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Bilbao, septiembre 2016

Las nubes bajas que como de costumbre cubrían el aeropuerto de Bilbao hicieron que el aterrizaje fuera más incómodo de lo esperado. Lo advirtió el comandante, a escasos veinte minutos de la llegada:

—La pista de aterrizaje se encuentra encapotada por unas espesas nubes que dificultan la visibilidad de la misma —anunció—. Realizaremos un primer intento para tomar tierra. El protocolo permite un máximo de dos intentos. En caso de que ambos sean infructuosos, deberemos aterrizar en el aeropuerto más cercano. En este caso, el aeropuerto de San Sebastián.

Finalmente, no fueron necesarios más intentos que el anunciado, por suerte para aquellos pasajeros que no simpatizaban con los aviones. No era el caso de Melissa que, a sus diecinueve años, ya había visitado nueve países diferentes, incluidos tres continentes. La pasión por viajar de sus padres la había acostumbrado a tomar vuelos con frecuencia. Incluso ella misma —se decía— se veía capaz de completar la mecánica coreografía que realizaban los asistentes de cabina para informar de las medidas de seguridad del avión.

«Este Boeing 747 dispone de ocho salidas de emergencia. Cuatro en los extremos del avión y cuatro sobre las alas. En caso de pérdida de presión en cabina, de los compartimentos superiores de su asiento se desprenderán mascarillas de oxígeno. Tiren fuerte de ellas para abrir el paso del oxígeno», etcétera.

Sin embargo, este viaje iba a ser diferente al resto. Era el primero en que embarcaba ella sola. Acomodada en su asiento al lado de la ventanilla, durante todo el viaje vio pasar las nubes que la transportarían a la nueva vida que estaba a punto de emprender. Aquella que había elegido meses atrás con la ilusión de que la hiciera madurar, robustecer un carácter tallado con dulzura y, sobre todo, con la esperanza de desvanecer ese recuerdo que se le agolpaba recurrente en su permeable pensamiento. Aquella experiencia se le instalaba osada en su mente, sin atender a razones ni momentos, sacudiéndola desde dentro y convirtiendo su tranquilidad en la arenilla que baila dentro de un sonajero zarandeado por un niño. Melissa no quería recordar, pero las imágenes se le arrojaban insolentes de nuevo en su mente.

***

—Cariño, ¿estás lista? Llegaremos tarde.

La voz de su madre sonó con un tono de ternura que únicamente puede ser modulado por las madres. Como si el embarazo les atribuyera de repente unas aptitudes incapaces de ser adquiridas por cualquier otra persona, y exclusivas en la relación madre-hija. Una musicalidad en las palabras que te aprehenden en un regazo maternal imaginario.

Melissa entrelazaba los cordones de sus nuevas Air Jordan modelo Retro que estrenaría en el entrenamiento de aquella tarde. Terminó de hacer el nudo y juntó las zapatillas en un aplauso de pies insonoro. Se las quedó mirando con ilusión y media sonrisa en sus labios. Los nuevos modelos dejaban al descubierto el tobillo para otorgar mayor movilidad a los pies del jugador en la cancha, a diferencia de los modelos anteriores, con una caña alta que presunta —y discutiblemente— minimizaba el riesgo de lesiones. Iba a ser la envidia del equipo.

Al final de las escaleras la esperaba su madre sosteniendo un paraguas de plástico transparente en su mano izquierda y colgado el bolso en el antebrazo derecho. La melena, del mismo color castaño ahumado que el suyo, le caía desdeñosa sobre los hombros erguidos. Obsequió a su hija con una amplia sonrisa blanca al verla bajar y le tendió el paraguas.

