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―No, no creo que sea para tanto. Probablemente se encargarán de mantenerlo en secreto y los refugiados sabrán encontrar la escuela. Pero nos vendría bien tu ayuda.

Taras volvió a inspirar profundamente, ignorando sus sentimientos y tratando de pensar en la parte práctica del problema.

―¿Qué puedo hacer? ―dijo.

―Necesitamos tu ayuda en el Consejo: hay que descubrir dónde han ido a parar esos frigoríficos. Obviamente tenemos a un par de personas peinando localizaciones cercanas a la ruta del camión, pero acabaríamos mucho antes si pudieras darnos alguna pista.

―¡No puedo ir al Consejo y preguntar dónde tienen campamentos clandestinos ilegales!

―No en voz alta, claro ―dijo Vila, suavemente, como si Taras fuera demasiado lento―. Pero puedes hacer más amigos en el Consejo, y preguntarlo en voz baja…

―Hacer amigos… ―Taras estaba muy enfadado, ¿es qué no veían lo difícil y peligroso que sería? El Consejo no era precisamente amigable, y menos con alguien como él: alguien que venía de la zona más pobre de Gathelic. Tenía suerte si algunos todavía le saludaban al pasar.

¿Cómo habían hecho tal estupidez? Meter a gente en cubículos con destinación desconocida solo podía ocurrírsele a Sethor. Sabía que saltar a los camiones era una tarea arriesgada y que solo les permitía traer gente en grupos muy pequeños, pero era lo más seguro hasta el momento. Debían mantenerse en secreto hasta que fuese el momento adecuado para… Se sorprendió a sí mismo pensando todavía en términos de la profecía: el momento adecuado para atacar. ¿A quién quería engañar? ¿Quién quería una guerra? Taras desde luego que no.

―¿Te has ido otra vez? ―Vila chasqueó los dedos delante de su nariz. Taras se sobresaltó y la vio levantarse ágilmente―. Bueno, me tengo que ir, ¿vale? Y tú deberías irte también pronto. Ya sabes lo que tienes que hacer. Busca esos frigoríficos, teje tus redes políticas, susúrrale cosas al oído al Gran Líder. Esas cosas que hacéis los consejeros.

Vila se encogió de hombros.

―Sí, sí, vale ―respondió Taras―. Lo haré.

―Perfecto ―dijo Vila―. Ya te volveremos a contactar, me piro.

A continuación, Vila desapareció entre los árboles junto al camino, dejándolo solo en la oscuridad, en esa extraña posición en la que había podido colocarse para no arrugarse la túnica. ¿Cómo conseguía siempre hacerlo sentir tan estúpido? Con un suspiro se puso de nuevo de pie, sintiendo un terrible cosquilleo en las piernas: se le habían dormido, ahora tendría que ir cojeando de vuelta a Gathelic.

III

PORTADORA DE MALA FORTUNA

Kiru aprovechó la multitud que se agolpaba en la entrada al pueblo para camuflarse un poco entre la gente. Era la hora en que los comerciantes que habían salido más tarde y a zonas más lejanas volvían cargados de cosas. La luna rojiza iluminaba lo suficiente como para no encender la luz de las calles. Desde que se había vuelto roja y brillante, la vida se había extendido pasado el atardecer.

No había apenas vigilancia en las puertas de la ciudad, más allá de un par de guardias que escaneaban por encima desde su garita en los torreones. Llevaban años de paz, y no había porqué sospechar de ningún ataque. Entre la gente era difícil saber en qué dirección debían ir. Kiru intentaba reconocer algo en las calles o leer algunos letreros, pero le era imposible; no estaba escrito en el alfabeto de los Sertis, que era el que ella conocía. Sin que se le notara la inquietud, siguió empujando a los caminantes para hacerse paso. La chica y el niño la seguían sin decir nada, mirando a su alrededor y parecían igual de perdidos que ella.

