Читать книгу: «La luna de Gathelic», страница 3

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―Punto número 1. Ataque a las minas ―dijo en voz alta. Se armó un gran revuelo instantáneo.

―¿Ataque? ¿Cómo que ataque? ―susurraban los consejeros a su alrededor.

Taras, sorprendido, volvió a leer el mensaje que tenía entre las manos. Al parecer no iba a tener que esforzarse en preguntar mucho; le iban a responder a su pregunta ahora mismo. El Gran Líder murmuró algo a su mayordomo y este se levantó y caminó hasta la presidenta para entregarle un papel. La presidenta lo tomó y leyó en voz alta las palabras del líder.

―Estimado Consejo, la pasada noche, las minas de Gathelic fueron atacadas ―comenzó, a la vez que se hacía el silencio en la sala―. Según los mineros que han testificado, dos personas entraron por la noche en uno de los emplazamientos mineros mientras estos dormían. Fueron sorprendidos en el acto y perseguidos hasta la salida, por lo que no pudieron llevarse nada ni hacer lo que vinieran a hacer. Causaron destrozos en la puerta, pero no hubo heridos.

Más murmullos se sucedieron en la sala.

―Por el momento no estamos seguros de quiénes son ni del motivo, pero se están llevando a cabo investigaciones. Se trata de una zona estratégica, y como saben, una fuente de recursos necesarios para nuestra economía. Es una situación grave, ya que acciones como estas vulneran nuestra autonomía y posición con respecto al continente.

Los consejeros se giraban y se lanzaban miradas entre ellos, parecía que más de uno tenía algo en mente. La mención al continente servía para darle la relevancia necesaria a la noticia. Gathelic, que había conseguido ser independiente del continente tras un largo período de guerra y desacuerdos, valoraba por encima de todo su autosuficiencia y autoabastecimiento. Sin embargo, tras décadas de independencia efectiva, la relación con el continente seguía siendo tensa y a la vez necesaria. Cualquier situación que hiciera peligrar la frágil estabilidad del sistema se convertía inmediatamente en un asunto de máxima prioridad. Si las minas de Gathelic habían sido atacadas, podía significar muchas cosas, y desde luego, ninguna era buena para Gathelic.

La presidenta terminó de leer y dobló el papel, pero continuó hablando:

―Creo que no tengo que recordárselo, pero es de vital importancia que colaboren lo máximo posible los próximos días con la investigación. Se llevarán a cabo algunas entrevistas con los consejeros. No se preocupen, cualquier información nos puede ser útil. Se les notificará en sus cámaras de la hora y fecha convenida para la entrevista.

Los consejeros elevaban la voz y hablaban entre ellos agitados. Hacía mucho tiempo que se les interrogaba por última vez y, por la expresión de sus caras, muchos no estaban contentos. La presidenta volvió a hablar para hacer callar a la sala y pasar al siguiente punto del día. Sin embargo, encontró muy poco entusiasmo y las intervenciones fueron mínimas y muy escasas. En menos de media hora, la reunión se disolvió y los consejeros salieron a gran velocidad. Nadie quería quedarse a hablar o negociar después de la noticia. Taras salió también sin decir nada a nadie, arrugando el papelito en la palma de su mano, como si quisiera hacerlo desaparecer.

V

LA MUERTE ES LA ÚLTIMA SOLUCIÓN

Kiru sabía que había sido buena idea separarse de Leah y Sam para despistar a sus perseguidores. Buscaban a dos mujeres y un niño, y sería mucho más fácil pasar desapercibidas por separado. Efectivamente, un par de veces había pasado cerca de un guardia de seguridad que la había ignorado por completo. No encajaba en el perfil que buscaban. A veces era tan fácil…

