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Читать книгу: «Antología portorriqueña: Prosa y verso», страница 4

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JOSÉ PABLO MORALES

Fué un periodista de combate contra los errores de su tiempo, y un valiente defensor de la libertad.

Nació en Toa Alta, en el año 1828.

Al terminar su instrucción primaria, y cuando todavía no era más que un adolescente, comprendió la grandeza moral de la Escuela y lo humanitario y generoso de las funciones del maestro, y sin más auxilio y dirección que su propio entusiasmo y sus estudios incesantes, se hizo maestro de escuela, obteniendo luego una licencia oficial para el ejercicio de la enseñanza. Más tarde se graduó de Notario, y con el ejercicio de esta profesión pudo ya comprar algunos libros, ilustrar cada día más su inteligencia, y estudiar los problemas políticos y sociales del país.

En 1866, y á propósito de una información promovida por el gobernador de la isla, acerca de la reglamentación del trabajo, llamó el Sr. Morales la atención pública con una serie de artículos suyos que publicó en El Fomento de Puerto Rico, periódico del cual era asiduo colaborador. Defendía en aquellos artículos, con gran amplitud de criterio, la libertad del trabajo, y combatía la libreta – especie de registro policíaco de información personal – que ponía á los jornaleros en condiciones humillantes con respecto á sus patronos.

La libreta quedó abolida.

Desde entonces figuró Morales entre los periodistas más distinguidos del país, descollando entre ellos como polemista y razonador. Fué el más fecundo de todos los de su tiempo, y acaso el que trató á la vez sobre más variados asuntos. Política, moral, religión, economía social, costumbres, crítica literaria, educación, etc., todo lo tocaba su pluma de periodista, y sobre todo escribía con discreción, aunque su especialidad sobresaliente era la controversia política.

Fué redactor de los periódicos El Fomento, El Progreso, La España Radical y El Agente; colaboró en Don Simplicio y en El Buscapié; fundó un periódico titulado El Economista, y en los últimos días de su vida organizaba la publicación de El Eco del Toa, que no llegó á nacer.

Había adquirido Morales una instrucción variada y sólida, un hábito de pensar y de escribir con rapidez extraordinaria, y una dialéctica formidable para la discusión.

Era hombre de costumbres sencillas, de trato afectuoso y llano, muy religioso y muy hombre de bien. Vivió siempre en el pequeño pueblo de Toa Alta, en donde ejerció hasta la muerte sus funciones de Notario.

Sus hijos, y en especial el que lleva su mismo nombre, y que es uno de los maestros que honran á la Escuela portorriqueña, reunieron los artículos periodísticos más conocidos, del Sr. Morales, y los publicaron en dos tomos, con el título de Misceláneas, salvando así del olvido unos trabajos de verdadera utilidad para la historia de la cultura portorriqueña.

El que insertamos á continuación fué tomado de El Fomento de Puerto Rico, y es uno de los primeros que escribió su autor.

LA ENSEÑANZA PRIMARIA OBLIGATORIA

Todo derecho se funda en un deber. Tenemos el deber de conservar cuidadosamente la vida, como un depósito sagrado que nos ha confiado nuestro divino Hacedor, y de este deber nace el derecho, que nos concede la ley natural, de rechazar toda agresión injusta que tienda á privarnos de tan precioso bien. Los cuerpos políticos tienen idénticos derechos y deberes; pero como no puede ejercitarlos cada individuo de por sí, las supremas potestades que los ejercen á nombre de la comunidad, al mismo tiempo que están obligadas rigurosamente á mirar por la conservación y adelanto del Estado, tienen el derecho indisputable de repeler todo lo que se oponga al cumplimiento de estos altos fines, y de buscar con eficacia cuanto á ellos convenga. De aquí el poder de dichas potestades sobre las vidas y bienes de los vasallos; de aquí el derecho de hacer la guerra, y como su consecuencia el de levantar ejércitos permanentes, etc. Estos son principios muy sencillos del derecho natural y de gentes, que están al alcance de una mediana inteligencia.

Examinadas las cosas á la luz de estos sanos principios, es incuestionable que todo Gobierno tiene derecho, para conseguir la seguridad exterior y el orden interior del Estado, de separar los hombres de las dulzuras del hogar doméstico, privar á sus familias de sus buenos oficios, á los pueblos de brazos para la agricultura y las artes, en una palabra, hacerlos soldados, exponiéndolos en los campos de batalla á mil peligros. Estos sacrificios individuales, por penosos que sean, los consideramos insignificantes y como si no existieran, ante el bien de la patria común, que los reclama imperiosamente. La obligación en que están los súbditos en orden á la guerra es tan rigorosa, que si bien pueden eximirse y en toda sociedad bien ordenada se eximen muchos de los ejercicios militares, hablando de un modo absoluto, en caso de necesidad no hay ciudadano que con justicia pueda excusarse de tomar las armas.