Después de la carrera entre los campos y el contacto con la temperatura exterior, sus cuerpos habían por fin entrado en calor. Ahora, entre la gente, Kiru se sentía sofocada. Además, tenía bastante hambre. En la siguiente esquina que doblaron, Kiru vio un puesto de comida callejero y se acercó. El dueño del puesto las miró, arqueando las cejas al fijarse en las capas de los mineros que aún llevaban puestas.

―¿Qué tienes de comer? ―preguntó Kiru, tratando de recordar parghi, la lengua franca de la zona.

El tendero pareció entenderla y señaló hacia una gran olla de barro. Con una mano abrió la tapa y con la otra movió el cucharón para que Kiru viera lo que había dentro. Era una especie de potaje que no tenía muy buena pinta, pero desde luego era potente. Les iría bien. Kiru buscó en sus bolsillos alguna moneda de las pocas que aún le quedaban. No había salido preparada de Sertis; no había tenido muchas opciones. Sacó una moneda plateada de Sertis y la colocó en la mesa del tenderete. El tendero la cogió y la miró de cerca, intentando descubrir de cuál se trataba. Durante el buen rato la estuvo observando y manipulando, asegurándose de que era real. Apareció un joven, que lo saludó y se sentó en la silla del tenderete.

Kiru los observó a ambos y no tuvo duda de que eran familia. El joven, a su vez, también la observó a ella, muy interesado en la capa que llevaba puesta. El padre le pasó la moneda a su hijo y le preguntó algo en un idioma que Kiru no entendió. No era pargui. A esto siguió una discusión, en la que el hijo no dejó de señalarla. Kiru esperó pacientemente a que terminaran, evaluando las opciones de salir corriendo de un momento a otro. Por fin, el hijo miró a Kiru y le habló en parghi.

―¿De dónde habéis sacado esas capas? ―preguntó.

Kiru, encogiéndose de hombros, contestó:

―Las encontramos y nos las pusimos.

―¿Dónde? ―volvió a preguntar el hijo del tendero.

Kiru volvió a encogerse de hombros, sin querer dar importancia a la capa.

―Por ahí.

El chico asintió con la cabeza, comprendiendo que no sacaría nada en claro de ella. Hizo un gesto hacia delante, como para ir a agarrar algo de debajo del tenderete. Kiru tensó los músculos, dispuesta a dar un salto de nuevo hacia la multitud en el momento en que sacara el arma. Con la mano derecha, buscó el brazo de la chica para avisarla de lo que pasaría a continuación. Esta se giró para mirarla, sin entender. Parecía muy cansada y muy poco dispuesta a correr. Kiru apretó los dientes; se iría sola, si hacía falta, no podía dejar que la atraparan allí solo por una desconocida…

El chico sacó lo que había ido a buscar debajo de la mesa del tenderete: unos cuencos de hoja de palma. Kiru respiró hondo. El chico comenzó a servir el potaje en los cuencos y volvió a preguntar bajo la mirada atenta de su padre, que parecía no hablar parghi:

―¿Nos cambias la comida por las capas?

Kiru se sorprendió y se miró la capa, sucia y muy gastada. No parecían tener gran valor. Además, probablemente les convenía deshacerse de ellas lo antes posible, cuando llegaran noticias de los mineros y las empezaran a buscar en Gathelic. Kiru asintió con la cabeza. Se quitó la capa y le dijo a la chica que se la quitara también. Se las pasó al padre del chico, que las tomó casi con reverencia, y las colocó lo más estiradamente que pudo en el suelo, tras el tenderete, para que no se arrugaran. Mala señal, pensó Kiru.

―Añade un pan de arroz ―dijo Kiru, dispuesta a sacar el mayor provecho de la situación―. Por cabeza.

El chico asintió con la cabeza, sin discutir, y envolvió tres panecillos en un trozo de tela. Kiru se guardó el paquete en el bolsillo de su chaqueta. Después tomaron los cuencos del potaje.

―¿De dónde venís? ―preguntó el chico.

Kiru se encogió de hombros, sin decir nada.

