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Los prusianos en París

Los prusianos pudieron entrar el primero de marzo. El París que el pueblo había reconquistado no era ya el París de los nobles y de los grandes burgueses del 30 de marzo de 1815. La bandera negra que colgaba en las casas, las calles desiertas, las tiendas cerradas, las fuentes cegadas, las estatuas de la Concordia veladas, el gas negándose a alumbrar por las noches, hablaban de una ciudad indómita. Así debió de entregarse Moscú al Gran Ejército. Acampados entre el Sena y el Louvre, que tenía las salidas cerradas, y un cordón de barricadas bordeando el barrio Saint-Honoré, los alemanes parecían cogidos en una trampa. Algunas mujeres públicas que se atrevieron a franquear el límite, fueron tratadas a latigazos. Un café de los Campos Elíseos, que se había abierto para ellos, fue saqueado. Solamente en Saint-Germain se encontró un gran señor que ofreció su techo a los prusianos.

París estaba todavía pálido por la afrenta, cuando una avalancha de nuevas injurias llegó de Burdeos. La Asamblea no solo no había encontrado una frase para asistirle en esta crisis dolorosa, sino que todos sus periódicos, con L’Officiel a la cabeza, se indignaban de que hubiera pensado siquiera en manifestarse contra los prusianos. En las oficinas se firmaba una proposición para fijar la residencia de la Asamblea fuera de París. El proyecto de ley sobre los vencimientos y los alquileres retrasados se anunciaba, preñado de quiebras. La paz acaba de ser aceptada, votada a marchas forzadas. Alsacia, la mayor parte de Lorena, un millón seiscientos veinte mil franceses arrancados a la patria, cinco mil millones, los fuertes del Este de París ocupados hasta la entrega de los primeros quinientos millones, y los departamentos del Este hasta el pago final; tal era el precio con que Bismarck nos traspasaba la Cámara inencontrable.

Para consolar a París de tantas vergüenzas, Thiers nombraba general de la Guardia Nacional al evacuador de Orleans, el brutal comandante del ejército del Loire, destituido por Gambetta, el mismo que, en una carta al emperador publicada recientemente, aún se lamentaba de no haber podido venir a París el 2 de diciembre del 51, para aplastar a los parisinos: D’Aurelles de Paladine. Dos senadores bonapartistas, los fusiladores, a la cabeza del París republicano. En París soplaban vientos de golpe de Estado.

El 3 de marzo enviaron sus delegados al Wauxhall doscientos batallones. El proyecto de estatutos redactado por el Comité Central provisional comenzaba por afirmar la República «como único gobierno de derecho y de justicia, superior al sufragio universal, que es obra suya». «Los delegados –decía el artículo– deberán prevenir todo intento que tenga por fin el derrumbamiento de la República». El Comité Central debía estar formado por tres delegados por distrito, elegidos sin distinción de grado por las compañías, legiones y el jefe de legión. Estos estatutos fueron aprobados. Mientras llegaban las elecciones regulares, la reunión nombró una comisión ejecutiva. Formaban parte de ella: Varlin, Pindy, Jacques Durand, delegados por sus batallones. Se votó por unanimidad la reelección de todos los grados. Se presentó esta moción: «El departamento del Sena se constituirá en República independiente, caso de que la Asamblea descapitalizara París». Moción mal concebida, mal presentada, que parecía aislar a París del resto de Francia; idea antirrevolucionaria, antiparisina, que se volvió cruelmente contra la Comuna. ¿Y quién te alimentará, París, si no es la provincia? ¿Y quién te salvará, hermano de los campos, sino París? Pero París vivía solo desde hacía seis meses; solo él había querido la lucha hasta el fin; solo él había protestado contra la Asamblea realista. Y el abandono, los votos de la provincia y la mayoría rural, hicieron creer a unos hombres prestos a morir por la República universal, que podían encerrar la República en París.

72.- Para obtener un jornal, era preciso pedirlo por escrito, y probar que no se podía conseguir trabajo. (Jules Simon, El gobierno de Thiers)

73.- Un cura, Vidieu, autor de Una Historia de la Comuna, pretende haber descubierto el objeto de este movimiento. «Había, evidentemente, una consigna. Al primer disparo acudiría el enemigo, el monte Valérien incendiaría los más bellos barrios de París, las demás fuerzas prenderían fuego a la ciudad y, mientras tanto, se pescaría libremente en río revuelto».