La lluvia arreciaba sobre la luna delantera del monovolumen sin otorgar descanso a los limpiaparabrisas, que se esforzaban por sacudir el agua y permitir un mínimo de visibilidad. Las luces de los semáforos se desdibujaban en lágrimas de colores rojos, naranjas y verdes sobre el cristal del coche. Los relámpagos fotografiaban la ciudad en unas instantáneas imposibles de ser reveladas. El fuerte repicar de las gotas sobre el metal insonorizaba el tictac del intermitente, mientras Melissa miraba con preocupación sus zapatillas por habérselas mojado en el corto trayecto hasta la entrada del garaje.

—Hoy debo mostrar de nuevo la casa del gnomo. Esta vez es una pareja joven. Él ha recibido una herencia y quieren invertirla en un hogar.

Su madre era agente inmobiliario. Hacía varios meses que enseñaba aquella casa que, inexplicablemente, se resistía a ser vendida. Como si el jardín que le daba acceso sumergiera a los posibles compradores en una oscura tercera dimensión que los hechizara con dudas irresolubles. La llamaban «la casa del gnomo» porque en el centro del jardín la figura de un gnomo de piedra hacía pis sobre un pequeño estanque semicircular en el que nadaban renacuajos. De algún modo, recordaba a la estatua del Manneken Pis de Bruselas, pero sin turistas fotografiando impunes el pene a un niño pequeño. A Melissa le hizo gracia ver el gnomo en las fotografías que su madre usaba para comercializar el inmueble y lo apodó.

Melissa se apeó del coche tras recibir un beso en la mejilla y corrió hasta la puerta intentando burlar las enormes gotas de agua que caían desde el cielo. Bajo el cobertizo que daba acceso al pabellón se despidió de su madre meneando la mano y vio cómo el monovolumen se perdía entre el tráfico.

Frotaba enérgicamente la suela de sus Jordan con la alfombrilla de la entrada. Alzaba el cuello, observando una larga escalera, en cuyo punto más alto un operario con chaleco reflectante alumbraba con una linterna una enorme gotera, que caía como una cascada desde el techo. Un barreño colocado en el suelo desbordaba regueros de agua que buscaban lugares que humedecer. La sala de descanso y la cafetería únicamente estaban alumbradas por las pantallas de los teléfonos móviles de quienes esperaban a que volviera la luz. Melissa anduvo por el pabellón de deportes a zancadas, sorteando los riachuelos, hasta llegar a unos amplios ventanales desde los cuales podía divisar la cancha de baloncesto, tenuemente iluminada por la escasa luz natural que dejaban pasar las placas de uralita. Vio a su entrenador con un balón encajado entre la cintura y el antebrazo, dando pequeños golpes con la punta del pie al parqué abombado. Como quien examina la presión de las ruedas de un coche nuevo. Observó a Melissa tras los cristales y le dirigió un gesto de incredulidad, encogiendo los hombros y señalando el entarimado de madera. «Será imposible domar el bote del balón en un suelo marcado por el libre albedrío», parecía decir.

Aquella tarde no habría entrenamiento.

Las nubes no parecían prestas a escampar y Melissa decidió abrir el paraguas y caminar hasta la casa del gnomo. Allí al menos podría apresurar a su madre con la visita de sus clientes y volver pronto a casa. De paso, por fin vería al gnomo en persona.

Los diez minutos de trayecto transcurrieron con un ensordecedor ruido de lluvia impactando contra el plástico del paraguas. El material transparente y la forma cóncava otorgaban una sonoridad excelente a quien lo sostenía. Apenas permitía escuchar el motor de los coches o el retumbar de los truenos. Melissa asía el mango mientras caminaba mirando con desazón sus zapatillas nuevas, esforzándose por no sumergirlas en algún charco oculto. A su espalda colgaba empapada la mochila con la ropa para cambiarse tras el entrenamiento. La violencia del viento abanicaba ráfagas de agua que hacían imposible mantenerla seca, y empezó a notar cómo le calaba la espalda.

