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Todo ello conduce a que el afán de unidad regional que se impulsa en esos años, y que procede de los propios países de la región, tenga un sesgo claramente reivindicativo, independentista (se menciona, incluso, “la segunda independencia” de América Latina), opuesto a la cada vez mayor hegemonía estadounidense en nuestros países. Es un latinoamericanismo de izquierda, aunque en muchos casos sus componentes privilegien lo afectivo por encima de lo ideológico. En el imaginario que se va formando, la idea de “los Estados Unidos de América Latina”, del futuro socialista y otras similares flotan y se extienden. La conocida “Canción con todos”, que popularizó Mercedes Sosa a fines de esa década, es una clara expresión del deseo de unidad, como casi diez años más tarde las canciones “Plástico” y “Siembra”, del panameño Rubén Blades, en los años de lucha del Frente Sandinista en contra de la dictadura de Somoza.

Es verdad que ese sentimiento tenía tras de sí una historia que se expresa en lo político y en lo cultural. Desde los años veinte, los movimientos socialistas impulsan el ideal de la unidad latinoamericana, y luego las editoriales, especialmente las de México D. F. y Buenos Aires, contribuyen a la circulación de la literatura y la ensayística producida en esos y otros países.

Acerca de este proceso, Carlos Monsiváis escribe en Aires de familia:

El clímax de tal actitud es Canto general (1949), de Pablo Neruda, de pretensiones felizmente desmesuradas. A partir de la convicción comunista, Neruda quiere nombrarlo todo de nuevo, concentrar en el poema la América Latina entera: la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia, la voluntad de resistencia, la grandeza de los trabajadores, las esencias nacionales, la revolución. Y el resultado es portentoso, no obstante caídas lamentables en el realismo socialista, el culto a Stalin y el voluntarismo político (Monsiváis 2000: 136-137).

El Canto general y, por cierto, Veinte poemas de amor y una canción desesperada (que no comparte el mismo impulso social que el anterior) constituirán en los sesenta dos de los referentes literarios básicos a nivel de toda la región.

Ese sentimiento compartido juega un rol, sin duda, muy relevante en la propuesta de un cine nuevo que trasciende fronteras y que antes de los sesenta no hubiese encontrado ese fermento, fuera de que tampoco existían esas otras condiciones que hemos reseñado. Ello, sin embargo, no debe llevar a pensar que se vivía en esos años un sueño común y una mística que agrupara a las grandes mayorías. Porque los anhelos latinoamericanistas fermentan en segmentos minoritarios y, casi siempre, con un nivel educativo relativamente alto. Por oposición, los sentimientos nacionalistas arraigados, las aversiones a los ciudadanos de países fronterizos u otros, el repliegue en las tradiciones locales, la sobrevaloración de lo propio, etcétera, siguieron teniendo mucha fuerza, y esos serán algunos de los escollos con los que tropieza la idea y la posibilidad de un nuevo cine a escala regional.

Capítulo II: Cartografías
1. Aparición de los nuevos cines

Hay que establecer la diferencia entre las novedades en el interior de las cinematografías con industria propia y las otras. En el caso de las primeras se produce, si no una situación de vacío propiamente, sí un notorio decaimiento, pero la base tecnológica y logística se mantiene mal que bien. De allí que, de algún modo, en México, Argentina y Brasil hay una cierta continuidad, pese a los cambios. Me explico: los movimientos que surgen en estos países, con alguna excepción, no aspiran a terminar con la industria, sino a modificarla, a darle una nueva orientación. En México no se registra ninguna propuesta que cuestione la existencia de una industria y otro tanto ocurre en Argentina, hasta la aparición del grupo Cine Liberación, que tampoco lo hace de una forma taxativa, pero al menos alienta implícitamente un modelo distinto de cinematografía.

