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En efecto, el carácter escurridizo de las percepciones ciudadanas impide que podamos referirnos a ellas como compartimentos de límites perfectamente definidos o que podamos hallar una pauta explicativa válida para todo el periodo. Ahora bien, es posible reconocer ese carácter caleidoscópico inherente a las actitudes sin por ello tener que renunciar a su sistematización y definición precisa. Evidentemente, ninguna de las categorías analíticas diseñadas por los investigadores sociales interesados en el estudio de las actitudes será capaz de recoger todos los matices de la subjetividad individual. De hecho, más que ajustarse a la perfección a estas categorías, las actitudes sociopolíticas «reales» de la gente se situarían en los intersticios existentes entre ellas. Pero, como señalara Primo Levi, para explicar y comprender es necesario en cierto modo simplificar, aunque ello entrañe el riesgo de que esa simplificación sea confundida con la realidad, siempre compleja.64

Muestra de ello son algunas de las interesantes propuestas de clasificación de las actitudes sociopolíticas realizadas por investigadores especializados en el estudio de las dictaduras europeas del periodo de entreguerras. En este sentido, sobresale la gradación que realiza Detlev Peukert de los comportamientos disidentes en la Alemania nazi. El historiador alemán toma en consideración la medida en que estas acciones fueron visibles y tuvieron un impacto público, así como el grado en que existió una voluntad de desafiar al régimen. A partir de estos parámetros establece una escala que comienza con la disconformidad ocasional y privada, y continúa con los actos de rechazo, la protesta abierta y, finalmente, la resistencia política.65

En lo referente a la dictadura franquista, destacan las clasificaciones realizadas por historiadores como Ismael Saz o Jordi Font para los ámbitos valenciano y catalán, respectivamente. El primero distinguió entre el consenso activo al que aspiraron los regímenes fascista y nazi mediante la movilización de las masas, y el consenso pasivo propio de otros sistemas dictatoriales como el franquista. Por su parte, Font explicó, a partir de fuentes orales, que en las comarcas del Alt y el Baix Empordà las «formas de convivir» bajo el franquismo, lejos de ser rígidas, se caracterizaron por la variabilidad y la mutabilidad. Concretamente, distinguió entre adhesión sin condiciones, adhesión con divergencias político-morales, pasividad condescendiente o indiferencia aprobatoria, desmovilización política y social, oscilación de la condena político-moral al acomodamiento y, finalmente, disentimiento.66

Más recientemente Óscar Rodríguez, que ha estudiado sobre todo el mundo rural de Andalucía Oriental, ha elaborado otra propuesta de clasificación de las actitudes ciudadanas hacia la dictadura que tomamos como punto de partida aquí. El autor las agrupa en tres esferas: consentimientos, disconformidades y zonas grises, que vendrían a llenar el vacío existente entre las dos primeras. Dentro de los consentidores el autor distingue a su vez entre resilientes (quienes se adaptaron), consentidores pasivos y adeptos. En el grupo de los disconformes, por su parte, los habría habido resistentes, disidentes y, en menor número, opositores. Asimismo, Rodríguez reconoce que entre aquellos que albergaron actitudes de resiliencia y asenso los hubo que puntualmente expresaron tanto disidencia como resistencia.67

GRÁFICO 1

Clasificación de las actitudes sociopolíticas hacia el régimen franquista y evolución aproximada de las de Encarnación Lora Jiménez (1940)


Fuente: Testimonio de Encarnación Lora Jiménez (1940), entrevistada en Teba (Málaga) el 16 de junio de 2016. Elaboración propia.

Si observamos el gráfico 1 comprobamos que los dos extremos corresponden al blanco de la adhesión y al negro de la oposición, las posturas de los dos grupos convencidos, los franquistas incondicionales y los antifranquistas netos. Entre los extremos blanco y negro se dibuja una amplia zona en distintas tonalidades de gris, una gradación que oscila entre la aceptación y el rechazo plenos. Así, las «zonas grises» no constituyen una única actitud social, sino todo el espectro de actitudes posibles entre los extremos de la adhesión y la oposición que oscila entre el consenso y la disconformidad. En esta gama cromática se encontraban quienes interiorizaron en gran medida los mensajes de despolitización del régimen, buscaron la «normalidad» perdida con la Guerra Civil y centraron sus esfuerzos en sobrevivir replegándose en el ámbito privado del hogar. Su número fue en aumento a partir de la década de los cincuenta, cuando iba quedando atrás la posguerra y se iba diluyendo paulatinamente la polarización sociopolítica.68