Aun así, se preocupaba por Leah y Sam y esperaba que les estuviera yendo bien. No se los había encontrado en ningún momento desde que se separaron, lo que le parecía algo extraño. Llevaba todo el día deambulando por las calles de Gathelic entre la multitud. Había cambiado su chaqueta por otra más sucia, más rota y que le estaba más apretada en cuanto había encontrado a alguien lo bastante iluso para aceptar. Había cambiado una moneda por otro panecillo e incluso había robado un poco de fruta en un puesto de la plaza. Caía la noche y la luz rojiza de la luna empezaba a bañar las calles del barrio Oeste. No se había atrevido más que a pasar brevemente por una de las calles principales del barrio hasta ahora. No estaba segura de qué hacer. Por un lado, había evitado el barrio a plena luz del día, temerosa de que los guardias supieran donde se dirigía y la esperaran allí; pero, por otro lado, una parte de ella no estaba segura de si acudir a la cita o no.

A Kiru le habían dado un mensaje claro cuando la habían convencido para esconderse en ese frigorífico: tenía un destino pactado y una persona de contacto, pero hasta ahora no había sido consciente de lo que hacía realmente. Había huido de la cultura de su ciudad natal, Sertis, para unirse a los liberales de Gathelic. Y no solo eso, sino también para buscar al Maestro del Eco. Todavía no se lo creía, ni estaba preparada para dar el paso. Si bien era cierto que llevaba mucho tiempo usando sus habilidades en secreto en Sertis, especialmente en momentos de necesidad, nunca se había considerado parte del Eco. Sin embargo, cuando conociera al gran Maestro, no habría marcha atrás.

Con el anochecer, en cambio, sus pasos la habían llevado de manera casi inconsciente al barrio Oeste. Aunque podría encontrar un lugar donde dormir, no estaba segura de que pudiera posponerlo mucho más tiempo. Tarde o temprano la encontrarían. Su única opción después de haber llegado tan lejos era buscar al Maestro. Y todavía se resistía.

En una calle cercana, oyó a unos muchachos hablar pargui mientras bebían licor de arroz y se dio cuenta por la conversación de que uno de ellos debía de vivir cerca del lugar que estaba buscando. La localización que acababa de mencionar coincidía exactamente con la que le habían descrito. Debía buscar la casa en la que el consejero proveniente del barrio Oeste había vivido. Junto a ella, estaba la escuela del maestro, escondida a ojos de la gente normal. Solo los aprendices del Eco, se decía, podían ver el lugar y encontrar la puerta de la escuela.

El chico se quejaba de que el nuevo consejero llevaba ya meses en el Consejo y todavía no había hecho nada por el barrio. Mientras tanto, su abuela, que vivía enfrente de él, había empezado a recibir hogazas de pan cada mañana. «Qué derroche,» decía el chico, «hogazas enteras para ella sola». Kiru estaba segura de que se refería al lugar que buscaba, y decidió acercarse. Para hacer tiempo, se acercó al puesto y gastó su última moneda en un vaso de licor de arroz. Los chicos le hicieron espacio entre sonrisas y pasados unos minutos volvieron a hablar de la abuela del consejero en parghi. Kiru, fingiendo desinterés, preguntó sobre la abuela para saber más acerca del sitio que tenía que encontrar más adelante: la puerta escondida del Maestro.

―No sé qué hace con una hogaza entera la señora, cada día ―insistía el chico que vivía enfrente de ella, que se había presentado como Jink.

―¿Igual vive con alguien más? ―dijo otro de los chicos.

―No, no hay nadie más que salga de esa casa ―dijo otro.

―¿No se la da a algún vecino? ―preguntó Kiru, integrándose en la conversación.

―No vive nadie allí más que yo. Tan solo hay una casa abandonada y al otro lado la antigua escuela que se quemó ―respondió Jink―. Te digo que la anciana lo tira. Desde que su nieto está en el Consejo se le ha subido a la cabeza, ya no se da cuenta de nada…

―¿Y cómo es la casa abandonada? ―preguntó Kiru con una sonrisa―. ¿Hay fantasmas?

