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Paradójicamente, la forma en que estas políticas de «justicia social» de la dictadura fueron recibidas por la población resulta todavía hoy en gran medida desconocida. Y es que la relación entre las actuaciones sociales de la dictadura y las actitudes de los españoles que se beneficiaron de ellas no ha sido demasiado explorada.22 Sin embargo, su estudio resulta fundamental para desentrañar la forma en que el Estado franquista se relacionó con la sociedad sobre la que se impuso, entender la larga duración de la dictadura y estimar la extensión del consentimiento entre la población. Dado que muchas de las políticas y discursos del régimen podrían leerse tanto en clave de control social como de consenso, el reto reside en valorar qué pesó más sobre la población, si la percepción de estar siendo instrumentalizada por la dictadura para sus propios fines o la de estar recibiendo algo provechoso de la «Nueva España».

A lo largo de los capítulos primero y segundo atendemos aquellos mecanismos de que se valió la «Nueva España» para generar entre la población actitudes próximas al consenso. Analizamos para ello las políticas de beneficencia –como las de Auxilio Social, principalmente durante los años cuarenta– y las sociales –como la construcción de casas baratas, sobre todo a partir de los años sesenta–, puestas en marcha por el régimen. Asimismo, estudiamos la incidencia de todas ellas sobre los habitantes del campo, tratando de esclarecer la forma en que moldearon su sentir hacia la dictadura. Además, valoramos los espacios de sociabilidad abiertos por el propio régimen desde los primeros años a través del Frente de Juventudes y de la Sección Femenina, cuyas actividades contribuyeron a amenizar la rutinaria vida local. Unas y otras pudieron servir para mejorar la imagen proyectada por el franquismo y aumentar las cotas de consentimiento sobre las que se asentaba.

I. LAS POLÍTICAS SOCIALES DEL RÉGIMEN FRANQUISTA

Construcción de viviendas de protección oficial, beneficencia y «traídas de aguas»

Esa suma de realizaciones provechosas para la ética de las almas de este país y para la salud de los cuerpos de este país: Auxilio Social, Educación y Descanso, Frente de Juventudes, Obras Sindicales tan varias, de aprendizaje, de la vivienda española, de concierto jurídico de los elementos integrantes de la producción económica, de justicia social.23

Hoy, gracias a Dios, gozamos de paz, pan y también tenemos una buena legislación social (…) Hoy tenemos amparo para los viejos, subsidios, canales, regadíos, pantanos y miles y miles de casas construidas y muchas cosas más.24

Al igual que ocurriera bajo otros regímenes de corte autoritario, el franquismo complementó los mecanismos de represión con la búsqueda de aquiescencia entre la población, sin la cual muy difícilmente hubiera podido tener la estabilidad necesaria para sostenerse en el tiempo.25 Para ello puso en marcha algunas políticas sociales con las que trató de frenar las actitudes críticas exteriorizadas a través de las pequeñas acciones de resistencia cotidiana, a la vez que de atraerse a quienes las ponían en marcha (capítulos 3 y 4). Algunos autores han negado a estas políticas su potencial para expandir las actitudes consentidoras hacia la dictadura más allá de su «caladero» habitual, o bien les han reconocido una capacidad muy limitada de generación de apoyos. Sin embargo, otros, con quienes coincidimos más, han reconocido que los avances socioeconómicos lograron reducir las disidencias e incluso limitar las protestas.26

Partiendo de estas premisas, este primer capítulo se propone analizar las políticas del consenso del régimen y su incidencia «a ras de suelo». Es decir, busca conocer de qué modo obtenían las autoridades locales sus cotas de legitimidad entre los vecinos, qué aspectos de la «Nueva España» encontró atractivos la gente de a pie y, en definitiva, cómo se fue forjando el consentimiento en el día a día.

