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Barcelona, octubre 2019

Tres horas más tarde, la lluvia empezaba a arreciar sobre la Ciudad Condal, provocando que se abrieran los primeros paraguas. El otoño asentado y las nubes negras que cubrían el cielo hacían que ya fuese noche cerrada. Las farolas iluminaban con luz amarillenta las estrechas calles del barrio Gótico por las que escasos transeúntes buscaban cobijo o se dirigían a sus hogares. Las luces que salían de las rezagadas tiendas de ultramarinos se reflejaban en las gotas de lluvia que, inmóviles, se deshacían en el suelo adoquinado. La proximidad del mar aumentaba la sensación de humedad y de frío, provocando que por las rendijas del alcantarillado se formasen brumas grisáceas, dando a las calles un tono lúgubre. El cuello subido de la gabardina de Carbonell le rozaba el mentón, por el cual empezaba a despuntar una barba ligeramente canosa. Esta mañana salió de casa sin paraguas, ya que el sol era espléndido y ahora maldecía el clima variable que le calaba los zapatos.

Había dejado atrás la catedral de Barcelona y se adentró en la plaza Sant Jaume, donde, enfrentados, el Palau de la Generalitat y el Ayuntamiento observaban displicentes cómo Carbonell los atravesaba por la mitad con su ligero taconeo. «Nunca sabremos —pensó— las verdades y falacias, las comisiones y sobres, las malversaciones y prevaricaciones que habrán encubierto, enmascarado o gritado estos dos edificios. Quizás no las queremos saber y preferimos vivir en esa ignorancia perpetua que te acerca encandiladamente a una felicidad absurda, pero felicidad, al fin y al cabo. Alejarse de la verdad, a menudo, te sumerge en un estado transitorio de bienestar conducido por el desconocimiento. En ocasiones, acercarse a ella es caer en las garras de la desolación, motivada por la cruda realidad. No hay un bando bueno y malo —concluyó—. Solo es cuestión de elegir uno».

Recordó su primer año como fiscal. Después de concluir la licenciatura de derecho con una nota media de excelente y superar las oposiciones con la mejor calificación, se incorporó a la oficina del fiscal. Al poco tiempo la Generalitat abrió un concurso de obras públicas, cuya empresa ganadora se embolsaría una más que apetecible suma de dinero atendiendo al volumen del proyecto. Una mañana, una señora llena de abalorios, pelo rizado, americana cruzada y falda hasta las rodillas, se presentó en el despacho de Carbonell diciendo ser la consejera delegada de una importante empresa que participaría en el concurso convocado por el Govern. La mujer, conocedora de que el fiscal debía trabajar codo con codo con el conseller de Justicia y de Interior, le hizo una propuesta. Su empresa le proporcionaría aparcamiento gratuito en todos los parkings subterráneos de la ciudad de su propiedad durante los próximos diez años. No habría intercambio de dinero, no habría entrega de ninguna tarjeta ni ningún abono. Simplemente la máquina encargada del acceso al parking reconocería la matrícula de su coche y dejaría expedito el paso. A cambio, Carbonell únicamente debería proponer esa candidatura como la más ventajosa delante de los capos de la Generalitat. El fiscal se encontraba ante una de esas situaciones que solo ves en la ficción, en las series de televisión y que, si se te presentara el caso, todo el mundo se preguntaría qué haría. Cómo actuaría. Quizás no fuera tan fácil.

El perfume de aquella mujer le removió el café de la mañana en el estómago. Carbonell pensó que la vida te coloca delante de bifurcaciones que te obligan a tomar un camino. Moral o tentación son las opciones. Y debes elegir. Carbonell no dudó. Escogió no responder a la mujer, mirarla con desdén y acompañarla hasta la puerta de su despacho pidiéndole, por favor, que no volviera a pisar su oficina con sus sucios tacones.