Los chicos se rieron, excepto Jink, al que parecía asustarle un poco el tema.

―No, ¡claro que no hay fantasmas! ―dijo Jink, con la voz algo alterada.

―Bueno, Jink ―dijo otro chico―. Cuéntale lo que has escuchado y visto allí alguna vez. Si eso no parecen fantasmas…

―No, pero eso no… ―comenzó a excusarse Jink.

―¿Qué escuchaste? ―preguntó Kiru, mirándolo fijamente.

―Nada, probablemente fuese algún animal o alguien buscando cobijo de la lluvia, no hay que darle más importancia…

―¡Pero si viniste aquí corriendo muerto de miedo! ―se rio otro de sus amigos.

―Me encantan las historias de fantasmas. ―Kiru le sonrió, buscando la complicidad para sonsacarle.

―Pues me pareció oír unos ruidos, como de madera crujiendo, pero bueno, que esto es muy normal cuando llueve…

―Y viste la casa mutando ―añadió otro de sus amigos, burlándose también―. Dijiste que la ventana del piso de arriba se había derretido y caído al suelo, ¡para después volver a aparecer!

―¿La ventana del piso de arriba? ―repitió Kiru, pensativa. Se le estaba ocurriendo la manera de entrar a la casa.

―Probablemente lo soñé, ¿vale? ―insistió Jink, enfadado y tratando de cambiar de tema―. Lo importante es que, si la abuela del consejero está derrochando comida, podíamos hacer algo. Podíamos comer los cuatro con esa hogaza; ella ya tiene bastante comida ahora que vive de las rentas de su nieto.

―¡Y será como recibir lo que nos debería de estar dando el consejero a estas alturas! ―se sumó otro.

―¡Eso! ―dijo el tercero levantando el vaso―. ¡A por la hogaza!

Kiru brindó con los demás, abstraída, trazando un plan. Pasado un rato, decidió que era momento de despedirse y se inventó una excusa. Prometió volver otro día y se marchó doblando la esquina del callejón. Ahí se escondió pegándose a la pared y escuchó su Eco:

La vibración de la luz rojiza de la luna iluminando las piedras del suelo. El murmullo de los vecinos que cenaban en sus casas. Los últimos carros que pasaban a varias calles de distancia, haciendo crujir la madera de las ruedas. El sonido de los vasos entrechocando en el puesto de comida. El dueño limpiando algunos que le devolvían. Las risas del grupo hablando de ella con palabras lascivas. Kiru apretó los dientes. Pasaron unos quince minutos hasta que los chicos se cansaron de beber y se despidieron por fin. Kiru seguía escuchando. Eco. Bromas sobre los fantasmas de la casa embrujada. Los pasos de Jink alejarse.

Kiru se puso la capucha de su nueva chaqueta, que no le cubría del todo bien, y comenzó a seguir a Jink por el callejón paralelo, sin dejar de sentir su trayectoria. Lo siguió durante una decena de calles hasta que llegaron a la calle en la que vivía. Kiru reconoció enseguida la escuela quemada. Un edificio enorme, que en otros tiempos había sido un lugar importante para el barrio, que había albergado a cientos de niños. Claramente construido en otra época más lujosa, quedaba ahora destartalado, mugriento y ennegrecido por el humo, con la maleza creciendo entre las paredes y cubriéndolo entero. Kiru se preguntó por qué no habrían construido otra escuela para sustituirla.

Más adelante estaba Jink, parado frente a la puerta de su casa, buscando una llave que parecía no encontrar. Kiru giró la cabeza hacia el otro lado de la calle y vio una pequeña casa cuidada, recién pintada de azul, con las luces encendidas. Era seguramente la casa de la abuela del consejero. A su lado derecho, estaba la casa abandonada que había mencionado Jink, tan triste como el colegio quemado, o incluso más. La casa parecía haber sufrido un derrumbamiento: las columnas yacían tumbadas entre muchos escombros y suciedad, bloqueando el acceso. El sitio no parecía muy alentador, si de verdad era el correcto. Kiru dudó. Tal vez se había equivocado después de todo.