Para ello será de interés dilucidar a qué autoridades –locales, provinciales, nacionales– y personalidades del régimen –alcalde, gobernador civil, el mismísimo Caudillo– agradecían los hombres y mujeres del agro las políticas sociales de las que resultaron beneficiarios.27

Entre las principales aportaciones de este capítulo está la atención que presta, ya no solo a las políticas sociales, a las que la historiografía especializada no ha dedicado demasiada atención hasta la fecha, sino también a su recepción entre la gente, tratando de dilucidar de qué forma condicionaron sus actitudes sociopolíticas.28 Más concretamente nos centramos en la política de construcción de viviendas baratas, una de las más exitosas del franquismo a la hora de convencer acerca de sus bondades y en torno a la cual forjaría uno de sus más duraderos mitos, el de la dictadura como incansable constructora de hogares sociales. Abordamos también la beneficencia franquista en los años cuarenta, principalmente canalizada a través de Auxilio Social, y el reparto de la ayuda norteamericana en los colegios españoles a partir de los años cincuenta. Asimismo, analizamos la incidencia que tuvieron las «traídas de aguas» a los pueblos andaluces en los años sesenta respecto a la percepción que la población tenía de la dictadura. Para ello manejamos documentación interna del régimen, fundamentalmente partes mensuales de Falange y memorias anuales de los gobernadores civiles, así como testimonios orales de los vecinos de las zonas rurales que vivieron bajo la dictadura.

Como sucediera en otros contextos dictatoriales, las autoridades franquistas no renunciaron a la construcción de un discurso social susceptible de atraer a amplias capas de la población.29 La apuesta del régimen franquista por las políticas sociales en el ámbito rural encajaba bien con el discurso agrarista del nacionalsindicalismo –el fascismo agrario–, según el cual se hacía necesario elevar el nivel de vida de los habitantes del campo. Tal y como se reconocía en un informe de 1963, se hacía necesario «que el agua corriente y los servicios complementarios de saneamiento, que la electricidad, que los centros culturales», entre otros, llegasen a las zonas rurales como medio para evitar su despoblamiento.30 El mensaje de «justicia social» fue fundamentalmente canalizado a través de FET de las JONS, que desarrolló una importante labor en este sentido a través de sus Obras Sindicales (Colonización, Hogar, Cooperación, Artesanía y Educación y Descanso, una de las más populares).31 Así explicaba Francisco Franco en 1944 el significado del partido único:

Cuando dentro y fuera de España se pregunte lo que es la Falange, podéis con orgullo responder: la Falange es la paz social que disfrutamos; es el imperio de la ley de Dios, el engrandecimiento de la patria, la multiplicación de las fuentes de riqueza y de trabajo, la solidaridad económico-social entre los españoles, la dignificación del trabajador, la redención de la mujer, la salvación de los hijos, el salario familiar, el jornal del domingo, el Seguro de Enfermedad, el retiro en la vejez, el sanatorio en la enfermedad, las Escuelas del Hogar, las Guarderías infantiles, la recogida de huérfanos, el Auxilio Social, la casa alegre y soleada y tantas y tantas obras, que ganan almas para Dios e hijos más fuertes para la Patria.32

Y lo cierto es que la dictadura logró convencer acerca de su preocupación por el bienestar de los españoles y sobre los esfuerzos que estaba haciendo por mejorar su existencia cotidiana. El progreso económico y la mejora de las condiciones materiales de vida en los años sesenta, bautizados por la propaganda franquista como los del «desarrollismo», respecto a los míseros días de posguerra, no pudieron más que ser valorados en términos positivos por los habitantes del mundo rural. Como explicaba en 1962 el gobernador civil de Jaén, «salta a la vista, aun del más miope, que un hecho que no puede ocultarse es el del mejoramiento del llamado nivel de vida», que contrastaba considerablemente con los altos índices de «analfabetismo, incultura social y atraso técnico» de décadas pasadas. Al año siguiente la máxima autoridad provincial aseguraba que «el valor nutritivo de los alimentos consumidos por la población de menor capacidad económica ha aumentado notablemente», y que también iba al alza la adquisición de artículos que no son de primera necesidad como consecuencia de la «ascendente progresión del nivel de vida». Y en 1965 su homónimo malagueño señalaba que las principales preocupaciones de los vecinos en aquellos momentos tenían que ver con «la estabilidad del régimen, su capacidad para mantener el orden público, cuestiones de desarrollo económico y, sobre todo, por conseguir la preconizada elevación del nivel de vida».33

1. «LA CRUZADA DE LA VIVIENDA». La política de construcción de viviendas sociales

«Necesitamos que la Cruzada de la vivienda sea esplendorosa realidad».