―Cada vez llega más gente de fuera ―añadió con una expresión ambigua. Kiru no estaba seguro de si estaba molesto o le gustaba la situación. Al fin y al cabo, el idioma que hablaban no parecía de la zona. Se preguntó si todos aquellos nuevos habitantes serían como ella y habrían llegado en cámaras frigoríficas. Lo dudaba mucho; aquel era un plan que evidentemente no había sido el mejor que el grupo había tenido.

―¿Dónde? ―preguntó Kiru, esperando que el chico entendiera su pregunta. La chica y el niño, mientras tanto, comían su comida a toda velocidad.

―Yo solo los veo entrar. Las personas que vuelven a pasar por delante ya no se parecen en nada a las que entraron. A veces ni las reconoces.

―¿A veces?

―Sí, hay caras que sí que recuerdo ―el chico la miró fijamente, pero con la expresión en blanco, y de nuevo Kiru no supo si se trataba de una amenaza o no.

―Buena memoria, sin duda ―dijo, optando por la expresión amable y alejándose en dirección contraria por un callejón que ascendía hacia la parte alta de Gathelic. Los otros dos la siguieron.

Llegaron a una especie de mirador y se sentaron en el muro que hacía de barandilla, junto a una fuente. Kiru terminó su cuenco y sacó los panecillos. Comieron en silencio, mirando hacia abajo. Kiru estaba maravillada las vistas del acantilado de Gathelic, las olas y el viento. En Sertis era diferente, el mar entraba en el puerto con un delta y la ciudad estaba casi al mismo nivel del mar. Aquí era diferente. Cerró los ojos. Escuchó. Buscó su Eco.

El ruido de las calles, la gente corriendo, caminando. Las ruedas de los carros, chirriando, crujiendo contra la piedra del suelo. Puertas que se abren, un llanto, una carcajada. Las risas de un grupo, los gritos de otro, hasta por fin, llegar al mar. El agua azotando contra la roca, cada gota separándose, yendo en una dirección, fragmentándose. Cada gota llena de vida. Llena de Eco.

Kiru abrió los ojos rápidamente, miró al mar. Había tanto Eco allí. ¿Sería posible que…? Se volvió a inspeccionar el mirador, la maravillosa construcción colgante de piedra contra la montaña. Las casas, casi colgantes en el precipicio, como si hubieran nacido de la piedra. Había Eco en ellas. Gathelic... estaba hecho de Eco. Sin duda. Lo observó de manera distinta, sorprendida, dándose cuenta por primera vez de cada marca, cada hendidura, cada huella de Eco. Era la mayor obra de ingeniería mediante el uso del Eco que había visto nunca. Habrían hecho falta millones de… gotas. Miró al mar de nuevo. Tenían tantas… Unas gotas le salpicaron, sacándola de sus pensamientos. La chica estaba lavándose la cara en la fuente, y el niño la había salpicado jugando. Kiru sonrió.

―¿Cuál es vuestro nombre? ―les preguntó por primera vez en parghi, dándose cuenta de que no había llegado nunca a hacerlo.

La chica levantó la cabeza, con la cara mojada y limpia, sin la tierra que le tapaba la expresión hasta entonces. Kiru se dio cuenta de que era mucho más joven de lo que pensaba, poco mayor que ella misma.

―Mi nombre es Leah, y este es mi hermano Sam ―le respondió, en el idioma de los pueblos del sur, tarhi. El idioma natal de Kiru.

Kiru negó rápidamente con la cabeza e hizo un gesto de silencio.

―¿Sabes hablar parghi?

Ella asintió.

―Úsalo entonces mientras estés aquí. Es mejor que no sepan de dónde eres.

Leah volvió a asentir, entendiendo.

―¿Y tú? ―preguntó en parghi.

―Llámame Kiru.

Kiru vio la expresión sorprendida de Leah al escuchar su nombre, como si no pudiera creérselo. Kiru se encogió de hombros y sonrió.

―Siempre ha sido mi diosa favorita.

La expresión de Leah se relajó, dispuesta a creerse que no era un nombre real, aliviada de no haber acabado escapando con la verdadera Kiru, conocida en los pueblos del norte como la portadora de la mala fortuna. Kiru suspiró y volvió a mirar al mar. A ella, en cambio, siempre le había traído buena fortuna ese nombre. Hasta ahora, claro.