La casa hacía esquina y estaba cercada por un pequeño muro de un metro de altura, detrás del cual sobresalían unos arbustos que ofrecían frutos en forma de pequeñas piñas verdes. Melissa era la primera vez que acudía personalmente, pero la reconocía perfectamente de las fotografías. Rodeó el muro con tal de encontrar la puerta de acceso. Vio el monovolumen blanco de su madre aparcado en la puerta y tiró de la manija para comprobar si estaba abierto.

Cerrado.

La puerta de acceso al jardín era negra, adornada por una roseta y barrotes retorcidos con macollas de adorno. Estaba entreabierta un palmo. Melissa pensó que era el momento adecuado para, por fin, poder ver al gnomo. Y quién sabe si percibir esa sensación inexplicable, del más allá, que abraza y evade a los futuros compradores, de la que tanto habla su madre.

La puerta emitió un ligero chirrido al abrirse, franqueando el paso a un suelo enlosado que formaba un camino flanqueado con hierba verde, que dirigía a la puerta principal. A Melissa le sorprendió no ver el cartel de «SE VENDE» que había visto en otras casas a las que había ido con su madre. No le dio más importancia y se internó a la búsqueda del pequeño ser fantástico.

El jardín rodeaba la casa, haciéndose más ancho por la cara norte, y Melissa pisó la hierba esponjosa para adentrarse en esa zona.

Allí estaba.

Sonriendo bajo una espesa y larga barba, supuestamente blanca. De no más de medio metro de altura, tenía un gorro en forma de cono que se le doblaba por la mitad y unas gafas redondas, minúsculas, apoyadas en la punta de la nariz. Vestía un chaleco que dejaba al descubierto la pequeña panza, por debajo de la cual salía un chorro de agua constante que caía en una charca rodeada de losas, en la que habitaban un buen número de renacuajos. Melissa se acercó a mirarlos, revoloteaban sin rumbo aparente, chocando entre ellos. Le fascinaba saber que aquellos seres se convertirían algún día en ranas.

Sonrió y pensó que luego le pediría a su madre que le hiciera una fotografía con el gnomo.

De repente, se percató de algo en lo que no había caído hasta el momento. El interior de la casa estaba a oscuras, lo que se le antojó extraño. No le parecía lógico mostrar una casa que pretendías vender sin iluminarla. Se pierden todo tipo de detalles. Tal vez la tormenta había cortado el suministro eléctrico; seguramente sería eso.

Chapoteó sobre la hierba para tratar de acceder por la puerta trasera. Quería avisar a su madre de que estaba allí y pedirle que le dejara resguardarse del aguacero. El incesante sonido de la lluvia no le permitía escuchar voces procedentes del interior que le sirvieran de guía. Llegó hasta una ventana lateral, apoyó el bastón del paraguas en su clavícula y se puso de puntillas para sostenerse con la yema de los dedos en el alféizar.

El semblante de Melissa se tornó glacial.

El cuerpo de su madre se contoneaba apresado por unos brazos masculinos, rudos, que la envolvían con deseo bajo unas sábanas blancas, que se deslizaron por la espalda de la mujer, dejando al desnudo sus pechos. La silueta de los dos cuerpos se recortaba a la luz de unas velas, cuyas llamas bailaban al compás de los movimientos pélvicos de ella, provocando gestos de excitación en la figura masculina. Melissa veía cómo sus manos acariciaban los pechos de su madre con amarga dulzura. Unas manos que no eran las de su padre.

La expresión en el rostro de la niña sería imposible de ser fielmente captada por el mejor retratista. Cerró fuerte los ojos y echó a correr hasta la entrada de la casa, lejos de aquella imagen que le ardía en los ojos. Se abrazó las rodillas, sentada en el borde de la acera, tratando de que el paraguas no la resguardase de la lluvia. Las gotas se mezclaban con las lágrimas que caían por sus mejillas, haciendo imposible diferenciar unas de otras.

—¿Me-Melissa? —tartamudeó su madre.

