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Ojeada retrospectiva

Seis años después de 1852, el Imperio industrial soñado por los saint-simonianos estaba flamante todavía. Muy rezagado respecto a sus más humildes vecinos, el país seguía siendo un gran taller, alimentado por una fuente, hasta entonces misteriosa, del ahorro. Enriquecida por nuevos mercados, la provincia se había olvidado de los siete u ocho mil deportados y proscritos, hábilmente seleccionados por el terror.

El clero, tan crecido por la instauración del sufragio universal, acogía con los brazos abiertos a aquel emperador «salido de la legalidad para reintegrarse al derecho», como había dicho de él el obispo Darboy, comparándole con Carlomagno y con Constantino. La alta y la media burguesía, se brindaban solícitas para todos los servicios que placiese al amo encomendarles. El Cuerpo Legislativo, galoneado como un lacayo, humillado y sin derechos, se hubiera aterrado de tenerlos. Una vasta red de policía, hábil y alerta, vigilaba los menores movimientos. Estaban suprimidos los periódicos de oposición; salvo cinco o seis atraillados, suspendido el derecho de reunión y asociación; el libro y el teatro, castrados. Con tal de asegurarse la paz, el Imperio cerraba herméticamente todas las válvulas.

De tarde en tarde, en París se escuchaba una estrofa de La Marsellesa, un grito de libertad en el entierro de Lamennais o en el de David d’Angers; una silba en la Sorbona, durante las palinodias de Nisard; algún que otro manifiesto clandestino de los proscritos de Londres o de Jersey, al que apenas se prestaba oído; algún destello de los Castigos, de Victor Hugo pero ni un ligero estremecimiento de la masa; la vida animal lo absorbía todo. Napoleón iii, ridículo fantoche cesáreo, podía decir en el 56 a las víctimas de la inundación del Ródano: «Las inundaciones son como la revolución, y a una y a otras hay que volverlas a su cauce para que no se salgan nunca más de él». Las prodigiosas empresas francesas, su riqueza multiplicada, las fanfarrias de la guerra de Crimea, con la que Napoleón iii pagó su deuda a los ingleses. Todo en el mundo hablaba de Francia, excepto la propia Francia.

Los obreros de París se reponían, no del golpe de Estado del 51, que apenas les había salpicado, sino de la matanza de junio del 48, que ametralló sus barrios, y fusiló y deportó a millares de trabajadores. Ganaban el pan, sin creer debérselo al Imperio, osando incluso a manifestarse contra él al mismo tiempo. En las elecciones del 57, salieron elegidos por París cinco candidatos hostiles, entre ellos Darimon, discípulo de Proudhon, y Emile Ollivier, quien, hijo de un proscrito, había pronunciado estas palabras: «Yo seré el espectro del 2 de diciembre». Al año siguiente, otros dos candidatos de la oposición: Ernest Picard, abogado de lengua acerada, y Jules Favre, celebridad del foro, defensor de los insurrectos bajo Luis-Felipe, exconstituyente del 48, que acababa de cobrar nuevo prestigio con su defensa de Orsini.

Este italiano tuvo la fortuna de vencer con su derrota. Las bombas de enero de 1858 respetaron la única víctima que buscaban: Napoleón iii, de cuyo yugo quería Orsini liberar a Italia, y que fue precisamente su libertador. En seguida una reacción arrojó a las prisiones y al destierro a una nueva hornada de republicanos; pero, a los pocos meses de morir ejecutado Orsini, el ejército francés marchaba sobre Austria. Esta guerra de liberación encontró el calor de la opinión francesa; el arrabal de Saint-Antoine aclamaba al emperador, y cada victoria obtenida era una fiesta en sus hogares. Y cuando Napoleón iii volvió al país sin acabar la campaña de liberación de Italia, el alma francesa se llenó, como la italiana, de amargura.

