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Читать книгу: «Antología portorriqueña: Prosa y verso», страница 15

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SUEÑO DE ORO

(Á mi muy querido amigo Don José Loredo.)
Es hora de luchar contra el abandono físico y moral en nombre de sus víctimas inmediatas primero, y después en nombre de las generaciones, venideras, que tienen derecho á que les leguemos una herencia de salud, de robustez y de alegría y de buen humor, en vez de un amasijo de seres raquíticos, endebles y entecos de alma y cuerpo, última expresión de una raza que camina rápidamente á su degradación más completa. —Sela.

¿Dices, mi encantadora amiga, que soy un soñador? ¡Tienes razón! ¿Qué esto no me lo dices como un reproche? ¿Qué lejos de enojarte te agrada? Ya lo sé, y porque lo sé, me complace tanto referirte estas cosas. Escucha. Anoche he dormido poco, pero he soñado mucho. ¡He tenido un sueño de oro!

He soñado que mis cosas marchaban muy bien, que tenía mucho dinero. ¡Tener mucho dinero! ¿Y qué? Aquí viene lo mejor.

Soñé que estábamos en nuestra casita de… ¿Para qué escribir el nombre de aquel ideal pueblecillo situado junto al mar, engalanado por los encantos de una naturaleza espléndida y provisto de todos los atractivos y de todos los recursos de la civilización?

Soñé que había comprado el terreno del vecino, el solar donde se alzan las tres barracas, soñé que había encargado á Pepe, (ese arquitecto á quien yo quiero tanto y á quien cito siempre como un modelo de rectitud y de bondad), la construcción de un edificio que había sido ya terminado. Soñé que había llegado el momento de darte una sorpresa. ¡Y qué sorpresa!

Pero oye antes cómo se originó en mí ese sueño. Anoche volvía del Ateneo. Se había hablado allí acerca de la "educación física," se había hablado de las "termas" de los romanos, de los gimnasios antiguos y modernos, y de otra porción de cosas que no son del caso. Venían por la misma acera que yo como dice Rafael en su comedia, y no entre ellos, como en la obra de mi amigo sino delante, iba un niño que, al pasar junto á mí, tropezó y cayó. Hice un movimiento para ayudarle á levantarse, pero el rapazuelo se puso en pie de un salto antes de que tuviese tiempo de alcanzarlo, y echando de ver mi solicitud, con un mohín de su carucha pálida y ojerosa en la cual brillaban unos ojos tristones, me dijo:

 
"Un hombre y una mujer
que obreros mostraban ser
por los trajes que vestían"
 

– No ha sío na.

– ¿Cuántos años tienes? – le pregunté.

– Doce, – me contestó.

Y haciendo un esfuerzo, como si se avergonzara de haberse caído, siguió adelante perdiéndose con sus padres calle arriba, en tanto que yo tomé por una travesía para llegar más pronto aquí.

Mi encuentro con ese niño me dejó una impresión penosa. Penosísima.

Doce años dijo que tenía y te aseguro que su cuerpo era el de un chico de seis. ¡Qué raquitismo tan horrible! Me parece que cuento sus costillas al través de la blusa. ¡Y qué torax! No había en él espacio para que se dilataran sus pulmones, ni hueco para que la combustión de la vida se realizara.

Y la idea de aquel niño me despertó la imagen de otro niño á quien tú y yo queremos mucho, y estos dos niños me llevaron á pensar en todos esos pobres pequeñuelos condenados á muerte por la escrófula, candidatos á la tuberculosis, plantas nuevas cuyas raíces no hallan tierra en donde arraigar en los adoquines y las losas que cubren el alcantarillado de estas grandes ciudades. Pajarillos encerrados en un infecto y obscuro rincón de sus altos edificios, sepultados allí cuando empiezan á vivir, sin otra expansión que el juego en la estrecha y húmeda calle donde arroja su hálito envenado la boca de la alcantarilla, sin tener nunca un poco de aire puro ni un rayo de sol.