En Brasil tampoco se produce una ruptura con el modelo industrial. Lo que podemos ver en esos tres países es lo que ocurre en otras partes: cuando mucho el deseo de tomar la fortaleza o al menos de tener en ella una capacidad de gestión y de producción en términos distintos a los que se venían ejerciendo. Los nuevos movimientos aspiran a lograr una mayor cuota de libertad creativa, de independencia en el interior del sistema. En México, la solidez del PRI en el gobierno y en toda la administración pública nacional no deja un margen muy amplio a los cineastas jóvenes que van perfilando una nueva imagen de ese cine dentro de una estructura cada vez más atada al Estado. Esto no indica necesariamente censura o mediatización de los proyectos fílmicos, pero sí inevitablemente un cierto compromiso implícito con el Estado favorecedor. En Argentina, la propuesta de los cineastas de inicios de los sesenta tiende a cubrir una franja de la producción, sin aspirar a mucho más que eso. Es probable que el movimiento argentino hubiese alcanzado una vida más larga de imperar allí las condiciones de México. Pero, pese a las ayudas que esos cineastas pudiesen haber tenido, para ellos el reto de enfrentar un mercado difícil resultó mucho más desgastador.

El cinema novo, comparativamente el más orgánico y, sin duda, significativo de todos, se inserta también, con nuevos productores, directores, técnicos y actores, en el sistema de producción brasileño y, un poco a la manera de la nouvelle vague, toma el poder, con la diferencia de que en el caso francés ese poder correspondía a una de las industrias con mayor continuidad y solidez en Europa, lo que no era para nada comparable en Brasil. Es decir, el cinema novo produce un remezón tremendo en una industria débil y le cambia el rostro al cine del país. Aun con las dificultades de comunicación con el público local que varias de las películas confrontan, el cinema novo obtiene una repercusión mediática que no alcanzan los movimientos —digamos— congéneres en México y Argentina.

Es verdad que en Brasil, además, hay figuras líderes que no hay en otras partes. El ascendiente moral que tiene Nelson Pereira dos Santos, el único cineasta “mayor” que se integra a un movimiento, y el peso de Glauber Rocha, de personalidad deslumbrante, no tienen parangón. Rocha que, en palabras de José Carlos Avellar, “vive el cine de manera integral, con la cabeza, con el corazón y con el estómago, lanzando sus diablos sobre el mundo” (Avellar 1991: 102) es —podemos decir— la gran figura no solo del nuevo cine de su país, sino de todo el que se hace en América Latina en esos años. A ello se suma la notoriedad internacional del cinema novo, que se traduce en los reconocimientos festivaleros, los números especiales en revistas europeas y la exhibición relativamente exitosa de algunas de las películas en salas de París y de otras ciudades europeas.

Por otra parte están las nuevas cinematografías o los intentos marginales en países sin una industria fílmica propiamente dicha. En Cuba, que tenía un pasado fílmico relativamente débil, y parcialmente atado a la industria mexicana, se crea el ICAIC a poco de imponerse la revolución, y a partir de allí se forja una pequeña industria centralizada por el Estado y de características totalmente distintas a las que se conocían antes en toda la región. Cuba es un caso aparte y el único en el cual la producción, financiada por el Estado, y realizada por un colectivo de cineastas identificados con la ideología del régimen, no entra en colisión ni con la estructura de producción que se va estableciendo ni con los canales de distribución y exhibición, también a cargo del Estado.

En Cuba se puede hablar de un nuevo cine de un modo literal, pues se edifica una nueva infraestructura, nuevos cuadros técnicos y artísticos, y se elaboran filmes que no tienen precedentes en la isla. En alguna medida, el cine que se hace es la negación de lo hecho antes, su antítesis. Aunque algo parecido se podría decir de la experiencia del cinema novo, este sigue conviviendo en las salas con modalidades fílmicas que venían del pasado, e incluso se pueden detectar nexos con expresiones anteriores, por más rechazados que pudieran estar en boca de sus realizadores. En todo caso, no se produce aquí la ruptura radical que encontramos en Cuba, a tono con el cambio de sistema político-económico.

En Bolivia, el periodo está marcado por un realizador, Jorge Sanjinés, cuyas películas le dan por primera vez proyección internacional al cine de ese país mediterráneo. El de Sanjinés es uno de los nombres más distinguibles en el panorama del cine de los años sesenta, y, por un tiempo y más allá del carácter de denuncia política de sus filmes, es el cineasta boliviano, pues su nombre representa al cine de su país. En Chile hay un movimiento documental y, luego, algunas propuestas ficcionales que se materializan en los últimos años sesenta y que coinciden con los festivales de Viña del Mar, a partir de lo cual se habla del nuevo cine chileno.

