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Читать книгу: «Antología portorriqueña: Prosa y verso», страница 13

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FRANCISCO J. AMY

Entre los literatos y poetas portorriqueños del siglo XIX era Francisco Javier Amy el más versado en idiomas extranjeros, y el que aportó mayor caudal de otras literaturas á la del país.

Nació en Arroyo el 2 de agosto de 1837. Antes de haber cumplido 14 años se trasladó á los Estados Unidos, en donde aprendió pronto el idioma inglés, recibió su educación en la Episcopal Academy, Cheshire, Connecticut. Á los 17 años ejercía ya la enseñanza de los idiomas inglés y español, y escribía algunas producciones en prosa y verso para el Waverley Magazine y otras publicaciones de Nueva Inglaterra.

Volvió á Puerto Rico en 1858 para realizar algunas propiedades heredadas de uno de sus tíos, y aceptó aquí algunas proposiciones que se le hacían para el cargo de corresponsal extranjero de varias casas comerciales. Pero habituado á la vida de la libertad en los Estados Unidos, no se avenía bien con las prácticas restrictivas del régimen colonial que imperaba en Puerto Rico, y no tardó en volverse para el Norte de América, en donde se naturalizó como súbdito americano.

Regresó más tarde á Ponce, donde fundó, en unión del Dr. Zeno Gandía, una revista literaria y científica titulada El Estudio, y publicó una colección de poesías, unas originales y otras traducidas por él concienzudamente. Este libro se titula Ecos y Notas.

En 1888 volvió á los Estados Unidos, en donde publicó un nuevo libro de prosa y de verso, titulado Letras de Molde, y dió á la literatura inglesa una preciosa traducción de El Sombrero de Tres Picos, de Alarcón, con el título de The Cocked Hat Publicó también, durante algunos años, La Gaceta Ilustrada, de Nueva York, y escribía para varios periódicos en inglés y en castellano.

Al efectuarse en Puerto Rico el cambio de soberanía después de la guerra hispanoamericana, fué requerido Amy por el nuevo gobierno en calidad de traductor oficial, cargo en el que prestó importantes servicios al gobierno y al país.

Producto de su observación directa y de su honrada sinceridad al apreciar procedimientos y opiniones de la política del país, fueron los artículos que forman su libro Predicar en Desierto, no bien apreciados en la época en que los dió á la publicidad.

Pero su obra culminante fué sin duda el libro titulado Musa Bilingüe, colección de poesías escritas en idioma inglés y traducidas con gran acierto al castellano por el mismo Amy y otros buenos poetas, y de poesías castellanas, hispanoamericanas y portorriqueñas puestas en verso inglés por insignes poetas de lengua inglesa ó por el mismo Sr. Amy. Hay en todas sus traducciones una gran fidelidad y respeto al pensamiento y áun al estilo del autor. Era realmente un traductor modelo, y elegía bien los autores y las obras.

De los poetas angloamericanos tradujo poesías famosas de Bryant, de Longfellow, de Whittier, de Whitman y de Stedman; de los británicos tradujo poesías selectas de Moore, de Hood y de algunos más. Tradujo también al inglés algunas joyas poéticas de Cuba y Puerto Rico.

La influencia de su labor en la poética de este país fué beneficiosa: contribuyó á moderar el excesivo floreo retórico y la adjetivación más abundante que apropiada, y puso algún freno á los alardes innecesarios de la verbosidad y la fantasía, ampliando por otra parte los buenos modelos y los horizontes de la inspiración.

Su estilo, como su carácter, era sobrio, preciso, austero á veces, pero siempre decoroso y correcto.

Fué siempre admirable su laboriosidad, y actuó valientemente en su mesa de trabajo hasta que le rindió su enfermedad mortal, cuando había él cumplido más de 75 años de vida.

Falleció el día 30 de noviembre de 1912.

La siguiente traducción de una de las composiciones de Longfellow más difíciles de reproducir en otro idioma, puede dar una idea de la capacidad de Amy para esta clase de trabajos.