Y la angustia que experimenté me llevó con la imaginación… ya sabes donde. Pensé en aquella atmósfera saturada de iodo y de bromo, que como sueles decir penetra hasta lo más hondo de los pulmones; en aquel cielo esplendoroso y radiante y con la rapidez misma con que me acudió la idea, adquirí, como te decía, el terreno del vecino, eché por tierra sus viejas barracas, construí el edificio, y mira tú ¡qué bien se ve cuando, se sueña! Te veía á mi lado en la coquetona charrette tirada por el fogoso Spark, nuestro brioso ponny; vestías un traje azul de cielo, como el que llevabas la tarde aquélla en que desde las obscuras rocas del faro veíamos las olas encrespadas y rugientes rompiéndose á nuestros pies en brillantes nubes de nítida espuma; te sentía á mi lado rozándome casi con el hombro el ala de tu sombrero de paja, palpitante el seno, y veía (con más claridad que ahora mismo que te estoy hablando) la mirada curiosa que me dirigías á través del velo blanco, y más distinta y más timbrada aún que ahora mismo oía tu voz de notas cristalinas, que llegaba á mi oído una y otra vez, con las inflexiones dulces de una súplica, trayéndome estas palabras: – ¿Para qué es ese edificio? ¡Dímelo! ¿No me ofreciste revelármelo cuando se terminara? ¿No está ya concluído?

– Mañana lo sabrás, – te repetía yo, gozando ya con la sorpresa que iba á proporcionarte al día siguiente.

¡Qué noche aquélla! La pasé en un segundo tal vez, y sin embargo, me pareció interminable. Llegó por fin la mañana, y á las doce salí solo en la charrette. En la playa me esperaban cinco ómnibus vacíos. ¡Y qué emocionado y absorto iba yo! Spark conocía bien el camino y él lo hacía todo. Dos ó tres veces hubieron de advertirme que evitase los coches que venían en dirección contraria.

Seguido de mis ómnibus llegué á la estación. Estaba seguro de que todo había de resultar admirablemente organizado. Para conseguirlo me había dirigido á los Doctores Tolosa y Salillas y á mis amigos del Museo Pedagógico.

Hendió el aire el agudo silbido de la locomotora, y al aproximarse el tren vi asomar por las ventanillas á los esperados huéspedes. Los Sres. Cossío y Rubio dirigían la expedición y los pequeños veraneantes, elegidos entre los niños pobres de las escuelas de Madrid, llenaban media hora después el nuevo edificio, en el que iban á proveerse durante una temporada, de aire y de luz, de salud y de vida.

Tu padre se reía para disimular su emoción que las lágrimas traicionaban; tu hijo, al recibir aquella impresión que le revelaba un mundo desconocido para él, con las energías de la realidad entrándole por los ojos, estaba entre suspenso y emocionado, y tu corazón de madre latía con fuerza cuando te presenté á mis amigos, y, rodeado por los pequeños entramos en el nuevo edificio.

En el sencillo vestíbulo una Victoria griega escribía en su escudo de mármol el nombre bendecido de M. Brion, iniciador de las colonias escolares, y la fecha (13 y 14 de agosto de 1882) del Congreso Internacional de Zurich, el primero á que acudieron hombres ilustres de todos los pueblos cultos para ocuparse de los resultados físicos, morales y pedagógicos que estas excursiones ofrecen y de otros temas, referentes á las mismas y no menos interesantes ciertamente.

Después de almorzar fuímos todos al bosque de pinos, en uno de cuyos claros se organizó el juego. Los chicos acostumbrados al martirio del silencio en las escuelas y habituados á sentirse á cierta distancia del maestro, al hallarse allí libres de esas impuestas trabas, dirigidos pero no cohibidos, parecían polluelos que, atados uno y otro día por fuertes ligaduras, se encontraran de pronto sueltos en medio de una pradera verde y lozana. Al principio sus movimientos eran torpes, todo les sorprendía, miraban con extrañeza á los maestros jugar con ellos y apenas acertaban á coger la pala ó la pelota. Pronto, sin embargo, se familiarizaron con aquella disciplina del espíritu que dejaba á sus cuerpecitos en libertad de fortalecerse y desarrollarse excitando su atención sobre el espectáculo hermoso de la naturaleza, la cual al sentirlos en su seno coloreaba suavemente sus mejillas, y devolvía poco á poco la vida y la animación á sus caruchas ajadas.