En ese momento oyó unos pasos en la distancia que venían corriendo por el callejón de subida al mirador. Kiru se levantó como un resorte y les hizo gestos a Leah y a Sam para que la siguieran por el otro callejón que daba al otro lado del mirador. Se escondieron en silencio detrás de una casa. Escuchó los pasos acelerados de un grupo de personas llegando al mirador. Frenando en seco.

―Estaban aquí las dos chicas y el niño. Vestían como nos ha dicho el tendero ―decía una voz grave.

―No pueden estar muy lejos entonces.

Kiru se dio la vuelta rápidamente hacia Leah.

―Volvemos a correr.

Corrieron calle abajo, de vuelta a la muchedumbre de las calles comerciales, esperando encontrar un escondite mejor. Cascos de caballo se oyeron a su espalda, golpeando el suelo de piedra y haciendo saltar a la gente a su paso. Empujando a la multitud, Kiru y Leah se apresuraron, arrastrando a Sam. Les alcanzarían pronto. Allá donde pasaban, la gente les señalaba. Eran demasiado visibles. Con un giro brusco, tiró de Leah y Sam hacia un callejón perpendicular. Cerró los ojos un momento y escuchó. Eco.

Los cortes de la fruta siendo preparada en el puesto de al lado. Los pasos acelerados de la gente hacia su objetivo. Ciudadanos frenéticos apartándose del camino. Los cascos del caballo acercándose, seguido de unos cuantos guardias a pie corriendo tras él. Buscó más abajo. Alcantarillas. Agua. Suciedad. Chapoteo. Ratas corriendo. Se concentró en una de ellas. La rata se paralizó y empezó a emitir un sonido parecido a un chillido. El resto de las ratas entraron en pánico, chocaron unas contra otras, intentaron huir. Se agolparon contra la salida de la alcantarilla, al pie de la calle, y salieron a montones.

La multitud empezó a chillar cuando vio las ratas aparecer y correr despavoridas. Gritos, caídas, el caballo cada vez más cerca. Corría, pero quería parar. Un relincho. Frenesí. Kiru abrió los ojos y le dijo a Leah:

―Buscad al Maestro del Eco, en el Barrio Oeste ―le dijo a Leah, que la miró implorante, no quería quedarse sola―. Cambiaos la ropa en cuanto podáis.

Sin decir nada más, corrió hasta la calle principal y se tiró al suelo, justo en el momento en el que el caballo levantaba las dos patas delanteras, intentando tirar a su jinete, asustado por la multitud de ratas que corrían bajo sus pezuñas. Kiru rodó bajó el caballo y cruzó la calle, arrastrando a unas cuantas ratas con ella. Se levantó y miró hacia el callejón del que había salido. Vio a Leah y Sam alejándose, corriendo.

Delante de ella el caballo consiguió tirar a su jinete. Kiru salió corriendo en dirección contraria. A su espalda, escuchó el ruido atronador de los huesos del jinete rompiéndose. Los guardias que llegaban corriendo a socorrerlo. La rata chillando cada vez más fuerte. El resto corriendo de un lado a otro, provocando el caos. Kiru comenzó a alejarse, pero no dejó de escuchar y sentir el Eco. La rata calló, por fin, y volvió a adentrarse en las alcantarillas. Kiru se refugió tras un saliente de la piedra, en un callejón lejano. Se hizo el silencio.

IV

EL CONSEJO

Taras se desperezó en su cama, molesto con la luz del sol que se filtraba a través de las cortinas. Su nuevo mayordomo lo había llamado, como cada mañana desde que había llegado, y le había traído una bandeja con el desayuno. Bostezando, se incorporó un poco y cogió una uva del montón de frutas. El mayordomo, Feris, abría las cortinas y preparaba el baño y la ropa para que Taras acudiera al Consejo.

