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Barcelona, octubre 2019

Las luces amarillas y azules iluminaban intermitentemente la fachada y los alrededores de la casa. El rocío de la primera hora de la mañana caía sobre los coches de policía, dejando pequeñas gotas sobre ellos. La zona estaba acordonada por una cinta amarilla en la que se leía la palabra «policía» y solo se permitía el acceso a personal autorizado. Todas las luces de la casa estaban encendidas, tanto las del interior como las de la terraza, el porche y la piscina, por donde transitaba un constante goteo de policías y personal sanitario. Carbonell salió del coche hablando por el teléfono móvil con Pascual Vila, quien, con voz somnolienta, le decía que estaba de camino. Se abrochó el abrigo que le llegaba por debajo de las rodillas, guardó el móvil en el bolsillo interior y levantó la cinta policial para pasar por debajo de ella. A los pocos pasos, vinieron a su encuentro.

—Se te han pegado las sábanas.

El flequillo oscuro del corte de pelo a lo garçon que peinaba Lucía Guijarro abanicaba sus cejas a cada paso que daba para acercarse a Carbonell, provocando un vaivén hipnótico sobre su frente. Su cara alargada y ojos vivos marcaban sus facciones duras, pero bellas, que no escondían el carácter rudo que se había fraguado tras ocho años como inspectora de policía. A sus casi cuarenta años, aquel talante era su aspecto diferencial y por todos conocido en el cuerpo de policía. Bien lo sabían los que trabajaban con ella; sobre todo, cuando tenía un mal día o cuando todavía no había tomado café. A pesar de ello, probablemente era el mejor inspector de policía que habían tenido; su dedicación y trabajo eran incuestionables y la vocación se veía reflejada en su mirada en cada charla que impartía en las comisarías.

Carbonell vio en la mirada de Guijarro que no estaba para ferias, pero sabía que él era el único al que le permitía ciertos privilegios. Y jugaba con ello.

—¿Qué tenemos?

—Mujer, de unos veintipocos años. Herida mortal con arma blanca en el estómago. En casa solo estaba su hermana, sus padres están de viaje. Ahí la tienes, en estado de shock; esto es lo único que le hemos podido sacar. —La inspectora, con los brazos en jarras, señaló con el mentón hacia el porche de la casa.

Carbonell echó un vistazo a su alrededor, y vio a diferentes agentes tomando fotografías y colocando carteles de color amarillo, con diferentes números sobre el césped y la entrada de la casa.

—¿Dónde está el cuerpo?

—Al lado de la piscina. —Señaló Lucía con su mano derecha—. Sé que tienes las bolas peladas de ver crímenes, pero te advierto que este no es como otros. En el interior de la casa hay indicios de que se ha celebrado una fiesta. Tengo a la científica tomando huellas y fotografías. Solo hay dos cámaras de seguridad: una en el porche y otra en la entrada trasera. El forense está de camino. Como ves, el vecino más cercano está a cien metros. Estamos intentando despertarle con la esperanza de que tenga el sueño ligero y haya podido escuchar algo.

Carbonell escuchó las ruedas de un coche aparcando sobre la gravilla que había en la entrada de la casa. Vio a Vila, que salía apresuradamente de él sacando de su bandolera un portafolios y un bolígrafo para tomar notas. Con paso ligero, se unió a ellos.

—Buenash noches, inspectora.

Guijarro levantó ligeramente la cabeza y Vila entendió a la primera que era su forma de darle la bienvenida.

—Acompañadme.

Los tres caminaron por un estrecho camino de adoquines que comunicaba la zona de gravilla con el césped de la piscina. La rodearon y pasaron por delante de la hermana, que todavía no era capaz de articular ninguna palabra más. «El psicólogo está en camino», escucharon decir a un agente. A escasos metros de llegar al cuerpo sin vida de la joven, la inspectora se metió las manos en los bolsillos y miró a Vila y a Carbonell.