Regla es de derecho, que á quien le es permitido lo más, le es permitido lo menos. Si el Gobierno, que vela por el buen orden y conservación del Estado, para fines tan importantes, puede arrancar de los brazos del padre y de la madre ancianos al hijo fuerte y robusto, que es el descanso y la gloria de su vejez, para enviarlo á regiones extrañas de donde quizás no volverá nunca, ¿con cuánta más razón no podrá separar de su regazo por breves horas cada día y durante un tiempo limitado al niño inocente, para ilustrar su inteligencia y formar su corazón para la virtud?

La ley que hace obligatoria la enseñanza primaria, se funda en los principios eternos de la justicia universal. Así lo han comprendido muchas naciones civilizadas. Sajonia, Austria, Rusia y varios Estados de la América del Norte, han consignado en sus leyes esta obligación. Nuestra España en la Constitución de 1812 ya buscó tan noble fin por medios indirectos, estableciendo que desde el año 1830, nadie que no supiese leer y escribir sería admitido á ejercer los derechos de ciudadano. Pero en la ley de 9 de Septiembre de 1857 se declara obligatorio el deber de los padres y tutores de proporcionar á sus hijos y pupilos el grado de instrucción necesaria. Entre nosotros se declaró la enseñanza primaria obligatoria, desde el año 1844, por el artículo 35 del Plan general de instrucción pública para las Islas de Cuba y de Puerto Rico, pero esta disposición había sido una letra muerta, hasta que el Excmo. Sr. Don Félix María de Messina la ha hecho una verdad, con su reciente disposición, para bien del país y gloria suya.

Se nos podrá objetar, que si el derecho de la enseñanza primaria obligatoria descansa en el deber de la conservación del cuerpo social, cae por tierra nuestro argumento, apenas se demuestre que ningún peligro corre el Estado porque se deje á los padres en una prudente libertad para cuidar de la instrucción de sus hijos, habiendo naciones cultas que viven sin admitir tal principio en su legislación.

Á esto contestaremos lo primero, que el no ejercitar un derecho no es una prueba de que se carezca de él. El deber de mi propia conservación me da el derecho de quitar la vida al injusto agresor que atente contra la mía. Vivo en un país tranquilo y llego al fin de mis días sin ejercitar tan tremendo derecho. Vivo en una sociedad entregada á la anarquía y me veo en la tristísima necesidad de ejercitarlo con frecuencia. ¿Tendré el mencionado derecho en el segundo caso propuesto porque lo ejército, y estaré privado de él en el primero, porque no lo uso? No: el derecho que me conceden las leyes naturales siempre es el mismo, absoluto é independiente de los acontecimientos de mi vida. Hemos visto á los Estados Unidos hasta ahora pocos años, con una sombra de ejército: en la actualidad, valiéndonos de una frase vulgar, están armados hasta los dientes; sin embargo, su derecho para levantar ejércitos como potencia soberana era el mismo ayer como hoy.

Lo segundo, que nadie desconoce los grandísimos males de la ignorancia. Las naciones más adelantadas de la presente edad no pueden vanagloriarse de haber subido al pináculo de la civilización. Ninguna puede citarse, en que dejada la instrucción primaria al cuidado de la potestad paterna, haya conseguido una perfecta ilustración en las masas. Que hay peligros reales en la ignorancia de éstas, nos lo demuestra la historia de todos los países. Si vemos en el día conmoverse la sociedad con revueltas desastrosas ¿á qué podemos mayormente atribuirlo si no á la ignorancia de los pueblos sobre sus derechos y deberes? Desconociendo sus verdaderos intereses se dejan guiar ciegamente por tribunos apasionados que los empujan al precipicio. Si el mundo arde en guerras fratricidas, si el principio de autoridad se encuentra desprestigiado, si la irreligión y la inmoralidad rompen todos los lazos sociales, culpa es de la ignorancia. No todos los peligros vienen del exterior. La antigua Roma murió ahogada por los vicios que alimentaba en su propio seno. Los pueblos mueren como murió la poderosa Roma, y no es por cierto la conquista quien los mata, sino su ignorancia y sus vicios. Estos males sociales no se curan con el sable del soldado. En una sociedad corrompida la rebelión se abatirá mil veces y por millones reproducirá su cabeza la espantosa hidra, mientras las masas no se ilustren con una instrucción sólida y verdadera, basada en los principios del cristianismo. No se diga, pues, que en el estado actual del mundo ha bastado la autoridad paterna, por desgracia tan desprestigiada, para difundir la instrucción en los pueblos, y que éstos tienen el máximun de conocimientos necesarios para su felicidad, sin que sea necesario que los Gobiernos tomen parte activa en ellos.