En Uruguay, con una sólida tradición cineclubista y crítica, pero sin producción fílmica, hay un brote de cine militante y no hecho en función de las salas comerciales, similar a lo que ocurre en Colombia, país en el que asimismo se manifiesta una corriente documental no directamente asociada a fines de denuncia o agitación. Venezuela es otro país que registra una producción, sobre todo documental, que se asimila a los vientos que soplan en esos tiempos.

Veremos más en detalle lo que ocurre en cada país, antes de establecer si es factible una articulación de esas corrientes y de algunas otras.

2. Los países con industria fílmica
2.1 Las rupturas en Argentina

A diferencia de lo que ocurre en otras partes, la experiencia argentina es sui géneris. Es decir, en otras partes hubo un movimiento, una corriente o un impulso más o menos focalizado, más o menos unitario, más o menos homogéneo o, incluso, un movimiento de las proporciones del cinema novo que opaca a otro que aparece posteriormente en Brasil. Incluso en México, donde la corriente que aporta cambios es más imprecisa, hay comunes denominadores que permiten acotar ciertos linderos en los que se enmarca.

En cambio, en Argentina hay, por lo menos, tres momentos o, más bien, tres emprendimientos, independientes uno de otro, que configuran pequeñas constelaciones. El primero se perfila hacia 1960, y es el que se conoce como Generación del Sesenta, a la que se llamó en su época el Nuevo Cine Argentino, cuya duración se extiende hasta 1965. El segundo corresponde a la tendencia del cine político que surge en 1968 con La hora de los hornos y que se prolonga hasta 1975-1976 con las películas de Raymundo Gleyzer y otros, antes de que la dictadura militar que se inicia ese último año termine prácticamente con la vida de ese cine y de algunos de sus miembros, como Gleyzer, uno de los “desaparecidos” en ese primer año aciago del último régimen militar que ha gobernado Argentina. El tercero se ubica de 1969 a los primeros años setenta, aunque aquí resulta más difícil señalar una fecha aproximada de cierre. Es el que moviliza el conocido como Grupo de los Cinco, formado por Alberto Fischerman, Ricardo Becher, Raúl de la Torre, Néstor Paternostro y Juan José Stagnaro.

Es preciso referirse al marco político y cinematográfico de Argentina en esos tiempos para ubicar en ese contexto el surgimiento de esas tendencias. Después de la caída del gobierno de Perón en 1955, el país se ve sumido en un largo periodo de inestabilidad institucional. En 1958 es elegido presidente el radical Arturo Frondizi, después de un accidentado gobierno a cargo de la administración militar, pero en 1962 otro golpe cierra esa experiencia política. En 1963 hay una nueva elección en la que sale ganador el también radical Arturo Illia (el peronismo estaba proscrito) y, una vez más, un golpe lo desaloja de la presidencia en 1966. Habrá que esperar hasta 1973 para que el Partido Justicialista llegue al poder, como anticipo de la etapa más cruenta de la historia argentina del siglo XX.

En 1957 se emite un decreto ley que crea el Instituto de Cinematografía y un fondo de fomento que se aplica con criterios muy conservadores y que no favorece, propiamente, al movimiento del Nuevo Cine Argentino. Paralelamente la industria local venía decayendo ostensiblemente. Con tres nuevos canales televisivos en Buenos Aires a fines de los cincuenta, hay una notoria disminución de la asistencia del público a las salas, y la producción se reduce a 32 títulos, en 1958, y a 23, en 1959, frente a un promedio cercano a las quinientas películas extranjeras (Maranghello 2004: 150). En esas circunstancias va apareciendo un puñado de cintas que supone el ingreso a la producción de un grupo de realizadores que, con alguna excepción, no provenían de los cuadros subalternos de la industria, como había ocurrido habitualmente.