EL VIEJO RELOJ

 
En un confín de la rústica aldea
Alzase antigua mansión imponente,
Cuyo portal, con sus lóbregas formas,
Olmos añosos en sombra mantienen;
Y en la antesala un reloj carcomido
Va repitiendo, pausado y solemne:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 
 
Allí en su rígida caja de roble,
Con sus inquietas agujas, parece
Un viejo monje en su negra capucha
Que se persigna y murmura sus preces;
Que con acento fatídico y grave
Á cuantos llegan les dice entre dientes:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 
 
Suaves sus golpes se escuchan de día,
Mas de la noche en las horas silentes,
Cual misteriosas pisadas, sus ecos
Acompasados los tímpanos hieren;
Y á cada puerta de aquella morada
Llegan y dicen en tono doliente:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 
 
Horas fugaces de gozo y de vida,
Horas tremendas de luto y de muerte;
Todas las raudas mudanzas del mundo
Marca el reloj, sin que nada le altere;
Sin que un instante su lengua ominosa
El estribillo monótono deje:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 
 
Franca acogida encontraba el extraño
De esa mansión al cruzar los dinteles;
Vivo chispeaba el hogar espacioso,
Mientras bullía ruidoso el banquete:
Mas, entre brindis y risas llegaba,
Cual de un espectro, el augurio solemne:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 
 
Allí los niños jugaban gozosos;
Allí las cándidas almas ardientes
Á sus ensueños de amor se entregaban…
¡Oh, rica edad que al fugarse no vuelve!
Así contaba el reloj, cual avaro,
Esos de dicha momentos tan breves:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 
 
De aquella alcoba salió deslumbrante
La desposada en su traje de nieve;
En el salón silencioso y obscuro
Vióse tendido el cadáver inerte;
Y á cada pausa en los rezos, marcaba
Lento el reloj su tic tac elocuente:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 
 
Todos dispersos están los que un día
Vida prestaron al tétrico albergue;
Y al exclamar melancólico: "¡Cuándo,
Cuándo otra vez se unirán los ausentes!"
Como en los tiempos pasados, escucho
Sólo del viejo reloj los vaivenes:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 
 
¡Nunca en el mundo falaz, engañoso!
¡Por siempre allá de la mística muerte
En el tranquilo, amoroso regazo,
Donde sin penas ni afanes se duerme!..
Esto el vetusto reloj de los siglos
Á todos dice en su lengua solemne:
¡Por siempre, – nunca!
¡Nunca, – por siempre!
 

MANUEL MARÍA SAMA

Nació en Mayagüez, el día 22 de Mayo de 1850, y allí recibió la instrucción primaria.

Cuando Sama crecía, era Mayagüez una de las poblaciones más literarias de Puerto Rico. Su proximidad á Santo Domingo, en donde había ya en aquel tiempo propensión á las revueltas políticas, hacía que afluyeran allí los personajes desterrados ó emigrados temporalmente de aquella República, y entre ellos solían venir publicistas, poetas y profesores de enseñanza, que contribuían á mantener y propagar entre los mayagüezanos el amor á las letras.

Empezó á florecer allí hacia el año 65, cuando Sama tenía quince años, una juventud literaria inteligente y no exenta de entusiasmo. Freyre, Bonilla, José María Monge, Bonocio Tió, y algunos más, publicaban en un periódico local artículos y poesías, y Brau empezaba á manifestar su afición á las letras desde el cercano pueblo de Cabo Rojo.

Sama entró desde muy joven en el movimiento literario que le rodeaba. Poseía un temperamento poético exquisito y una gran delicadeza de sentimiento. Por la pureza de sus afectos y la elegancia y aliño de su dicción, parecía un espíritu femenino en cuerpo varonil. No gustaba de la sátira ni de riñas literarias, ni tampoco era aficionado á las luchas políticas, aunque fué siempre un consecuente liberal. Agitaba solamente las ideas generosas sin contradecir á nadie, y le entusiasmaban los actos de cultura y las cosas bellas. Fué siempre un cooperador decidido de las acciones nobles y benéficas.

En unión de su buen amigo Monge, publicó la notable colección de Poetas Puertorriqueños; escribió un buen número de composiciones poéticas, muy estimables por su dulzura y elegancia; escribió y publicó un drama sentimental, titulado Inocente y Culpable, de escenas emocionantes y de hermosos versos; una disquisición histórica sobre el viaje de Cristóbal Colón á Puerto Rico, y una loa en verso relativa al descubrimiento de América. Obra suya fué también una interesante Bibliografía Portorriqueña, laureada en certamen público del Ateneo.