Al principio, a Taras, que provenía del barrio Oeste, no le había gustado tener a alguien que lo ayudara en su habitación y había intentado hacer las cosas él solo. Feris, que, aunque no era del barrio Oeste, también era de un barrio humilde, le había contestado que nadie lo tomaría en serio en el Consejo si hacía eso.

―Además ―le dijo―, para mí es un trabajo. Otros van a la mina y estropean sus pulmones. Yo abro las cortinas y preparo el agua caliente, usted trabaja para que la ciudad mejore. Haga su parte.

Ante ese argumento, Taras no había podido decir nada y había tenido que prometerse a sí mismo que cuando pudiera, aprobaría una subida de sueldo para los mayordomos del Consejo. Después de mejorar las condiciones del barrio Oeste. Si es que alguna vez le escuchaban en el Consejo. Tampoco les había contado a Nora y Sethor que le habían asignado un mayordomo, y mucho menos se lo iba a decir a Vila. Aunque probablemente Sethor lo supiera y no se lo había dicho a los demás.

Despertándose del todo, tomó un poco más de queso y fruta y llamó a Feris. Este acudió a llevarse la bandeja y miró con desaprobación la cantidad de comida que aún quedaba en ella.

―Dáselo a la gente de la puerta, como siempre.

―Señor, se ha corrido la voz. Cada vez hay más gente en la puerta de las cocinas, esperando que les des las sobras de tu comida. Esto no puede seguir así...

―Perfecto, tendré que dejar más comida pues.

―¡No me refería a eso! Además, apenas ha comido hoy.

―No tengo mucha hambre. Tengo que intentar conseguir una información en el Consejo y no sé cómo lo voy a hacer… ―comentó Taras, incómodo, mientras se iba hacia el baño y cerraba la puerta.

Desde el otro lado de la puerta, Feris continuó hablándole:

―Podemos repasar las estrategias de negociación y comunicación básicas. Puedo traer los libros de dialéctica de la biblioteca de…

Taras cerró los ojos, intentando concentrarse.

―O tal vez prefiere alguno de presión política. Nunca se sabe cómo puede salir la situación en ocasiones…

Taras volvió a abrir los ojos y le dijo:

―Feris.

―¿Sí?

―Dame un minuto, ¿quieres?

―Sí, claro, perdone.

El minuto se convirtió en casi media hora y, cuando salió, ya estaba vestido, duchado y peinado. Volvió a la habitación y se encontró a Feris muy sonriente, junto a una pila de libros de política y dialéctica que, apoyados en el suelo, llegaba hasta su hombro.

―He traído unos cuantos y los he ordenado por temática.

Taras, sorprendido, respondió:

―¿Unos cuantos? ¿Cómo has podido cargar con tantos tú solo?

―Bueno, no se preocupe, he hecho un par de viajes. ¿Por cuál quiere empezar? ¿Cuál es la naturaleza de la información que busca?

Feris estaba dispuesto a resultar útil a toda costa, tal vez sintiendo el inicial rechazo de Taras a tener un ayudante de cámara. Taras, en cambio, estaba ya convencido de que Feris era tan útil para él y para todos como cualquier otro miembro del Consejo. Tal vez mereciera ser miembro del Consejo más que él, que había llegado al puesto después de que Nora tirara de bastantes hilos.

―¿Información sobre presupuestos tal vez? ¿Sobre gestión? Sé que el tema puede resultar complicado; a la gente no le gusta hablar de dinero ―le acercó un libro.

Taras negó con la cabeza.

―No es dinero, no…

―¿Políticas sociales tal vez? ¿Educación? Ese es otro tema peliagudo. Nadie quiere un pueblo inútil, pero tampoco un pueblo erudito que cuestione todo…

Taras rio, pensando en el análisis de Feris. Tenía bastante razón.

―Tampoco es eso, ¿verdad?

―No…

―¿Qué información necesita, señor?