Esta gama cromática intermedia que se oscurece paulatinamente arranca con el «consenso» que logró establecer el franquismo con aquellos que, aun no formando parte del régimen, se sintieron plenamente identificados con él. No obstante, la cuestión de su existencia bajo las dictaduras ha suscitado un importante debate historiográfico, al haber sido puesta en duda o rechazada por algunos autores que entienden que no es posible que los individuos cuyas trayectorias vitales transcurren bajo estructuras autoritarias abriguen libremente este sentimiento.69 En efecto, como señalara Paul Corner, la mayor parte de la gente no pudo elegir libremente sus actitudes, precisamente por lo cual estas requieren de un análisis diferenciado del que se haría en el caso de las democracias.70 Es por ello que explicar el éxito del franquismo presuponiendo un mayor peso de las actitudes aquiescentes sobre aquellas de rechazo supondría ignorar las prácticas represivo-coercitivas a las que el régimen nunca renunció y que actuaron como obstáculo para la expresión libre de posturas contrarias. Sin embargo, a pesar de ello, creemos que incluso dictaduras como la franquista son capaces de generar un consenso sincero entre importantes sectores que las aceptan y prefieren bajo la convicción de que sus intereses materiales se ven beneficiados o que sus valores ideológico-religiosos están bien representados.

Por su parte, el «asenso» fue encarnado por quienes dieron por buena y por conveniente la dictadura, sin llegar a identificarse completamente con ella. El «consentimiento» fue la actitud de los condescendientes que optaron por acomodarse a una nueva realidad que les resultaba atractiva, aunque no fuera en todas sus dimensiones. Los hubo también «resilientes» que, seguramente prefiriendo otro sistema político, se adaptaron al nuevo contexto. Justo en el centro de la tabla (gráfico 1) se sitúan las actitudes apáticas o abúlicas, las albergadas por aquellos sobre quienes resultaron más efectivos los mensajes de despolitización. Ahora bien, las muestras de indiferencia pudieron jugar tanto a favor como en contra de la dictadura en función de lo que esta esperase de los individuos en cada momento. Tampoco faltaron quienes se resignaron o conformaron aceptando a regañadientes las circunstancias, aunque les fueran adversas. Por su parte, los que albergaron «disenso» en su interior discreparon de las nuevas reglas del juego, aunque pudieran estar de acuerdo con algunas de ellas. La «disconformidad», en fin, fue la actitud de quienes estuvieron en desacuerdo con la dictadura.

A diferencia de algunas de las propuestas realizadas con anterioridad, aquí entendemos que tanto los comportamientos resistentes como los colaboracionistas constituían acciones que dejaban traslucir las actitudes sociopolíticas de los sujetos, que no actitudes en sí mismas, de ahí que no aparezcan expresamente recogidos en nuestra tabla de clasificación (gráfico 1). Las percepciones próximas a la disconformidad se manifestaron a menudo –si bien no siempre- en forma de resistencias, en tanto que aquellas cercanas al consentimiento se expresaron frecuentemente –aunque no necesariamente– mediante la colaboración con las autoridades.71 Esto no implica, sin embargo, que tan solo los disconformes resistieran ni que únicamente los consentidores colaboraran, sino que puntualmente ambos grupos pudieron comportarse de manera distinta a la que, por sus percepciones sociopolíticas, se esperaba de ellos.