Creyó aplacar los ánimos de la nación con una amnistía general que no benefició a casi nadie, pues la mayoría de los vencidos de diciembre gozaban ya de libertad desde hacía tiempo. Apenas quedaban unos centenares de víctimas en Argelia, en Francia, y los desterrados más ilustres o más conocidos: Víctor Hugo, Raspail, Ledru-Rollin, Louis Blanc, Pierre Leroux, Edgard Quinet, Bancel, Félix Pyat, Schoelcher, Clément Thomas, Edmond Adam, Etienne Arago, etc. Unos pocos, los más famosos, se aferraban al pedestal del destierro, que les daba fama y quietud. De todos modos, su actuación política hubiera sido estéril; no era la hora de los hombres de acción. A Blanqui volvieron a meterle en la cárcel apenas ponerle en libertad y le condenaron a cinco años54 de prisión, acusado de conspirar contra el régimen.

Se tramaban verdaderas conspiraciones contra el Imperio, se preparaban acontecimientos. Al año de sellarse la falsa paz con Austria, Garibaldi reanuda la campaña de emancipación de Italia, desembarca en Sicilia con mil hombres, franquea el estrecho, marcha sobre Nápoles, y el 9 de noviembre de 1860, pone en manos de Víctor Manuel un nuevo reino. Napoleón iii, que quiere cubrir la retirada del rey de Nápoles, se ve obligado a retirar su flota. Pronto le dará orden de que zarpe rumbo a México.

México

España e Inglaterra tenían créditos que liquidar. También los tenía Jecker, un suizo, aventurero de grandes vuelos y acreedor usurario del gobierno clerical de Miramon, que había huido ante el gobierno legal de Juárez. Jecker se puso de acuerdo con Morny, hermano del emperador y presidente del Cuerpo Legislativo, elegante empresario del 2 de diciembre, príncipe de los grandes agiotistas enriquecidos en las innumerables empresas de los últimos años. Convinieron el precio, y el segundo hijo de Hortensia se encargó de poner a cobro los créditos del suizo con una expedición del ejército francés. Anteriormente este ya había sido mancillado con la expedición a China, en la que el general Cousin-Montauban le condujo al saqueo, reservando un collar ofrendado a la emperatriz, la cual le premió ridículamente con el título de duque de Palikao.

Esta mujer, que no era francesa, como no lo fue ninguna de las soberanas que se distinguieron en nuestros desastres, hábilmente influida por Morny, por el arzobispo de México, por Almonte y Miramon, solicitada por el clero y los realistas mejicanos, fue convencida en seguida para la idea de la expedición. Su marido, un soñador, sonrió ante la perspectiva de conquistar México para el imperio, aprovechándose de la guerra de secesión que dividía a Estados Unidos. En enero del 62, las fuerzas francesas e inglesas desembarcaban en Veracruz, donde las españolas las habían precedido. Inglaterra y España se dan cuenta en seguida de que no van allí más que a gestionar los intereses de Jecker y de una dinastía cualquiera, y se retiran, dejando solas a las tropas francesas, mandadas por Lorencey. Corren rumores de que Almonte negocia la corona de México con Maximiliano, hermano del emperador de Austria, de acuerdo con las Tullerías. El ministro Billault lo niega descaradamente. Un mes después, Lorencey se pronuncia por Almonte y declara la guerra a la República mejicana. El general Forey acude a México con refuerzos; la opinión se alarma. La izquierda, Emille Ollivier, Picard, Jules Favre, hablan en nombre de Francia. Billault les contesta con un ditirambo.

Las elecciones del 63

El pueblo da señales de vida. Las válvulas empiezan a funcionar, el niño del golpe de Estado iba haciéndose hombre. París se agitaba; en el Barrio Latino brotaban a cada paso periódicos panfletarios; manifestaciones de estudiantes y obreros protestaban contra las matanzas de Polonia, que se levantaba heroicamente contra Rusia. El gallinero estaba más que alborotado; en las elecciones parisinas de mayo del 63 salieron derrotados todos los candidatos oficiales y triunfó la coalición de izquierdas, con los nombres de los diputados salientes a la cabeza: Jules Favre, Emile Ollivier, Picard, Darimon; tras ellos, Eugène Pelletan, lamartiniano rezagado; Jures Simon, filósofo ecléctico que en el año 51 se había negado a prestar juramento, lo prestó en el 63; Guéroult, cesarista liberal; Havin, burgués volterianizante, y Thiers, antiguo ministro de Luis-Felipe, jefe de los coaligados contra la República del 48, que se dejó engañar por Luis Bonaparte y a quien ahora se elegía por el daño que podía hacer al Imperio.

