en institución penitenciaria para libros peligrosos. Brian tosió con fuerza. Empezaba la acción.

—No te había oído entrar. —La señora Strauss lo miró por encima de su revista—. ¿Querías algo?

—Sí, verá, estaba interesado en leer Trópico de Cáncer, de Henry Miller. ¿No tendrá algún ejemplar en esta biblioteca, por casualidad? —preguntó Brian con tanta inocencia como fue capaz de fingir.

Yo sabía que Trópico de Cáncer era la novela que encabezaba la lista de libros prohibidos que la señora Strauss había confeccionado. La había escuchado refunfuñar mientras sostenía el ejemplar en sus manos. «¡Todavía no entiendo por qué me obligan a guardar una cosa así en esta biblioteca! ¡En qué mundo vivimos! Si fuera por mí, este libro ya estaría completamente calcinado. ¡Lástima de las revisiones trimestrales y de los inventarios! ¡Dichoso gobierno!», gritaba de camino a la estantería-jaula. Yo sabía que la simple mención del título pondría muy nerviosa a la señora Strauss, aunque no sabía por qué, ni qué tenía de especial dicha novela —ya que no había tenido la oportunidad de leerla y no sería hasta años más tarde que podría hacerlo—.

—¿Trópico de cáncer, dices? No creo que tengamos nada parecido por aquí.

—Uno de mis profesores me dijo que sí que la tenían, que él la tomó prestada de aquí hace un par de meses —respondió Brian.

—¿Un profesor, dices? ¿Qué profesor? —La señora Strauss dejó la revista encima del escritorio y le pegó un trago a su vaso de agua en el que apenas había conseguido que la bolsita del té se diluyera.

—El señor… Thompson. El señor Thompson es profesor de Literatura —el señor Thompson era, en realidad, el cartero de Lanesborough.

—Así que el profesor Thompson… Pues lo siento mucho, pero tu profesor se equivoca. En esta biblioteca no disponemos de ningún ejemplar de esa novela. —Le costó pronunciar novela—. Y ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer…

—¡Justo lo que mi profesor me advirtió que diría usted! Pues bien, también me aconsejó que debería ponerle una queja por ser usted una mala bibliotecaria. Así que quiero ponerle una queja. ¡Solicito una hoja de queja, por favor!

La señora Strauss enfureció de repente, estampó la revista contra la pared, se puso de pie de un salto y dirigió su mirada repleta de ira desatada contra Brian, que se esforzaba por disimular la media sonrisilla pícara por haber podido alterar tan fácilmente a la bibliotecaria.

—¡Escúchame bien, jovencito! ¡Esa novela es perversa! ¿Me oyes? ¡Perversa! ¡Este libro fue prohibido cuando se publicó hace años! Sólo los europeos, creo que los franceses exactamente, permitieron que se leyera; pero ya sabemos todos cómo son los franceses, ¿no? Con sus oh là là! y su asquerosa lascivia… Ahora va el Supremo y dice que no hay peligro en leerla…

—¿Y no deberíamos hacerle caso al Supremo?

—¡No! —gritó con fuerza la señora Strauss.

—Pero si el Supremo…

—¡Al diablo con el Supremo! ¿Qué sabrá el Supremo? ¡En esta biblioteca mando yo! ¡Y puedes ponerme una queja o veintiuna que no te dejaré leer Trópico de Cáncer! ¿Me has entendido, jovencito?

—Pero… —seguía discutiendo Brian.

Aproveché la fuerte discusión que ambos estaban teniendo para sacar un pañuelo del bolsillo, envolver mi puño derecho con él y propinarle un golpe contundente en uno de los bordes del cristal, que se rompió en mil esquirlas que cayeron esparcidas por todo el pasillo. Temí por un momento que la señora Strauss hubiera oído el golpe, pero supuse que no había oído nada puesto que seguía gritándole a Brian lo perversa que resultaba dicha novela de Henry Miller. Busqué rápidamente los libros y los encontré en cuestión de segundos: En la carretera y Aullido y otros poemas. ¡Ya eran míos! Pensé en llevarme alguno más, pero rechacé la idea casi de inmediato: aquello no era un robo, sino un acto de rebeldía, de desobediencia civil. Incluso se podía considerar un rescate.

Cogí los dos ejemplares y me los escondí debajo del jersey verde que mi madre me había comprado por mi último cumpleaños —a nadie pareció impresionarle que llevara jersey en pleno junio—, sujetándolos con la cintura del pantalón. Una vez ocultos, salí por el pasillo central. Seguí adelante hasta la puerta esperando el momento en que la señora Strauss me detectara y tuviera que salir corriendo, pero nada de eso ocurrió; así que un par de pasos antes de cruzarla, silbé y salí apresuradamente a la calle. Brian se disculpó brevemente con la señora Strauss y se despidió de ella, que ahora parecía no entender cómo la discusión llegaba a su fin de una forma tan abrupta, pero que agradecía poder volver a su revista y a su vaso de agua y su bolsita de té. Miré la fachada de ladrillo visto una vez más antes de alejarnos: aquella sería la última excursión a la biblioteca de Pittsfield.