74.- Alavoine, Bouit, Frontier, Boursier, David-Brisson, Barroud, Gritz, Tessier, Ramel, Badois, Arnold, Piconel, Audoynaud, Masson, Weber, Lagarde, Laroque, Bergeret, Pouchain, Lavalette, Fleury, Maljournal, Chouteau, Cadaze, Castioni, Dutil, Matté, Ostyn. Solo diez de la comisión elegida el 15 figuran en esta lista; algunos, como Dacosta, se habían retirado creyendo que se iba demasiado lejos; otros no asistían a la sesión en la que se firmó el cartel. Delegaciones, juntas revolucionarias, habían presentado a los diecinueve restantes, tan desconocidos como los demás.

Capítulo IV Los monárquicos abren fuego contra París se constituye El comité central Thiers ordena el asalto

Abrigábamos un gran respeto hacia esta gran ciudad, honor de Francia, que acababa de soportar cinco meses de sitio.

Discurso de Dufaure contra la amnistía

Mayo del 76

La guardia nacional respondió al plebiscito rural con la federación; a las amenazas de los monárquicos, con las manifestaciones de la Bastilla; al proyecto de descapitalización y al bofetón de D’Aurelles, con las resoluciones del 3 de marzo. Lo que no pudieron hacer los peligros del sitio, lo hizo la Asamblea: la unión de la pequeña burguesía con el proletariado. La burguesía media se sublevó. El alejamiento de la Asamblea lastimaba su orgullo, la alarmaba en cuanto a la marcha de sus asuntos. La inmensa mayoría de París vio sin pena cómo se organizaba una defensa parisina. El 3 de marzo, el ministro del Interior, Picard, denunció al Comité Central como anónimo y llamó a «todos los buenos ciudadanos a ahogar sus culpables manifestaciones». Nadie se conmovió. La acusación, además, era ridícula. El Comité se manifestaba visiblemente, enviaba informes a los periódicos y actuó exclusivamente para salvar a París de una catástrofe. Al día siguiente de ser acusado, respondió: «El Comité no es anónimo, es la reunión de los mandatarios de unos hombres libres que quieren la solidaridad entre todos los miembros de la guardia nacional. Sus actas han sido siempre firmadas. Rechaza con desprecio las calumnias que le acusan de excitación al pillaje y a la guerra civil. Firmado: Los elegidos de la ciudad en el Wauxhall»75.

El mismo día, D’Aurelles, recién llegado a París, convocaba a los jefes de batallón. De doscientas sesenta respondió una treintena. Él venía, según les dijo, a purgar a la Guardia Nacional de sus malos elementos, y dio una orden del día digna de un gendarme. Por toda respuesta el Comité, por medio de un pasquín, invitó a todos los ciudadanos a organizar círculos de batallón, consejos de legión, y a que nombrasen a sus delegados para el comité definitivo.

Los jefes de la coalición realista vieron perfectamente adónde se iba; tanto más cuanto que la comisión que acompañó a Thiers en sus negociaciones de paz en Versalles les expuso cuadros espantosos de París. La ciudad de la República aumentaba todos los días su arsenal de fusiles y de cañones. Un poco más y el armamento sería completo, si no se daba rápidamente un golpe.

Lo que no acabaron de ver fue la talla de su enemigo. Creyeron en los cuentos de sus gacetas, en la cobardía de los guardias nacionales y en las fanfarronadas de Ducrot, que juraba en las oficinas de la Asamblea odio eterno a los demagogos, sin los cuales hubiera vencido. Los capitanes de la reacción se hincharon hasta creer que se tragarían París.

Toda la reacción contra París

La operación fue llevada a cabo con habilidad, constancia y disciplina clericales. Legitimistas, orleanistas y bonapartistas divididos en la cuestión del nombre del monarca, aceptaron un compromiso imaginado por Thiers: partes iguales en el poder, lo que se llamó el pacto de Burdeos. Además, tratándose de ir contra Paras, no podía haber división.

Desde los primeros días de marzo, sus periódicos de provincias anunciaron incendios y saqueos en París. El 4 de marzo no hubo más que un rumor en las oficinas de la Asamblea: acaba de estallar una insurrección, las comunicaciones telegráficas están cortadas, el general Vinoy se ha retirado a la orilla izquierda. Thiers, que dejaba propagar estos rumores, destacó a París cuatro diputados alcaldes: Arnaud de l’Ariège, Clemenceau, Tirard y Henri Martin. Los emisarios encontraron París «absolutamente tranquilo» y se lo dijeron al ministro del Interior. Picard respondió: «Esa tranquilidad no es más que aparente, es preciso obrar»; y el alcalde del cuarto distrito, Vautrain, dijo: «Hay que coger al toro por los cuernos y detener al Comité Central».