Esperó a que Jink entrase a su casa y cerrase la puerta antes de adentrarse en la calle. En silencio, pasó por delante de la escuela y se situó de espaldas a la casa de Jink. Observó la casa de enfrente, abandonada, pero imponente de todas formas. Derrumbada y en la oscuridad, nada parecía moverse en su interior. Las hojas de los árbustos que se habían comido el jardín delantero se movían con el viento. Miró la ventana del piso superior, la que Jink había mencionado en su historia, y escuchó. Eco.

Los ruidos de la noche la invadieron. Unos transeúntes que pasaban por una calle cercana, las hojas de los árboles y entrechocando, la vibración de la luz en la casa azul de la abuela del consejero. Ruido de platos. Alguien comiendo. El entrechocar de sus dientes. Unos golpes que parecían de las botas de Jink al ser tiradas al suelo sin cuidado. Sus pasos arrastrando los pies hacia la escalera que conducía al piso superior. Los peldaños crujiendo. Kiru sacudió la cabeza. No le interesaba Jink. Trató de concentrarse en la casa derruida que tenía delante. Se esforzó más.

Silencio. Nada. No oía absolutamente nada. Estaba completamente vacía. Nada se movía dentro, ni siquiera la madera crujía. Pensó, preocupada: «¿Se habría equivocado de lugar? ¿No debería haber algún sonido?». No podía ser… hasta las casas vacías emitían sonidos.

Un maullido la sobresaltó. Giró la cabeza y buscó en las sombras. Un gato entró de un salto en su línea de visión. No lo había visto venir. ¿Lo había pasado por alto en la oscuridad? Pero lo debería haber oído llegar. El gato, con el pelaje negro, se estiraba entre los arbustos de la casa. Su silueta se vislumbraba con dificultad, recortada contra la oscuridad de la casa, ligeramente iluminado por la luna rojiza. Kiru recordó las historias de supersticiones absurdas relacionadas con gatos negros que se contaban en su tierra natal. Esbozó una sonrisa; para ella era una buena señal.

Se decidió a dar un paso hacia el gato, que paró inmediatamente de rascarse. El gato la miró, con sus enormes ojos amarillos. Kiru dio otro paso, tratando de acercarse, pero el gato dio un salto hacia atrás y desapareció. Kiru escudriñó las sombras. No veía nada. ¿Dónde se había metido? Escuchó. Buscó el Eco. Pero no oía nada otra vez. Absolutamente nada.

Parecía que el gato había vuelto por donde había venido. Recordó la historia de la ventana que se derretía que había contado Jink. ¿Era real el gato o lo habría imaginado?

Se quedó mirando a la oscuridad por la que había desaparecido el gato, confusa. La dirección era correcta, y probablemente sería algo relacionado con los poderes de la tierra. Pero ¿una ilusión permanente? ¿Una casa que se mantuviera oculta durante décadas? Desde luego, era el ejemplo de poder más impresionante que había visto. ¿Cómo se entraba? No le habían dado instrucciones, ninguna contraseña ni ningún Consejo para entrar. Si intentaba entrar ahora mismo, encontraría ruinas solamente. Necesitaba encontrar la manera de pasar a través de la ilusión, de hacerle ver a quien hubiera dentro que podía bajar la barrera.

Un crujido sonó a su espalda. Kiru se dio la vuelta, maldiciendo en voz baja. Un sorprendido Jink abría la puerta de su casa.

―¿Tú…? ¿Eres la chica del bar?

Kiru suspiró.

―Sí, hola, es que pasaba por aquí…

―¿Me has seguido?

