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Читать книгу: «Antología portorriqueña: Prosa y verso», страница 3

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LA CARTA DEL OBISPO DE ORLEANS, Monseñor Dupanloup

Væ victoribus.

Hace muy poco tiempo que consagramos nuestra atención al magnífico espectáculo que ofrecía á la vista del mundo, Victor Hugo, de pie sobre los muros de París, sitiada por los alemanes, dirigiendo á éstos su voz elocuente y patética.

Pero en nuestros días los acontecimientos se precipitan con tan asombrosa rapidez, y es tan conmovedora la situación inesperada por que atraviesa la Francia, que el vapor no ha tardado en traernos los graves acentos de otro de sus hijos más ilustres, de Monseñor Dupanloup, Obispo de Orleans. Á la hora en que escribimos los habrá escuchado todo el mundo civilizado, como escuchó en 1866 su oración pronunciada el Viernes santo, sobre la redención del esclavo.

Las convicciones profundas merecen universal respeto, y el genio sabe inspirar á todas sus producciones un sello indeleble de grandeza tal, que los individuos que poseen las unas y están favorecidos por el otro, caben todos fraternalmente en el templo de la gloria. Sólo la envidia, ciega cuanto ruin, desconoce esta verdad.

Así, aunque separados hasta la crisis actual, la historia mostrará íntimamente unidos en el cristiano propósito de poner término á la efusión de sangre humana y de salvar la patria invadida por el extranjero, los nombres ilustres de Hugo y Dupanloup. Nosotros nos complacemos en esta asociación, y en contemplar como contribuye cada uno, dados su distinto estado y educación, á la gran obra humanitaria.

Si la carta de Victor Hugo es un grito arrancado de lo más profundo del alma, la de Mr. Dupanloup es una lección severa, más que una lección, una admonición formulada en el Væ victoribus ¡Ay de los vencedores!

El uno con la admirable flexibilidad de su talento, excita con su lira en todos los tonos la sensibilidad moral, y se inspira principalmente en consideraciones políticas y humanas; en tanto que el otro, imitador de Cristo, apoyado y fortalecido por su profunda convicción en la justicia de Dios, amenaza con ella al vencedor, si no en su propia cabeza, en la de su posteridad.

Recomiéndase también la carta de Mr. Dupanloup por las reflexiones que despierta en el espíritu de los que la leen. Podemos considerarla como la síntesis de la filosofía de la historia.

Mr. Dupanloup ha dicho: "Si el vencedor no sabe mostrarse digno de su fortuna, si permanece sordo á la voz universal que le grita – "basta de sangre y de ruinas" – la maldición de los pueblos civilizados caerá sobre él. La experiencia demuestra que el Væ victoribus de la Providencia resalta hoy con más frecuencia en la historia que el Væ victis de los bárbaros. "Si su edad no le permite alcanzarlo, sus hijos lo alcanzarán".

Ante esta pavorosa profecía, los ánimos religiosos se sobrecogen y recuerdan naturalmente el elocuente tema de Bossuet, en su oración fúnebre por la Reina destronada, por la viuda de Carlos Estuardo, cuya cabeza cayó en el palacio de White-Hall bajo el hacha del verdugo. "Aprended, reyes: oid, los que juzgáis en la tierra."

Es verdad que Mr. Dupanloup con sus sentimientos cristianos ha buscado también la manera más delicada á que podía recurrirse para enviar la piedad al corazón del poderoso monarca, halagado hasta el momento en que escribía por los favores de la victoria, y de quien depende la vida de tantos hombres, trayendo á su memoria el recuerdo, siempre conmovedor para un hijo, del infortunio de sus padres, y repitiendo el sabio consejo de su ilustre madre: "El que no se modera y se deja cegar por la fortuna, pierde el equilibrio y no obra según las leyes eternas."

Pero no obstante la evocación de estos recuerdos sagrados, subsiste la tremenda afirmación, quedará siempre escrita con letras de diamante la pavorosa profecía. "Si su edad no le permite alcanzar el Væ victoribus de la Providencia, sus hijos lo alcanzarán."