Rodeó la plaza Real y se internó en un callejón escasamente iluminado, por el que no transitaba un alma, y que se iba haciendo cada vez más angosto. Echó una mirada despreocupada, comprobando que no hubiera nadie a su alrededor. Se paró delante de una antigua puerta metálica de color oscuro, y cogió la aldaba que quedaba a la altura de su pecho para darle tres suaves golpes. Inmediatamente se deslizó una estrecha ventanilla de diez centímetros de ancho en la cual aparecieron dos ojos azules, masculinos, inexpresivos. La ventanilla se volvió a cerrar y sonaron dos cierres metálicos mal engrasados abriéndose.

—Buenas noches, Lazarus.

—Buenas noches, señor Carbonell —contestó el hombre con marcado acento soviético.

Lazarus, que rondaba los ciento noventa y cinco centímetros y cien kilos, cogió la gabardina mojada de Carbonell y la colgó en el perchero.

—Gracias —dijo el fiscal, mientras le introducía un billete de veinte euros en el bolsillo superior de la chaqueta.

Carbonell escuchó a su espalda cómo los cierres metálicos volvían a asegurar la puerta, mientras enfilaba un estrecho pasillo con moqueta marrón y una bombilla roja al fondo como único punto de luz. Llegó a la puerta de madera que quedaba justo debajo de la bombilla y cogió el pomo dorado para abrirla.

—¡Hombre, Ray, ya pensábamos que no venías!

Entre las cuatro paredes flotaba un humo espeso de tabaco, que únicamente podía ventilarse por una rendija situada en la parte superior de la pared lateral. La sala medía unos veinte metros cuadrados aproximadamente, y no había más decoración que una pequeña nevera y una bola del mundo de madera que, al abrirla por la mitad, custodiaba varias botellas de diferentes licores. Un cable negro caía del centro del techo, en cuyo extremo había una lámpara que alumbraba una gran mesa redonda tapizada de verde.

Ricky colocaba con diligencia las fichas de colores en forma de pequeños rascacielos, uno al lado del otro. Era quien había saludado a Carbonell al entrar haciendo tintinear su Jack Daniel’s con hielo. Letrado de la Administración de Justicia desde hacía casi una década, fue compañero de fiestas de Carbonell en los años universitarios. Junto con Rafa, sentado a la derecha de Ricky, los tres habían sido los encargados de cerrar los peores antros de Barcelona todos los viernes y sábados. Portales y bancos en parques eran los lechos en los que solían despertarse cuando el sol justiciero de primera hora de la mañana les azotaba la cara.

A Rafa lo llamaban Procu atendiendo a su cargo de procurador de los tribunales de Barcelona. Mostraba una oscura barba cerrada y cejas espesas. Dos copas le eran suficientes para avivarle el ingenio.

—¿Quién reparte? —preguntó Carbonell, tomando asiento al lado de Vila.

—¡Ja! Pues el último que ha llegado, solo faltaría —espetó Ricky—. Empezamos con una ciega pequeña de diez euros y ciega grande de veinte.

Carbonell dejó la americana colgada en el respaldo de la silla y se aflojó el nudo de la corbata antes de coger el mazo de cartas para empezar a barajar y repartir.

—¿Qué horas son estas de llegar, Ray?, ¿has estado con el juez Marchena o qué? —preguntó Rafa, burlón.

—Tu amigo, ¿no? —contestó Carbonell, guiñándole un ojo.

Rafa rio entre dientes.

—Íntimo. De esos amigos a los que le darías una bolsita con heces de camello para que se hiciese una infusión.

Vila se remangó la camisa para empezar a jugar.

—¿De veras queréish hablar del juicio?

—Es un desahogo necesario, Vila —espetó Rafa—. Por salud. ¿No te das cuenta de que la sentencia estaba escrita antes de que empezara el juicio? El Alto Tribunal se pasó por el forro los atestados contradictorios, las declaraciones inventadas de los testigos y las pruebas de las defensas.

Rafa apuró su copa y continuó con el sermón:

—Toda la mandanga retransmitida en directo es el circo mediático que deben mostrar para que los observadores europeos vean que somos un país democrático.

Carbonell acabó de barajar y empezó a repartir dos cartas por jugador.