—Bueno, ¿y me vas a decir ya por qué son tan importantes esos libros para ti, Robbie? —me preguntó Brian al mismo tiempo que montaba en su bicicleta, dispuesto a volver a Lanesborough. Era mejor mantener al señor White lejos de estos asuntos.

—Porque sí, Brian, porque cuando los leí por primera vez supe que quería ser escritor. —«Porque me recuerdan a Vicky», pude haber añadido, pero no lo hice.

—¿Y qué vas a hacer ahora que ya son tuyos?

9

Si bien siempre supe que llegaría el momento de abandonar Lanesborough, no fue hasta la mañana del 25 de octubre de 1978 que me despedí de mi madre y de mi hermana en la puerta de casa y subí al destartalado Chevrolet Camaro del señor White, el viejo gruñón y cascarrabias que vivía en el treinta y seis de mi calle, que tantas veces me había llevado a Pittsfield, y que ahora había accedido gustosamente a llevarme hasta Albany, desde donde cogería un autobús rumbo a Nueva York. El señor White sabía que ésta sería la última vez que subiría en su coche, y supuse que sintió una mezcolanza de nostalgia y alegría irrefrenable por perderme de vista.

Tan pronto como salimos de Lanesborough, el señor White encendió la radio y dejó que sonaran los grandes éxitos de Barry Manillow, Roberta Flack y Dolly Parton, mientras recorríamos el trayecto en silencio. Una vez dejado atrás el estado de Massachusetts y a tan sólo unos metros de incorporarnos a la Interestatal Noventa, con el río Hudson asomando y la ciudad de Albany cada vez más cerca, el señor White bajó el volumen de la radio y respiró profundamente.

—Cuando llegues a Nueva York… ¿Harás algo por mí, hijo? —me preguntó con su voz ronca sin apartar la vista de la carretera en ningún momento.

—¿Qué? —pregunté.

—Fóllatelas a todas, hijo. Fóllatelas a todas.

Después de aquella extraña petición, más aún si consideramos la escasa relación que nos unía al señor White y a mí —apenas hablábamos en los trayectos Lanesborough-Pittsfield—, volvimos al silencio al mismo tiempo que en la radio empezaba a sonar el Three times a lady, de The Commodores, que tanto me había hartado de oír durante el verano.

Llegamos pronto, todavía quedaba una hora para que saliera mi autobús, y el señor White se ofreció a invitarme a una cerveza en un bar cercano a la estación. Allí bebimos en silencio mientras en la televisión, cuya pantalla estaba cubierta de polvo, se emitía una repetición de un capítulo de All in the Family. Nos acabamos las cervezas y el señor White se acercó a la barra a pagar. Tan pronto como salimos del bar, el señor White se acercó a mí y me tendió la mano a modo de despedida, así que se la estreché.

—Recuerda lo que te he dicho en el coche —dijo.

—Claro —contesté yo.

—Y cuídate mucho, hijo. El señor White me dio un afectuoso abrazo que me cogió completamente por sorpresa. Después, se separó de mí y fingió que nada había pasado. Se acercó al coche, abrió el maletero y me entregó mi mochila sin apenas mirarme. Mientras se dirigía hacia el asiento del conductor escuché como musitaba una canción:

Wish me luck while you wave me goodbye,

cheerio, here I go, on my way.

Wish me luck while you wave me goodbye,

not a tear, but a cheer, make it gay…[1]

Una vez dentro del vehículo, el señor White arrancó y se fue.

Saqué el billete de autobús de la cartera y constaté el número del autobús, luego lo localicé y me subí en él. Decidí sentarme en la última fila. Abrí mi mochila de lona y cuero marrón y saqué mi ejemplar de En la carretera, con sus cubiertas desgastadas en negro y sus páginas arrugadas. Me vino a la memoria aquella tarde de junio, los gritos de la señora Strauss, la risa de Brian mientras pedaleábamos hacia casa, la excitación al sacar los dos libros de debajo del jersey y dejarlos encima de la cama. ¡Cuántas veces había imaginado la cara de la vieja harpía al ver la estantería número quince rota! Sonreí y abrí el libro de nuevo, dispuesto a releerlo una vez más —¿Cuántas iban ya? ¿Seis? ¿Siete? Había perdido la cuenta—. El conductor del autobús anunció que salíamos en cinco minutos. Y en diez, ya nos encontrábamos en marcha.

El viaje se hizo algo cansado pero, sinceramente, no me importó en absoluto. Todo el cansancio pareció desvanecerse tan pronto como bajé del autobús y vi los rascacielos y los taxis corriendo de un lado para otro, y las luces, y sentí toda esa vitalidad, el latido de la ciudad. BEAT. BEAT. BEAT. De repente me di cuenta de que se me había puesto dura, y no pude hacer nada más que reírme. Estaba, por fin, en Nueva York.

[1] Deséame suerte mientras me despides, adiós, allá voy, en mi camino. Deséame suerte mientras me despides, ni una lágrima, sino regocijo, haz que sea feliz...

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