—Ya te lo he dicho antes, Raimon. En mis ocho años de experiencia como inspectora y otros tantos en el cuerpo de policía, nunca había visto algo así. Solo llevamos aquí quince minutos, así que comprenderéis que pocas conclusiones puedo sacar de momento. Pero os aseguro que las sacaré y el responsable de esto rendirá cuentas en mi despacho antes de pasar una temporada entre rejas, de lo que te encargarás tú, guapito.

Carbonell se dio por aludido y Vila tomaba notas casi ininteligibles en su bloc, esperando a que Carbonell diera el primer paso para acercarse al cadáver. El cuerpo de la chica estaba bocarriba, decúbito supino, el pelo alborotado y con la pierna derecha formando ángulo de noventa grados a la altura de la rodilla. Toda la zona del vientre estaba manchada de sangre oscura y espesa, que le impregnaba la blusa abotonada. Una venda negra le cubría los ojos y en su mano derecha sostenía un consolador de color verde oliva.

—¡Joder! —farfulló Vila.

Carbonell cogió la pitillera y, haciendo cuenco con la mano para protegerse del aire, se encendió un cigarro.

—¿Quién dio el aviso?

—Un ciclista de Deliveroo que pasó por delante de la casa. Lo he interrogado yo misma. Pasó de casualidad, la vio y llamó. Me ha enseñado el justificante del pedido y no solo es correcto, sino que tiene sentido que pasara por esta ruta para entregarlo. Poco que rascar.

Las primeras luces del alba empezaban a vislumbrarse por el horizonte, otorgándole algo más de luminosidad a la escena del crimen. Y a la casa. Carbonell se fijó en los cercos morados bajo los ojos de la inspectora, que, junto a la falta de maquillaje, acentuaban el cansancio provocado por haber tenido que saltar de la cama a medianoche. No obstante, seguía conservando su atractivo y sabía, sin necesidad de preguntar, que ella también se había percatado de su mentón sin afeitar, fruto de una llamada de urgencia que lo había sacado de la cama. Carbonell quería estar en todas las escenas de los crímenes que se produjeran en el distrito que se encontraba bajo su responsabilidad, y Lucía lo sabía y cumplía, fuese la hora que fuese. En un momento, el fiscal vio que los ojos de la inspectora miraban el cadáver y se avivaban repentinamente.

—Qué demonios.

La inspectora se acercó lentamente al cuerpo para observar algo que se le podría haber pasado por alto en un primer instante. Era una pequeña mancha en el pecho de la víctima que Lucía interpretó como un lunar, pero con los primeros rayos de luz el aspecto y el color cambió, dándole una apariencia distinta. Se puso los guantes para no contaminar la escena del crimen, y con delicadeza empezó a desabrochar los botones de la blusa de la joven bajo la atenta mirada de Carbonell y Vila. Al desabrochar el segundo botón, abrió la blusa y un símbolo apareció escrito con sangre y grandes letras en el pecho de la víctima: Θεμις.

Pascual Vila se tapó la nariz con un pañuelo e, inconscientemente, retrocedió un par de pasos. Lucía, todavía en cuclillas, miró a Carbonell con unos ojos que no esperaban respuesta.

—Le van los juegos —sentenció la inspectora, levantándose—. El asesino se tomó la molestia de dejar un mensaje escrito.

Carbonell dio una larga chupada al cigarro. Necesitaba sentir la nicotina entrando en sus pulmones para afrontar con la serenidad necesaria la situación. En Barcelona no eran comunes este tipo de crímenes y sabía que en unas horas la noticia correría como la pólvora por todos los medios. No tardaría en tener a Robles golpeando la puerta de su despacho o la del de Vila. Debía jugar bien sus cartas ante él y el resto de la prensa, pensó, ya que, como lobos hambrientos a los que les gotea el colmillo ante una gacela indefensa, se le tirarían al cuello si en pocos días no se daba el nombre de un sospechoso. Así funcionaba el periodismo. Necesitaban un nombre que figurase en las portadas y, si no se lo proporcionabas en el momento adecuado, empezarían a oxigenar las brasas para tildar a la policía y el Ministerio Fiscal de ávidos incompetentes, mientras se relamen en sus cómodas sillas de oficina. «Lamentablemente, así somos en este país —reflexionó—; la satisfacción nos golpea como un rayo en nuestro interior cuando vemos el fracaso en el prójimo».