—En Europa —apuntó— se dan con el codo mientras nos señalan con el dedo, asombrados con nuestras sentencias bufonescas.

Carbonell reprimió más argumentos que aportar.

Siguió con celo, como la mayoría de los presentes, el juicio más mediático del último siglo. Como fiscal, todavía no era capaz de digerir las irregularidades en las que había incurrido el juicio, así como las quijotescas actuaciones de sus colegas fiscales, que representaban al Estado en el litigio. Observó cierta parcialidad en el presidente del tribunal en la fase testifical, al no permitir a un letrado de la defensa preguntar al coronel de la Guardia Civil si existieron cargas policiales en los puntos de votación del uno de octubre, día del referéndum. El magistrado consideró la pregunta impertinente, y Carbonell una preferencia injustificada del juez, que le hizo saltar todas las alarmas.

En sus más de siete años como fiscal y casi veinte de jurista, jamás había observado un escarnio tan manifiesto con las penas impuestas a los imputados, equiparadas estas a delitos de sangre como el homicidio, penado de diez a quince años de prisión. «Luego —reflexionaba— transmitimos a la sociedad la premisa en la cual es menos grave matar, arrebatar una vida, que querer escuchar la opinión del pueblo mediante el sufragio». El principio de proporcionalidad de las penas se había visto masacrado con dolo por unos jueces movidos por la inquina y el desquite, echando tierra sobre los principios jurídicos en los que siempre había creído Carbonell. Aquellas noches de póquer le permitían evadirse del carnaval judicial que asolaba a España o, como mínimo, ciscarse en él sin que le reprochasen nada.

Ricky hacía cuenco con la mano para encenderse un cigarro y entornó los ojos, molesto por el humo.

—Al Supremo se le puso dura mientras construían su propia patraña, obviando las pruebas que no les interesaban en forma de sentencia prevaricada. Hablas tú, Vila, que yo paso.

—Voy con treinta.

—Los veo —apostó Rafa.

Carbonell lanzó una ficha de veinte y otra de diez sobre el tapete.

—Yo también voy.

En el flop descansaban el siete de corazones, la reina de tréboles y el diez de diamantes. Carbonell tenía de mano el ocho y el dos de picas, con los cuales, junto con el seis de tréboles que acababa de salir en el turn, vislumbraba una posible escalera al diez.

—Al Marche —terció Rafa— se le vio el plumero en varias ocasiones. ¿Por qué no permitió ver los vídeos e imágenes? Porque «la sala los verá con sumo agrado en la fase documental» —Rafa recitó esta última frase.

—Ahí es donde se deben ver las imágenes y vídeos. En la fase documental —defendió Carbonell.

—Exacto, así la gente que está siguiendo el juicio por televisión, incluidos nuestros amiguitos europeos, no pueden ver los vídeos de policías dando puntapiés a señoras mayores sentadas y con las manos en alto.

—En su testimonio —añadió Ricky, levantando un dedo—, los guardias civiles justificaron las patadas a las señoras mayores para evitar que los golpearan a ellos.

Entre carcajadas, Ricky tiró las cartas sobre el tapete. Dio un sorbo a su Jack Daniel’s y una larga chupada al cigarro que sostenía entre los dedos.

—No voy.

—Treinta más —apostó Vila, manteniéndose al margen de la discusión política.

—Treinta —dijo Rafa.

—Que sean cincuenta euros —contestó Carbonell, lanzando dos fichas de veinticinco.

Los otros dos igualaron la apuesta.

Carbonell quemó una carta del mazo y sacó la siguiente, que abriría la ronda de apuestas del river, tras repartirse la quinta y última carta comunitaria. Solo le valía una carta, un nueve, indiferentemente del palo que fuese. A ello había arriesgado su apuesta y su rostro se mantuvo impasible cuando vio que el nueve de tréboles se unía, deslizándose por el tapete, a las cuatro cartas centrales.

—Cincuenta más —apostó Rafa, llevado por el alcohol.

—Lo veo —soltó Vila.