Igual que en otras partes, estos realizadores, que procedían de la crítica o de la actividad intelectual, rechazan casi en bloque el pasado de la cinematografía nacional. Casi en bloque porque hay dos directores previos cuya obra constituye una suerte de puente con lo que traen los nuevos directores. Ellos son Leopoldo Torre Nilsson, hijo —como hemos visto— de uno de los cineastas más prestigiosos de la etapa clásica de la industria argentina, y Fernando Ayala, de reciente aparición en esa cinematografía con El jefe (1958) y El candidato (1959). Torre Nilsson había realizado ya la parte más enjundiosa de su filmografía (La casa del ángel, Fin de fiesta, El secuestrador y La caída; poco después vendría La mano en la trampa).

Torre Nilsson y Ayala aportan filmes que incorporan un punto de vista personal y un estilo visual y narrativo más afín con las preocupaciones autorales que en ese entonces sacudían los predios de la crítica y del cineclubismo, así como espoleaban a diversos realizadores en otros lugares del mundo. Con la perspectiva del tiempo no es posible suscribir la posición de rechazo estético al cine que precedió a la obra de Torre Nilsson y de Ayala en los años cincuenta (y al de las décadas previas), pues hay muchas películas de la etapa clásica que han sido revaloradas y, probablemente, otras lo sean más adelante. Pero, en todo caso, ellas estaban más ligadas a un cine de estudio y a una política de temas o géneros, algo semejante a lo que ocurre en México, donde también hubo un rechazo casi general del cine anterior, y, por cierto, a Estados Unidos, de donde surge el concepto de “cine de estudios” y la política de géneros que se imponen. No por nada el modelo hollywoodense es el que se reproducirá, con todas las distancias y diferencias que quepa hacer, en buena parte de las cinematografías del mundo. México y Argentina no fueron las excepciones.

Por cierto, ese es el periodo en el cual se acentúa la crisis de la industria argentina, situación que favorece la irrupción de propuestas fílmicas antes difícilmente incorporables a las políticas de las grandes empresas.

Sobre este punto, Abel Posadas advierte:

Hubo una diferencia tajante entre el cine de estudios y el que vino después. El cine viejo fue el culpable de todos los males para quienes pretendían organizar un cine nuevo. No se tuvo en cuenta que, además de la producción estándar, el estudio había educado visualmente y durante tres décadas, no solo al país sino también a los habitantes de Iberoamérica (Wolf 1992: 238).

En La obra de Ayala y Torre Nilsson en las estructuras del cine argentino, Tomás Eloy Martínez señala:

La revolución del 55 estableció una desorientación general en la industria, agravada por luchas de facciones internas dentro de ella y cerrada por una crisis que mantuvo paralizada a la producción durante parte del 56 y casi todo el 57… Dentro de tales estructuras industriales se formaron y realizaron su obra Leopoldo Torre Nilsson y Fernando Ayala. Los dos implican una reacción fuerte contra las corrientes comerciales previas y un viraje hacia el examen sistemático de la realidad argentina más profunda; los dos están apuntalados por una formación estética y profesional sólida, por una voluntad de independencia industrial… Entendidas como punto de partida para un cine argentino distinto, sus obras parecían implicar así no solo un cambio, sino también una profecía (Martínez 1961: 13-14).

En todo caso, en La casa del ángel o en Fin de fiesta, en El jefe o El candidato, se advierte una clara inflexión, pues no están atadas de la misma manera a esos condicionamientos de la industria que los productos de la etapa clásica. En ese sentido, las películas de los nuevos directores prolongan o extreman las propuestas de los nombres citados, principalmente en dos líneas: una, de carácter más testimonial o social, representada por las que dirigen el actor chileno afincado en Buenos Aires Lautaro Murúa (Shunko, Alias Gardelito), el santafecino Fernando Birri (Tire dié, Los inundados) y el porteño José Martínez Suárez (Dar la cara). La otra tiene un sesgo más intimista, volcada a relaciones de pareja (Los jóvenes viejos, de Rodolfo Kuhn, o Prisioneros de una noche, de David José Kohon) o a la persistencia de experiencias del pasado, como en la obra de Manuel Antín (La cifra impar, Circe, Intimidad de los parques).