Discurso de fin de año de Francisco Franco (1954)34

Este primer apartado comienza dando cuenta de la magnitud del problema de la infravivienda en la España de Franco, especialmente flagrante durante la posguerra. A continuación, analiza el discurso de «justicia social» de la dictadura que canalizó FET de las JONS, así como las motivaciones del régimen para apostar decididamente por la construcción de casas baratas. Asimismo, se detiene en los límites y el alcance tanto cuantitativo como cualitativo de esta «cruzada de la vivienda» para poder calibrar las percepciones que suscitó entre la población. Por último, se adentra en la recepción de esta política franquista por parte de la gente de a pie tratando de defender la tesis de que, a pesar a todas sus deficiencias y carencias, pudo contribuir a mejorar la imagen de la dictadura y a ampliar las bases sociales sobre las que se asentaba.

1.1 «Chozas inmundas». El problema de la infravivienda

Fango, miseria, desolación, hambre, esto es ‘La Esterquera’, nido de ratas, perros hambrientos, basura e inmundicia son los hogares de cerca de mil seres humanos, más de la mitad niños, criaturas de Dios.

Carta remitida por un vecino de Málaga

a la emisora La Pirenaica el 6 de enero de 196435

Al concluir la Guerra Civil existía en España un terrible problema de vivienda motivado tanto por la escasez del número de unidades habitacionales como por los déficits cualitativos de las existentes.36 Además, su coste no hacía más que aumentar, pasando de 112,2 puntos en 1941 a 202,9 en 1950.37 La carestía de casas, que afectaba especialmente a los grupos más modestos, era debida a diversos factores que tenían distinta incidencia regional. Entre ellos estuvo el de las destrucciones ocasionadas durante la contienda, especialmente importantes en aquellas localidades en las que se había establecido la línea de frente. O el de la escasez de materiales de construcción como el cemento o el hierro, que se acentuó durante los años cuarenta como consecuencia de la política autárquica adoptada por las nuevas autoridades.38 A esto habría que sumar la falta de mano de obra para la construcción de nuevas viviendas que existía en algunos municipios, sobre todo en los periodos coincidentes con la recogida de las cosechas. A agravar el problema contribuyeron también algunas prácticas desesperadas durante los duros años de posguerra. Fue el caso de lo ocurrido en Alhama de Almería (Almería), donde numerosas familias se vieron obligadas a vender las techumbres de sus hogares para obtener unas pesetas que les permitiesen abandonar el pueblo, sumido en una profunda crisis derivada de la paralización de las exportaciones de uva durante la guerra que había ocasionado la pérdida de la producción y la consiguiente generalización del paro obrero. Como consecuencia, muchos edificios de la localidad habían quedado en estado de ruina.39

Parte de las viviendas existentes se hallaban en unas condiciones deplorables y no alcanzaban a reunir los requisitos mínimos de habitabilidad. Al comenzar la década de los cuarenta gran parte de las construcciones levantadas por la geografía española adolecían de insalubridad. En Zaragoza, por ejemplo, el jefe provincial de Falange se refería en junio de 1941 a la falta de higiene, angostura y hacinamiento en las viviendas ocupadas por los obreros, lo que elevaba el riesgo de contraer enfermedades. Entrado el invierno, la delegada de la Sección Femenina en esa provincia alertaba de que unas mil personas de condición humilde se habían quedado en la calle como consecuencia de las obras de reconstrucción que estaba llevando a cabo el alcalde y ante la imposibilidad de alquilar un nuevo alojamiento por las elevadas rentas exigidas. En consecuencia, centenares de familias se habían visto obligadas a marcharse a cuevas en el monte cuya dimensión era la de «un hombre tendido» y donde vivían «hacinados, desnudos, con hambre, con enfermedades inconfesables, y en lo que se refiere a la moral, verdaderas atrocidades». La mujer explicó que en su visita «se les agarraban las criaturas a las piernas y no las dejaban marchar pidiendo les resolviesen la situación en que se encontraban». El problema, calificado de «monstruoso» y «denigrante», motivó la mediación de la propia Pilar Primo de Rivera, que criticó la promesa del alcalde de construir mil casas en un año asegurando que «cuando esto suceda se habrán muerto la mayor parte».40