La niña no se giró al escuchar la voz de su madre. Esta vez el tono le sonó diferente a como lo había percibido dos horas antes. No quería mirarla a la cara. O no sabía si quería. Deseaba con todas sus fuerzas que el paraguas transparente adquiriese el don de la invisibilidad. O con algún tipo de poder que repeliese la desagradable sensación que le invadía. Semejante a los que usaban en Kingsman, capaces de repeler las balas.

—Cariño, ¿qué haces aquí? —repitió la madre.

Melissa murmuró algo ininteligible y se dirigió a la puerta del copiloto, dándole a entender a su madre que quería subir. Los cuatro intermitentes del monovolumen parpadearon a la vez emitiendo un pequeño sonido. Sentada en el asiento delantero, sentía la mirada confusa de su madre a través de la ventanilla del conductor.

El trayecto transcurrió en un incómodo silencio, tan solo interrumpido por el sonido de los limpiaparabrisas, a los cuales la lluvia les había dado una pequeña tregua, permitiéndoles aminorar la frecuencia de barrido. Melissa percibía que su madre había quedado sumida en un océano de dudas en el cual naufragaba a la hora de encontrar respuestas. No sabía si su hija la habría visto acostándose con otro hombre que no era su padre. Que no era su esposo. Tampoco podía preguntárselo. No había forma material de elucubrar una pregunta que no fuese más comprometedora que la propia respuesta. Debía aceptar que todos los caminos que la conducían a esclarecer lo que había visto su hija estaban enzarzados. Ahora debía decidir cuánto estaba dispuesta a desgarrarse.

El sonido del claxon del coche de atrás le advirtió de que el semáforo había cambiado a verde.

Melissa dio un pequeño respingo en su asiento al escucharlo. Sintió el sonido de sus tripas removiéndose, pero no tenía hambre; tal vez fuera asco. Observaba con desdén las gotas de agua deslizándose por la luna del coche, en un serpenteo que le recordaba a los renacuajos de la charca. Quería ser uno de ellos, con tal de que su única preocupación fuese menearse por el agua mediante achispados coletazos, y no tener en su cabeza aquella imagen de su madre que le oprimía el estómago.

¿Debía decirle a su padre lo que había visto?

Y si lo hacía, ¿supondría la ruptura de su familia?

¿Concernía a una niña de su edad tomar esa decisión?

El cuerpo de Melissa se balanceó al tomar el vehículo una curva. Trató de mirar a su madre sin que ella se percatase. Una mirada furtiva con la esperanza de encontrar un halo de luz en forma de respuesta. Al fin y al cabo, las madres tenían siempre todas las respuestas.

Giró ligeramente la cabeza, como si no quisiera hacer ruido al hacerlo, y tras el perfil recortado de su madre, unos enormes faros hacían añicos la ventanilla.

Blanco.

Sintió la boca húmeda. Encharcada. De un líquido viscoso y dulce. Le apetecía escupir, pero sus músculos faciales no respondieron. Notaba deslizársele otro reguero pegajoso por el oído hasta acariciar de forma acaramelada la yugular. No podía moverse y un dolor punzante, insoportable, que le recorrió de pies a cabeza, le advirtió de que no lo hiciera. Solo percibía algo de visión por un ojo. Borrosa, entelada, pero lo suficientemente definida para distinguir que sobre su cabeza no estaba el cielo. Para observar los cientos de cristales clavados en el rostro ensangrentado de su madre.

Blanco.

Un sonido estridente de sirena le hizo entreabrir los ojos. Una máscara de plástico cubría su boca, nariz y parte de sus pómulos, mientras una mano azul apretaba de forma acompasada sobre su cabeza un balón de rugby transparente. Los párpados estaban hechos de plomo.

Blanco.