En el contexto de la Generación del Sesenta, aunque sin pertenecer al grupo impulsor, surge un nuevo realizador, venido de la actuación, Leonardo Favio, que con Crónica de un niño solo (1965), hace una película sorprendente por el rigor de un tratamiento que le debe mucho a la estética de Robert Bresson y que aventaja en talento creativo al grupo representativo de la Generación del Sesenta. Más adelante veremos cómo las fuentes del cine de la modernidad, de las nuevas olas europeas y, por cierto, del neorrealismo italiano influyeron en las formas expresivas de los cineastas argentinos y también de otros. Por el momento, quiero dejar consignada esa atadura que no es, necesariamente, un lastre, como lo demuestra de manera ostensible la filmografía de Favio.

Gustavo Castagna señala en torno a esa generación:

Dos hechos incentivaron a los futuros realizadores que, a comienzos de la década del cincuenta, convergían en las butacas de las recién nacidas salas de arte y ensayo. Por un lado, el derrocamiento de Perón desencadenó una aparente libertad que los jóvenes espectadores de Gente de Cine y Núcleo interpretaron como condición y paso previo antes de colocarse tras las cámaras. El otro factor estaba relacionado con el momento que vivía nuestro cine y consistía en la caída irremediable de los estudios cinematográficos de décadas pasadas… Además, la pérdida de los mercados a manos de México comenzaba a notarse en una economía desprotegida y también imposibilitada de estimular a una política de defensa del cine nacional (Wolf 1992: 245-246).

En el caso de los realizadores del Nuevo Cine Argentino de los sesenta hubo un intento auténtico de búsqueda de una expresión personal, claramente diferenciada de lo hecho antes, y para ello el recurso de unos modos de narrar que demostraban validez en otras partes parecía legítimo. Más aún, cuando se trata de un grupo de cineastas de clase media cultivada, formado en una tradición cosmopolita y, especialmente, europeísta como la argentina.

El propio Castagna apunta en otro texto:

La breve historia de la Generación del Sesenta —aproximadamente de 1958 a 1965— muestra diferencias temáticas y formales entre la mayoría de sus títulos representativos. Desde la apelación a un neorrealismo provincial y de denuncia que no omite el sarcasmo en Los inundados (1962), de Fernando Birri, hasta los personajes con conflictos existenciales derivados del cine de Michelangelo Antonioni en Los jóvenes viejos (1962), de Rodolfo Kuhn, pasando por las problemáticas de la Gran Ciudad, ahora gris y melancólica que se ve en Tres veces Ana (1961), de David José Kohon, o en Los de la mesa diez (1963), de Simón Feldman, por no hablar del ajuste de cuentas con el cine de los estudios, la corrupción en el deporte y el debate universitario en Dar la cara (1962), de José A. Martínez Suárez, o la revisión feroz y crítica de ciertos ambientes míticos que identificaban a la Argentina de décadas anteriores en Alias Gardelito (1962), de Lautaro Murúa (Peña 2002: 107).

Añade Castagna:

En estas películas de la Generación del Sesenta, y no son las únicas de aquel entonces, se refleja un amplio y heterogéneo abanico de pretensiones estéticas y temáticas. Por eso es imposible reducir este periodo de nuestro cine a una uniformidad de criterios de puesta en escena. Los directores de la Generación del Sesenta, en ese sentido, conformaron un grupo disperso, sin objetivos claros… Sin embargo, constituyeron la primera época de nuestro cine donde los procedimientos fílmicos y las discusiones de las obras importaban más que el glamour actoral y el apoyo inmediato del público (Peña 2002: 107-108).

Sin embargo, la experiencia de esta generación terminó siendo frustrante. Además de las dificultades de financiación que no se vieron aliviadas por un fondo de fomento que favoreció a los productos de la Argentina Sono Film, la poderosa empresa de la familia Mentasti que sobrevivió a la crisis de los cincuenta, aunque con menos fuerza que antes, las cintas de los nuevos realizadores tuvieron un público muy limitado (no podía ser de otra manera por el carácter de las propuestas) y serios problemas para trascender el mercado local. El estrangulamiento económico terminó, entonces, con esta iniciativa, hasta ese entonces inédita, en la historia del cine argentino.

