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También en el cine político de estos años, aunque desde otra perspectiva militante, Raymundo Gleyzer realiza, primero México, la revolución congelada, en el país del norte y, luego, Los traidores, en Argentina, además de otros cortos. El proyecto de Gleyzer y del grupo Cine de la Base era uno alternativo al de Cine Liberación, pues asumía una posición muy crítica del peronismo, como se manifiesta, por ejemplo, en la película Los traidores, filme de ficción hecho con un estilo semidocumental que escapa un poco a la tónica dominante de los trabajos del grupo.

El mismo Octavio Getino (con Susana Velleggia) comenta las diferencias de las posiciones de Cine Liberación y Cine de la Base, pero no en términos políticos, sino estéticos y comunicativos:

En la obra de Gleyzer, a diferencia de la de Cine Liberación, no estaba tanto la decisión política de innovar en materia de lenguaje cinematográfico, sino de utilizar las estructuras narrativas tradicionales, aquellas que eran propias del primer cine, para abordar temas políticos conflictivos y vedados al cine industrial, al menos en Argentina. En ese sentido, Los traidores se emparenta al cine del realismo crítico de décadas atrás o al que emerge en los años sesenta y setenta, con obras como El jefe, de Ayala; Dar la cara, de José Martínez Suárez; Operación Masacre, de Jorge Cedrón; Quebracho, de Ricardo Wullicher, o La Patagonia rebelde, de Héctor Olivera. Un estilo, además, muy presente en la mayor parte del cine comprometido de América Latina. Baste recordar la producción de la mayor parte del cine cubano, diversas obras del cinema novo o las primeras del grupo Ukamau (Getino y Velleggia 2002: 53)16.

El texto menciona algunos títulos muy relevantes en los primeros años setenta, como Operación Masacre, Quebracho, La Patagonia rebelde o la propia Los traidores, todas, concebidas en función de la exhibición en salas públicas, confrontaron problemas con la censura y tuvieron mayor o menor éxito en el momento de su estreno con el retorno del gobierno peronista. La Patagonia rebelde, por ejemplo, contó con una gran asistencia y generó mucha polémica.

Cabe señalar que en esos años el cine italiano, principalmente, alentaba un filón político de denuncia que se inicia con La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo, un filme de enorme resonancia, y que continúa entre varios otros con películas como Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha, de Elio Petri; Sacco y Vanzetti, de Giuliano Montaldo; El caso Mattei o Manos sobre la ciudad, de Francesco Rosi. Gian María Volonté fue el intérprete más característico. En Francia, Costa-Gavras representó ese cine político y Z fue un filme equiparable en impacto a La batalla de Argel. Por cierto, esa corriente política europea (aunada a los nuevos vientos que soplaban en la producción estadounidense y otras) contribuyó en alguna medida al clima político reinante en el cine de la región.

En relación con esa adhesión preferente al documental, Pablo Piedras escribe: “En términos generales, es posible proponer que el documental político y social argentino de las décadas del sesenta y setenta —aquel realizado por Fernando Birri y los integrantes de la Escuela Documental de Santa Fe, Fernando Solanas, Raymundo Gleyzer—…, comparten una similar filiación con el documental expositivo de los referentes fundacionales como Robert Flaherty, el documentalismo de la GPO de John Grierson y de la Escuela Documental Británica. Aunque existen marcadas diferencias narrativas y estéticas entre todos esos filmes, los mismos comparten en gran medida una línea persuasiva, pedagógica y argumentativa… Con objetivos diferentes, el documental político-militante de los sesenta y setenta… privilegia el establecimiento de pactos comunicativos unívocos con el espectador. Se retoman en ese sentido algunas de las ideas griersonianas que definen al cine como una máquina de educar y convencer, con una utilidad social precisa” (Lusnich y Piedras 2011: 56)17.