Pero las resistencias y los colaboracionismos obedecían también a intereses económicos o personales que poco tenían que ver con la convicción ideológica. Así lo ha explicado Géraldine Schwarz para el caso del III Reich. Esta autora francoalemana utiliza el término «Mitläufer» para referirse a aquellos «que siguen la corriente». Es decir, quienes simpatizaron con los nazis e incluso llegaron a afiliarse al partido por miedo, cobardía, oportunismo o indiferencia. Según la autora, habrían sido mayoritarios en la sociedad alemana y, por ende, claves en el sostenimiento del régimen.72 En el caso de la España franquista un opositor neto pudo, por ejemplo, acudir a las autoridades a denunciar por estraperlista a un convecino de quien lo separaba una fuerte rivalidad profesional, sin que probablemente estuviera a favor de la política autárquica del Gobierno. Y, al contrario, un adepto tan contundente como un alcalde pudo resistirse a acatar la prohibición de celebrar el carnaval en su pueblo para «ganarse» a los vecinos, entre los que se encontraban sus propios familiares y amigos, aunque no rechazara de plano el sentido moralizante de la normativa.

Sin embargo, lo cierto es que la mayor parte de las veces las actitudes no se exteriorizaron ni en forma de resistencias ni de colaboracionismos, sino que los sujetos se mantuvieron en un estado de inacción. La pasividad, no obstante, era significativa, pues en función del contexto podía ser reflejo de actitudes tanto de aceptación como de rechazo, como ocurrió con la falta de entusiasmo y cooperación en muchas de las actividades propuestas por las delegaciones juveniles de Falange (Frente de Juventudes y Sección Femenina).73 Así pues, los hubo resistentes, colaboracionistas y pasivos. Con sus respectivas acciones o inacciones, dejaron traslucir las actitudes que encarnaban en cada momento respecto a las distintas manifestaciones del poder franquista.

Como han explicado diversos investigadores, los regímenes autoritarios se apuntalan y sostienen tanto en mecanismos represivo-coercitivos como en el apoyo social que consiguen recabar.74 La represión busca evitar la activación de resistencias y minimizar así el desafío al Estado que suponen. Por su parte, la búsqueda de apoyos sociales a través de la propaganda o las políticas sociales persigue transformar actitudes apáticas en otras de tipo aquiescente. Por tanto, castigo y recompensa son los mecanismos de que se valen las dictaduras para evitar la generalización de comportamientos contestatarios susceptibles de desestabilizarlas. Sin embargo, no siempre los aplican con la misma intensidad ni resultan todas las veces igual de efectivos, por lo que las actitudes sociales –consentidoras, apáticas y disconformes– van variando su peso relativo a lo largo del tiempo. Durante el periodo 1939-1975 el sentir popular hacia la dictadura estuvo moldeado por distintos factores tanto internos como externos. En concreto, en cada etapa del franquismo existió malestar respecto a unos discursos o políticas y receptividad hacia otros.

Como régimen nacido de un conflicto civil, la «experiencia de guerra» y la adhesión tanto de los excombatientes que habían estado en el frente como de quienes habían permanecido en la retaguardia resultaron claves para su apuntalamiento inicial.75 Durante la inmediata posguerra la dictadura se sostuvo también gracias al despiadado ejercicio de la represión, que extendió el miedo y el silencio. Y a su legitimidad de origen, esto es, la victoria en la Guerra Civil y el recuerdo que impuso de ella, que actuaron como elementos disuasorios de expresiones disconformes.76 No obstante, existió una resistencia armada protagonizada por los maquis, que llegaron a representar un verdadero quebradero de cabeza para las nuevas autoridades en algunas zonas de montaña. Estas acciones guerrilleras, junto con los intentos clandestinos por revitalizar las organizaciones políticas y sindicales, constituyeron los esfuerzos organizados más sobresalientes por plantar cara al régimen recién nacido.77

En estos años cuarenta fueron tres los aspectos que más condicionaron las actitudes sociopolíticas de la población.78 En primer lugar, la gestión de la crisis alimentaria, causada –o al menos, agravada– por la férrea y prolongada adopción de la política autárquica, que suscitó las críticas y las quejas de los vecinos.79 El grave problema de desabastecimiento trató de resolverse con el parche de la beneficencia, fundamentalmente canalizada a través de la institución falangista Auxilio Social, que ha sido bautizada como «la sonrisa de Falange» y que bien pudo contribuir a tornar más amable la imagen de la dictadura.80 En segundo lugar, la Segunda Guerra Mundial que, por una parte, generó comentarios aliadófilos entre quienes mantenían la esperanza en una intervención exterior que hiciera virar el rumbo político del país81 y, por otra, fue utilizada por la propaganda dictatorial para la construcción del relato del Caudillo como garante de la neutralidad de España en la contienda.82 Por último, la furia represiva de la dictadura alcanzó todos los ámbitos de la cotidianeidad al revestir múltiples aristas –física, económica, cultural, psicológica– conectadas entre sí. Los procesos represivos y coercitivos contra los vencidos dieron pie a sentimientos encontrados. Por un lado, habrían recibido el visto bueno de amplios grupos sociales en los que caló el discurso oficial del «justo y merecido castigo» por los «desmanes» cometidos.83 Por otro lado, suscitó el rechazo de importantes sectores que, aun habiéndose alegrado de la victoria franquista, estimaron a todas luces excesivo el duro y prolongado ejercicio de la violencia que siguió a la victoria. Para este segundo grupo, una vez concluida la guerra, la represión contra los perdedores quedaba fuera de los márgenes de lo comprensible.