Sobre este punto, Paula Félix-Didier afirma:

La renovación de los sesenta se planteó en términos estéticos y expresivos, pero no en relación con las estructuras de producción y exhibición: la atención estaba puesta en cambiar las películas en el supuesto de que la industria se actualizaría con la simple incorporación de los nuevos talentos… Nunca se planeó una alternativa al circuito tradicional, al que tampoco se logró obligar a aceptar las películas argentinas que a priori juzgaba poco rentables o inconvenientes para sus intereses (Peña 2002: 17).

Por su parte, Marcelo Cerdá resume el aporte de la generación así:

Fue un cine independiente en conflicto con el modo de producción industrial y en desamparo frente a la distribución y la exhibición; un cine de autor, inaugurador del discurso que reclama para sí el derecho a la autonomía expresiva. Hizo suyo el compromiso con la realidad del entorno, la narración de su contemporaneidad en tramas predominantemente urbanas, de enfoque grupal o generacional; indagando en los desajustes de una modernidad indigente, no hizo propia sin embargo la representación de un sujeto colectivo generador de una praxis concreta. Fue suya una política de la imagen que hizo de la misma objeto de experimentación y de reflexión crítica. Abordó con valor la disyuntiva propia de la época. Según el modo en que la salvaran, las trayectorias se distanciarían en adelante: la militancia, el ostracismo, la docencia, la persistencia tenaz en un cine de autor, la concesión al cine de la industria, el exilio y la muerte (Lusnich y Piedras 2011: 344).

En el Festival de Viña del Mar de 1967 estuvieron presentes algunos argentinos de la Generación del Sesenta (Feldman, Kohon, Kuhn), y allí se vieron dos o tres filmes de su cosecha. En ese contexto y de manera tácita estaban “incluidos” dentro de ese nuevo cine que prácticamente allí se inaugura. Pero dos años y medio más tarde, en la siguiente edición de ese festival, esos cineastas y sus películas, que ya eran cada vez más aisladas en 1967, no aparecen, salvo una, Breve cielo, de Kohon, que es casi ignorada en un contexto en el que no tenía cabida un cine de carácter intimista como el que se expresa en ese filme. Asistió sí el entonces crítico y más adelante realizador y novelista Edgardo Cozarinsky, pero ajeno del todo al militante equipo argentino que dominó el festival. Como que el cine de la Generación del Sesenta, con algunas pocas excepciones, fue excluido del movimiento del nuevo cine que se gestaba y ya no aparece más en balances o reseñas relativas al movimiento, cuyos inicios, por otra parte, empiezan a cifrarse para algunos en 1963 y para otros en 1965. No hubo, al respecto, ni hay todavía el menor consenso en lo que se refiere al posible punto de partida del movimiento y no faltan quienes lo sitúan en la aparición de Río, cuarenta grados, de Pereira dos Santos, en 1955.

Antes de pasar a la segunda corriente argentina, cabe destacar el rol desempeñado por Fernando Birri al margen de la Generación del Sesenta, primero porque su primer mediometraje (prácticamente un largo en su primera exhibición), Tire dié, es anterior a ella, y especialmente porque esa cinta señala un derrotero que más adelante será retomado, precisamente, por quienes postulan un cine de carácter básicamente documental, aunque con una instrumentalización política e incluso partidaria, que va más allá de las propuestas de Birri. Si hay un cineasta argentino que será reivindicado por las tendencias más radicales de la segunda mitad de los sesenta, ese es precisamente el santafecino Birri, a quien además se le ha llamado el “Padre del Nuevo Cine Latinoamericano”. Al respecto, Juan Pablo Silva afirma:

Existe cierto acuerdo entre cineastas y estudiosos del cine en que la búsqueda por realizar una cinematografía realista, crítica y popular impulsada por Birri y su grupo es uno de los elementos precursores de lo que más tarde se llamaría nuevo cine latinoamericano, y que el documental Tire dié constituye un punto de referencia ineludible para los cineastas de la región que buscaban nuevas formas de expresión cinematográfica (Silva 2011: 3).