Este segmento de la producción argentina es el que se identificará con la noción del nuevo cine latinoamericano que ponemos en discusión en este estudio. De hecho, los festivales de Viña del Mar, Mérida y Pésaro consagraron internacionalmente a La hora de los hornos, la convirtieron en un paradigma del cine de esos tiempos, y no solo del continente, y la impusieron como una suerte de modelo por seguir y de emblema del nuevo cine latinoamericano en boga. Al lado de este filme, los títulos exponentes de la Generación del Sesenta, que habían sido exhibidos y reconocidos en el Festival de Mar del Plata de 1967, quedaban prácticamente descartados, más aún cuando se trataba de una corriente finiquitada, pese a que algunos de sus representantes continuaron haciendo cine de manera irregular y muy espaciada. El radicalismo del grupo que realizó La hora de los hornos se vio confrontado con el curso de los acontecimientos y la evolución política de Argentina que en los convulsos años setenta impidieron que se afianzara, pues sus gestores fueron obligados a exiliarse, como ocurre también con varios otros de Brasil, Chile y Uruguay.

Como balance de la experiencia del grupo de cine político argentino de la época, Silva sostiene:

La eficacia del Nuevo Cine Argentino se localiza —a mi juicio— en el plano simbólico: en su capacidad para impregnar los imaginarios de un contenido radical en el cual las imágenes han sustituido a los objetos y en que los discursos audiovisuales y textuales se imponen como un suplemento al cual le apremia asumir la representación de un proletariado que no ha alcanzado la condición de sujeto. Esta urgencia por absorber y asumir la representación del pueblo y de lo popular no logra institucionalizarse en el transcurso de la historia de este movimiento. Y es tal vez esta no-institucionalización la que le imprime a la práctica cinematográfica del periodo un carácter distintivo respecto a los nuevos cines desarrollados en otras partes del mundo (Silva 2011: 16)18.

La tercera tendencia es la del Grupo de los Cinco, tal vez la de menor repercusión entre las tres. En alguna medida, este grupo se enlaza con la Generación de los Sesenta en tanto que reivindica postulados personales y se distancia notoriamente de la producción dominante. Pero una característica común del grupo es que proviene del campo de la publicidad audiovisual. Intentaron hacer un cine con pocos recursos y equipo mínimo y con formulaciones más o menos experimentales, dejando de lado en varios casos la dramaturgia comparativamente más accesible de la generación precedente, salvo en algunas películas de Antín. “Trabajaron con equipos reducidos, película ultrasensible, cámaras livianas, técnicos noveles y planes de filmación sin límites de tiempo”, en palabras de César Maranghello (Maranghello 2004: 193). De este grupo destacan The players versus los ángeles caídos, de Fischerman, y Tiro de gracia, de Ricardo Becher, de carácter más experimental. Raúl de la Torre, en cambio, realizó Juan Lamaglia y Sra. y Crónica de una señora, con un lenguaje exigente, más próximo al de cierta modernidad en el uso de la cámara fija y extensos diálogos, pero con mayor capacidad de comunicación. Tampoco las condiciones políticas y de la exhibición cinematográfica permitieron que esta tendencia pudiera desarrollarse más allá de un lapso limitado.

Estableciendo vínculos entre la Generación del Sesenta y el Grupo de los Cinco, Rafael Filipelli considera:

Es bastante obvio que tanto a Antín o Kuhn como a Fischerman o Paternostro, las nuevas olas de fines de los cincuenta y principios de los sesenta… les eran no solo afines sino también un espacio de influencias estéticas, narrativas y temáticas. Sin embargo, cuando el Grupo de los Cinco filma sus primeras películas (las únicas en tanto grupo), las cosas en el mundo y en el cine habían cambiado considerablemente. Jean-Luc Godard… había roto no solo con un cine producido en relación conflictiva con la industria, sino con sus propios compañeros de la nouvelle vague… En este marco de radicalización estética europea, de cine militante latinoamericano que se proyectaba… en sindicatos y sociedades barriales, y de radicalización política en todas partes, el Grupo de los Cinco representa el último intento de hacer películas con un sistema de producción que no dependiera de la industria, pero que no obligara a la completa marginalidad alternativa, y encontrara un circuito de distribución que no estuviera solo basado en el abandono definitivo de las salas de cine (Tirri 2000: 13-14).