Al volver del bosque nos explicaba D. Manuel los tecnicismos de la hoja antropológica, en la cual constaban la filiación, los datos anatómicos, descriptivos y métricos, los datos fisiológicos y las anomalías de cada uno de los niños. Esta interesantísima suma de datos nos permitiría apreciar bien el resultado físico que aquel cambio de vida había de producir en ellos.

Me parecía oirle con la misma claridad con que te oía á tí decirme al separarnos.

– ¡Qué clara, qué sencilla y qué hermosa es la ciencia!

¡Con cuánto interés seguimos al otro día la vida de los pequeños colonos!

Se levantaron á las seis de la mañana; después de atender á su aseo personal bajaron al comedor y se desayunaron cada uno con su copa de leche y sus ciento setenta y cinco gramos de pan. De nueve á diez, cada cual en su mesita escribía sus impresiones. ¡Qué relatos tan sencillos! ¡Qué espontaneidad tan simpática! No hablaban de memoria. Contaban lo que habían visto, repitiendo las mismas palabras muchísimas veces.

Primero escribían la fecha, número de kilómetros, descripción del camino, montañas principales, poblaciones importantes y edificios notables que veían desde el tren, naturaleza de los terrenos recorridos y otra porción de detalles en los cuales se adivinaba el índice extendido del profesor.

Luego venía el relato de la llegada. Casi todos los chicos hablaban de tí. El pequeñuelo de ojos azules, decía que eras "bonita como una muñeca grande, que le habías dado un beso á él y otros besos á los otros chicos; otro observó que llorabas al recibirlos "como madre cuando padre volvió de América"; otro que tenías "la mano color de rosa como el vestido y las uñas también color de rosa y redonditas y suaves." Hablaban luego de los pinos y del mar.

Por aquí iba en mis sueños cuando me llamaron esta mañana. Pero aun me parece tener delante todas aquellas imágenes frescas y rientes de los niños de la Colonia escolar. Y al recuerdo de las horas dulcísimas que mi sueño me ha proporcionado, siento una emoción tan honda y tan viva, que no puedo menos de levantar los ojos á ese cielo nublado que se ve por encima de las tejas de enfrente y pedirte que bendigas conmigo al niño raquítico, con quien me encontré anoche al volver del Ateneo, cuya imagen ha despertado en mi alma ese sueño de oro.

F. Degetau y González.

Madrid, Junio 1892.

NOTA FINAL

Contiene este libro noticias biográficas y muestras de trabajos correspondientes á treinta y un autores portorriqueños, elegidos por orden de antigüedad ó de fallecimiento, y que deben considerarse como los iniciadores del movimiento literario en esta isla. Hubo en épocas anteriores portorriqueños ilustrados, que se distinguieron en varias manifestaciones de la cultura intelectual, como Ramón Power, marino y orador político, que fué Vicepresidente de las famosas Cortes de Cádiz, en 1812; educadores como Tadeo de Rivero, Fray Ángel de la Concepción Vázquez, Rafael Cordero y el Maestro Huyke; oradores forenses como Eleuterio Jiménez, Juan H. Arbizu, José Ma. Pascasio de Escoriaza, y José Severo Quiñones; agitadores políticos y hombres de ciencia, como Betances; abolicionistas como Francisco Mariano Quiñones, y algunos oradores eclesiásticos que alcanzaron fama; pero la serie de autores propiamente dichos para el caso presente, creo que debe empezar por aquéllos que han escrito algún libro de mérito, ó dado á la estampa en cualquiera forma, obras notables que hayan influído más ó menos en la propagación permanente de ideas útiles ó en el desarrollo de la cultura pública.

M. F. J.
Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
27 сентября 2017
Объем:
230 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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