Pero Mr. Dupanloup tenía que cumplir otros deberes y los ha cumplido, aunque desgarrando de seguro su corazón francés. Él lo ha dicho: "La patria es una asociación de las cosas divinas y humanas, es decir, el hogar, el altar, la tumba de nuestros padres, la justicia, la propiedad, el honor y la vida. Se ha dicho con verdad que la patria es una madre; amémosla más que nunca en su amargo dolor; sea para nosotros más querida á medida que es más desgraciada." Y sin embargo, en su alta imparcialidad, no ha podido menos de dirigir á su patria, á su madre, cargos austeros, y repetirle á su vez la inapelable sentencia de la Reina Luisa de Prusia: "Dios poda el árbol dañado. Esto debía suceder."

Con esta alta imparcialidad habla siempre el verdadero patriotismo: así es como debe hablarse á los pueblos. No los ama el que halaga la vanidad nacional y estravía sus pasiones, sino el que combate la una y sabe dar buena dirección á las otras. Acabamos de verlo en esa misma Francia tan impresionable: la amaba más Mr. Thiers oponiéndose á la pasión por la guerra, que los imperialistas que la fomentaban.

Con el recuerdo sin duda del espectáculo que ofreció el Cuerpo legislativo en la sesión del 15 de Julio, en que declaró la guerra á la Prusia, ha escrito Mr. Dupanloup estos pensamientos: "Los poderes de la tierra tienen demasiada necesidad de conocer la verdad. Los soberanos están condenados á que se les engañe, porque temen que se les ilumine. Se les sirve según su deseo, y las complacencias culpables y las lisonjas declamatorias usurpan el lugar de las advertencias leales y valerosas."

Hemos dicho al principio que puede considerarse la elocuente carta del Obispo de Orleans, como la síntesis de la filosofía de la historia. Y con efecto, el Væ victoribus no es más que la fórmula poética de este principio, eterno como el mundo: "No hay acción sin reacción."

Principio consolador que así debe servir para que los poderosos no abusen de su prepotencia, como para que los pueblos y los individuos no se entreguen á la desesperación en la adversidad.

Abundan en el vasto campo de la Historia numerosos ejemplos que son demostración elocuente de ese principio "No hay acción sin reacción." Sin ir más lejos, la historia entera de la vecina isla de Santo Domingo no es, á los ojos del filósofo, más que una serie sucesiva de oscilaciones sujetas á esa ley. Sin ir más lejos, el entusiasta tributo que paga Mr. Dupanloup al estandarte libertador de Juana de Arco, que se conserva en la ciudad de Orleans, es otra demostración de ese principio: la ilustre heroína condenada al fuego en Rouen por el Obispo de Beauvais, que temía perder, si se mostraba justo, su favor para con los ingleses dominadores de su Patria, obedeciendo así á los mismos sentimientos que Pilatos, es hoy invocada por otro Obispo francés, como el emblema de la abnegación, para lanzar del suelo sagrado de su patria al invasor que lo profana.

¿Pero qué más, cuando la cruz, suplicio afrentoso del esclavo entre los antiguos romanos, es hoy el símbolo de la redención del género humano?

La convicción profunda en la verdad de este principio es lo único que puede explicarnos la serena tranquilidad con que Mr. Lincoln se consagró al cumplimiento de su misión, al aceptar en 1860 la Presidencia de los Estados Unidos de América. Estaba convencido de que Washington sería su Jerusalén, y fué á Washington. Nos parece oirle cuando en una ocasión solemne exclamó: "¡Ay de aquel por quien el escándalo venga! Así habrá de decirse ahora, á fin de que los juicios del Señor sean al mismo tiempo verdaderos y justos."

Mr. Dupanloup, aunque no tan grande como Lincoln, posee iguales convicciones. Por eso nosotros, después de haber publicado su elocuente carta en el número anterior de El Progreso, le hemos consagrado estas ligeras reflexiones, que sabemos no tienen otra especie de mérito que el que pueda comunicarles el original, donde hemos procurado inspirarnos, á fin de que nuestros lectores se fijen más en las sanas doctrinas que lo recomiendan. Si la carta de Mr. Dupanloup es un nuevo esfuerzo intentado por un hombre ilustre, para poner término á los horrores de la guerra entre dos potencias cristianas, también es un código de los eternos principios de justicia y de equidad que deben presidir la gobernación de las naciones, y hasta las relaciones privadas de los ciudadanos de todo pueblo civilizado.