En Madrid el problema era calificado por las autoridades de «angustioso» en el verano de 1945.41 En localidades como Chinchón, por ejemplo, la principal problemática a finales de 1948 –cuando la localidad contaba con algo menos de cinco mil habitantes– era el hacinamiento, pues mientras que las construcciones se habían paralizado, continuaban realizándose matrimonios, con lo que varias familias se veían obligadas a convivir en una misma casa. En el mes de noviembre el inspector municipal de sanidad cifraba en doscientas las viviendas que sería necesario levantar para descongestionar la situación.42

Muchos pueblos de esta provincia se habían visto gravemente afectados por los daños causados por la guerra, como Majadahonda, que a finales de 1948 acusaba un déficit de ciento cincuenta viviendas. Ello había motivado la adopción de la localidad por parte de Regiones Devastadas, que había construido noventa y siete casas, si bien tan solo siete de ellas contaban con retrete y agua. Este número era totalmente insuficiente, como muestra que en ellas se hubieran instalado treinta y ocho familias más de las que tenían capacidad para albergar estas edificaciones en habitaciones cedidas o incluso en las cuadras de los corrales. Por lo tanto, pese a la acción de este organismo, se calculaba en noventa y tres el número de viviendas insalubres, de las cuales al menos sesenta debían ser demolidas y reedificadas con carácter urgente por reunir «condiciones tales que bien pueden ser calificadas de verdaderas cuevas, no ya faltas de higiene mínima sino impropias para albergar seres humanos, los que viven en promiscuidad de sexos, estado y edad».43 También en San Martín de Valdeiglesias fueron muy importantes las destrucciones provocadas por los bombardeos aéreos durante la guerra, de manera que en muchos de los solares en los que antaño había casas ahora solo quedaban escombros. En esta localidad madrileña, que en 1950 contaba con 4.500 habitantes, la situación de la vivienda era calificada de «mala» y la forma en que vivía gran parte de la población, de «muy mala». Pese a que en los años cuarenta se habían construido unas cuarenta casas, al inaugurar la nueva década continuaba existiendo un importante déficit, pues casi el 75 % de las viviendas requerían reparación para evitar el riesgo de derrumbe.44

En Andalucía la situación no era mucho más alentadora. En Almería el jefe provincial admitía, en junio de 1941, que los pescadores de la capital habitaban «chozas impropias de seres humanos y que no reúnen las más elementales condiciones higiénicas».45 En la provincia de Cádiz se estimaba, a mediados de los años cuarenta, una «necesidad imperiosa» la construcción de viviendas ultraeconómicas para las clases más humildes, incapaces de acceder a una vivienda ni en propiedad ni de alquiler. En concreto, se consideraba ineludible la construcción de casas en la barriada de La Atunara (La Línea de la Concepción), donde se precisaban entre trescientas y cuatrocientas viviendas, dos grupos escolares, una capilla y un edificio para la cofradía de pescadores. Se trataba de un poblado habitado por «humildes trabajadores del mar» donde impresionaba «la incomparable miseria, tanto moral como material, en que se desenvuelve la vida» y donde se alzaban

chozas inmundas, en las que en la promiscuidad más salvaje viven cientos de familias, y donde el incesto, por lo frecuente es más bien normal que deshonra en la familia, y que esta misma no está constituida como forma a los más elementales principios de la moral cristiana española, sino a la de los pueblos más primitivos y salvajes.46

La situación era igualmente complicada en los pueblos de Granada. En Órgiva, por ejemplo, faltaban alojamientos y los pocos que había tenían un precio prohibitivo, por lo que algunas personas tuvieron que marcharse de la localidad a su pesar. Fue el caso de los padres de María Aragón, que en 1948 no lograron encontrar ninguna casa para alquilar y se vieron obligados a instalarse en una pedanía vecina.47 La provincia de Córdoba tampoco escapaba al fenómeno de la infravivienda. En la localidad de La Carlota, por ejemplo, las autoridades refirieron en el verano de 1939 varios casos de viviendas insalubres que entrañaban riesgo sanitario. Entre ellas se incluía la que se alzaba en el número 6 de la calle Juan Jiménez donde, ante la falta de espacio y en sintonía con los modos de habitabilidad tradicional, sus inquilinos convivían de forma insalubre con el ganado. La casa se encontraba

en condiciones higiénicas desastrosas por la cantidad de animales domésticos que [su propietario] tiene en la misma, así como restos de frutas y otros productos alimenticios en estado de putrefacción, constituyendo por ello un foco de infección y un peligro para los inquilinos de la misma, dispuestos a padecer toda clase de enfermedades infecto-contagiosas.48