Cada dos segundos. Ese era el intervalo de tiempo que tardaba en meterse el siguiente bip en su cabeza. Sonaba vago, lejano, a varios kilómetros de allí. El interior de Melissa se acunaba en un vaivén azaroso que la transportaba de la agradable inconsciencia a la lucha por una nueva vida. De repente, algo estaba acercando los sucesivos pitidos a su oído. Como si un tren los trajera a toda velocidad en sus vagones. Ahora sonaban próximos, nítidos, hasta el punto de que le hicieron notar una pequeña opresión en el dedo índice de su mano derecha. Arrastró los párpados hasta conseguir entornarlos y ver que su dedo estaba pinzado por un pequeño aparato, del cual se extendía un cable conectado a la máquina que provocaba ese dichoso sonido. Bip. Seguía teniendo la máscara de plástico cubriéndole la nariz y la boca, pero esta vez no había ninguna mano azul. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su nombre todavía no estaba en la lista de invitados del Diablo.

Advirtió voces sin llegar a entender qué decían. No eran más que un balbuceo extraño a su alrededor. Luchó ferozmente por vencer el peso de su cabeza hacia un lado y observó varios contornos blancos, quizás tres, que rodeaban una camilla situada a un par de metros. Uno de ellos cogió una sábana blanca y cubrió por completo el cuerpo de su madre.

***

El brusco sonido de las ruedas del avión golpeando contra el asfalto sacudió los recuerdos de Melissa, devolviéndola al presente. Su decisión había sido macerada durante meses y no exenta de dificultad. Suponía dejar su ciudad de origen que tanto amaba, renunciar a las risas con sus amigos y, sobre todo, separarse de su mejor amiga Alexia, quien, entre lágrimas, aceptó la decisión antes de fundirse en un abrazo infinito.

El inicio del segundo curso del graduado en Filosofía en una nueva universidad, una nueva ciudad y con nuevos compañeros pretendía ser el bote que la salvara de las noches ahogada en remordimientos; en pesadillas recurrentes que le hacían saltar de la cama con el pecho oprimido como un albaricoque apresado en un cascanueces. Aquella imagen agarrada a la ventana de la casa del gnomo se la había quedado para sí, guardada en la caja fuerte de su interior más recóndito, donde su padre jamás podría encontrarla.

El avión se detuvo por completo. Se recogió el pelo castaño en una cola de caballo que dejaba al descubierto la suave y delicada piel de su rostro. Del compartimento superior cogió el equipaje de mano y echó un último vistazo por la ventanilla. En sus iris verdes se reflejaba la ciudad de Bilbao e, inmediatamente, se le dibujó una sonrisa en sus finos labios, conocedora de que su vida iba a cambiar.

Quizás para siempre.

4

Barcelona, octubre 2019

La sala de espera del bufete de abogados FOLCH & PUIGCORBÉ ASOCIADOS estaba impregnada de un penetrante olor a lavanda, emanado por un spray que con avaricia rociaba por todo el despacho la administrativa, que hacía las veces de recepcionista.

—Enseguida les atiende el señor Folch, caballeros —dijo sosteniendo el espray, mostrando una amplia dentadura con el incisivo manchado de carmín rojo.

Vila no paraba de hurgarse la nariz con el pañuelo de hilo que sacó de la solapa de su americana mientras, en susurros, maldecía a la mujer y su familia más cercana.

—Para mi gusto ya huele suficiente, collons.

Desde pequeño, Pascual Vila había sufrido problemas de alergias que le provocaban escozor en la nariz y los pómulos, motivo por el cual siempre los tenía ligeramente rosáceos. Ello fue la semilla en la que germinaron las chanzas de los otros niños en el instituto, que eran más avispados para los motes que para los estudios. Sin duda, el problema dermatológico de Vila, unido a su descuidado físico, eran factores divisores a la hora de relacionarse con chicas.