Esperaba no tener que lidiar con los medios tan pronto. Confiaba en que Guijarro mantuviese a raya las filtraciones que se pudieran dar desde dentro. No sería la primera vez que un periodista ofrece una suculenta cantidad de dinero para que un policía le otorgue información confidencial que sería portada al día siguiente. Aquello siempre complicaba las cosas. El asesino podía leer los periódicos y ello le proporcionaba ventaja para esconderse, para escapar; incluso para volver a actuar.

—¿Sabemos el nombre de la víctima? —preguntó Carbonell expulsando el humo del cigarro.

—Pensé que no me lo preguntarías nunca —contestó la inspectora—. Aitana de Marcos.

9

Bilbao, septiembre 2016

En la clase cabían unos cien alumnos y apenas quedaban una decena de sitios libres. Melissa pudo comprobar de primera mano el éxito de asistencia que tenía la clase de Historia de la Filosofía, corroborando de esta forma la información que Sofía, sentada a su lado, le había dado hace un momento: «La imparte uno de los mejores profesores». Un pasillo central separaba dos módulos de pupitres colocados en hileras de seis asientos cada una. La zona del profesor estaba alzada por una tarima, sobre la que reposaba una mesa de madera y la pizarra detrás de ella. En el aula se escuchaba un murmullo constante de voces, teclados y libros que cesó de inmediato con la entrada del profesor, que, de un ágil salto, subió a la tarima sin necesidad de usar los pequeños escalones colocados al uso.

Vestía unos tejanos ajustados con calzado deportivo y una camisa negra sport remangada hasta medio antebrazo. El pelo oscuro, rizado en la parte superior y cortado a máquina por los laterales se juntaba con una débil barba, estudiadamente descuidada, que le poblaba el mentón y acentuaba sus pómulos.

—¡Buenos días! Soy el profesor Ganiz García y sé lo que estaréis pensando: «¿García?». Efectivamente, nací en el centro de Bilbao y me apellido García que, por si no lo sabéis, es el apellido más común en el País Vasco y la aldea que lo rodea llamada España.

Las carcajadas resonaron por todo el aula y los alumnos se miraban entre ellos, divertidos. La inofensiva broma había conseguido captar la atención de todos ellos de un zarpazo y volvían a fijar sus miradas en él.

—Como tengo treinta y ocho años y espíritu joven, me podéis llamar Ganiz. Nada de profesor García, señor García o demás formalismos vetustos.

Se atusó el pelo con la mano y echó una ojeada a los asistentes.

—Veo que esto está hasta los topes… Por cierto, Ganiz significa ‘Dios es misericordioso’. Que es lo que vosotros queréis que sea a la hora de corregir vuestros exámenes. Pero lamento deciros que no soy Dios.

Las risas volvieron a inundar la clase. La mirada cómplice entre Melissa y Sofía auguraba un curso y, sobre todo, una asignatura prometedores. Melissa recordó que no tuvo ningún profesor con el talante de Ganiz en su primer año de universidad. La mayoría de sus docentes habían sido muy comprometidos con la materia de la asignatura, pero lineales y poco audaces a la hora de impartirla. El modus operandi de un profesor a la hora de transmitir su sabiduría sobre una materia concreta, incide directamente con la motivación que generará en el alumno por recibirla. Esta era una de las máximas que Melissa tenía anotada en su rincón inconformista y revolucionario, tras haber tenido que ser protagonista de clases presididas por docentes acodados a la mesa, leyendo con voz adormilada el manual que ellos mismos redactaron en sus enterrados años entusiastas.