Fomentó una familia muy en harmonía con su propio carácter dulce y con sus gustos delicados, y vivía en perpetuo idilio.

Hacia la edad de cincuenta años se sintió enfermo, y vivió una temporada con su familia en las amenas alturas de Aibonito. Más tarde se trasladó á San Juan, en donde fué electo presidente del Ateneo, cargo que desempeñó con inteligencia, actividad y buen éxito.

Vivió siempre de su trabajo personal, fué muy estimado entre los hombres de letras, y entre lo más culto y distinguido de la sociedad portorriqueña.

Falleció en Miramar, San Juan, el día 5 de Abril del presente año.

La siguiente poesía suya es una de las más celebradas por su ternura y sentimiento, y una de las que da más aproximada idea de su estilo y de su complexión literaria:

DESDE EL MAR

Á mi madre
 
¡Madre! deidad tutelar
De mi purísimo amor,
Oye el humilde cantar
Que da á las brisas del mar
El errante trovador.
 
 
Oye del dulce instrumento
Las plácidas barcarolas
Que, en alas del sentimiento,
Mezcla á las notas del viento
Y al murmullo de las olas.
 
 
Para cantarte, lugar
Digno me ofreció mi anhelo;
Lejos de mi patrio hogar,
Asunto me brinda el mar
Y cubre mi frente el cielo.
 
 
Aquí la mente adormida
Despierta, y sube hasta Dios;
Aquí el amor nos convida;
Aquí, madre de mi vida,
Debemos hablar los dos.
 
 
Hoy que mi tierra adorada
Se pierde en el horizonte,
Y en vano ansiosa mirada
Busca la cumbre elevada
Del más elevado monte;
 
 
Hoy que en brazos del dolor
Miro el corazón deshecho,
Y te llamo en derredor…
Comprendo todo el amor
Que guardo dentro del pecho.
 
 
¿Y cómo, madre, no amarte,
Y eterno culto rendirte,
Y templo en el alma alzarte,
Y como á Dios adorarte,
Y como á Dios bendecirte,
 
 
Si eres tú el ángel divino
Que cubre de hermosas flores
Las zarzas de mi camino,
Tú el astro de mi destino,
Tú el amor de mis amores?
 
 
¡Ah! Si en mi pecho encendiste
De la patria el fuego santo,
Tú la inspiración me diste,
Y amorosa recibiste
De mi lira el primer canto.
 
 
Tú el honor me hiciste amar,
La caridad ejercer,
Y la virtud respetar…
Tu me enseñaste á rezar,
¡Tú me enseñaste á querer!
 
 
¡Mil y mil veces bendita
Sea la madre dulce y tierna,
Que deja en el alma escrita
Una ventura infinita
Con una esperanza eterna!
 
 
¡La que de moral herida
Con besos el dolor calma,
Y, gozosa y sonreída,
Nos da mitad de su vida
Y la mitad de su alma!
 
 
¡Bendita la que atesora
Bienes de eterna belleza,
Que luz de los cielos dora,
Y que por nosotros llora,
Y que por nosotros reza!
 
 
¡Ay madre! á nada, en mi anhelo.
Puedo mi amor comparar;
Miro el mar… al éter vuelo…
Y es más inmenso que el cielo,
Y más profundo que el mar.
 
 
Amor, que luz deja en pos
Como la noche rocío;
Tan grande, que sólo dos
Podemos guardarlo: Dios,
Y un corazón como el mío.
 
 
No importa que suerte impía
De tus brazos seductores
Me arrebate, madre mía;
Siempre serás mi poesía
Y el amor de mis amores.
 
 
Siempre las plácidas brisas,
Del hijo que adoras tanto
Y que hoy ¡triste! no divisas,
Te llevarán las sonrisas
Y el perfume de su llanto.
 
 
Y si la mar irritada,
Rompiendo el alma en pedazos,
Me ofrece tumba ignorada,
Sin contemplar tu mirada,
Sin reclinarme en tus brazos;
 
 
No por el bien que yo adoro
Abrigues, madre, temor;
Enjuga el amargo lloro,
Que yo salvaré el tesoro
De mi purísimo amor.
 