Con diecisiete años conoció a Rita —apócope de Margarita—, una chica que vivía en la casa de enfrente y con la cual había compartido vecindario durante años. Los juegos en la calle y los paseos con los perros los habían unido hasta el punto que Vila se armó de coraje para pedirle una cita. No se refería a un encuentro casual, como los que se daban por el simple hecho de ser vecinos, sino ir a tomar un refresco al pueblo de al lado, mientras compartían secretos y risas, lejos de las miradas curiosas de los vecinos. Rita, quizás llevada por la empatía, aceptó a verse con él ese fin de semana y quedaron directamente en el bar situado al otro extremo del barrio, colindante con el pueblo vecino. Vila nunca había sido un chico interesado por la moda y las tendencias, así que pidió consejo a su madre para que le ayudara a elegir ropa, de entre la poca que colgaba en su armario. Se peinó con entusiasmo y vertió unas gotas del perfume de su padre en el cuello antes de salir de casa. Llegó al bar con quince minutos de antelación y miró su reflejo en la ventanilla de un coche, dándose un último aprobado. Una hora después sabía que Rita no iba a venir. «Quizás le ha ocurrido algo —se mintió—. Quizás se ha arrepentido». Con la desilusión cayéndole como un aguacero, volvió a verse reflejado en la ventanilla del coche, pero vio a una persona distinta. Emprendió el camino de vuelta a casa y al llegar, en la otra acera, vio la luz de la habitación de Rita encendida. Nunca más volvió a saber de ella.

Actualmente, un purificador de aire que minimizaba ácaros y polvo presidía el loft, en pleno centro del ensanche izquierdo de Barcelona donde residía Pascual Vila. Su decepción con las mujeres le había conducido a aceptar una vida que compartiría únicamente con su trabajo de asistente del fiscal, aquel que su amigo Raimon Carbonell le había brindado la oportunidad de desempeñar, y por el que siempre le estaría agradecido.

Una mesa acristalada de un palmo de altura sobre la que reposaba un bonsái, separaba las butacas en las que esperaban Carbonell y su asistente. El suelo enmoquetado cubría todas las estancias separadas por cristaleras que formaban diferentes despachos en los que trabajaban los pasantes. El resto de las paredes eran de madera clara, iluminadas por ojos de buey y alguna bombilla halógena, cuyo cable estaba constituido por una cuerda de amarrar barcos. «Es decoración moderna», había dicho la recepcionista del espray.

Por el pasillo en el que desembocaban los despachos apareció el señor Albert Folch con gafas de pasta, traje azul oscuro y corbata color calabaza con dibujos negros en forma de pequeñas notas musicales.

—Disculpe la espera, señor fiscal. No sabía que teníamos cita.

Vila se levantó torpemente de la butaca y con la nariz roja tendió la mano al abogado. Carbonell se abrochó el botón de la americana y con gesto afable imitó el gesto.

—No la teníamos. Pido disculpas por la emboscada.

—En absoluto, no se preocupe —contestó Folch—. Acompáñenme, por favor.

El pasillo conducía a un despacho amplio con una gran mesa central de cristal translúcido apoyada sobre cuatro patas doradas en forma de ese. La decoración era minimalista y únicamente un ficus y un pequeño archivador regentaban la sala. La pared del fondo era completamente acristalada y ofrecía una panorámica envidiable de la ciudad de Barcelona, con la Torre de las Glorias en su eje central.

Con gesto diligente, Folch señaló las dos butacas situadas frente a él, invitando a su inesperada visita a sentarse.

—Ustedes dirán.

—Supongo que usted ya estará al corriente de la nueva política que se pretende instaurar en el Gobierno autonómico —empezó Carbonell, cruzando las piernas—. Los derechos sociales serán a partir de ahora la columna vertebral sobre la que se ramifiquen otros derechos, como la igualdad, la segunda oportunidad o la integración social, no solo en el consistorio, sino a nivel autonómico y nacional.

Folch asintió con la cabeza y fijó la vista en Vila cuando este tomó la palabra.