La entrada en la década de los cincuenta supuso un importante éxito para un régimen que había logrado sobrevivir y estabilizarse durante los difíciles años cuarenta. En esta etapa se difuminó la marcada polarización sociopolítica entre quienes habían ganado la guerra y quienes la habían perdido, al tiempo que se abría paso un nuevo y más moderado discurso sobre la Guerra Civil.84 Paralelamente, los mecanismos represivo-coercitivos, aunque omnipresentes a lo largo de todo el período, perdieron intensidad o, al menos, adquirieron nuevos y más sutiles sesgos.85 Fue esta también la década en que se puso fin al ostracismo político de un régimen que comenzaba a ser aceptado internacionalmente, cuestión percibida positivamente por la población y que habría contribuido a su consolidación en el interior. No obstante, los años cincuenta trajeron consigo algunas de las primeras grandes exteriorizaciones de actitudes de disconformidad de la era franquista, caso de la huelga de tranvías de 1951 o de los disturbios universitarios de 1956, cuyos ecos llegaron hasta las zonas rurales del país.

Los años sesenta reportaron una nueva legitimidad a la dictadura, la de la paz, convenientemente explotada mediante la campaña propagandística de los «XXV Años de Paz».86 En clara correlación con aquella estuvo la del «desarrollismo» o «boom económico», que vino a sumarse a la legitimidad de origen y que condicionó las actitudes sociales de una población que, partiendo de niveles de miseria, empezaba a adquirir bienes de consumo y a mejorar sus condiciones materiales de vida. En esta etapa de madurez el régimen dio un nuevo impulso a la creación de infraestructuras y a algunas políticas sociales como la construcción de viviendas baratas que sirvieron para granjearle nuevos apoyos hasta el punto de llegar a convertirse en otro de sus grandes hitos propagandísticos.87 Pero durante esta década las actitudes estuvieron también moldeadas por la emigración al exterior, germen de impopularidad hacia un régimen que, incapaz de generar suficientes puestos de trabajo, expulsaba a parte de su mano de obra. Al mismo tiempo, las salidas al extranjero constituyeron una oportunidad para la entrada en contacto con realidades democráticas europeas que alejó para siempre a estos emigrantes de la dictadura. Tampoco habría contribuido a la aceptación social del franquismo la creciente hostilidad de buena parte del ámbito estudiantil ni el distanciamiento, cuando no las críticas abiertas, de importantes sectores de la Iglesia católica imbuidos de las ideas de justicia social traídas por el Concilio Vaticano II.88

Los primeros años setenta, en fin, ofrecen numerosos síntomas del ya evidente deterioro de la relación entre el Estado franquista y la sociedad civil. Durante el tardofranquismo aumentó el peso de las actitudes disconformes, logrando imponerse sobre los decrecientes apoyos sociales de una dictadura que comenzaba a tambalearse. Las actitudes disconformes se exteriorizaban cada vez más frecuentemente a través de micromovilizaciones, al tiempo que empezaban a construirse poderes alternativos al de la dictadura que, sintiéndose gravemente amenazada, intensificó la represión. En estos años se puede hablar con propiedad de oposición por parte de grupos sociales que venían expresando su disconformidad ya desde mediados de la década anterior, como el de los estudiantes o el de los católicos socialmente comprometidos, así como de extensión de la cultura democrática entre la sociedad, inclusive la rural.89 La balanza de las actitudes sociales estaba a estas alturas inclinada del lado oscuro que va desde la resignación a la oposición (gráfico 1). Es cierto que las protestas en que se tradujo el disenso no resultaron lo suficientemente contundentes y articuladas como para precipitar la caída de la dictadura, pero no lo es menos que hicieron inviable su continuidad.