Lo tercero: aun suponiendo que no existiese un peligro inminente para el Estado, siempre tendríamos sólidos fundamentos en que apoyar el principio de la enseñanza obligatoria. En el derecho civil distinguimos derechos perfectos y rigorosos, y derechos imperfectos y no rigorosos. En el derecho natural no hay semejante distinción; todos los derechos y deberes son perfectos y rigorosos. El derecho civil no puede tomar en consideración todos los derechos y deberes; hace respetar los más importantes, y deja los demás sometidos á la sanción de la justicia divina. Pero de que las leyes civiles no se ocupen de los derechos y deberes llamados imperfectos, no se sigue que éstos sean menos obligatorios á los ojos de la recta razón. El derecho natural, por ejemplo, no me obliga menos á dar limosnas que á respetar la propiedad ajena. El deber que tiene todo padre de instruir á sus hijos en lo necesario, es rigoroso como de derecho natural y divino. Era imperfecto en el derecho civil, porque no había ley que á ello obligara. Pero no hay ningún inconveniente en que un derecho ó deber imperfecto en el orden civil, se convierta en rigoroso, cuando el bien de la sociedad lo reclama. Si los padres olvidan el sagrado deber á que están obligados por las leyes naturales de instruir á sus hijos, el Gobierno que á ello los compele no hará otra cosa que darle la sanción de la ley humana á una ley divina é inmutable. La conveniencia y utilidad de añadir esta sanción humana á la divina, es lo único que se podrá disputar. No hay duda que sería hasta ridículo que se dictaran leyes para castigar los mentirosos, los avarientos, los desagradecidos, etc., los cuales todos tendrán su castigo merecido de la divina justicia, sin que redunde ningún bien ostensible á la sociedad; y sí gravísimos inconvenientes, de hacer justiciables ante los tribunales estos defectos. ¿Pero quién dudará de lo mucho que gana la causa de la civilización y el progreso, disponiendo que el deber que tiene el padre de instruir al hijo se le recuerde cuando lo olvide, y hasta se le compele á su cumplimiento por una ley civil? Si la legítima que me ha de dejar mi padre, cuando muera, que es un bien de un orden menos elevado, está bajo las garantías de las leyes civiles, ¿por qué no ha de estarlo también el caudal de instrucción que de justicia me debe, por haberme puesto en el mundo? ¿Conque es conveniente que haya leyes para compeler á los padres á la obligación natural que tienen de dar el alimento del cuerpo á los hijos, y no lo sería que las hubiese para que les den lo que es más necesario, el sustento de su corazón y de su inteligencia?

Entre el poder despótico que le concedía la antigua Roma á los padres sobre sus hijos, y la anulación absoluta de la patria potestad, proclamada en Esparta y Creta, donde éstos pertenecían á la república, hay un término medio que nos dan á conocer la razón y la justicia. El padre cristiano tiene derechos sagrados sobre sus hijos, pero á estos derechos son correspondientes deberes no menos imperiosos. Una sociedad bien constituida garantiza unos y otros, dejándolos en su libre ejercicio. Si un padre, imitando el despotismo romano mata la vida del alma de su prole con la ignorancia, la ley pone el remedio con una enseñanza gratuita y obligatoria. Para no dejar á los padres, respecto á la instrucción de los hijos, en la nulidad de los griegos, sistema encomiado por Rouseau y Helvecio, pero no por eso menos antisocial, la misma ley les concede el derecho de enseñanza doméstica. Esta es la verdadera libertad cristiana, que tanto se aparta de un individualismo exagerado, como de los excesos del comunismo.

Desde cualquier punto de vista que se considere el principio de la enseñanza primaria obligatoria, lo encontramos justo, benéfico y fecundo. Tocaba á nuestro digno Gobernador Messina hacemos gozar de un bien tan grande, que el magnánimo corazón de Isabel la Buena nos había concedido hace veinte años.

JOSÉ G. PADILLA

Fué un excelente médico, y hombre muy versado en las ciencias Físico Naturales; pero brilló más aún como poeta de mucho ingenio, de versificación magistral y de puro y castizo lenguaje castellano.