La coalición no dejó pasar un día sin picar al toro. Cayeron sobre París y sus representantes risas, provocaciones e injurias. Algunos como Malon, Ranc, Rochefort y Tridon se retiraron ante el voto que venía a mutilar a la patria, como lo habían hecho Gambetta y los de Alsacia y Lorena. Se le gritó: «¡Buen viaje!». El 8 de marzo, Hugo es maltratado por defender a Garibaldi. Dimite. Abuchean a Delescluze, que pide que se entable acusación contra los defensores. El día 10, cuatrocientos veintisiete rurales se niegan a residir en París. Quieren más: la descapitalización definitiva, Bourges o Fontainebleau. Thiers los halaga: «Jamás Asamblea alguna recibió poderes más extensos –no tenía ni siquiera archivos–. Podrían ustedes hacer, si quisieran, hasta una Constitución». Obtuvo con gran trabajo el traslado a Versalles, más fácil de defender. Esto era llamar a la Comuna, porque París no podía vivir sin gobierno y sin municipalidad.

Fijado así el campo de batalla, se formó un ejército de la desesperación. Los efectos comerciales vencidos, del 13 de agosto al 13 de noviembre del 70, se hicieron exigibles siete meses después, fecha por fecha, con sus intereses. Así, al cabo de tres días, el 13 de marzo, era preciso pagar las letras vencidas el 13 de agosto. Decreto imposible, ya que los negocios estaban en suspenso desde hacía siete meses y no había modo de encontrar crédito; el Banco no había vuelto a abrir sus sucursales. Algunos diputados de París visitaron a Dufaure, que había vivido la vida del sitio. Se mostró irreductible; seguía siendo el verdadero Dufaure del 48. Quedaba en pie la cuestión de los alquileres retrasados, temible para todo París. Millière conjuró a la Asamblea a que la resolviese equitativamente. No obtuvo respuesta. Trescientos mil obreros, comerciantes, artesanos, pequeños fabricantes y tenderos, que habían gastado su peculio durante el sitio y no ganaban nada todavía, quedaron a merced del casero y de la quiebra. Del 13 al 17 de marzo, hubo ciento cincuenta mil protestas. Las grandes ciudades industriales reclamaron. Nada.

Cargada así la mina, la Asamblea se aplazó hasta el 20 de marzo, después de haber obligado a Thiers a afirmar que podría deliberar en Versalles «sin miedo a los adoquines del motín». El hombrecillo tenía también su vencimiento.

París no retrocedía ante todas estas amenazas. Picard, con la intención de amedrentarle, llamó a Courty y le dijo «que los miembros del Comité Central se jugaban la cabeza». Courty hizo casi la promesa de devolver los cañones. El Comité lo desautorizó.

Desde el día 6, el Comité residía en la Corderie, absolutamente independiente de los tres simulacros de grupos. Dio pruebas de habilidad política, burló las intrigas de cierto Raoul du Bisson, exoficial de ejércitos exóticos, cargado de dudosas aventuras, que había presidido la reunión del 24 en Wauxhall y trabajaba por constituir un Comité Central de arriba, con los jefes de batallón. El Comité despachó tres delegados a este grupo, que ofrecía una resistencia muy viva. Barberet, un jefe de batallón, se mostró particularmente intratable; otro, Faltot, arrastró a la reunión: «¡Yo estoy con el pueblo!». La fusión se llevó a cabo definitivamente el 10, día de asamblea general de delegados. El Comité presentó su informe, exponiendo la historia de la semana, el nombramiento de D’Aurelles, el incidente de Courty: «Lo que somos, los acontecimientos lo han dicho; los ataques reiterados de una prensa hostil a la democracia nos lo han enseñado, y las amenazas del gobierno han venido a confirmarlo. Somos la barrera inexorable levantada contra todo intento de derrumbar la República». Los delegados fueron invitados a apresurar las elecciones del Comité Central. Se redactó en seguida un llamamiento dirigido al ejército.