ANTONIO CORTÓN

Era uno de los literatos más capaces y de más elegante y atildado estilo de la América española.

Nació en San Juan de Puerto Rico, el día 29 de mayo de 1854, y fueron sus padres don Francisco Javier Cortón, empleado de la administración civil en el país, y doña Asunción del Toro.

Adquirió en esta ciudad la instrucción primaria, cursó las asignaturas del Bachillerato en el Seminario Conciliar, y publicó su primeros ensayos literarios y políticos en varios periódicos de esta ciudad.

En el año 1873 se trasladó á Madrid en compañía de su madre, ya viuda, con el propósito de seguir la carrera de Derecho y estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central; pero su pereza ingénita y su carácter algo voluntarioso, que en vano trataba de modificar su cariñosa madre, le apartaron de las aulas antes de haber alcanzado el triunfo completo de sus estudios.

Dedicóse al periodismo, al que era desde jovenzuelo muy aficionado, y para el cual poseía condiciones excepcionales. Hacia el año 1876 publicó en La Prensa, de Mayagüez, una serie de artículos de ciencia política y social, abogando por el establecimiento del matrimonio civil en Puerto Rico, artículos que dieron ocasión á discusiones apasionadas y á denuncias contra el citado periódico. Casi al mismo tiempo obtuvo plaza de redactor en El Globo, importante diario que recibía inspiraciones del ilustre Castelar, y que era su órgano más autorizado en la prensa. Cortón publicó en ese diario madrileño muchos artículos notables, y entre ellos dos biografías americanas de gran interés, una del general Guzmán Blanco, y otra de Toussaint Louverture.

En el año 1881, asociado á varios jóvenes residentes en Madrid, entre los que figuraban Díaz Valero, Ortiz de Pinedo, Gamir Soldado, Guerra y Alarcón y el malogrado García Vao, fundó una sociedad llamada en un principio "Juventud antiesclavista," y más tarde Círculo Nacional de la Juventud, de la cual fué Cortón Secretario y Bibliotecario. En este Círculo leyó una interesante Memoria sobre Patria y Cosmopolitanismo, que fué muy celebrada por la prensa española, traducida al francés y publicada en La Gironde, de Burdeos. Fué redactor literario del famoso Correo de Ultramar, que dirigía en París don Julio Nombela, desempeñó durante más de dos lustros el cargo de corresponsal de El Buscapié, de Puerto Rico, é ingresó en la Redacción de El Liberal, de Madrid, considerado ya como uno de los mejores diarios de España y aún de Europa. Dirigió durante muchos años la edición barcelonesa de este gran rotativo, y llegó á ser uno de sus primeros cronistas, allí donde cultivaban este difícil género Fernanflor, Zozaya, Dicenta, Gómez Carrillo y otros celebradísimos ingenios. Las crónicas de Cortón se distinguían casi siempre por la importancia del asunto, la gracia y viveza de la dicción, la sagacidad de las observaciones, el humorismo picante y lo certero del juicio, cualidades características de este ameno y talentoso escritor.

Publicó en sus mocedades un estudio de costumbres literarias femeniles titulado La literata, lleno de intención satírica, de donaire y de sutileza de ingenio. Algunos años después dió á la estampa una deliciosa colección de estudios literarios y de crítica y sátira con el título de Pandemonium, que contribuyó poderosamente al acrecentamiento de su fama de escritor de estilo primoroso y ameno. Más tarde publicó la casa de Maucci, con el título de El fantasma del separatismo, una serie de estudios políticos y sociales que había escrito Cortón en defensa de las justas aspiraciones de las provincias catalanas á su autonomía administrativa, estudios que llegaron á tener notable resonancia cuando se publicaron en El Liberal.

Fué Cortón durante muchos años Secretario de la Sociedad de Escritores y Artistas, de la que era Presidente el insigne poeta Núñez de Arce, que le distinguió siempre con su amistad.