Y en el también municipio cordobés de Lucena era reseñada en octubre de 1942 la existencia de vecinos que vivían a la intemperie. Se trataba de

cierto número de familias que, absolutamente necesitadas, no tenían materialmente donde albergarse viviendo en chozas en los alrededores de la ciudad y otros debajo de los árboles, siendo este un espectáculo verdaderamente lamentable, que vivamente había herido los sentimientos de la ciudad.49

Todo parece indicar que el problema de la vivienda no mejoró demasiado durante la década de los cincuenta, pues la política de construcción franquista no había terminado aún de despegar. Así lo muestra el caso de la localidad granadina de Santa Fe que, hacia 1958, acusaba un grave déficit de viviendas. Ello obligaba a las familias, muchas de ellas de etnia gitana, a vivir completamente hacinadas en una única habitación multifunción, «con los subsiguientes perjuicios para la moral y la sanidad pública». Como explicaban las propias autoridades locales, muchas de ellas habitaban «en chozas construidas de chamizo y sin otras dependencias que la habitación de entrada, que ha de servir tanto de dormitorio como de cocina, comedor y de enfermería cuando alguien de la familia se ve atacado de alguna dolencia»50. Además, estas casas carecían de los servicios más básicos, como el agua corriente, por lo que a la hora de hacer sus necesidades las familias que «no tenían wáter se iban al campo, que estaba muy cerca. Y por la mañana los veías a todos que iban en fila en busca del wáter». Cuando se trataba de asearse, la tónica general era la que seguía el santafesino Alfonso Roger, que llegaría a ser maestro, cuya familia hubo de recurrir a la solidaridad vecinal:

Para bañarnos era calentar agua los domingos y en la habitación de arriba, en un lebrillo, en una tina o lo que fuera, allí nos metíamos y allí nos lavábamos. (…) Las duchas en el verano, me acuerdo, que puso un vecino que tenía una barbería puso un cubo con una alcachofa. E íbamos allí a casa del vecino.51


Niños humildes en el terreno en el que próximamente se construirían veinte viviendas benéficas y en el que podía leerse un cartel publicitario con el lema «chozas no, hogares sí». Santa Fe (Granada), mayo de 1963. Fuente: Archivo Municipal de Santa Fe (AMSF). Fotógrafo Cuéllar.

Por las mismas fechas, un grupo de moradores de infraviviendas de Málaga denunciaba ante las autoridades que llevaban siete años rogando sin éxito al administrador de su inmueble que procediera a instalarles el agua, recordando que sin esta «no puede haber higiene». En consecuencia, se veían forzados «a salir a buscar agua a la calle implorándola y molestando día tras día, incluso cogiéndola de los platillos de boquillas de riego o de alcantarillas», con lo que se exponían a las correspondientes sanciones».52

Como consecuencia del deplorable estado en que se hallaban muchas viviendas, era frecuente que se produjeran derrumbes durante los temporales que se sucedían año tras año y que, en los casos más desafortunados, se saldaban con varias víctimas mortales. Fue lo que ocurrió en febrero de 1960 en la provincia de Córdoba, donde se vino abajo una casa como resultado de las abundantes precipitaciones. Y, sobre todo, en Jaén, donde a causa del temporal de lluvias (40 l por m2), viento y granizo cien casas quedaron en estado ruinoso, muchas de ellas hundidas, lo que obligó a evacuar a doscientas cincuenta personas. También en Granada las lluvias dejaron importantes destrozos aquel invierno. El 22 de febrero falleció un trabajador de 56 años en Loja después de que se desplomase la techumbre del cortijo en el que pernoctaba. Y el 9 de marzo se hundieron dos viviendas en Cuesta del Perro, dejando atrapado a un niño de 4 años entre los escombros. A lo largo de aquel mes, el más lluvioso en Granada en cuarenta años con más de 196 litros por metro cuadrado, continuaron los derrumbamientos «en serie» de infraviviendas. Fue el caso de una cueva en la zona del Beiro que se vino abajo, dejando a la familia que la ocupaba, que logró salvarse, «en la más absoluta indigencia» y desolación.53