Desde hacía varios días, el gobierno enviaba a provincias a los 220.00 hombres desarmados por la capitulación, «móviles» o desmilitarizables en su mayoría, y los reemplazaba por soldados de los ejércitos del Loire y del Norte. París se inquietaba con estas tropas que los periódicos reaccionarios excitaban contra él. El llamamiento de la reunión decía: «Soldados, hijos del pueblo, unámonos para salvar a la República. Los reyes y los emperadores nos han hecho demasiado daño». Al día siguiente, los soldados defendían este pasquín contra la Policía.

La jornada del 11 de marzo fue pésima para París. Supo a un mismo tiempo su descapitalización y su ruina. Vinoy suprimía seis periódicos republicanos, cuatro de los cuales, Le Cri du Peuple, Le Mot d’Ordre, Le Père Duchéne y Le Vengeur tiraban doscientos mil ejemplares. El consejo de guerra que juzgaba a los acusados del 31 de octubre condenaba a muerte a varios de ellos, entre otros a Flourens y a Blanqui. Triple detonación que asustaba a todo el mundo, a burgueses, republicanos y revolucionarios. Aquella Asamblea de Burdeos, tan mortífera en París, de un corazón, de un espíritu, de una lengua tan contrarios a París, se mostró como un gobierno de extranjeros. Desaparecieron las últimas vacilaciones. El diputado-alcalde del distrito xviii, Clemenceau, trabajaba desde hacía varios días para conseguir la entrega de los cañones de Montmartre, y encontró oficiales bastante bien dispuestos a ello. El comité de la calle Rosiers se opuso; era el comité más importante de todos, por su situación, por el número de sus cañones, y trataba en un pie de igualdad con el Comité Central, al que no envió delegados hasta muy tarde. Cuando D’Aurelles expidió los tiros de caballos a Montmartre, los guardias nacionales negaron las piezas y las transportaron a las colinas, donde el comandante Poulizac, que había de morir en las filas del ejército versallés, construía una especie de parapeto. El comité de la calle Rosiers proporcionó los centinelas, las piezas afluyeron, y llegaron a reunirse ciento setenta.

Se constituye el Comité Central

La Revolución, que no tenía ya periódicos, hablaba ahora por medio de pasquines de todos los colores, de todas las ideas. Flourens y Blanqui, condenados en rebeldía, fijaban protestas en las paredes. Los grupos moderados protestaban también contra los decretos sobre vencimientos. Se organizaban comités en los barrios populares. El del distrito xviii tenía por jefe al fundidor Duval, hombre de energía fría y dominadora. Todos estos comités anulaban las órdenes de D’Aurelles. Disponían, en realidad, de la Guardia Nacional.

Vinoy decía, como Vautrain: «Detengamos al Comité Central» y nada parecía más fácil, ya que todos sus miembros inscribían sus señas en los pasquines. El propio Picard respondía: «Yo no tengo policía, deténgalos usted mismo». Vinoy replicaba: «Eso no es de mi incumbencia». Se le dio al general Valentin, hombre de mano de hierro. El Comité Central, tranquilamente, se presentó el día 15 en la tercera asamblea general de Wauxhall. Se hallaban representados doscientos quince batallones. Garibaldi fue proclamado general en jefe de la Guardia Nacional. Un orador –Lullier, exoficial de marina–, arrebató a la asamblea, pues tenía cierta apariencia de instrucción militar y, cuando no estaba aturdido por el alcohol, tenía algunos momentos de lucidez que despertaban grandes ilusiones. Se hizo nombrar comandante de artillería. A continuación, fueron proclamados los nombres de los elegidos para el Comité Central, unos treinta aproximadamente. Varios distritos no habían votado aún. Era el Comité Central regular, el que habría de entrar en el Hôtel-de-Ville. Muchos de los elegidos pertenecían a la anterior comisión. Los demás, de todas las capas del pueblo, conocidos solamente en los consejos de familia o en su batallón. Los hombres de más relieve no intrigaron para obtener sufragios. La Corderie, los mismos blanquistas, no querían admitir que esa Federación, ese Comité, esos desconocidos fuesen una fuerza.

Es verdad que no les guiaba ningún programa concreto. El Comité Central no es la cabeza de columna de un partido, no tiene un ideal que realizar. Solo ha podido agrupar a tantos batallones una idea sencillísima: defenderse de la monarquía. La Guardia Nacional se constituye en compañía de seguros contra un golpe de Estado; el Comité Central es el centinela. A eso se reduce todo.