Blanc, obrero tipógrafo, presentó su candidatura contra la de Havin, director de Le Siècle, alegando que también los obreros tenían derechos. Su actitud fue muy mal vista; varios talleres se declararon en contra de él. Todavía los obreros no veían más allá de la política. «¡Con tal de que sea un proyectil de oposición, tanto me da uno como otro!», decía un obrero ante el cual se discutían los méritos de Pelletan. Pero quería que el proyectil fuese conocido.

Los sesenta

Meses después, en febrero del 64, se reproduce la afirmación obrera, esta vez con mayor precisión. Se trataba de sustituir en París a dos diputados, Jules Favre y Havin, elegidos también por provincias. Sesenta obreros publicaron un manifiesto redactado por Tolain, un obrero cincelador. Ultramoderado en la forma, era, por su espíritu, categóricamente revolucionario:

«Señores de la oposición –dice el manifiesto–, en política estamos de acuerdo con ustedes, pero ¿lo estamos también en lo que toca a la economía social? Se ha repetido hasta la saciedad que desde 1789 no hay clases, que todos los franceses son iguales ante la ley. ¿Cómo hemos de creer en la verdad de eso, nosotros que no tenemos más bienes de fortuna que nuestros brazos, que sufrimos todos los días las imposiciones del capital, que vivimos sujetos a leyes de excepción? Nosotros, que vemos cómo la infancia de nuestros hijos se asfixia en la atmósfera desmoralizadora y malsana de las fábricas y del aprendizaje; que tenemos que contemplar cómo nuestras mujeres desertan forzosamente del hogar en busca de un trabajo con el que no pueden, afirmamos que la igualdad proclamada por la ley es letra muerta. Pero, se nos dirá, los diputados que elegís pueden abogar tan bien como vosotros, mejor que vosotros por las reformas que anheléis. ¡No!, contestamos. A nosotros no nos representa nadie, pues en una reciente sesión del Cuerpo Legislativo no hubo ni una sola voz que se levantase a formular, tal como nosotros los sentimos, nuestros anhelos, nuestras aspiraciones, nuestros derechos; no, nosotros, que nos resistimos a creer que la miseria sea una institución de origen divino, no estamos representados en el Parlamento; no estamos representados, porque nadie ha dicho que en la clase obrera se atenúe diariamente el espíritu antagónico. Proclamamos que doce años de paciencia han sido bastantes, que el momento propicio ha llegado... En 1848, la elección de diputados obreros consagró de hecho la igualdad política, en 1864 consagrará la igualdad social».

¡Qué lejos estamos del Parlamento de 1848, en que la clase obrera volvía contra la burguesía sus propias máximas! En 1863 se establecía su propio principio sobre una base absolutamente nueva: el derecho económico. Era ya una inmensa revolución.

Los Sesenta tenían razón al decir que para los obreros no regía la ley. Un año antes, habían sido condenados por delito de coalición los tipógrafos huelguistas de varias imprentas de París. Mas no por ello el manifiesto dejó de ser malísimamente recibido. Contra estos obreros que se jactaban de ser una clase, no solamente se alzó el clamor de la prensa, sino que apareció un nuevo manifiesto firmado por ochenta obreros que reprochaban a sus camaradas aquel llamamiento tan inoportuno a la cuestión social, que venía a sembrar la discordia y a restablecer las distinciones de casta. Los Sesenta presentaron como candidato a Tolain, cuya profesión de fe apoyó Delescluze, antiguo comisario general de la República, dos veces proscrito, en el 52 y en el 58. La candidatura obrera no logró más que 424 votos contra 14.807 que obtuvo Garnier-Pagès, lamentable despojo del gobierno provisional de 1848.