—Yo también —dijo Carbonell, mostrando sus cartas y una sonrisa traviesa—. Escalera al diez.

—Mierda —farfulló Vila.

Rafa tiró las cartas con desgana sobre el tapete, aceptando la derrota, y alzó la copa en un brindis ficticio.

—Por más noches como estas.

6

Bilbao, septiembre 2016

El viaje en autobús desde su apartamento compartido hasta el campus universitario se le antojó eterno.

Melissa no veía el momento de empezar el nuevo curso, su nueva vida. Las pocas horas que había conseguido dormir aquella noche había soñado con su padre y con la última vez que lo vio al despedirse de él. Lo esperaba a la salida del trabajo, sentada sobre su equipaje, viendo cómo hablaba con un hombre alto y tan ancho que la camiseta le apretaba los bíceps. Llevaba el cráneo rapado y un pequeño tatuaje en la nuca en forma de espiral. Tenía aspecto de extranjero y pretendía sonreír con amabilidad, a pesar de que la mueca en sus labios no lo reflejase. En otra situación, parecería peligroso. Su padre le fue a dar la mano para despedirse de él, pero el hombre rehusó el gesto y lo abrazó como un oso. Un abrazo muy parecido al que le dio ella antes de subir al taxi que la llevaría al aeropuerto.

Había dedicado más de veinte minutos a pensar qué ropa ponerse, qué conjunto sería el adecuado para que no destacara demasiado su casi metro setenta de altura, pero que a la vez invitara a sus nuevos compañeros a relacionarse con ella para iniciar una amistad. «Ni que tuviese una cita con un chico», pensó avergonzada. Finalmente, unos jeans ajustados, unas deportivas blancas y una blusa color crema con estampado floral se habían impuesto al conjunto formado por vestido liso y sandalias. Los colores claros resaltaban su piel, que permanecía bronceada todo el año y que le proporcionaba un atractivo natural sin necesidad de maquillaje.

La entrada del campus con grandes puertas acristaladas conducía a un ancho pasillo que desembocaba en unos jardines soleados. Había gente sentada en el césped leyendo o simplemente tomando el sol. Grupos de estudiantes comentaban impacientes las nuevas asignaturas del curso. A Melissa le gustó ver esa imagen a modo de fotografía en la que ella esperaba aparecer dentro de unos días, sentada con sus nuevos compañeros mientras repasaban e intercambiaban los apuntes tomados en clase. Estudiantes pasaban a su lado con carpetas y libros en las manos, entrando y saliendo de la biblioteca, de las aulas o la cafetería, que se encontraba subiendo una pequeña cuesta arbolada. Inmersa en esa fotografía mental, no se había percatado de que estaba en medio de un patio que comunicaba los diferentes edificios del campus cuando, de repente, escuchó una voz amable a su espalda.

—Hola.

Al girarse, Melissa se topó con una amplia sonrisa que dejaba ver unos dientes perfectamente alineados y unos grandes ojos marrones que la miraban fijamente tras las gafas de pasta negra apoyadas en una nariz ligeramente puntiaguda. El pelo rubio y liso le acariciaba los hombros que la camiseta de tirantes dejaba al descubierto.

—Hola.

—Te veo algo perdida, ¿puedo ayudarte?

—¡No, no, gracias! Bueno, en realidad, sí —contestó Melissa, titubeante—. Perdona, es mi primer día y estoy algo nerviosa.

—No te preocupes —contestó sonriendo—. Yo en mi primer día de clase estaba tan nerviosa que me tocó salir a la pizarra, me tropecé y caí de rodillas al suelo. ¡Te puedes imaginar las risas en clase! Me llamo Sofía, por cierto.

—Yo soy Melissa y espero no caerme hoy en clase…

Rieron las dos a la vez tras el comentario.

—Si quieres, dime a qué aula debes ir y te indico dónde está. Esto es tan grande que a veces parece un laberinto.

Melissa rebuscó rápidamente entre los papeles que tenía dentro de su carpeta, sufriendo por hacer esperar a la chica que tan amablemente se había preocupado por ella. Tras unos segundos, sacó un papel como si de un trofeo se tratase.