―No, no, es que… ―buscó una excusa―. Me he quedado intrigada con la historia de la casa abandonada y…

―¿La casa? ―Jink esbozó una sonrisa, de pronto muy seguro de sí mismo―. No hacía falta que me siguieras, te hubiera traído yo mismo. Pasa, te puedo contar lo que quieras de la casa de enfrente.

―Ehm, no, yo solo…

―No seas tímida, venga…

Jink la agarró del brazo, tirando de ella hacia dentro de la casa, demasiado feliz. Kiru lo miró a los ojos y se dio cuenta de que estaba borracho. Se resistió.

―No, de verdad que no.

―Venga ―repitió este―. Que no muerdo.

Jink tiraba con más fuerza de su brazo y su sonrisa desaparecía. De manera agresiva, la agarró con la otra mano también y le clavó las uñas.

―Pasa ahora mismo. Has venido hasta aquí, y ahora te voy a dar lo que buscabas, maldita…

El corazón de Kiru se aceleró e instintivamente volvió a buscar su Eco. Se concentró mientras las uñas de Jink se clavaban en su piel. Escuchó.

El crujir de la madera de la casa de Jink. El agua hirviendo en una olla que se había empezado a preparar. El eco de sus palabras en la calle solitaria. La fricción de sus zapatos contra el suelo de madera. Las uñas de Jink, arrancando con más fuerza su piel. La saliva de Jink, escupiendo insultos. Sus facciones crispándose. Kiru cediendo a la presión en sus brazos y dando un paso adelante, adentrándose en la casa en contra de su voluntad. No. NO.

El corazón de Jink, latiendo, deprisa. Se concentró en él, a la vez que Jink le escupía en la cara. Insultos resonando en la distancia. Jink estaba gritando algo que Kiru no podía oír. Su corazón comenzaba a pararse. Jadeos. La presión sobre los brazos de Kiru relajándose. Dolor en el pecho. Los ojos de Jink abriéndose, notando lo que estaba sucediendo. Un grito, respiración entrecortada. Su corazón, cada vez más lento. Jink la soltó y cayó de rodillas. Kiru se cayó hacia atrás. El ruido de ambos contra el suelo. El sufrimiento de Jink... Ya casi estaba.

De pronto, una explosión dentro de la casa de Jink la hizo perder la concentración. Todo el resto de los sonidos volvieron a ella de golpe, abrumándola. Jink gritaba mientras se recuperaba en el suelo. Una olla en la cocina ardía en el interior de la casa. Jink salió corriendo a apagar el fuego y escapar de ella. Su corazón volvió a latir más deprisa. Los gritos de Jink, los pasos de gente que se acercaba, alertada por el ruido de la detonación.

Varias personas pasaron por encima de Kiru, casi pisándola. Estaba aturdida. ¿Qué había estado a punto de hacer? Alguien se situó a su lado y le habló:

―Levanta, rápido, mejor que salgamos de aquí.

Kiru miró a la persona y se encontró a una señora mayor bien vestida, con cara de enfado mirándola desde arriba.

―Venga, ¡vamos! ―repitió, como si estuviera a punto de regañarla.

Kiru obedeció y se incorporó. Siguió a la señora hacia la casa de enfrente, la casa del consejero. Sin decir nada, la señora la invitó a pasar con la mano. Después entró a su casa y cerró la puerta detrás de ella. Se dio la vuelta y la miró, fulminándola con la mirada.

―Siempre es mejor un objeto que una vida.

Kiru tardó unos segundos en reaccionar y asintió cohibida. ¿Quién era esta mujer? ¿Era también una Maldita como ella? ¿La había ayudado con la olla?

―El fuego se apaga, pero las vidas no vuelven. ¿Lo entiendes?

Kiru volvió a asentir.

―Además, si matáramos a todos los imbéciles no tardaríamos ni dos segundos en encontrarnos con la policía en la puerta de la escuela.