Un trimestre le había sido suficiente para unirse voluntariamente al Consejo de Estudiantes de la facultad y así, desde dentro, intentar prender la llama de una pequeña revolución educativa que se sustentara en el dinamismo y la juventud formativa. La inmensa mayoría de profesores, catedráticos y maestros universitarios, superaban el medio siglo de edad y, acomodados en un turgente colchón salarial y unas condiciones funcionariales envidiables, estaban anclados en una docencia pragmática, más habitual del siglo pasado que alejaba, de esta forma, las ilusiones del alumnado por aprender y, en el peor de los casos, por seguir estudiando.

Ganiz representaba todo aquello por lo que Melissa luchó en su primer año de facultad dentro del Consejo de Estudiantes: la juventud, la novedad y la transformación encarnadas en un profesor preocupado no solo por el mensaje, sino también por el canal para transmitirlo.

—A lo largo del curso estudiaremos diferentes filósofos y pensadores —continuó el profesor—. Platón, Sócrates o Descartes son algunos ejemplos. Ellos eran los instagrammers de la época a los que todo el mundo seguía, no por ser más guapos o hacer las mejores fotos a ensaladas, sino por ser los más sabios.

Con rostro audaz y enarcando las cejas, Ganiz hizo una breve pausa para que el auditorio reflexionase sobre el último comentario.

—Las clases van a ser participativas, no me gustan los monólogos. Así que iré soltando preguntas al aire.

Hizo una pausa, mirando al tendido.

—Va, a ver quién se atreve. ¿Qué es la felicidad?

La pregunta soltada a cañonazo cogió a traspiés la guardia de los alumnos, que entre ellos se miraban confusos, preguntándose si realmente debían contestar o simplemente era un ejemplo. Tras unos segundos de silencio y observar que el profesor aguardaba, se escucharon varias respuestas.

—Un estado de alegría —vociferaron desde el fondo.

—Una emoción positiva —se escuchó en primera fila.

—Todo aquello que se aleje de la muerte —contestó un chico con una gorra roja y chaqueta tejana.

Ganiz, en actitud pensativa, se puso el dedo índice de su mano derecha paralelo al labio superior, apoyando el resto de sus dedos en la barbilla. Con pasos lentos, caminaba por la tarima.

—¿Consideramos la muerte como negativo, entonces?

El chico se levantó ligeramente la visera de la gorra.

—Claro. La muerte produce dolor a los allegados del fallecido.

El profesor asintió levemente con la cabeza. Casi imperceptible.

—Supongamos que tienes un allegado, como tú dices. Un familiar directo, un padre o un hermano. Lleva cinco años en estado vegetativo. Únicamente las máquinas lo mantienen con vida. No habla, no camina, no puede ir al cine o salir a cenar. No siente un beso, una caricia. Es completamente dependiente. Y llega el día en el que fallece. ¿En esa muerte hay algo, aunque sea mínimo, de felicidad en tu interior?

El chico mostró una mueca sarcástica en sus labios y con su falta de respuesta reconoció la derrota.

Un murmullo incómodo sobrevolaba el aula, a la cual había descolocado esta situación repentina. Melissa levantó la mano y sin esperar turno soltó:

—El placer.

Ganiz observó a Melissa con ojos de quien descubre una serendipia. La sonrisa cómplice que le dirigió demostraba agrado en esa respuesta.

—¿Cuál es tu nombre?

—Melissa —contestó sonrojada.

—Me gusta la contestación de Melissa. —Ganiz caminaba por la tarima con pasos cortos—. En cada momento de placer existe algo de felicidad. Al degustar una comida sentimos placer, al obtener un logro personal o ver una buena película también sentimos placer y, en ese momento, somos felices. Lo que motiva al individuo es la búsqueda de placer y su interés. ¿Cuántos de vosotros habéis sentido placer con el sexo? Me atrevería a decir, sin miedo a equivocarme, que todos. El sexo es placer culminado en su momento más álgido por el orgasmo, que provoca la liberación de endorfinas, las hormonas causantes de la felicidad. Ahora bien, ¿siempre hay que buscar el placer para ser felices?

La cuestión obtuvo respuestas afirmativas rápidamente, casi al unísono, de la mayor parte de la clase.

—¡No siempre! —gritó Melissa para que su voz sonara por encima del resto.

Ganiz sonrió de nuevo.