—¡Aquí está! Tengo clase en el edificio A, aula 3.

—¡Qué me dices! Yo también me dirijo a esa aula. Tienes clase de Historia de la Filosofía, ¿verdad?

—Sí, así es.

—Vamos entonces. Es mi segundo año en esta facultad y he escuchado que el profesor que nos impartirá esta asignatura es uno de los mejores.

Melissa mostró una sonrisa en los labios. La suerte o el destino habían querido que en los primeros minutos de estancia en la facultad ya conociera a una chica que parecía encantadora. En el trayecto hacia el aula, Melissa se dio cuenta de que debería existir más gente como Sofía; gente movida por el altruismo y que obtiene placer ayudando a los demás. Ni ella misma, reflexionó, sabía si hubiera actuado como Sofía acababa de hacer en esa situación y, precisamente eso, le hacía valorar más aún el gesto. Se dio cuenta, entonces, de que disponía de esa oportunidad. La oportunidad de empezar a ser como ese tipo de gente. No quería cambiar su forma de ser, pero sí estaba dispuesta a cambiar aquellos pequeños gestos que hacen felices a los demás sin esperar recompensa por ellos.

Recordó a Kant y su imperativo categórico cuando lo estudió en su primer año de carrera. A su memoria llegaron las largas noches en la biblioteca entre las páginas de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, publicada en el siglo xviii por el filósofo. Algunas de sus formulaciones se correspondían con la voluntad de Melissa: «Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza. Obra de modo que uses a la humanidad como fin y nunca como simplemente un medio». Es exactamente lo que acababa de pensar: ojalá las personas actuaran de la forma en la que les gustaría que las trataran a ellas y que eso se extendiera a todo el mundo. Ojalá las personas no usaran a las personas como medio —para conseguir algo a cambio—, sino como un fin.

La nueva ciudad, la nueva facultad y la nueva vida, pensó, eran un buen escenario para ponerlo en práctica.

7

Barcelona, octubre 2019

Un ruido en mitad de la noche despertó a Aitana, que en un primer momento no recordaba por qué se encontraba en el sofá. El zumbido en los oídos y el dolor de cabeza le hicieron recordar la música ensordecedora que había estado sonando en su casa durante toda la tarde y buena parte de la noche. Su estado físico actual le hizo dudar sobre si había sido buena idea haber organizado una fiesta, aprovechando el viaje de sus padres.

Notó la boca acartonada, como si hubiera estado lamiendo suelas de zapatos impregnadas en charcos de licor. Con los ojos entreabiertos y el pelo enredado, miró a su alrededor y vio que no quedaba ninguno de los asistentes a la fiesta. Pensó que la larga conversación que tuvo con Pablo en un rincón de la casa, mientras se entrelazaban sus dedos, había sido suficiente para que se hubiera quedado con ella, pero la realidad le demostraba que no fue así. O, como mínimo, la realidad que su malestar general le mostraba en estos momentos.

Esparcidos por todo el salón había vasos de cartón, restos de comida y cajas de pizza vacías. Sobre la mesa de cristal reposaban botellas de ron, vodka y ginebra cuyos tapones habían sido usados como proyectiles y ahora descansaban como metralla sobre el suelo amaderado. La mezcla de olor a perfume, alcohol, sudor y comida típica de diferentes continentes era tan densa que se podía masticar.

Al fondo del salón, sobre la chimenea, vio que quedaba encendida una lámpara de pie que irradiaba una tenue luz cálida y, a su lado, un reloj de agujas que marcaba las cuatro y treinta y seis de la madrugada. Fue entonces cuando un momento de lucidez aceleró su pulso al no ver a su hermana pequeña. Descalza, corrió por el salón y subió las escaleras que llevaban al piso superior, retumbando en sus tímpanos los latidos de su corazón de forma ensordecedora. Aitana se había dicho a sí misma que organizaría la fiesta con la condición de que ella se encargaría del cuidado de su hermana y, si le hubiera pasado algo, nunca se lo perdonaría.