No se puede dejar de mencionar una cinta atípica realizada en 1969, que, con el correr de los años, se percibe como uno de los más agudos registros de su época en una narración metafórica: Invasión, dirigida por Hugo Santiago sobre un guion que escribió con Jorge Luis Borges. Por cierto, Borges no era bien visto desde las perspectivas “progresistas” de esos años, y la historiografía acerca del nuevo cine de los años sesenta jamás incluyó ese título dentro del movimiento. Tampoco es que Santiago hubiese querido incorporarla a esa corriente. Se trata nítidamente de un proyecto personal y ajeno a casi todo lo que se hacía en esos años. Un filme que está entre lo más avanzado estéticamente en el cine argentino de los sesenta, al lado de la “trilogía en blanco y negro” de Favio. Invasión es una película moderna, sin estridencias ni marcas de estilo ostensibles, una de las parábolas políticas más lúcidas de esos tiempos efervescentes.

2.2 El nuevo cine mexicano en el interior de la industria

Hasta antes de la década del cincuenta casi no se encuentran producciones de carácter independiente en México. En el curso de los cincuenta aparecen algunos títulos que se consideran precedentes de un cine independiente en el país del norte. Uno de ellos es Raíces, de Benito Alazraki, producida por Manuel Barbachano Ponce, un nombre muy relevante en el panorama de una producción diferenciada en el contexto del cine mexicano. Raíces ofrecía un aire semidocumental en el espacio indígena en que la acción (dividida en cuatro historias) se asentaba. Torero, que dirigió el español Carlos Velo, es otra producción de Barbachano Ponce, con un carácter también ostensiblemente documental, pese a sus lados ficcionales. Entre otros títulos de carácter independiente se puede señalar Yanco, de Servando González, estrenado en 1960.

Son los años en los que se procesa el decaimiento de la industria mexicana y la ausencia de opciones que posibilitaran la vuelta a esos años prósperos que se iban alejando cada vez más, conforme pasaba el tiempo. La producción de los estudios disminuye fuertemente a comienzos de la década del sesenta, y en ese contexto se plantea la necesidad de un nuevo cine. En 1961 aparece la revista Nuevo Cine, que propone la necesidad del cambio en la industria y defiende un cine de autor. Dos años más tarde se crea el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), como una unidad de la UNAM. Por su parte, la Reseña de Festivales Cinematográficos de Acapulco, iniciada en 1958, difunde las obras del cine más reciente y exigente que se realiza en esos años a nivel internacional. Un aire de novedad es proporcionado por las primeras películas del español Luis Alcoriza, guionista de Luis Buñuel, entre otras de la celebérrima Los olvidados.

El grupo de la revista Nuevo Cine reunió a los críticos Emilio García Riera, Carlos Monsiváis, Gabriel Ramírez y José de la Colina, al lado de futuros realizadores como José Miguel (Jomi), García Ascot, Manuel Michel, Paul Leduc y Rafael Corkidi, así como al escritor Salvador Elizondo, entre otros. Incluso, un jovencísimo Arturo Ripstein estuvo a punto de incorporarse cuando la revista dejó de salir en 1962, después de su sétimo número. Si las condiciones hubiesen sido favorables, allí se podría haber iniciado el nuevo cine mexicano que tardará algunos años en concretarse, pues solo uno de esos realizadores, García Ascot, pudo filmar en ese mismo 1961 el largo En el balcón vacío. Los otros se incorporaron en años posteriores y durante los concursos que se organizan para promover el cine independiente.