Taras inspiró, pensando lo que decir. Creía que podía fiarse de Feris, estaba seguro. «Casi seguro». Pero necesitaba hablar con alguien. Desde que había llegado al Consejo había tenido que disminuir mucho la comunicación con Nora para evitar sospechas, comunicándose solo con Sethor en mensajes y quedadas escuetas. La verdad es que necesitaba hablar con alguien y Feris parecía tan dispuesto, tan animado siempre… y tan leal. A pesar de que lo había conocido solamente hacía pocos meses al llegar al Consejo cuando se lo habían asignado. Pero para Feris, era su primer trabajo en el Consejo y estaba dispuesto a ser un ayudante tan leal y honrado como lo había sido su padre, que había trabajado allí toda su vida, pasando de consejero en consejero hasta que había llegado a ayudante del propio líder.

―Vale ―dijo Taras, dispuesto a revelar parte de lo que necesitaba―. ¿Sabes algo de una ruta clandestina? ¿Algún poblado oculto? ¿Qué libro necesito para eso?

―Ay, señor, ninguno de estos libros nos va a servir ―respondió Feris, mirando la pila, preocupado―. Sabía que tenía que haber cogido uno de geografía.

Taras soltó una carcajada. Feris, tras dudar un poco, finalmente se unió y se relajó un poco.

―No creo que la ruta clandestina esté cartografiada… y la verdad es que no sé cómo abordar a otros consejeros para esto ―se sinceró Taras.

―Vale ―contestó Feris, de nuevo con entusiasmo―. Empiece por acercarse poco a poco.

Feris hacia gestos, mientras sacaba algunos libros de la pila, probablemente de negociación.

―Invítelos a comer al salir del Consejo ―apartó el libro de etiqueta y se los pasó junto a los otros. Taras los tomó a regañadientes.

―¿Deberíamos pedir pescado o potaje? ―bromeó Taras, pero Feris le hizo caso omiso y continuó:

―Pescado, por supuesto ―respondió Feris, como si fuera evidente y continuó―. Después tantee el terreno, descubra en qué están interesados…

―Probablemente en nada de lo que lo estoy yo…―replicó en voz baja Taras.

―Entonces proponga votar a favor de aquello que quieren en la próxima votación…

―¿Sea lo que sea? Un poco arriesgado, ¿no?

―… y cuando estén contentos comente lo que le preocupa a usted y diga que ha oído unos rumores, pero que no está seguro de si son ciertos o no.

―Efectivamente, no estoy seguro… ―suspiró Taras.

―Échelo a broma, que no noten su interés real, que no vean su necesidad y no sientan que le están haciendo un favor. Entonces le dirán lo que saben sobre el tema.

Feris se quedó en silencio por fin y Taras lo miró sonriendo.

―¿Por qué no estás tú en el Consejo? Lo harías mejor que yo.

―¡Qué tontería! ―inmediatamente Feris se sonrojó, y comenzó a disculparse―. No pretendía decir eso, lo que quería decir es que cada uno…

―… hace su parte ―completó Taras la frase que le había oído decir con antelación.

―Exactamente. Lo hará bien, señor Taras ―Feris pareció calmarse un poco―. Solo tiene que leerse un par de estos. Me llevaré los de política social y economía, que no le van a hacer falta ahora mismo.

Taras asintió con la cabeza y colocó los libros que le había apartado Feris en su mesilla de noche, completamente consciente de que no iba a abrirlos ni una vez. Realmente el Consejo no era lo que había esperado en un principio, pero desde luego no creía que un montón de estrategias absurdas de manipulación psicológica fuera el modo de mejorar la vida de la gente. Tantearía el terreno, sí, pero lo intentaría a su manera. Se despidió de Feris, que le ayudó a ajustarse la capa, y salió de su cámara al pasillo de los dormitorios.