Lo interesante de todos estos discursos y políticas elaborados y puestos en marcha por el régimen a lo largo de sus casi cuarenta años de existencia es la forma en que fueron recibidos «a ras de suelo», esto es, su incidencia y repercusión sobre la gente de a pie.90 Solo mediante el estudio de las recepciones podremos conocer las percepciones que suscitó la obra de Franco entre los españoles y acercarnos al franquismo realmente vivido y experimentado. Se trata de comprender el funcionamiento y el impacto de los aparatos ideológico-políticos sobre la población. El éxito, fracaso, intensidad y alcance de los discursos y políticas franquistas estuvo condicionado por el proceso de negociación a que fueron sometidos por una población que no asumió sin más cuanto le llegaba «desde arriba», sino que fue capaz de aceptar unos aspectos y desechar otros. Por tanto, entre las autoridades franquistas y la sociedad civil se estableció un diálogo –aunque evidentemente desigual– bidireccional y con influencias recíprocas.

3.2 Evolución de las actitudes sociopolíticas de una mujer del campo malagueño

Encarnación Lora Jiménez es una mujer nacida en 1940 en el seno de una de las familias más pudientes de Teba, un municipio eminentemente agrícola situado en el noroeste de la provincia de Málaga, en la comarca del Guadalteba, cuyas tierras han estado principalmente dedicadas a los cultivos de secano. La distribución de la propiedad de la tierra en la localidad se ha caracterizado por ser poco equitativa,91 lo que explica el grave problema de paro estacional, la secular conflictividad laboral y la intensidad de la emigración a los centros industriales que han afectado históricamente a la localidad. El flujo migratorio a partir de comienzos de la década de 1950, fundamentalmente dirigido hacia las regiones del norte peninsular, sobre todo Baracaldo (Vizcaya), estuvo motivado por la escasez y las duras condiciones del trabajo en el campo, donde existía una amplia masa jornalera. Teba pasó de tener 7.616 habitantes en 1950, el momento más álgido del municipio en términos demográficos, a verlos reducidos a poco más de 5.500 en 1970.92 Como consecuencia directa de la disminución de la mano de obra, la situación de los jornaleros que permanecieron en el pueblo mejoró sustancialmente. Además, la accidentada orografía dificultó la mecanización, con lo que se mantuvo la demanda de trabajo. No obstante, ello no se tradujo en el fin de la conflictividad en el campo tebeño, pues los jornaleros no cejaron en sus demandas de mejoras salariales y de reducción de la jornada laboral a seis horas.

El hecho de que durante la Guerra Civil Teba estuviera atravesada por una de las líneas del frente sur (Peñarrubia-Gobantes), unido al elevado grado de politización que históricamente la había caracterizado, así como a los desafueros cometidos durante el periodo de «dominación roja», colocaron a este municipio malagueño entre los más brutalmente castigados por la represión tras su «liberación» el 15 de septiembre de 1936. Temerosos de las represalias ante la proximidad de las tropas nacionales, muchos vecinos abandonaron el pueblo con la esperanza de alcanzar Almería. Durante la fatídica noche del 23 de febrero de 1937, popularmente conocida como «la noche de los ochenta», tomada ya Málaga por parte de las tropas de Queipo de Llano, fueron fusiladas y enterradas en una fosa común del cementerio 125 personas, a las que se unirían 26 más en los días sucesivos.93 Además, casi una veintena de tebeños fueron encausados por el Tribunal de Responsabilidades Políticas y otros tantos fueron depurados de sus puestos de trabajo.94 Así las cosas, muchos se vieron obligados a exiliarse o huir a la sierra, acabando más de sesenta de ellos en campos de concentración franceses o nazis.95