Nació en San Juan, el día 12 de Julio de 1829. Era todavía muy niño cuando su familia se trasladó al pueblo de Añasco, en donde Padilla adquirió la instrucción primaria. Sus padres le enviaron después á Santiago de Galicia, y allí obtuvo el grado de Bachiller y estudió los primeros años de la Facultad de Medicina. Por entonces tuvieron sus padres algún atraso en sus intereses, y Padilla tomó la resolución heróica de buscar él mismo recursos para seguir estudiando hasta terminar su carrera. Trasladó su matrícula á la Universidad de Barcelona, se colocó de redactor en un periódico de esta última ciudad, y así pudo obtener los medios necesarios para llegar al término de sus estudios en dicha Universidad.

Regresó á Puerto Rico en 1857, y ejerció su profesión científica en Arecibo. Años después trasladó su residencia á Vega Baja, en donde contrajo matrimonio, y allí vivió muchos años, dividiendo su actividad entre su profesión de médico y sus faenas de agricultor.

Pero en los breves remansos que formaban acá y allá estas dos corrientes de su vida, entregábase el Dr. Padilla con especial deleite al cultivo de la poesía.

Las tareas del periodismo, á las que se había dedicado por necesidad durante los últimos años de su vida estudiantil, despertaron en él aficiones y aptitudes muy sobresalientes. Estudiaba con entusiasmo y cariño los grandes poetas clásicos españoles, y adquirió con su trato una dicción tan clara y armoniosa, y un estilo de tan puro sabor clásico, que la crítica le califica justamente como uno de los mejores hablistas que ha tenido hasta hoy en América la lengua castellana.

Cultivó la poesía lírica en casi todos los tonos, y deja modelos excelentes en el satírico, en el apologético, en el elegíaco y en el descriptivo. Su obra culminante hubiera sido el poema Puerto Rico, del cual sólo dejó escritos la dedicatoria y la introducción, que son admirables, y sesenta y cinco octavas reales del primer canto, de una belleza y corrección dignas de grandes alabanzas. Debe leerse con atención esa obra, para apreciar debidamente los méritos del Dr. Padilla como hablista y versificador.

Le dió extraordinaria popularidad en Puerto Rico al Dr. Padilla una polémica en verso que sostuvo, en defensa de sus paisanos, con el poeta español Manuel del Palacio, y en la que lució aquél gallardamente su vena satírica. Empleaba con frecuencia el pseudónimo de El Caribe en sus versos de combate, á los que debió principalmente su fama.

Era de arrogante figura, de carácter altivo, pero de noble corazón y de trato exquisito, generoso y jovial.

En la primera de las dos composiciones que se insertan á continuación se revelan algunos rasgos de la altivez de carácter del autor, dulcificados por las finezas de la educación y la galantería. La segunda fué escrita en elogio de un artesano humildísimo, que enseñaba gratis en su tiempo las primeras letras á cuantos niños lograba llevar á su taller, obedeciendo á impulsos de una generosa y humanitaria vocación.

LA FLOR SILVESTRE
á la señora de un gobernador

 
Dadme, Señora, dadme una hoja
Del áureo libro donde se ven
El blanco lirio, la dalia roja,
Que á vuestro paso galán arroja
Pródigo el hijo de Borinquén.
 
 
Dejad, os ruego, dejad que en ella
Mi tosca mano grabe también
Una amapola, que inculta y bella
Sobre los campos carmín destella
Y adorna el suelo de Borinquén.
 
 
Á la lisonja mi humor esquivo,
No brinda flores que aroma den:
Yo en mis jardines no las cultivo;
Que soy, Señora, franco y altivo,
Como buen hijo de Borinquén.
 
 
Yo al ofreceros la flor silvestre,
Que el prado alegra con otras cien,
Quiero que ufana su gala muestre,
Quiero que brille la flor campestre
Junto á esas otras de Borinquén.
 
 
Quizá os aleje de estos lugares
De la fortuna feliz vaivén:
Quizá mañana crucéis los mares,
Llevando en ramos á otros hogares
Las cultas flores de Borinquén.
 
 
Por eso quiero que si algún día
Os hablan ellas de nuestro Edén,
Si allá os lo pinta su lozanía,
Miréis entonces esta flor mía,
Imagen pura de Borinquén.
 
 
Si en su corola no véis primores,
Si su ancho seno no aroma bien,
Podrá deciros con sus colores
Cómo, Señora, cómo da flores
El fértil campo de Borinquén.
 
 
No por agreste, por inodora
Sufra la pobre vuestro desdén:
Muestra expresiva de inculta flora,
Tomadla, os ruego, tomad, Señora,
La flor silvestre de Borinquén.
 