Todos los consejeros recibían unas cámaras propias en las que alojarse, para evitar desplazamientos. Sin embargo, a pesar de ser vecinos, no estaba bien visto llamar a la puerta de la cámara de ningún otro consejero sin tener concertada una cita previamente, así que tendría que abordarlos directamente en el salón del Consejo. Se dirigió hacía allí media hora antes de la hora a la que debían presentarse cada mañana con esta idea en mente. Cuando llegó, encontró el salón casi vacío, a excepción de un par de consejeros que hablaban en voz baja en una de las filas delanteras. Con su mejor sonrisa, se acercó a ellos y los saludó:

―Buenos días, ilustres ―les dijo, dirigiéndose a ellos con la fórmula de cortesía con las que se dirigían a ellos los ciudadanos de Gathelic cuando venían a hacer peticiones. ¿Tal vez estaba yendo muy deprisa?

Los consejeros se giraron sorprendidos. Se trataba de la consejera Regina y del consejero Ankar, ambos provenientes del barrio alto y con más dinero del que podían gastar. Lo miraron con desdén y volvieron a su conversación en voz baja. Taras, en cambio, no estaba dispuesto a darse por vencido. Bajó los escalones hasta situarse en la primera fila junto a ellos y los miró. Tenía las manos en los bolsillos de su capa e intentaba aparentar tranquilidad.

―He oído que un cargamento ha desaparecido.

Ambos consejeros levantaron la mirada, sorprendidos.

―¿Qué cargamento? ―respondió Regina, evidentemente interesada.

―Pues no estoy seguro, pero no es muy agradable despertarse con esas noticias. Seguro que muchos en el Consejo estarán preocupados ―dijo Taras, tratando de hacer como que no sabía nada.

―Seguro que son rumores y habladurías. Siempre están con lo mismo ―respondió Ankar, tajante. Parecía deseoso de acabar la conversación y volver a lo que estaban haciendo antes de que llegara.

―Ankar, ¿y si es cierto? ―Regina, que no tenía tanta prisa por volver a su negociación, se giró hacia su compañero―. Esto lo cambiaría todo.

―¿Cómo? ¿Porque venga el novato este y nos cuente cualquier tontería te lo vas a creer?

―Cálmate, no he dicho eso ―le espetó ella, molesta―, pero desde luego, es una opción que debemos considerar antes de seguir adelante.

―Regina, ¡seguro que se lo ha inventado!

Taras se sintió un poco cohibido al verlos discutir delante de él abiertamente sobre si estaba o no mintiendo.

―Ankar, voy a ir a hacer algunas comprobaciones antes de que comience la reunión.

―¿Qué? ―dijo enfadado Ankar, mientras Regina se levantaba y salía deprisa de la sala del Consejo y añadió lo suficientemente alto para que Taras lo oyera―. ¡¿Me vas a dejar aquí con este tarado?!

Se quedaron solos, Taras carraspeó, sin atreverse a decir nada. No estabas seguro de si ofenderse o no tras el comentario. Si se ofendía, no podría sacarle nada a Ankar, y probablemente se ganaría un enemigo; pero si hacía como si no lo hubiera oído desde luego que quedaría como un tarado… Ankar se levantó del asiento refunfuñando. Antes de que se fuera, Taras optó por la opción de tarado y lo alcanzó con una sonrisa, que pretendía ser amable, pero sabía que no se le daba muy bien.

―Ankar, quédese a hablar conmigo. No hace falta que se vaya.

―¿Pero has visto la que me has liado? Has espantado a Regina.

―Tal vez yo pueda ayudarle a conseguir lo que necesita ―dijo rápidamente Taras, tratando de recordar los Consejos de Feris: «ofrecer algo primero…».

―¿Tú? ¿Qué vas a conseguir tú? Llevas meses aquí en el Consejo y no has conseguido ni una mísera alianza con nadie.

Aunque Taras ya lo sabía, se sintió algo dolido de todas formas con la acusación. La verdad es que no le había ido muy bien hasta ahora, pero eso iba a tener que cambiar.

―Nunca es tarde, dice el dicho ―contestó, volviendo a intentar la sonrisa de antes.

Ankar resopló, subiendo los escalones con esfuerzo hasta la fila superior donde debía sentarse. Era un hombre mayor, con el pelo canoso y una forma redondeada que mostraba años de ingesta de licor de hierbas, y decían que no se movía del edificio del Consejo nunca. A pesar de ello, estaba metido en miles de ventas sobre terrenos a las afueras de Gathelic. Podía trabajar a distancia, mientras vaciaba la botella de licor desde su sillón. Taras volvió a probar:

―Déjeme intentarlo. Tal vez pueda conseguirle lo que necesita. ¡No perdemos nada!