Kiru se sorprendió. «¿La escuela?», pensó, pero no le dio tiempo a formular la pregunta.

―Repítelo. La muerte es la última solución.

¿Qué repitiera? ¿Por qué? Kiru no entendía nada.

―Venga, repítelo, no vamos a quedarnos aquí toda la noche.

La señora la volvió a fulminar con la mirada, como si se tratara de su alumna más díscola, y con un gesto de impaciencia, la animó a hablar. Kiru sintió que desobedecer a la señora podría costarle muy caro, así que repitió con voz algo entrecortada:

―La muerte… ―comenzó Kiru, pero la señora le hizo gestos de que alzara más la voz―. Es la última solución.

―Bien ―la señora sonrió―, primera lección aprendida. Espero no tener que volver a repetírtela, ¿entendido? Nosotros no matamos.

Kiru asintió, todavía confusa, pero sintiendo que había llegado a donde quería llegar. Por fin.

La señora se dirigió al interior de la vivienda, mientras le decía:

―Pasa, te estábamos esperando.

VI

EXPEDICIÓN LUNAR

El resto del día Taras lo había pasado intentando concertar alguna cita con los consejeros desde el sillón de su escritorio, en vano. Feris, que había estado llevando los mensajes de invitación y trayendo las cartas de rechazo, se había acabado sentando con él.

―Y con este mensaje, señor, no nos queda nadie con quien hablar ―decía Feris―. A no ser que reconsidere la opción de hablar con la consejera Anthea.

―Nunca me ha saludado siquiera y ocupa la tribuna junto a la mía. ¿Qué te hace pensar que va a acceder a hablar conmigo a estas horas? ―respondió Taras.

―No hay que perder la esperanza, señor ―decía Feris, disimulando un bostezo.

―Se han cerrado en banda. ¿Por qué no quieren hablar conmigo?

―No es por usted, señor. He oído por los otros mayordomos que nadie está reuniéndose. Parece que ha elegido el peor día…

―Pero seguro que tienen cosas de las que hablar, ¿no? Alguien tiene que saber algo de las minas esas… ―decía Taras―. ¿Te has encontrado en una situación similar?

―Yo no señor, pero creo que mi padre sí, en la época de las Guerras del Norte… ―respondió Feris―. Me contó que el Consejo estuvo una semana entera sin reunirse. Imagínese, todos encerrados en sus cuartos…

―Pero ¿de qué le sirve eso a Gathelic? Consejeros que cancelan las reuniones cuando hay algún problema…

―Parece lógico, señor. Estarán pensando una estrategia y puede que haya algunas comunicaciones secretas, claro...

―Una estrategia ―repitió Taras―. ¿Crees que necesito una estrategia?

―Sí, qué buena idea ―repitió Feris, suprimiendo otro bostezo―. Hmm, sí, probablemente la necesite, pero tal vez la podamos idear mañana.

Taras se dio cuenta de que debía dejar a su mayordomo marcharse a descansar y así lo hizo. Lo observó marcharse y suspiró, pensando que había perdido todo el día. No sabía nada de las minas, ni de las personas desaparecidas en frigoríficos, ni había conseguido hablar con nadie, sin contar la conversación con Ankar en la que lo había llamado tarado, que no había sido muy productiva. Resignado, se quitó la túnica de consejero para ponerse otra ropa más cómoda para dormir y, al hacerlo, un papelito arrugado cayó a sus pies. Lo cogió y lo desdobló. Ya casi no se acordaba del mensaje que había encontrado en su silla del Consejo. No es que hubiera sido muy útil tampoco… Enfadado, lo arrojó a la chimenea y siguió poniéndose la túnica de dormir. Por último, se sentó en la cama, a desabrocharse las botas. Qué día tan desaprovechado…

Una luz verdosa iluminó el dormitorio de repente. Taras, extrañado, buscó la fuente de aquella luz. Parecía salir de la chimenea. No sería… Sí, era. Del papelito en llamas salía un chorro de luz que se proyectaba en la pared. Con una palabrota al ver la muestra de Eco esparciéndose libremente por su habitación, Taras se dio la vuelta y leyó el mensaje sobre el papel. En letras mayúsculas, el mensaje decía: «Medianoche, mismo sitio».