Pero el grito de los Sesenta no se lo llevó el viento. Los diputados de la izquierda pidieron que se derogase la ley sobre coaliciones. El Imperio se avino a modificarla, y Emile Ollivier, poco inclinado a desempeñar el papel de espectro infecundo, se prestó a hacer suyo el proyecto. Este era lo bastante pérfido para autorizar las huelgas, pero sin reconocer el derecho de asociación. A pesar de todo, los obreros consiguieron que se redujese algo la jornada de trabajo y se constituyeron algunas sociedades obreras: las de los broncistas, joyeros, hojalateros, ebanistas, estampadores de telas, etc.

La Internacional

El 28 de septiembre del 64 se echó a volar por todo el mundo, más fuerte que el de los Sesenta, este magnífico grito: «La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos». Salió del Saint-Martin’s Hall, de Londres, de una asamblea de delegados obreros en la que estaban representados varios países de Europa. Aunque se venía gestando desde hacía varios años la idea de unión, no tomó cuerpo hasta el año 62, en que la Exposición Universal, celebrada en Londres, puso en contacto a los delegados obreros de Francia con las Trade’s Unions inglesas. Fue entonces cuando se pronunció este brindis: «¡Por la futura alianza de todos los obreros del mundo!». En el año 63, en un motín pro Polonia, surgió en Saint-James la idea de una reunión internacional. Tolain, Perrachon, Limousin, por Francia, y los ingleses por su país, se pusieron a organizar las convocatorias. En el año 64, Europa presenció, por primera vez, un congreso de los Estados Unidos del Trabajo. Ningún político asistió a esta sesión extraordinaria, ninguno cooperó en la fundación de la gran obra. Karl Marx, el genial investigador, desterrado de Alemania y de Francia, que aplicó a la ciencia social el método de Spinoza, fue el que ofreció la admirable fórmula. Se decidió dar a la asociación el nombre de «Internacional», se nombró un comité encargado de redactar los estatutos y se acordó que el consejo general residiese en Londres, único asilo seguro, y se convocó una segunda asamblea para el año siguiente. Un mes más tarde, aparecían los estatutos de la nueva organización, y los delegados franceses, entre los que estaban Tolain y Limousin, abrían la oficina francesa de la Internacional en esa calle de Gravilliers, de fuerte tradición revolucionaria.

Proudhon moría a principios del año 65, después de comprender y describir este mundo nuevo. Los obreros hicieron una gran manifestación de duelo a su cadáver. Un mes después, viendo desfilar por los bulevares el fastuoso entierro de Morny, el hermano del emperador, que se había muerto dejando muy preocupado a su socio y compinche Jecker, el público gritaba: «¡Que se repita!».

«La idea más grande del reino»

Las tropas del general Forey entraron en México el 3 de junio del 63. Doscientos notables, escogidos por Almonte, llamaban a Maximiliano de Austria a ocupar el trono mejicano. La maniobra era clarísima. La izquierda interpela, demuestra que la expedición cuesta a Francia 14 millones mensuales, y retiene lejos del país a 40.000 hombres. El archiduque no se ha marchado aún; todavía es tiempo de tratar con la República mejicana. El ministro que había reemplazado a Billault, Rouher, ardiente republicano en el 48 y ahora acérrimo imperialista, exclama con tono patético: «La historia proclamará genio al que tuvo el valor de abrir nuevas fuentes de riqueza y de progreso a la nación por él gobernada». Y por una mayoría abrumadora, el Parlamento, tan servil en el 64 como en el 63, integrado en gran parte por los mismos, vota por aclamación que continúe la guerra. Maximiliano, tranquilizado por la votación, cede a las instancias del emperador y, provisto de un buen tratado que articula Napoleón iii, acepta la corona y entra en México, escoltado por el general Bazaine, el sucesor de Forey. Los patriotas mejicanos vuelven a alzarse contra el sobrino de Napoleón, repitiendo la guerra de España de 1808. Atacan y aíslan a las tropas francesas. Bazaine organiza contraguerrillas de bandidos y, en nombre de Francia y del nuevo Imperio, saquea ciudades, confisca bienes de propiedad privada y comunica a sus jefes de cuerpo: «No admito que se hagan prisioneros; todo rebelde, cualquiera que sea, debe ser inmediatamente fusilado». Sus atrocidades indignan al gobierno de Washington, desmoralizando a sus propias tropas. Nos lo dice un alto jefe, un hombre nada gazmoño, un antiguo juerguista arruinado, que, protegido por las actrices, se refugia en el ejército a la sombra de un matrimonio ventajoso: el marqués de Galliffet. Pero México no suministraba, por el momento, más que cadáveres. Maximiliano solicita de Francia un empréstito de 250 millones. Los diputados de la izquierda describen el trágico desarrollo de aquella desdichada aventura. Rouher, el ministro, los cubre de desdén y de profecías: «La expedición de México es la idea más grande del reino; Francia ha conquistado a un gran país para la colonización». Los mamelucos aplauden. El empréstito mejicano, moralmente garantizado, es cubierto por banqueros avispados. Y el presupuesto de la expedición (no se atreven a llamarla guerra) queda en pie: 330 millones para pagas y mantenimiento de las tropas. La extrema izquierda, que aún se atreve a protestar, es abucheada.