—Ilumínanos, Melissa.

—Bueno, eh, siguiendo con el ejemplo del sexo, no deberías aceptar el sexo si es con una persona diferente a tu pareja. No te producirá el placer deseado.

—Mejor dicho, sí te lo producirá en el momento — completó Ganiz—, pero en el futuro el dolor será mayor: la ruptura con tu pareja. La búsqueda del placer debe estar arbitrada por el razonamiento, por la razón, y debe ser esta la que nos diga si debemos aceptar el placer inmediato. Pongamos por caso: mis amigos me han propuesto ir a tomar unas cervezas, pero al día siguiente tengo un examen. En ese caso, la razón me dirá que debo rechazar el placer inmediato porque su consecuencia será peor: el suspenso en el examen. Por tanto, ahí no debo buscar el placer, debo rechazarlo.

La clase se quedó en silencio. Como si intentara digerir aquello.

—Lo que os acabo de exponer son las principales características del pensamiento hedonista de Epicuro en el siglo iv antes de Cristo. «Debemos meditar sobre las cosas que nos aportan felicidad, porque, si disfrutamos de ella, lo tenemos todo y, si nos falta, hacemos todo lo posible por obtenerla» —recitó el profesor —. Para él, la felicidad es la cuestión básica que persigue cualquier ser humano. Su pensamiento fue objeto de duras críticas en la época y solo tras el Renacimiento tuvo mejor acogida para llegar a ser fundamental en nuestros días.

»Hoy por hoy cualquiera de nosotros somos incesantes cazadores de pequeños momentos de felicidad: un like en Facebook, más seguidores en Instagram, un match en Tinder. No obstante, el descontrol en esa búsqueda constante de microplaceres nos asoma peligrosamente a las adicciones. Es por ello que Epicuro nos dice que usemos una de las mejores cualidades que posee el hombre: el conocimiento, pues el conocimiento no sirve para nada si no ayuda al hombre a ser feliz.

Ganiz esbozó una sonrisa al instante que sonaba el timbre que anunciaba el final de la clase.

Para Melissa, como para el resto de los compañeros, no había pasado desapercibido el hecho de haber aprendido algo casi sin darse cuenta. La clase se había inmerso en un coloquio, apoyado en preguntas aparentemente banales, que conducían inexorables al fin último, que no era otro que la explicación del pensamiento hedonista de uno de los filósofos más importantes de la historia.

Mientras recogía sus apuntes, pensaba en lo mucho que le había gustado la clase. La forma de conducirla, el profesor, los ejemplos. Tras esa escasa hora sentada en el pupitre, algo en su interior había hecho un clic, y se veía reflejada en ese espejo hedonista que buscaba la felicidad en la nueva etapa que había emprendido.

Pensó en sus antiguos compañeros del Consejo de Estudiantes y lo mucho que les hubiera gustado asistir a esta clase.

Se disponía a salir cuando una voz gritó su nombre. Al girarse, vio a Ganiz sentado en la mesa con la mano levantada.

Melissa se señaló a sí misma con el dedo, confusa, y se dirigió a él.

—Melissa, me han sorprendido gratamente tus aportaciones en clase —dijo el profesor.

Los escasos cincuenta centímetros que separaban a la alumna del profesor hacían patente la descuidada barba de este, que, unida al mechón rizado que caía por su frente y a la seguridad profesional, le otorgaban un atractivo innato del que Melissa no se había percatado hasta ese momento.

—Gracias —musitó con voz débil.

—Me gustaría que te unieras al seminario que imparto los martes después de las clases. Está dirigido a alumnos con inquietudes que quieran profundizar en la materia, y creo que tú reúnes las aptitudes.

—Ah, claro. Sí, sí, por supuesto. Muchas gracias.

—Espero verte allí —dijo el profesor con una sonrisa mientras con dos dedos le deslizaba una tarjeta.

Melissa la cogió y esperó a salir de clase para leerla. En ella estaba inscrito el nombre del seminario, el horario, el teléfono y el profesor que lo impartía: Ganiz García.

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