El aire es pesado, nadie sabe a dónde se va. El pequeño grupo de la Internacional convoca ingenuamente a los diputados socialistas, para que le expliquen la situación. Nadie piensa en el ataque. El Comité Central ha declarado, por otra parte, que el pueblo no abrirá jamás el fuego, que solamente se defenderá en caso de agresión.

He aquí el agresor

El agresor llegó el 15 de marzo: el señor Thiers. Había esperado apoderarse de nuevo insensiblemente de la ciudad con soldados bien escogidos a los que se había mantenido aislados de los parisinos; pero faltaba tiempo para ello, la fatídica fecha del 20 se echaba encima. Apenas llegó, Thiers fue asaltado y se le acució para que obrase. Los bolsistas andaban en el ajo. Los mismos que habían precipitado la guerra para echar una leña a sus chanchullos, le decían: «No logrará usted hacer operaciones financieras si antes no acaba con estos malvados»76. ¡Acabar con ellos! La siniestra palabra de junio del 48, monstruosa en marzo del 71!

¡Cómo! Ante los ojos de los prusianos, cuando Francia apenas palpita, cuando solo el trabajo puede reconstruirla, ¿va a correr el gobierno de esa misma Francia el riesgo de una guerra civil, va a aventurar tantas vidas de trabajadores? ¿Está seguro, por lo menos, de que acabará con ellos? Por espacio de tres días, casi sin armas, los insurgentes de junio del 48 hicieron frente a los mejores generales de África. En el 71, contra este haz de batallones provistos de buenos fusiles, de cañones que ocupaban las alturas, el gobierno no tiene más que a un Vinoy, la división tolerada por los prusianos, tres mil y los gendarmes, quince mil hombres y harto estropeados. Los siete u ocho mil que han sido traídos del Loire y del Norte, han estado a punto de amotinarse en la primera revista. Mal alimentados, mal abrigados, vagan por los bulevares exteriores. Las parisinos les llevan sopa y mantas a las barracas donde se hielan.

¿Cómo desarmar a cien mil hombres con esta tropa de mala muerte? Porque para llevarse los cañones, había que empezar por desarmar a la Guardia Nacional. Los coaligados se burlaban de los atrincheramientos de Montmartre, de los veinticinco hombres de la calle Rosiers. Consideraban cosa de elemental facilidad recobrar los cañones. Estos se hallaban, en efecto, muy poco guardados, porque cincuenta adoquines por el aire bastaban para detener todo intento de apoderarse de ellos. Que los tocasen, y París entero acudiría en su defensa. No bien hubo llegado a París, recibió Thiers una lección a este respecto. Vautrain había prometido los cañones de la plaza Vosges; los guardias nacionales desclavaron las piezas, y los pequeños burgueses de la calle Tournelles se lanzaron a desempedrar las calles.

Era una insensatez atacar. Thiers no vio nada, ni la desafección de todas las clases sociales, ni la irritación de los barrios. Contemporizar, desarmar a París con concesiones, neutralizar a los rurales con la gran ciudad eran expedientes que estaban muy por encima de su política. Su desprecio al pueblo hizo lo demás. Espoleado por el vencimiento del 20, se lanzó a la aventura, celebró un consejo el día 17 y, sin consultar a los alcaldes, como Picard había prometido, sin dar oídos a los jefes de los batallones burgueses, que aquella misma noche afirmaban que no podían contar con sus hombres, ese gobierno, incapaz de detener a los veinticinco miembros del Comité Central, dio orden de requisar los doscientos cincuenta cañones guardados por todo París.


Se arrancaron adoquines de las calles, como se ve en esta foto de la calle Pelletier. (Foto: Braquehais)

75.- Arnold, J. Bergeret, Bouit, Castioni, Chauviére, Chouteau, Courty, Dutilh, Fleury, Frontier, H. Fortuné, Lacord, Lagarde, Lavalette, Mal journal, Matté, Ostyn, Piconel, Pindy, Prudhomme, Varlin, H. Verlet, Viard. Cinco solamente de los electos del 15 de febrero.

76.- «Algunos especuladores de Bolsa, creyendo que bastaría con una campaña de seis semanas para devolver el impulso a las especulaciones de que vivían, decían: “Es un mal momento por el que pasar, unos cincuenta mil hombres que habrá que sacrificar, después de lo cual el horizonte se aclarará, y los negocios volverán a marchar”» (Encuesta sobre el 4 de septiembre: Thiers).

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