ALEJANDRO TAPIA

Nació en la ciudad de San Juan, en 1827.

Hizo sus primeros estudios en el Colegio del conde de Carpegna, en esta Capital, y terminó en Madrid su educación literaria.

Tuvo desde niño una gran afición al cultivo de las letras, y en especial á la poesía.

En las frecuentes visitas que Tapia hacía á las Bibliotecas de Madrid, con objeto de ampliar sus conocimientos literarios, conoció al ilustrado bibliófilo cubano, don Domingo del Monte, cuya amistad le fué muy útil, y por indicación de éste y auxiliado por otros jóvenes portorriqueños residentes en la capital de España, reunió Tapia documentos de mucho interés histórico para Puerto Rico, y con ellos formó la colección que dió á la estampa en 1854, con el título de Biblioteca Histórica Puertorriqueña.

Vivió algún tiempo en la Habana, dedicado á trabajos de escritorio en una famosa fábrica de cigarrillos, y en las horas destinadas al descanso daba libre expansión á sus aficiones literarias. Con las obras en prosa y verso que compuso durante su residencia en la Habana, formó el abultado libro que publicó en 1862, con el título de El Bardo de Guamaní. En él figuran los dramas Roberto D'Evreux y Bernardo de Palissy, una leyenda veneciana en prosa con el título de La antigua sirena, un buen estudio biográfico del pintor Campeche y varias composiciones líricas. Volvió luego á Puerto Rico, y aquí compuso y dió al teatro los dramas Camóens, Vasco Nuñez de Balboa, La Cuarterona, La parte del León, y un monólogo trágico titulado Hero y Leandro. También compuso y publicó las novelas tituladas Cofresí, Leyenda de los veinte años, Póstumo el transmigrado, Á orillas del Rhin y Enardo y Rosael. Reunió además varios cuentos y estudios de costumbres en un tomo con el título de Misceláneas, y publicó en otro tomo una interesante colección de conferencias sobre Estética y Literatura.

En sus obras dramáticas hay situaciones bien preparadas, lenguaje apasionado y buenos estudios de caracteres.

Componía y escribía con gran rapidez, y la cantidad de su trabajo solía perjudicar á veces á la calidad.

Un sólo libro suyo le mereció mucho detenimiento y cuidado en la composición y revisión: el poema La Sataniada, que publicó en sus últimos años. Es obra extensa, y toda ella escrita en octavas reales, que representan un gran esfuerzo de versificación. Los episodios no carecen de interés, pero en general la acción resulta poco sobria, á fuerza de alusiones históricas y de conceptos metafísicos.

Dirigió y redactó también, durante algunos años, una revista de estudios literarios y sociales, titulada La Azucena.

Fué Tapia el más asiduo de los escritores portorriqueños de su tiempo, y el que conocía más extensa y profundamente la técnica del arte literario. Hizo de la literatura un verdadero culto. Fuera de las afecciones de la familia y de la amistad, en las que era fervoroso y constante, sólo vivía para el cultivo y propaganda de las letras y las artes. Ellas daban siempre asuntos predilectos á su conversación, y ejerció con entusiasmo y fruto la enseñanza de estas materias en el Museo de la Juventud y el Gabinete de Lectura de Ponce, y en el Ateneo de San Juan.

Dotado de un temperamento nervioso demasiado inquieto, carecía de paciencia bastante para corregir y perfeccionar sus obras. Aunque hay en éllas pensamientos nobles y rasgos de belleza innegables, á veces su prosa resulta desaliñada, y en algunos de sus versos domina el concepto sobre la harmonía y la flexibilidad. Valían más que sus obras su propia personalidad literaria, su ilustración extensa y su gran entusiasmo de agitador de ideas generosas, de propagandista del gusto literario y artístico y de factor de la cultura intelectual de su país.