Encarna Lora nació en esta localidad malagueña en aquel fatídico contexto de la inmediata posguerra. Vivió en una gran casa en la esquina que formaban las céntricas calles Grande y Herradores junto a su padre, José Jesús, propietario sin «ninguna procedencia política», presidente de la sociedad casino y jefe de la Sección Económica de la Hermandad Sindical de Labradores y Ganaderos (HSLG), el sindicato único en el campo; su madre, María, una mujer apuesta con un bagaje cultural destacable para la época y muy apreciada en el pueblo; y sus cuatro hermanos, Pepín, Isabel, María y Pilar. Durante la guerra «los rojos» habían asesinado a su tío, Francisco Lora, en la zona conocida como «Fuente de los perros». En la década de los cuarenta fueron tres las cuestiones que más condicionaron el sentir de la familia hacia la Nueva España: la crisis de abastecimientos, las políticas benéfico-asistenciales puestas en marcha para contrarrestar los problemas de suministros y la despiadada represión llevada a cabo por la dictadura contra sus enemigos (gráfico 1).96

Como jefe de la Sección Económica de la HSLG, encargada de defender los intereses de los labradores, José Jesús estuvo entre los que encabezaron las reclamaciones contra el cupo forzoso a entregar al Servicio Nacional del Trigo, uno de los principales símbolos de la impopular política agraria y autárquica del régimen.97 Mucho más de cerca vivió Encarna la escasez de productos de primera necesidad, pues a la casa acudían muchos vecinos a pedirles comida. Al tratarse de una familia pudiente, fueron víctimas de hurtos famélicos como el perpetrado por un convecino que se escondió en el pajar con la intención de llevarse unos huevos y un poco de pan. Y es que, como recuerda esta malagueña, había familias en el pueblo que amanecían sin nada que llevarse a la boca y cuya situación era «de llanto y de pena». La familia se mostró solidaria con quienes acudían a pedir a la casa, a los que autorizaba a coger habas del campo o entregaba vasitos con el suero que quedaba tras elaborar queso con la leche de las vacas, cabras y ovejas que tenían. Encarna no ha olvidado los días en que ella y sus hermanos tomaban las chocolatinas, las «vitaminas» y el aceite de hígado de bacalao que compraba su madre a las matuteras, mujeres de posguerra que asumían diariamente el riesgo de desplazarse hasta el Campo de Gibraltar para adquirir y esconder bajo sus ropas artículos de contrabando que luego vendían en sus pueblos.98 Ella veía este negocio «estupendamente, porque las pobres con eso se ganaban su dinero». Así, la desastrosa política de abastecimientos de aquellos años, que llevó el pan negro y los piojos a Teba, habría generado resignación o incluso disenso en esta familia acomodada. En consecuencia, las políticas benéfico-asistenciales de la dictadura para paliar la miseria en que quedó sumida la localidad sí habrían estado bien vistas. Los niños «alojados» que «echaban» en su casa y con los que ella misma se sentaba a la mesa, o el comedor de Auxilio Social al que acudían algunos vecinos en busca de un plato caliente, habrían suscitado el asenso de la familia.

Sin embargo, los Lora Jiménez vieron con muy malos ojos la brutal represión practicada sobre los «hombres de la sierra» que actuaban en la zona. Y ello a pesar de que, en el año 1946, el niño Pepín, el menor y el único varón de los cinco hermanos, fue secuestrado por una partida de guerrilleros que lo mantuvo escondido durante varios meses en una cueva y la familia hubo de pagar el elevado rescate exigido por carta anónima para traerlo de vuelta a casa. El hecho de que el chico nunca hablase mal de sus raptores a su regreso, arguyendo haber recibido un buen trato, y de que el propio José Jesús llegase a entrar en la cárcel por haberles entregado el dinero, hubieron de moldear esta actitud de disenso. María no tomó rencor a quienes se llevaron a su hijo, entendiendo que «ése era su trabajo, para comer y para comer su familia» y que lo habían hecho porque de algún modo habían de «buscarse la vida». Y, una vez que los detuvieron, el padre se negó a que Pepín acudiera a reconocerlos, espetando un revelador: «¿para qué?, ¿para que matéis vosotros a gente?». Encarna, por su parte, no ha borrado de su memoria la imagen del cuerpo sin vida de Diego «el de la Justa», uno de los maquis que participó en el secuestro de su hermano, que fue paseado por el pueblo en una mula mientras era vapuleado por varios vecinos que lo cogían del pelo para levantarle la cabeza o que le acercaban encendedores hasta quemarle la piel.99