Ankar se acomodó en su tribuna en la fila superior, hasta la que Taras lo había seguido, con gesto de aburrimiento.

―Está bien ―dijo Ankar―. Consígueme dos kilos de explosivos.

―¿Explosivos? ―preguntó Taras perplejo―. ¿No se venden en el pueblo?

―Están todos agotados aquí ―refunfuñó de nuevo Ankar―. Y solo Regina puede traernos más con su compañía de transporte.

―Hmm, de acuerdo, veré cómo puedo…

Ankar se rió:

―¿Cómo los vas a traer? ¿Tienes contactos fuera?

―Eh, no, claro que no, pero tal vez pueda convencer a Regina por usted.

Ankar volvió a reírse, cada vez más fuerte, atrayendo la atención de otros consejeros que empezaban a acudir a la sala. Se acercaba la hora del comienzo de la reunión. Taras volvió a sonreírle a Ankar y le prometió otra vez intentar hablar con Regina. Lo dejó riéndose en su tribuna y se fue hacia la suya. Mientras el Consejo se reunía, pensó en que tal vez su encuentro no había ido del todo bien, pero había descubierto algo interesante. La reacción de Regina a la desaparición del cargamento había sido de esperar, ya que la preocupación por el transporte de mercancías era algo que preocupaba a muchos consejeros… Pero tal vez sabía algo más. Algo satisfecho y con un objetivo en mente, pensó en abordar a Regina de nuevo después de la reunión.

Se dirigió a su tribuna, y vio que la de al lado estaba ya ocupada por la consejera del barrio Este, otro barrio humilde de Gathelic. Anthea era una mujer de mediana edad con cara de pocos amigos y nada sociable. Siempre que intentaba hablar con ella, le respondía con monosílabos, y nunca decía nada en el Consejo. Taras no estaba seguro de qué le pasaba por la cabeza, y qué estrategia tenía en mente, si es que tenía alguna. Normalmente se abstenía en las votaciones y permanecía en silencio con expresión concentrada durante toda la reunión.

Cuando Taras llegó hasta su asiento, se dio cuenta de que había un papelito arrugado sobre el cojín de terciopelo. Sorprendido, lo tomó y lo abrió mientras se sentaba. Había algo escrito: «Pregunta por la mina. S».

Asombrado, Taras miró a su alrededor, buscando quién podía haberle dejado el mensaje. Anthea, a su lado, miraba al frente con su expresión habitual y no parecía haberse percatado de nada. Se preguntó si habría sido ella capaz de escribirle la nota, pero enseguida lo descartó. Si fuera ella, podría haberle hablado directamente, no necesitaba escribirle. Aunque era una mujer tan rara…

Miró de nuevo el mensaje, y se fijó en la letra S. Tenía que ser un mensaje de Sethor. ¿Habrían encontrado algún frigorífico en la mina? Y, en ese caso, ¿cómo se le ocurría a Sethor enviarle un mensaje al mismo salón del Consejo? ¿Estaba mal de la cabeza? Pensó en la mina y se le ocurrió que quizás habría alguna noticia interesante en relación con alguna mina hoy entre los anuncios del Consejo. Se decidió a esperar a que llegara el momento adecuado y después abordar a un par de consejeros para saber más detalles. Probablemente nadie supiera nada. Las minas estaban regentadas por el líder y salvo en raras ocasiones, no se hablaba de ellas nunca…

El sonido de un martillazo lo devolvió al presente. La presidenta del Consejo pedía el silencio, mientras aparecía el Gran Líder Harr III por la puerta de la sala. Quedaron todos en silencio y Harr cruzó la sala de forma solemne y se sentó en la butaca principal de la zona inferior, frente al resto del Consejo. La presidenta procedió a leer el orden del día:

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9788418377976
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