Por eso en una antología de escritores portorriqueños no podrá en justicia prescindirse de Tapia, que fué el más activo é inteligente iniciador, el que abrió el surco y preparó la semilla que más tarde había de fructificar.

Murió Tapia repentinamente, el 9 de Julio de 1882, en la sala de actos del Ateneo Puertorriqueño, en medio de una Junta de la Sociedad Protectora de la Inteligencia, de la cual era vocal é inspirador. ¡Le mató un ataque cerebral, en los momentos mismos en que explicaba un plan para la educación de niños pobres!

LA FLOR DE LA CARIDAD

 
Hay una flor en el cielo
De los ángeles encanto,
Cuyo perfume, que es santo,
Del alma cura el dolor.
 
 
Al ver al hombre sufriendo.
Enviarla Dios quería
Al mundo; mas ¿quién sería
Mensajero de su amor?
 
 
El Cristo quiere traerla,
Y Dios le muestra el martirio
Que del humano el delirio
Debe darle en gratitud.
 
 
Pero amor el Cristo es:
Por dar al Padre consuelo,
Por calmar del Hombre el duelo
Aceptó la ingratitud.
 
 
Y vino, y la flor celeste
Entre rabia y maldiciones,
Sembrada en los corazones
Dejó con tierna piedad.
 
 
Y aunque el odio reverdece
Y el Hombre matando aterra,
Va embelleciendo la tierra
"La flor de la caridad."
 

TRABAJAR ES ORAR

La tarde está para caer en brazos de la noche. El labrador se dispone á terminar su tarea. El surco está dispuesto á recibir la semilla que devolverá con creces. La tierra es siempre agradecida á los afanes del labrador.

Si la tempestad se lleva el fruto, si la inundación lo arrastra, si el insecto lo aniquila, ¿es culpa de la tierra? Si ésta es pobre en las heladas zonas, al fin da lo que puede y de buena voluntad. Culpa es del Sol que no la mira cariñoso sino breve tiempo. En cambio en el Ecuador es opulenta, y sus rendimientos grandes: siempre da en proporción de sus posibles. No suele acontecer lo propio entre los hombres: los que más tienen, no son siempre los que más dan. La tierra agradece el trabajo que se le consagra, porque ella es bendición del cielo para el hombre; el sudor que la riega es culto para el cielo que la bendice, porque trabajar es orar.

¡Oh! no desmayes, trabajador. ¿Quién es ése que pasa junto á tí? Un opulento ocioso. Tú le miras con envidia, él á tí con desdén. Él olvida que vive por tí y que tu sudor engendra su opulencia. Pero no te desanimes: mira como se detiene un momento y reflexiona. El hastío de los placeres, el deseo insaciable, el vicio voraz, la dolencia que mina su seno, la esperanza burlada, la adulación que no logra engañarle… ¡Ah! no, que no reflexione, porque acaso envidie tu cansada frente y tus manos toscas y maltratadas. Á tí te espera el descanso tranquilo, el amor del hogar y la familia, no envenenado por las exigencias y pasiones vanas del gran mundo. Cuando tú piensas, gozas; él para no sufrir, necesita no pensar. Sí, reflexiona, y verás como el trabajo es bien para tu alma, porque trabajar es orar.

Acaso piensas que al someterte á la ley del destino humano, llevas la peor parte y la más ruda tarea. ¡Ah! ¡cuánto mejor no es trabajar que sufrir, cuánto mejor no es suspirar de cansancio que de pesadumbre, cuánto mejor no es sentir el cansancio del cuerpo que el del alma!

Esa que ves pasar por tu lado en carroza brillante, que te insulta con sus joyas y te mira con soberbia, ¿puede humillarte acaso? Pregunta á su corazón, si ha sentido nunca los tranquilos goces que encierra el beso de una esposa pura, ó la caricia de los hijos amados. Mira su rostro, cuya vergüenza trata de encubrir con los afeites. Su trabajo es más penoso que el tuyo, su tarea es el continuo descaro. ¡Cuántos afanes por luchar con el mundo, que la corona de rosas para despreciarla! Si reflexiona, sufre también: su pensamiento es su verdugo, si es que puede pensar un alma muerta. En tanto tú, consolado por la reflexión, tornas á tus labores con más afán; tú la compadeces, á élla tan alta, desde la humilde tierra en que se abisman tus pies y que remueven tus manos lastimadas. Entonces comprendes que el trabajo es gran consuelo, que trabajar es orar.