En los primeros años sesenta, Alcoriza dirige lo que con el tiempo ha pasado a ser casi una trilogía sin pretender serlo: la “trilogía de la T” podríamos llamarla, Tlayucan, Tiburoneros y Tarahumara. Son películas de ambientación costera, pueblerina o campesina, con un aire semidocumental y un registro de relato distendido. No son las únicas relativamente novedosas o diferenciadas en su época, pero aportan sin duda una nueva imagen, más aún porque —a diferencia de lo que ocurre con varias películas posteriores— obtienen cierto éxito en su país y se difunden en festivales y, también, por los canales de la distribución internacional del cine mexicano que aún se conservan, pese a que ya no tienen la fuerza de las décadas anteriores. Esas épocas en las que en muchos países de la región prácticamente no había semana en la que no se estrenara alguna cinta procedente de los estudios de Churubusco o de los que precedieron al enorme complejo fílmico inaugurado a mediados de los cuarenta, el más grande y solvente que haya existido en América Latina.

García Ascot, un español radicado en México, como García Riera y De la Colina, dirigió, a partir de un guion escrito junto con García Riera y María Luisa Elío, En el balcón vacío, en torno a una mujer radicada en México que ha vivido la experiencia de la Guerra Civil española. El filme es uno de esos aislados exponentes de un cine hecho al margen de la industria, en 16 milímetros y con un presupuesto mínimo, que estimularon la posibilidad de una producción de características parecidas, pero dentro de la industria.

En 1965 se celebra el I Concurso de Cine Experimental de Largometraje, organizado por el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC). En 1967 se realiza un segundo concurso, de menor resonancia que el primero. Estos certámenes suponen el lanzamiento de una generación de directores que contribuirán a un cambio de rostro (parcial, sin duda) de la industria mexicana, cada vez más venida a menos. Allí aparecen Rubén Gámez, Alberto Isaac, Salomón Laiter, Manuel Michel, Archibaldo Burns, entre otros, que hacen películas curiosas o novedosas en el panorama de su país.

En ese contexto emergen otros realizadores que alcanzarán después mayor notoriedad y significación. Uno de ellos es Arturo Ripstein, hijo del productor Alfredo Ripstein, quien realiza en 1965 Tiempo de morir, con guion de Gabriel García Márquez, y luego Los recuerdos del porvenir y La hora de los niños, en las que, dentro de la industria o fuera de ella, intenta elaborar propuestas personales. Otro, con estudios en el Instituto de Altos Estudios de Cinematografía (IDHEC, por sus siglas en francés de Institut des Hautes Études Cinématographiques) parisino, es Felipe Cazals, quien se da a conocer con La manzana de la discordia y Familiaridades. Dos egresados del CUEC, Jorge Fons y Jaime Humberto Hermosillo, destacan en sus primeras obras: El quelite y Los nuestros, respectivamente, ambas de 1969. Paul Leduc será el quinto de los más notorios realizadores de esta generación. También egresado del IDHEC, filma en 1970 uno de los títulos más emblemáticos de esos años, Reed, México insurgente. En esos mismos años, el chileno Alejandro Jodorowsky, uno de los fundadores con Fernando Arrabal del teatro Pánico, hace en México sus dos primeros largos de carácter esotérico, Fando y Lis y El topo, con lo que contribuyen al cambio de imagen que proyecta el cine mexicano.

De manera algo tardía, si se le compara con lo ocurrido en Argentina y Brasil, se configura una suerte de nuevo cine, tal como sostenía desde su nombre la revista que fundaran García Ascot y los otros cineastas y escritores que mencionamos. Sin embargo, no tanto a fines de los sesenta, sino a inicios de la siguiente década, lo que se conoció inicialmente como el cine independiente (aunque varios de sus títulos se hicieron dentro de la industria), se convierte en el nuevo cine mexicano, y eso debido en buena parte a que la propia industria, absorbida por el Estado mexicano en un caso sin precedentes en un régimen no socialista, y distinto de lo que ocurrió en Cuba en 1959, quiere promover un cambio de políticas de producción y convertir a los jóvenes cineastas en los puntales de ese cambio.