La década de los cincuenta coincidió con la juventud de Encarna, que empezó a seguir radionovelas como Ama Rosa y a participar en las actividades de ocio –labores de costura y bordado, gimnasia o teatro– organizadas por la Sección Femenina en la sede de Falange, instalada en la antigua Casa del Pueblo. En unos días en que «no había nada de diversión» en Teba las muchachas de su edad percibieron con interés, e incluso con entusiasmo, los ofrecimientos lúdicos que les llegaban desde la delegación falangista y que les proporcionaban un cierto margen de autonomía.100 Hacia mediados de la década de 1950 hizo el Servicio Social, que desde 1944 debían realizar con carácter obligatorio prácticamente todas las mujeres de entre 17 y 35 años para poder obtener el pasaporte y el carné de conducir o conseguir un empleo en la administración.101 Las tareas que le asignaron consistieron en realizar cuestaciones a favor de la Cruz Roja y repartir la leche en polvo y el queso en bola que llegaba desde Estados Unidos, el nuevo aliado político de la dictadura desde 1953. «Y nosotras muy orgullosas de las prestaciones que se hacían», afirma en una muestra de consentimiento activo (gráfico 1).

Por aquellas fechas comenzó su noviazgo con Pepe, un convecino diez años mayor que ella que regentaba un estanco. Como el resto de muchachas de la época, cuando salía con él tenía que hacerlo acompañada de una de sus hermanas o de una amiga, pues «estaba muy mal visto eso de irse solos». Así ocurría con motivo de los bailes de Pascua, en los que las madres «tenían que estar delante», o cada domingo o «dominguillo chico» (miércoles) que acudían al cine Anaya. Allí veían el nodo, que precedía a la proyección de la película, y que ella recuerda con una mezcla de añoranza, asenso y adaptación resignada en los siguientes términos: «Gustaba de ver esas cosas porque te salía un reportaje como si fuera una película. Todas esas cosas no estaban mal. Se veían bonitas. Hombre, lo que había. Es que no había otra cosa».

A los 15 años, como Pepe ya estaba «pretendiéndola», decidió empezar a llevar medias de cristal y, como mandaba la costumbre según la cual el uso de esta prenda precipitaba la entrada de las muchachas en la edad adulta, se sintió forzada a abandonar la escuela. Su percepción sobre la rígida y conservadora moralidad imperante, que hasta ahora le había resultado indiferente por ser tan solo una niña, la habría situado en el ámbito del disenso en este terreno. Encarna reconoce que, dado que durante la feria del pueblo –coincidiendo con las fiestas patronales– los padres estaban vigilantes en las casetas, los jóvenes preferían la romería –celebrada con motivo del día de San Isidro Labrador, patrón de la HSLG, el 15 de mayo–, pues en el campo «se desperdigaba una un poquito». Además, recuerda que «para darle un beso a mi novio me venía negra. Yo me tiraba dos meses y más (…) Estaba todo muy estricto, es que era demasiado, era exagerado». Para tratar de remediar aquella desesperante situación la pareja se las ingeniaba para salir de la casa de Encarna y poder quedarse unos preciosos minutos a solas, en lo que constituía un pequeño desafío a la estricta moral oficial del nacionalcatolicismo. Una de las argucias de las que se valieron fue el pretexto de ir a visitar a una de sus hermanas casadas, Isabela, propuesta que era hecha por el joven en presencia de los familiares de la mujer.

Ya a la altura de 1959 esta familia tebeña propietaria de tierras con trabajadores a su cargo se vio afectada por el conflicto laboral que estalló en Teba motivado por las demandas de reducción de la jornada laboral. La «lucha por las seis horas» y la negociación del convenio colectivo del campo, amparada en la Ley de Convenios Colectivos promulgada por la dictadura en 1958, enfrentó a la Sección Económica de la HSLG, que presidía José Jesús, con la Sección Social, que teóricamente representaba los intereses de los trabajadores agrarios. Ello pudo llevar a los Lora Jiménez a un punto actitudinal ubicado a caballo entre la resignación y el disenso hacia el régimen de Franco.

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