De nuevo en enero de 1962 un fuerte temporal sacudió buena parte de España, causando estragos ante la poca resistencia mostrada por las endebles infraviviendas que salpicaban el país. Entre las provincias afectadas estuvieron Zamora, León, Palencia, Burgos, Soria, Valladolid (donde se hundieron varias viviendas), Madrid (donde un matrimonio perdió la vida al venirse abajo su casa) y Sevilla (donde quince pueblos quedaron inundados y hasta ciento noventa y tres familias de la capital tuvieron que ser evacuadas ante el peligro de derrumbe de sus viviendas).54 Una de las ciudades peor paradas aquel año fue Granada, donde se produjeron dos derrumbes en las zonas de suburbios a causa de la lluvia, aunque no hubo que lamentar víctimas mortales.55 El problema se repitió al año siguiente, cuando el hundimiento de numerosas cuevas en el humilde barrio del Sacromonte dejó dos fallecidos, un padre y un hijo cuyos cadáveres fueron encontrados abrazados, y más de 7.000 damnificados, el 5 % de la población granadina. Los afectados hubieron de ser evacuados y alojados en albergues y barracones.56

El fuerte temporal de aquel invierno de 1963 afectó también a la localidad jienense de Jódar, donde quedaron inundadas numerosas cuevas en las que vivían miles de trabajadores desde los años cuarenta. Según explicaba un vecino del pueblo en la carta que envió a la emisora comunista La Pirenaica, los damnificados tuvieron que ser realojados en un almacén de trigo desocupado. La situación resultaba especialmente irritante ante la existencia en la localidad de una barriada de casas nuevas que quedaban fuera del alcance de los grupos más humildes, incapaces de asumir el coste de la entrada, de 16.000 ptas., y de las cuotas mensuales, de 500 ptas., pues como expresaba este oyente de radio en forma de queja, «¡a ver qué pobre trabajador puede costear eso!».57

La persistencia del terrible problema de la vivienda al entrar en la década de los sesenta venía a recordar los límites y contradicciones del pregonado «desarrollismo», que pasó de largo por muchos pueblos y barrios españoles. El problema se antojaba especialmente sangrante cuando se trataba de grupos de infraviviendas enclavados en comarcas dinámicas y turísticas como la Costa del Sol malagueña. Así lo expresaba en 1964 un vecino de Málaga que escribió a la emisora Radio España Independiente para llamar la atención sobre la «gran vergüenza» que suponía el «que en esta España de las Cruzadas y de la Gran Recuperación y del bienestar» hubiera «millares de españoles que viven aún peor que en la Edad de Piedra». En concreto, el remitente denunciaba en su carta la situación del barrio La Esterquera, que describía como «una copia del Infierno de Dante de su Divina Comedia», una «verdadera estercolera» donde se acumulaban basuras e inmundicias. Se trataba de un poblado perteneciente a la barriada de Santa Julia con unas doscientas chabolas construidas con «tablas y chapas deterioradas e inservibles» en las que habitaban entre setecientas y mil almas, muchas de ellas infantiles. Según explicaba este malagueño:

He visto mucha miseria, desolación y pauperismo en mis años de andar y recorrer el mundo, pero esta desolación amarga, este dolor impotente y anárquico ¡jamás! Ni los indígenas más salvajes del Brasil, Colombia, Guinea o en el mismo Congo viven tan abandonados, dejados y tirados por la Justicia del Hombre. Es un cuadro verdaderamente canallesco y que el espíritu más duro del ser humano se revela. Este campo de desecho humano en la floreciente y rica Costa del Sol es una vergüenza y un baldón para los españoles que amamos la paz, la justicia y la fraternidad.58