En 1970 prácticamente se estatiza la industria fílmica. Ya el Banco Cinematográfico, la distribución y la exhibición de películas mexicanas estaban desde hacía varios años a cargo del Estado, con lo cual se configura un cuadro insólito en el contexto latinoamericano, pues, a excepción de Cuba, por razones obvias derivadas del modelo político del país, no había precedentes ni tampoco experiencias posteriores similares. Quedaron fuera unas pocas empresas a cargo de una producción rutinaria que, no obstante, mantenía una cierta cantidad de títulos. De cualquier modo, lo que ocurre en México no es propiamente la asimilación del cine por un Estado que quiere servirse de las películas para fines de educación, propaganda u otros, sino que intervenía el Estado para levantar una industria en crisis, para reemplazar a los viejos productores y dar un nuevo aire a la cinematografía en su conjunto, con las dificultades y contradicciones que suelen procesarse en el interior de los aparatos administrativos, más aún en el caso del enquistamiento de un partido político como el PRI en el manejo político del país y sus instituciones. Los realizadores independientes dispondrán de un mayor volumen presupuestal y de allí surgen varias películas valiosas, pero también hay otras en las que el talento no está a la altura de la inversión económica.

Como dato harto revelador se puede consignar que en la ceremonia de entrega de los Arieles (los premios nacionales a la calidad cinematográfica), el 22 de abril de 1975, el presidente Echeverría reprendió a los viejos productores allí presentes (Gregorio Walerstein, Raúl de Anda, Guillermo Calderón, entre otros) y les dio las gracias, para que se dediquen a otra actividad. Eso está registrado al menos en el documental Perdida, de Viviana García Besné. Echeverría reprocha a los productores por hacer cintas de muy baja calidad y aboga por la necesidad de un cine distinto que aporte un mayor nivel a la educación, a la cultura y a la identidad mexicanas. Es decir, un jalón de orejas a los viejos y una tácita palmada en el hombro a los jóvenes. Por primera vez, a excepción de Cuba, donde por otra parte no conviven “los viejos y los jóvenes”, el paternalismo gubernamental decreta lo que se debe hacer y no hacer, aunque, a la vista de los resultados, es muy probable que Echeverría no haya estado muy satisfecho con el material producido, pues las expectativas de los gobernantes en materia de cultura no suelen coincidir con lo que un grupo de cineastas jóvenes de esos tiempos podía proponerse hacer en sus películas19.

De cualquier modo, ese episodio filmado evidencia el rol determinante que asume en esos años el Estado mexicano, y el futuro inmediato de esa cinematografía estará fuertemente ligado a esa atadura. Esa situación proseguirá hasta nuestros días, aunque no en las mismas condiciones que durante el periodo 1970-1976, con lo que se adelantará a lo que más tarde se convertirá casi en un clamor de los cineastas de otros países de la región: el pedido de apoyos económicos al Estado para la financiación de las películas20.

Aun cuando no se adviertan en esta generación las afinidades que unieron a la generación argentina del sesenta o al cinema novo, no hay duda de que se puede rescatar el común distanciamiento de los postulados genéricos del melodrama o del humor, el cuestionamiento de tradiciones y conductas, la incorporación de un erotismo y unas cuotas de violencia antes ausentes, así como la búsqueda, en mayor o menor medida, de una escritura audiovisual diferenciada. Aun así, hay trazos narrativos que unen a algunas de las películas con el cine del pasado, pues en México no se produce ese cambio que encontramos en el nuevo cine argentino de los sesenta o la clara ruptura que hay en los filmes brasileños del cinema novo. Ciertamente la temática política estuvo atemperada, pues el PRI gobernaba y los realizadores no tuvieron la total libertad para escribir guiones que pudieran crear dolores de cabeza a los encargados de la administración de la producción. Hubo sí una política tercermundista que favoreció, por ejemplo, la presencia del chileno Miguel Littín, después de la caída del gobierno de la Unidad Popular, pero las películas de esos años fueron cautas en cuanto a la crítica del statu quo político o a la revisión de la historia mexicana del siglo XX.