Mira á César que pasa engreído y soberbio. Cree poner el pie sobre tu cuello, y sin embargo tiembla ante tí sobradas veces, aunque logre disimularlo. Sus días son brillantes, pero sus noches tristes, áun en medio de la orgía que busca afanoso para enloquecerse. Su sueño es pesadilla, la vigilia es noche para su alma. También huye del pensamiento, y sin embargo piensa en tí. No te envidiará seguramente en medio de sus pompas; pero cuando se despoja de la púrpura, quizás envidie tu sueño y tu conciencia. Acaso huya de los brazos de su esposa, temeroso de ser vendido, acaso huya de sus propios hijos, receloso de que le hereden antes de tiempo. Ya ves que su vida es afán continuo; pero esa tarea penosa y llena de ansiedades, no es tan productiva como la tuya, porque no le produce consuelo, sino agonía; porque ignora que trabajar es orar.

Pero ¿quién es el hombre modesto, casi andrajoso, que se acerca á tí? De cuantos te miran, es el único que te contempla con ternura. Su frente no suda cual la tuya, está seca y abrasada por el pensamiento que arde tras ella. Es un poeta, un filósofo, un pensador, un hombre que vive del pensamiento, cuando los demás huyen de pensar por aturdirse. También trabaja como tú, sólo que su tarea es muy penosa.

Tu faena es origen de salud para tu cuerpo; la suya es fuente de dolencias, pero que sobrelleva gustoso, porque la índole de su trabajo es encanto para su ser. Tal vez está resignado como tú á los andrajos y á la guardilla, porque rara vez la inteligencia que no se vende alcanza la riqueza. Él es obrero del pensamiento, como tú lo eres de la tierra; él trabaja con la mente, como tú con las manos; él con el alma, como tú con el cuerpo; por eso los dolores de su alma son como los de tus brazos: dolores que consuelan. Su trabajo es también una oración: trabajar es orar.

Pero ya los pajarillos que posan su nido en el árbol plantado por tí, te anuncian la noche; te festejan con sus cantos agradecidos. Ellos te recuerdan la voz grata del hogar y de tus hijuelos. Deja, pues, el azadón, enjuga tu frente, y mira al cielo.

Paréceme que escucho tu plegaria: "Señor, al trabajar, he cumplido la más necesaria y fecunda ley que diste á mi existencia; me hiciste superior al bruto, por la facultad del trabajo. Consuela con él mi alma, reálzala y elévala por él. Haz que mi sudor no sea infecundo; y si te cuadra que la escarcha ó el huracán destruya mi obra, dame fuerzas para empezar de nuevo; ya que trabajar es hacerme digno de tus beneficios, ya que trabajar es celebrarte, ya que trabajar es orar.

SANTIAGO VIDARTE

Con este nombre firmaba sus poesías, y con él le designaban sus amigos y compañeros de estudio en la Universidad de Barcelona: con este nombre se le recuerda también en Puerto Rico; pero uno de sus más diligentes biógrafos asegura que no era ese su verdadero nombre de bautismo, y que usaba el apellido Vidarte por un delicado sentimiento de gratitud hacia don Rafael Vidarte, rico propietario de Humacao, que le había protegido desde la infancia, y le había enviado y mantenía en Barcelona, con objeto de que estudiase allí una carrera científica. Según este biógrafo,1 el verdadero nombre de aquél era José Santiago Rodríguez, y había nacido en Yabucoa, el día 25 de Julio de 1828. Este joven gozó de notable popularidad entre sus paisanos de aquel tiempo, y aun hoy se le recuerda con cariño, porque en realidad fué el primer portorriqueño que se dedicó al cultivo de la poesía, con brillantez y entusiasmo. Por desgracia falleció cuando apenas había cumplido los veinte años; sus facultades de poeta no alcanzaron su madurez y apogeo, y las poesías que dejó escritas – si bien revelan inspiración y fantasía, y no carecen de espontaneidad y gracia – no tienen aquella elevación y belleza de pensamiento, ni las gallardías de lenguaje á que seguramente hubieran llegado las producciones de Vidarte, si hubiera vivido algunos años más.