A Taras le dio un vuelco el corazón. ¿Una reunión con Sethor? Miró la hora: once y cuarenta. Tenía menos de veinte minutos para llegar al mirador del acantilado en el que se había reunido con Vila la última vez. Segunda palabrota. Se echó rápidamente la capa de abrigo por encima de la túnica pijama, cogió la bolsa con un poco de agua y la linterna y se marchó corriendo de la habitación. Nada más cerrar la puerta de su cuarto de dio cuenta de que había dejado el papelito ardiendo con la luz verdosa esparciéndose por su cuarto. Tercera palabrota.

Una vez hubo entrado de nuevo y apagado el fuego y la luz, emprendió el camino por la oscuridad de los pasillos del Consejo en dirección a la salida. Los pasillos, al ser interiores, no disponían de ninguna ventana y cuando las linternas que iluminaban se apagaban, era como caminar por una cueva. ¿Por qué las habían apagado tan pronto? No solían hacerlo hasta pasada la medianoche...

Encendió la linterna y continuó andando. Iba a matar a Sethor, ya era la segunda vez que le dejaba un mensaje tan oculto que no lo descubría hasta que era casi demasiado tarde. «Tal vez debería comprobar mejor los mensajes», pensó enfadado. Aunque esta vez no había estado oculto, simplemente se había olvidado de comprobarlo…

Estaba muy cerca de la puerta de salida del edificio del Consejo cuando oyó unos pasos corriendo en dirección contraria. No había luz, quien fuera no estaba utilizando linterna. Y probablemente él tampoco debería estar utilizándola… La apagó y ralentizó el paso para no hacer ruido y alertar de su posición a la otra persona. Los pasos se acercaron. Taras se detuvo y se pegó a la pared. Oyó unos susurros. Pudo distinguir algunas palabras sueltas.

―Si Ankar se entera…

―No se enterará… no… ―la voz se interrumpió―. ¿Has oído eso?

Otro grupo de pasos. Se acercaban por donde Taras había venido en la oscuridad.

―Pégate a la pared ―dijo una de las voces a la otra.

Taras oyó movimiento de túnicas y unos pasos apresurados hacia la pared. Por un momento tuvo miedo de que fueran a chocarse con él, pero se fueron hacia la pared contraria.

―Contén la respiración ―le dijo un consejero al otro. Taras la contuvo también.

El otro grupo de pasos se acercó casi corriendo y pasó por delante de ellos a toda velocidad. Los pasos se alejaron hacia la puerta lateral del edificio. Se oyó la cerradura y el crujir de la puerta al abrirse y cerrarse de nuevo.

―Ya está, vamos ―volvió a susurrar el consejero y los consejeros escondidos se alejaron en dirección contraria.

Taras se volvió a poner en marcha por fin. Llegó hasta la puerta lateral y la abrió. La luz rojiza de la luna lo cegó momentáneamente. Salió a la calle, al jardín del edificio. Dio unos pasos y miró la hora, le quedaban solo diez minutos. Tendría que correr y estaba ya sudando tras el momento de tensión en el pasillo. Iba a matar a Sethor.

Corrió durante cinco minutos por las calles que aún estaban abarrotadas de gente hasta que llegó a las puertas de Gathelic. Los ciudadanos conservaban la energía a altas horas de la noche sin ser conscientes de que se avecinaba una gran crisis. Los trabajadores habían terminado sus turnos y tomaban unas copas en los puestos de las calles. La luz rojiza brillaba con más intensidad que nunca. Parecía casi de día.