Entonces el segundo emprendimiento a destacar es el del cine político que inaugura La hora de los hornos, de Fernando Solanas y Octavio Getino, y que responde al proceso de radicalización política que se vive en el país a fines de los sesenta en plena dictadura militar. El grupo Cine Liberación, que encabezan esos dos cineastas adscritos a los cuadros de la izquierda peronista, no tiene por objetivo ingresar al sistema tradicional de producción, y tampoco lo hubiera logrado en las condiciones políticas del momento. Apunta a un público distinto y a una metodología diferente. Hay una teoría detrás de la propuesta de La hora de los hornos, que se enuncia en la tesis de un tercer cine, opuesto a los productos regulares de la industria (primer cine) y a las películas de autor (segundo cine). Aun cuando reconocen la superioridad ética y estética del “segundo cine”, lo consideran finalmente inválido como manifestación de una pequeña burguesía que no encaja con las expectativas y necesidades del pueblo14.

De cualquier modo, La hora de los hornos, que se divide en tres partes y dura cuatro horas, tiene una primera parte expositiva que se vale de los recursos de la estética publicitaria y de procedimientos visuales de choque, en alguna medida próximos a los que emplea el cubano Santiago Álvarez, para producir un efecto emocional de sacudimiento. La segunda y tercera parte son reportajes testimoniales tratados de otra manera. Las propuestas del grupo Cine Liberación privilegiaron el documental, como igualmente lo hicieron otros grupos, y no solo en Argentina, en esos años. Sobre La hora de los hornos, Juan Pablo Silva afirma:

Aunque es una obra abierta en su conjunto, esto no significa que en ella encontremos una plurisignificación, ni mucho menos una multiplicidad de lecturas posibles. La hora de los hornos es marcadamente inequívoca e incluso panfletaria… exhorta continuamente al espectador, está estructurada de forma ensayística utilizando una serie de citas de importantes intelectuales (como Sartre, Fanon o Césaire)… El documental recurre a una retórica audiovisual-textual que tiene como fin generar la toma de conciencia a través del uso de la pantalla en negro… En otros momentos, la voz en off desempeña un rol de anclaje, restringiendo la polisemia de las imágenes y produciendo un efecto desmitificador (Silva 2011: 9)15.

Después de La hora de los hornos, el grupo Cine Liberación hace otros filmes, entre ellos El camino hacia la muerte del viejo Reales, de Gerardo Vallejo, o Los hijos de Fierro, de Solanas, que combinan la ficción y el documental, siempre en función de llegar a la conciencia de los espectadores, pero sin repetir la forma del primer filme, que se reproduce más bien en el formato del corto.

Ana Laura Lusnich afirma:

Otro problema que nos interesa exponer se vincula a las disputas culturales que en el mundo entero caracterizaron las décadas del sesenta y setenta, las cuales en el medio cinematográfico nacional y regional aparecieron inscritas en una serie de términos dicotómicos que enfrentaban las nociones de universalismo/regionalismo, vanguardia/tradición, documental/ficción. Respecto de estos debates, los filmes emblemáticos del grupo Cine Liberación manifiestan estas tensiones de forma periódica y productiva, explorando las alternativas que ofrecen los registros documental y ficcional para el testimonio y la crítica de las coyunturas históricas… (Lusnich 2009: 52).

Según Paranaguá:

El tercer cine tuvo más seguidores en Europa y Norteamérica —entre algunos tercermundistas de imaginación febril y generoso voluntarismo— que en Argentina y en América Latina. En general, la adhesión al tercer cine parece inversamente proporcional a la productividad: en México o en Francia sirve de caución a un cine militante que vegeta en la marginalidad y desaparece en cuanto el documental social adquiere visibilidad. Lejos de inaugurar un movimiento, el tercer cine entierra el cadáver del Nuevo Cine Argentino, cuyas expectativas ya estaban frustradas (Paranaguá 2003: 214).

399
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9789972453267
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