Falleció en Barcelona, en 1848.

Su obra poética de mayor vuelo y más brillante es la titulada Insomnio, escrita cuando se sentía ya enfermo, y en la cual expresa la alegría con que soñaba con su regreso á la querida tierra natal. De esa poesía son las estrofas siguiente:

INSOMNIO
 
Voguemos, voguemos
Al són de los remos;
La noche convida.
¡Qué bella es la vida
Que corre en la mar!
 
 
El aura ligera,
Veloz, plancentera,
Nos va susurrando,
Meciendo, empujando
La barca fugaz.
 
 
¡Qué plácida calma
Gozando va el alma!
La luna y estrellas
¡Qué luces tan bellas
Derraman aquí!
 
 
Voguemos, bien mío.
Que en dulce desvío,
Tranquilo, halagueño.
Vendrá presto el sueño,
Con ala sutíl.
 
 
¡No tengas recelo:
Azul está el cielo,
La noche es tan pura!
¡Oh! todo me augura
Fortuna y placer.
 
 
Mañana, hechicera
La lumbre primera
Del sol en oriente,
Te hará ver riente
Fantástico Edén.
 
 
Voguemos, voguemos
Al son de los remos.
¡Qué hermosa es la vida,
La vida del mar!
 
 
Se acerca la mañana: rompe el alba;
Su luz de rosa por oriente brilla…
Despierta, dulce bien, que pronto y salva
Otro puerto verá nuestra barquilla.
 
 
Auras de amor que pacíficas
Del mar las olas besáis.
Venid con livianas ráfagas
Nuestra esperanza á arrullar!
 
 
Venid, amorosos céfiros
Que la flor enamoráis,
Y con vuestras alas plácidas
Nuestra piragua empujad!
 
 
¡Soplad!
 
 
Despierta ya, alma mía, el tiempo avanza,
Y al asomar su disco el sol dorado,
Verás cual se dibuja en lontananza
Verde gigante de metal preñado.
 
 
Verás cabe su planta orgullecida
De flores un fantástico pensíl,
Donde rico de luz, amor y vida
Ostenta sus primores el abril.
 
 
Y verás más allá, cuando velera
Se vaya nuestra barca aproximando,
Una peña blancuzca y altanera
Que está del mar en brazos dormitando.
 
 
¡Ah! qué placer allí disfrutaremos!
Me mata el ansia; un siglo es cada hora…
¡Cuánto tarda ese sol! Mi bien, voguemos,
Que ya la luz se extingue de la aurora.
 
 
Voguemos, sí, ¡qué hermosa es la alborada!
¡Qué bello ¿no es verdad? el Oceano
Con su límpido azul! ¡Canta inspirada
Una canción al pueblo americano!
 
 
Mas no, calla… ¿columbras á lo lejos
Una luz amarilla, un globo ardiente,
Que brota de la mar en mil reflejo?..
Pues… es él, que se anuncia por Oriente.
 
 
Él es, sí, sí: ya estamos, mi paloma:
Es el sol, ¿No distingues con su brillo
Aquel gigante que en el agua asoma?
Pues se llama el gigante aquel, Luquillo.
 
 
¿Y ves allí cabe su planta umbría
Fantástico el jardín de flores rico,
Donde vive el abril, sirena mía?
Pues el jardín se llama Puerto Rico.
 
********
 
Cerca está el puerto. ¿Ves la peña aquella
Que está del mar en brazos reposando,
Vestida de castillos, rica, bella…?
Pues es… ¡Poder de Dios, si estoy soñando!
 
Barcelona, 1847.
1.Don Eduardo Neumann. – "Benefactores y hombres notables de Puerto Rico."
Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
27 сентября 2017
Объем:
230 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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