Nadie se fijó en Taras, o eso le pareció. No era extraño que los consejeros fueran a atender asuntos por la noche, aunque sí que era un poco menos común atenderlos en un acantilado recóndito, a las afueras y en pijama. Se cerró bien la capa y llegó hasta la muralla, donde se encontró con una cola de gente.

Los guardias de las puertas, que siempre las mantenían abiertas y normalmente no hacían preguntas, se habían apostado delante, y estaban interrogando a todos los que querían salir o entrar. Nervioso, Taras esperó su turno, pensando una excusa, pero ninguna excusa sería creíble a estas horas… Un grupo, delante de él en la fila estaba siendo interrogado por el guardia.

―Sí, ya le digo. El ritual va a empezar enseguida porque la luna está casi a punto y como no se den prisa nos lo vamos a perder ―oyó que decía una señora al frente del grupo.

El guardia parecía perplejo. Miró a su compañero con gesto de preocupación como si quisiera confirmar algo con él, pero el otro guardia estaba absorto registrando las bolsas de unos granjeros que entraban.

―Chico ―lo llamó la señora al frente del grupo―. ¡Qué es para hoy!

―Señora, es que no estoy seguro si la realización de rituales lunares está permitida a estas horas… ―miró nervioso a su compañero de nuevo, que no le hizo ningún caso.

―¿Cuándo quieres que hagamos los rituales lunares? ¡¿De día?! ―exclamó la señora, poniéndose nerviosa.

El guardia miró a la señora acobardado, y al resto del grupo, que asentía detrás de ella.

―¿Pero tú eres nuevo, o qué? ―le gritó alguien desde el fondo del grupo, muy cerca de Taras.

El guardia miró en su dirección, susurrando un pequeño:

―Sí…

Entonces reparó en Taras. Una expresión de alivio le pasó por el rostro.

―¡Consejero! ―exclamó―. No sabía que formaba usted parte de la expedición… esta… lunar.

Taras no tuvo tiempo ni de responder cuando la señora al frente del grupo gritó:

―¡Pues claro que forma parte! Además, es de nuestros miembros lunares más antiguos.

―Yo… ―tartamudeó Taras.

―Venga al frente, ¡señor consejero! ―dijo la señora.

Y como si hubiera sido una orden, los demás miembros del grupo empujaron y arrastraron a Taras al frente. Se encontró con el guardia cara a cara mientras la señora lo agarraba de un brazo.

―¿Usted va entonces a la expedición lunar? ―preguntó el guardia, y bajó la voz para que solo lo oyera Taras (y la señora, que había pegado la oreja) y añadió―. Es que, verá, esta noche tenemos órdenes de registrar todos los movimientos de entrada y salida y dar información al Consejo. Las salidas que no tengan una motivación relevante no se permitirán…

El guardia pareció preocupado mirando la fila de gente detrás del grupo que seguía aumentando. Taras lo pensó un momento y se dio cuenta de que no tenía ninguna justificación que darle al guardia. Salir con el grupo de ritualistas de la luna era quizá la mejor excusa que podía dar. La religión no estaba prohibida en Gathelic y los ritualistas lunares tenían una larga tradición. Nadie se sorprendería si un consejero se volvía ritualista…

―¡Llegamos tarde! ―gritó la señora en su oído, casi dejándolo sordo, a la vez que le apretaba el brazo―. Señor guardia, ¡que se nos hace la hora y se nos cae la luna! ―añadió, con el dicho popular.

―Sí, eso… Llegamos tarde, por favor ―añadió Taras, mirando al guardia.

―De acuerdo, señor consejero ―dijo el guardia―. La verdad es que me alegra que esté usted aquí. Es un honor verle ―dijo, haciéndose a un lado.

«Es un honor verme y traspasarme la responsabilidad», pensó Taras mientras cruzaba la muralla, empujado por el grupo de ritualistas.

399
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ISBN:
9788418377976
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