Nerea tenía diecisiete años, tres menos que ella, y habían crecido juntas. A excepción de los chicos, desde pequeñas lo compartían todo: juguetes, ropa, bicicleta. Al contrario que muchas otras hermanas, nunca se habían peleado y la estima que se tenían la una a la otra las había convertido en mejores amigas, en confidentes. Un verano Aitana cayó enferma, sufriendo unas fiebres muy altas que apenas le permitían moverse. El médico tuvo que acudir a casa para visitarla y le diagnosticó un tipo de gripe A. Su hermana, al verla tan débil y exánime, no quiso separarse de ella a pesar de los infructuosos intentos de su madre por impedirlo. «Yo la cuidaré», gritaba Nerea, aferrada al pie de la cama. Finalmente, ambas cayeron enfermas y se pasaron una semana entera en cama y otra más para recuperarse.

Aitana llegó al piso superior, abrió la puerta de la habitación de su hermana, y la sangre volvió a correrle por las venas cuando la vio durmiendo en la cama, con el flexo de la mesita de noche encendido. Su estado de embriaguez había desaparecido por completo después del sobresalto que se había llevado. La sensación de cansancio físico había remitido tras el borbotón de adrenalina que había inyectado su cuerpo, pero el dolor de cabeza había vuelto con más intensidad tras la carrera. Entró en la habitación, dio un beso a su hermana en la frente y le apagó la luz. Tras cerrar la puerta a su espalda se dirigió de nuevo a las escaleras para bajar a la cocina a por un analgésico. Al poner el pie en el primer escalón, se detuvo inconscientemente al ver la lámpara de pie apagada y el salón completamente a oscuras, únicamente iluminado por una luz secundaria proveniente de la terraza exterior. Intentó recordar si realmente había visto la luz encendida al despertarse o todavía se encontraba en un duermevela que distraía a sus sentidos. Hizo memoria antes de colocar el pie en el siguiente escalón y recordó que había visto la hora en el reloj, cosa que no podría haber hecho si la luz hubiera estado apagada.

Sin querer darle demasiada importancia, fue bajando los escalones, uno a uno, con los pies descalzos mientras en su mente ordenaba hipótesis, de más probable a menos, que hubieran podido provocar el apagón de la luz. En un primer momento pensó que la bombilla se podría haber fundido, recalentada por horas de incandescencia sin descanso. En la segunda opción cabía la posibilidad de que Pablo se hubiera quedado y le estuviera preparando una sorpresa para estar los dos solos. Le gustó esa segunda idea y con tono suave preguntó: «¿Pablo?». Al no obtener respuesta, bajó un par de escalones más y repitió el nombre con algo más de fuerza: «¿Pablo?».

La falta de respuesta desanimó a Aitana que, una vez abajo, se dirigió hacia las puertas francesas acristaladas que daban acceso a la terraza y a la piscina, para apagar la luz que había quedado encendida. Al acercarse, por el reflejo de los cristales le pareció ver una silueta que se movía al final de la sala, donde quedaba la cocina. El latido del corazón de Aitana volvió a acelerarse, bombeando una adrenalina que debía llegar a todas las partes de su cuerpo. Las manos le empezaron a sudar y con gesto nervioso se apartó los mechones de pelo que le caían por la cara. Apagó la luz de la terraza y poco a poco se dirigió a la cocina, donde se encontraban los analgésicos. Mentalmente se fue convenciendo de que su vista la había inducido a engaño, motivado por el alcohol ingerido durante toda la noche. Intentó burlar al miedo tarareando una canción que le proporcionara tranquilidad y que otorgara normalidad a la situación. Con pasos tímidos, llegó a la cocina y con la mano temblorosa accionó el interruptor que inmediatamente proporcionó luz a toda la estancia, relajando, de esta forma, los tensos músculos de Aitana. Se agachó para abrir el cajón de los medicamentos y al levantarse una mano con sabor a látex le impidió gritar.

399
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9788419198327
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