La opinión despierta

Fuera, les aplaudían. En abril, una manifestación de mil quinientos estudiantes acude ante la embajada de Estados Unidos, sin que la policía logre contenerla, a rendir un homenaje al presidente Lincoln, asesinado por los esclavistas. En junio, estallan en París numerosas huelgas. En las elecciones municipales de julio, las provincias, hasta entonces fieles al Imperio, parecen desertar. «¡Derrumbemos el ídolo!», dice el Comité de Descentralización de Nancy, en el que figuran como iconoclastas, al lado de los ciudadanos Jules Simon y Eugène Pelletan, los señores de Falloux, de Broglie, Guizot. En septiembre, Le Siècle entona un himno extraño: «Algo grande acaba de levantarse en el mundo. Nos constaba que este frío de muerte que sopla por la superficie de nuestra sociedad no había ganado la entraña del pueblo, ni helado el alma popular, que las fuentes de vida no estaban cegadas. Nuestro oído no estaba acostumbrado a tales palabras, que nos han hecho estremecer de júbilo hasta el fondo del corazón». El que así vaticina es Henri Martin, el de la Historia de Francia clásica y coronada. He aquí unas líneas sacadas del Manifiesto de la Internacional, reunidas en Londres: «Considerando que la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos; que los esfuerzos de los trabajadores deben tender a conseguir para todos derechos y deberes iguales y a vencer el predominio de toda clase... que, no siendo la emancipación de los obreros un problema local ni nacional, sino social, interesa por igual a todos los países... esta Asociación internacional, al igual que todas las sociedades e individuos adheridos a ella, declaran que no reconocen más base de conducta hacia los hombres en general que la Verdad, la Justicia y la Moral, sin distinción de color, de nacionalidad, ni de credo, y consideran como un deber reclamar para todos por igual los derechos del hombre y del ciudadano». Los grandes diarios de Europa se expresan en los mismos términos que Henri Martin. A través de ellos, la Internacional entra solemnemente en la escena del mundo como potencia reconocida y eclipsa al congreso de estudiantes de todos los países celebrado poco después en Lieja. El congreso de Lieja no logra conmover más que al Barrio Latino, representado por Albert Regnard, Germain Casse, Jaclard y otros. Los delegados franceses se presentan tremolando una bandera negra, la única –dicen– que cubre a Francia de duelo por la pérdida de sus libertades. Al regresar, fueron expulsados de la Academia de París. El Barrio Latino no olvidó esto y cuando el emperador fue al Odeón una noche de marzo del 66, organizó una manifestación de protesta, vengándose a la vez de quien le había mutilado el jardín de Luxembourg.

En esta época, se oyó un gemido en el Palais-Bourbon. A pesar de las urnas mixtificadas, unos cuantos, muy pocos, muy ricos o de vieja influencia provincial, lograron atravesar las mallas administrativas y llegar al Cuerpo Legislativo. Votan por las Tullerías, se inquietan un poco por el gerente del inmueble y cuarenta y cinco de ellos piden unas briznas de libertad. Rouher se enfada y los cuarenta y cinco, cuya enmienda obtuvo sesenta y tres votos, retroceden y votan el mensaje que el Cuerpo Legislativo depositó a los pies del emperador.

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