Además, desde mediados de los años cincuenta y a lo largo de los sesenta el problema de la infravivienda alcanzó nuevas dimensiones en los extrarradios de los grandes núcleos urbanos hacia los que se habían dirigido los emigrantes que habían decidido abandonar el campo. Los casos más paradigmáticos fueron los de Madrid y Barcelona, en cuyos suburbios emergieron barriadas marginales como Orcasitas y Palomeras, en la primera, o Monte Carmelo y Somorrostro, en la segunda, en las que se instalaron miles de jornaleros andaluces, extremeños y castellano-manchegos.59 Pero también en Sevilla, cuya población pasó de 376.627 en 1950 a 548.072 en 1970,60 proliferaron las barriadas chabolistas en los años del publicitado «desarrollismo». Al parecer, el propio Franco quedó impresionado en su visita a la ciudad en 1961 por el fenómeno del chabolismo, fruto de un crecimiento urbano descontrolado. Según su primo Franco Salgado Araujo, el «Caudillo» se habría expresado en los siguientes términos:

Observé en Sevilla, en los alrededores de la capital, muchas chabolas que me han producido una impresión muy penosa. Estaban pegadas a un cementerio y en ellas viven hacinadas numerosas familias; el piso, resbaladizo, húmedo y lleno de toda clase de inmundicias, despide un olor repugnante. Con las pisadas, las inmundicias se van enterrando, las moscas son infinitas y martirizan a los que tienen que vivir en medio de tanta podredumbre. En ningún lugar de Marruecos he visto espectáculo tan deprimente.61

En este contexto de falta perentoria de unidades habitacionales dignas eran cada vez más quienes consideraban ilógico «mantener una vivienda deshabitada mientras infinidad de personas no pueden constituir un hogar».62 En este sentido, el incremento del precio de los alquileres disparó el número de morosos, que no dudaron en oponer resistencia ante los procesos de desahucio o de embargo. Fue lo que ocurrió en Piñar (Granada) en noviembre de 1939, «Año de la Victoria», cuando el obrero a. F. M. quiso desobedecer la sentencia de desahucio dictada contra él, que habría de hacerse efectiva en el plazo máximo de ocho días. El hombre, que no sabía escribir, reconocía adeudar al propietario más de dos anualidades en concepto de alquiler a razón de 20 ptas. por mes, y explicaba que la demora se debía a «haber carecido de recursos económicos». Aseguraba estar dispuesto a desalojar la casa, si bien insistía en hacerlo «tan pronto encuentre otra para habitar».63 También en La Carlota (Córdoba), en diciembre de 1949, el vecino r.l.r. opuso una «resistencia absoluta» al recaudador que se disponía a hacer efectiva una diligencia de embargo, comportándose «en forma grosera e irrespetuosa» al personarse en la oficina recaudatoria. Similar fue lo sucedido en esta misma localidad en febrero de 1950, cuando el recaudador que se disponía a embargar la vivienda del deudor F. U. R. fue amenazado de muerte e injuriado por otro vecino que exclamó «que los empleados de este Municipio eran unos canallas». La acción de aquel hombre provocó un tumulto y una «resistencia encarnizada» que obligó al funcionario a desistir de su cometido.64

Por otro lado, en aquella coyuntura tan extrema de escasez de viviendas no faltaron quienes se resistieron a abandonar su casa, aunque estuviese en ruinas y amenazara derrumbe. Aquellos que carecían de alternativa y no contaban con un lugar mejor en el que instalarse, preferían «morir aplastados entre las ruinas a morirse de frío», asumiendo el riesgo de que la casa se viniera abajo con tal de poder pernoctar a cubierto.65 En este drama de «tener que desalojar su vivienda y no tener donde poderse cobijar» se vieron en 1958 varios vecinos de la provincia de Málaga que fueron requeridos a desalojar el inmueble que ocupaban por encontrarse en estado ruinoso.66 Este parece haber sido también el caso de las dos familias, un matrimonio de avanzada edad y una pareja con su hija de dos años, que habitaban la casa número 7 de la calle Plegadero Alto de la capital granadina. Pese a estar declarada en ruinas y haber sido advertidos de ello, se negaron a desalojarla por no tener un lugar mejor al que ir. El 26 de febrero de 1960 la fachada cedió y se derrumbó por completo, aunque afortunadamente todos sus ocupantes pudieron ser rescatados.67

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9788491347132
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