—El Ayuntamiento de Barcelona quiere ser pionero en eshta política social y nos ha encomendado que, a la mínima que tengamosh oportunidad, la pongamos en práctica. Nuestros sueldos salen de las arcas del Eshtado y las Administraciones Públicas son nuestros… —Vila hizo el gesto de comillas en el aire—. Jefes. Así que debemos cumplir con sus comandas.

Carbonell se colocó bien la corbata azul marino con lunares blancos que caía sobre la camisa celeste. Dejó de mirar a su asistente para centrar la vista en el abogado, que los escuchaba atentamente.

—Creemos que el caso en el que nos enfrentamos hace unos días podría ser el adecuado.

—¿Se refiere al caso de Fabián Fuentes? —preguntó Folch.

—Así es.

Dudó un instante el abogado, confuso.

—No sé cómo puedo ayudarlos en ese caso, caballeros. Lo hice lo mejor que pude, formulé las preguntas correctas, estudié las posibles cuestiones que podría plantear la Fiscalía, pero sería un necio si no reconociera que la decisión del jurado tiene mala pinta.

—Y la tiene. Para sus intereses —interrumpió a bocajarro Carbonell.

—Queremos ayudar al sheñor Fuentes. A Fabián. —Vila volvió a frotarse la nariz con el pañuelo—. Por los temash sociales y todo eso.

Carbonell miró de soslayo a su colega, que se metía el pañuelo en el bolsillo interior de la americana. Sopesó la fórmula para conseguir que Folch accediera a colaborar con el fin por el cual estaban allí. Sabía que estos pequeños gestos eran valorados por sus superiores, conseller y ministro incluidos, y no dejaría escapar la oportunidad de apuntarse el tanto.

—El señor Fabián Fuentes es cómplice de un asesinato —argumentó Carbonell—. Mi sobrina, que está en primero de carrera, sabe que por ello le caerán unos cuantos años. Y eso que estudia Biología. Podemos llegar a un acuerdo con una serie de condiciones.

—¿Qué condiciones? —preguntó Folch.

—El señor Fuentes sufre una psicopatología. Posiblemente su hermano Lucio, presunto autor del crimen hasta que no haya sentencia, se aprovechó de esta circunstancia, y es por todo ello que queremos ayudar a Fabián, su cliente. Sería necesario que mostrase arrepentimiento púbico y que anunciara expresamente que tomará parte de forma voluntaria del programa de reinserción social que le permitirá reconducir su conducta. El caso está siendo muy mediático, así que el comunicado debería llegar a la prensa.

Folch se recostó en la silla, que se venció levemente ante el peso de su espalda.

—¿Y qué conseguiría con eso?

—En poco tiempo tendrá uno o dos días de permiso para salir del centro psiquiátrico penitenciario y, además, quedará incluido directamente en el nuevo programa asistido por psicoanalistas especializados.

Carbonell hizo una pausa. Como si pensara antes de continuar.

—Se preguntará cómo conseguiré esas condiciones. Yo soy el fiscal y usted no. Piense que su cliente, en un breve plazo de tiempo, podrá disfrutar de uno o dos días de libertad a la semana, y su recuperación psicológica podrá ser más rápida que la de otros pacientes. Usted se cuelga la medalla ante los socios de su bufete, a pesar de haber bailado claqué con aletas de buzo en el juzgado. Por nuestra parte, cumplimos con las nuevas políticas sociales que nos imponen. Es un win-win.

A Folch le incomodó el dardo del fiscal, pero en su rostro no pasó desapercibida una mueca de complacencia ante la oferta que acababa de escuchar. Apoyó de nuevo los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos de las manos. Sus años de experiencia en la abogacía no solo lo habían conducido a ser el socio cofundador de un despacho de abogados en el centro de Barcelona, sino que también le permitían escudriñar los pros y contras de una oferta en pocos segundos.

—¿Cómo quieren que hagamos el comunicado?

399
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9788419198327
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