Se pueden diferenciar dos etapas más o menos distinguibles en términos cronológicos y de resultados expresivos. La primera es la que va de 1965 a 1970, y la segunda de 1971 a 1976, cuando, durante el gobierno de Luis Echeverría, el exactor Rodolfo Landa (en realidad, Rodolfo Echeverría, hermano del presidente) es el director del Banco Nacional Cinematográfico. Esta segunda etapa corresponde a la casi total estatización de la producción fílmica. Mientras que en la primera etapa los nuevos realizadores hacen sus primeras películas y varios de ellos no logran continuidad, en la segunda se confirma el talento de los nombres más significativos. Son los años en que se reúne el mayor número de obras valiosas de esa cinematografía, como no se ha repetido más tarde. Allí están El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein; El cumpleaños del perro y La pasión según Berenice, de Jaime Humberto Hermosillo; Canoa y El apando, de Felipe Cazals; Los días del amor y El rincón de las vírgenes, de Alberto Isaac; Los albañiles, de Jorge Fons…; y la propia Reed, México insurgente, que se estrena a comienzos de 1973, a las que se pueden sumar Mecánica nacional y Presagio, de Luis Alcoriza; entre otras.

Según el crítico e historiador Emilio García Riera:

Nunca antes habían accedido tantos y tan bien preparados directores a la industria del cine, ni se había disfrutado de mayor libertad en la realización de un cine de ideas avanzadas. A pesar de que una censura previa, con todo muy fuerte, impidió muchas veces el abordar crítico de temas políticos y sociales de actualidad, y a pesar de que el cine se hizo eco de una retórica oficial tercermundista poco avalada por una política consecuente, los nuevos cineastas resultaron capaces, por cultura y por oficio, de reflejar en sus películas algo de la complejidad y la ambigüedad de lo real (García Riera 1985: 295).

A diferencia de los filmes de la Generación Argentina del Sesenta o del Grupo de los Cinco de ese mismo país, esta corriente del cine mexicano industrial se vio, pues, muy favorecida por las circunstancias políticas, pero comparte con las tendencias de cambio porteñas el no haber sido incorporada al bloque del nuevo cine latinoamericano. Ello, en primer lugar, porque las cintas de la primera etapa mexicana, salvo una que otra, no tuvieron un carácter marcadamente “rupturista” ni ofrecieron entre sí afinidades claras. Las otras se realizaron en un momento de declinación para ese nuevo cine latinoamericano de los sesenta, pues las condiciones cambiaron drásticamente en los países del cono sur y en Brasil, donde se inicia el periodo del repliegue y del exilio, pero también cambiaron en Cuba y no precisamente para bien. Entonces es una etapa de relativa afirmación autoral en el cine de México, pero sin mayor contacto con lo que ocurría en otras partes ni tampoco mayor incidencia en el público de ese país o en el de los otros, pues la caída de los mercados mexicanos en el extranjero prosiguió de manera irreversible. Una de las pocas excepciones es la de Paul Leduc, cuyo Reed, México insurgente y sus documentales Etnocidio: notas sobre el mezquital (1976) y más tarde Historias prohibidas de Pulgarcito (1980), sobre la lucha guerrillera en El Salvador, lo asimilaron, aunque tardíamente, a la corriente promovida en gran medida desde La Habana.