EL MAESTRO RAFAEL

 
Pobre y humilde artesano
De oscuro y modesto nombre,
Hubo en Borinquen un hombre
Caritativo y cristiano:
Con la dádiva en la mano
Y en el corazón la calma,
Ciñó por única palma
La pura y dulce alegría
Con que sus dones hacía
Para provecho del alma.
 
 
Es una historia de ayer,
Que está viva en la memoria;
Aun recuerdan esa historia
Los que nos dieron el ser:
Ellos que pudieron ver
Que el modesto menestral,
En combate desigual
Con el tiempo y la ignorancia,
Á la pobre y tierna infancia
Daba el pan intelectual.
 
 
Sacerdote de la idea,
De la ilustración obrero,
Tuvo el noble tabaquero
La fe que redime y crea:
En la fecunda tarea
Á que dió su vida fiel,
Conquistó como laurel
De la tumba que lo abriga,
Que hoy el nombre se bendiga
Del maestro Rafael.
 
 
Y cuando el naciente sol,
Que á iluminarnos empieza.
Brille en toda su grandeza
En el cenit español,
Á su candente arrebol
Otra edad verá lucir
Con letras de oro y zafir
Grabado en el mármol duro,
Ese nombre, ayer oscuro,
Glorioso en el porvenir.
 

JULIAN E. BLANCO

Nació en San Juan, el día 14 de Agosto de 1830. Pasó su infancia en Vega Baja, á donde fué su padre á ejercer la profesión de maestro de escuela. Allí recibió la instrucción primaria, y – como tenía buena letra y era listo – obtuvo pronto colocación, aunque modesta, en la oficina de un procurador judicial, de San Juan.

Allí se reveló tan notablemente su vocación, que á los pocos años no había en toda la ciudad un muchacho que igualase á "Juliancito Blanco" en la tarea especial de ordenar papeles para la curia, enterar de ellos á los abogados, llevar los expedientes al tribunal ó á las escribanías de actuaciones, llevar al dedillo la cuenta de los emplazamientos y los términos, y todo cuanto en el antiguo sistema judicial se designaba con el nombre de papeleo.

Bien pronto llegó á saber de estas cosas de la curia más que los mismos procuradores, y entonces fué un excelente auxiliar en las oficinas de los abogados. Trabajó primero en la del Dr. Vázquez, letrado de fama, que ejercía su profesión en San Juan á mediados del siglo XIX, y algunos años después fué compañero, más bien que auxiliar, del inteligente abogado portorriqueño don Gabriel Jiménez.

Nunca las bibliotecas particulares de los letrados de San Juan, ni la del Colegio de Abogados establecida en la casa de la Audiencia, tuvieron más asiduo lector que don Julián Blanco, desde los primeros años de su juventud, y lo que no lograba encontrar en los libros de Derecho lo encontraba en las mil combinaciones ingeniosas de la esgrima del papel sellado. Llegó á ser verdaderamente famoso en estas materias, y no pocas veces respetado y hasta temido por los mismo abogados de larga práctica.

Al iniciarse la lucha política en Puerto Rico tomó puesto en las filas más avanzadas del partido reformista, y fué el más activo y enérgico de los redactores de El Progreso, que dirigía el patriarca liberal don José Julián Acosta, y sufrió persecuciones y destierros por causa de sus ideas políticas.

En 1871 fué electo diputado á Cortes por el distrito de Caguas, y dejó recuerdos importantes de su elocuencia y energía en aquellas sesiones borrascosas que precedieron á la abdicación del rey Amadeo.

Después colaboró en periódicos importantes del país, fué varias veces diputado provincial, y en el breve gobierno autonómico fué Secretario de la Presidencia del Consejo, y Secretario de Hacienda. Poseía conocimientos generales de administración y de ciencia económica, y fué fundador y consejero del Banco Territorial y Agrícola de Puerto Rico.

Su oratoria era vehemente, pero sujeta siempre á la disciplina del pensamiento; razonaba con método, exponía con claridad y peroraba con energía, pero conservando siempre el dominio de su palabra. Fué en su tiempo uno de los mejores oradores políticos de Puerto Rico.

Como escritor, su estilo no era literario ni elegante. Se cuidaba mucho más de convencer, de herir ó de defender que de agradar. Sus hábitos de curial influían en la forma de sus escritos, casi siempre vigorosos, enérgicos, y con frecuencia apasionados. Propendía especialmente á la polémica y la contradicción.

Recopiló algunos de sus trabajos periodísticos en un libro titulado Veinte y Cinco años antes. Á él pertenece el artículo que insertamos á continuación, publicado en El Progreso hace 35 años.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
27 сентября 2017
Объем:
230 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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