Decíamos que el régimen de Echeverría pudo proyectar una imagen triunfalista de un cine mexicano de autor en expansión. En realidad ese impulso se ve amortiguado desde 1977, en que el gobierno de López Portillo elimina el Banco Nacional Cinematográfico y los productores privados intentan ganar terreno para terminar de hundir poco a poco la vieja y floreciente industria mexicana, mientras que los cineastas independientes se mantienen con dificultades y con un ritmo de producción irregular en la mayor parte de los casos.

En relación con esa etapa hubo, sin embargo, voces muy críticas en México, como la de Jorge Ayala Blanco, quien en su libro La búsqueda del cine mexicano, que cubre el periodo 1968-1972, afirma:

La industria cinematográfica del nuevo régimen da una oportunidad de expresión fílmica a toda una generación de cineastas (cosa inusitada en la historia del cine mexicano), pero al mismo tiempo limita de mil maneras esa expresión. Precensura, poscensura, autocensura y censura por omisión (protección financiera y legal del Gobierno a la perpetuación de los vicios de la industria cinematográfica establecida) siguen dominando el panorama creativo” (Ayala Blanco 1986: 10).

En La condición del cine mexicano, Ayala es, igualmente, muy enérgico y cáustico al referirse a la “generación echeverrista” y a los críticos que la ampararon, dando cuenta de las mediatizaciones y los límites de una producción financiada por el ente estatal en condiciones discriminatorias, aun cuando reconoce logros expresivos como los de Canoa y Cadena perpetua, filmes que analiza con amplitud (Ayala Blanco 1986).

No se puede dejar de mencionar un documental mexicano de 1969, El grito, producido por el CUEC y dirigido por Leobardo López Aretche, quien se suicidó en 1970. El grito registra la movilización que culmina en la matanza de la plaza de Tlatelolco en 1968, durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, y sus imágenes de puño en alto, hechas con pasión y furia, forman el registro fílmico tal vez más acorde con el espíritu del nuevo cine latinoamericano hecho en México en ese tiempo. Según Eduardo de la Vega:

A poco más de treinta años de los hechos que motivaron la realización de El grito, la cinta de López Aretche ha acrecentado su innegable valor testimonial; ello a pesar de las evidentes limitaciones que lastran la mirada del realizador, derivadas a la vez de una pretensión de fidelidad absoluta al registro de los sucesos” (De la Vega 1999: 71).

No es la única cinta alusiva a esos hechos ni tampoco la única de carácter claramente marginal de ese periodo, por supuesto. Allí están también otras, especialmente documentales. Sin embargo, en el balance, lo hecho en México no tiene el mismo peso de lo aportado en otros países, si lo queremos ubicar en el movimiento que se afirma en la segunda mitad de los sesenta.

Haciendo referencia al cine independiente mexicano de la segunda mitad de los sesenta, Lino Micciché parece comentar puntualmente El grito, aunque en realidad los ejemplos que anota previamente son Juego peligroso, Los recuerdos del porvenir, La manzana de la discordia, Familiaridades y La hora de los niños.

Como toda estructura rigurosamente cerrada (se puede pensar en la relación entre Hollywood y el underground en Estados Unidos en los años sesenta), el cine mexicano está originando por contraste un cine marginal de rechazo global, donde bajo el signo de una sugestividad exasperada y polémicamente exhibida están los síntomas de un diálogo imposible: el que la nueva generación de intelectuales mexicanos buscó al inicio de los años sesenta y que fue sofocado en sangre en 1968, con la matanza olímpica de la plaza de las Tres Culturas (Micciché 1972: 127)21.

Ese cine marginal que vislumbra Micciché no se manifestó como tal, pues en buena medida los cineastas aprovecharon los cauces ofrecidos por la industria a cargo del Estado. En tal sentido, El grito queda como una obra un tanto aislada, aun cuando prosiga en México una producción de bajos costos al margen de la industria, tanto la que administra el Estado como la que estaba a cargo de los productores privados.

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