Su obra culminante entre las que llegó á publicar, y aparte del tesoro de observación, de pensamiento y de gracia que deja desparramado en sus crónicas no recopiladas, es la que publicó en 1911 con el título de Espronceda. Se proponía continuar la serie, y anunciaba la próxima publicación de otros estudios análogos acerca de Larra, Zorrilla y otras figuras importantes de las letras españolas en el siglo XIX.

El libro Espronceda es de lo más bello, juicioso y concienzudo que ha producido la historia literaria y la crítica, en idioma castellano.

Al constituirse en Puerto Rico el Gobierno autonómico, en 1898, fué electo Diputado á Cortes, cargo en el cual prestó servicios importantes á su país.

Á fines del año 1913, cuando los amigos y admiradores de Cortón empezaban á impacientarse por la tardanza del nuevo libro de la serie comenzada, llegó de Madrid la noticia de haber fallecido allí, á los 58 años de edad, aquel esclarecido escritor portorriqueño.

Murió pobre, pero deja á su patria una viuda que le llora, un hijo inteligente, menesteroso de recursos para continuar su educación, y un nombre digno de figurar honrosamente en la Antología portorriqueña.

El gracioso artículo siguiente pertenece á su libro Pandemonium.

SARASATE

No tengo que reprocharme el haber dado nunca el nombre glorioso de artista á cualquier rascatripas, por el mero hecho de gastar melenas ó de exhibirse todas las noches en el Paraíso del teatro de la Opera. No creo, por lo tanto – y en esto me opongo al parecer de algunos maestros – que sea un timbre de gloria, digno de perpetuarse en los anales de la provincia, el que uno de sus hijos, residente en la corte, haya formado dignísima parte de la orquesta de uno de sus teatros líricos. Porque, artista, en la verdadera acepción del vocablo, es el compositor, el creador, no el ejecutante; no el que interpreta, con mayor ó menor fidelidad, la obra ajena, sino el que extrae de su cerebro la idea musical y le da forma en el pentágrama. No es posible calificar con un mismo nombre ni comprender en una misma categoría á Stradella, Cimarosa, Pergolese, Rossini, los grandes melodistas, á Palestrina, Händel, Bach, Beethoven, los armonistas, y á la Patti, la Nilsson, Gayarre, Sarasate y Monasterio, los grandes intérpretes. Y aun dentro de la creación, de la composición artística, hay jerarquías diversas y múltiples, que nacen de la mayor ó menor transcendencia de la obra de cada uno; que no es lo mismo componer, verbi gracia, la sinfonía pastoral de Beethoven y las romanzas de las zarzuelas del plagiario Gaztambide, como no son lo mismo tampoco, en la esfera de la pintura, un paisaje de Beruete y el maravilloso Cristo en la cruz, de Velázquez.

Al paso que vamos, todos los españoles, dentro de poco, seremos artistas sin saberlo. Porque aquí llamamos artista al bailarín, al acróbata, al torero, al fabricante de cerillas, al domador de fieras y al que hace sonar las campanas en la torre de una catedral ó el organillo en cualquier cosmorama de feria. Y no de otro modo que allá en mi aldea los astrónomos dieron en llamar sol, estrella y hasta creo que vía láctea á Canuta Pérez, sólo porque cantaba y gemía, con voz más dulce que el guarapo, algunas piezas de Norma, aquí en Madrid, donde se murió casi de hambre Narciso Serra, se reservan las ovaciones y con ellas las monedas de cinco duros para el tenor Gayarre, en cuya garganta prodigiosa parece que anida el pájaro azul que entona el himno de la redención de la patria. Gayarre, esa celebridad europea, esa gloria nacional, como sus amigos y devotos le llaman, es un antiguo herrero de las provincias vascongadas, sin cultura, sin formas sociales, casi sin entendimiento. Á pesar de esto, ¡con cuánta emoción le hemos oído aquellas suaves notas de la inmortal salutación de Fausto á Margarita: Permettereste á me…! ¡Qué eléctrica chispa de emoción cundía por todo el Paraíso cuando murmuraba, en actitud de bailar un rigodón, aquella frase: Ja sorge il di…! Pero no llevemos nuestro entusiasmo hasta el punto de arrojarle al escenario coronas de laurel; las coronas son para las cabezas y el cantante sólo trabaja con la garganta y con la boca; tengamos, pues, para el cantante un collar de perlas ó una dentadura de oro, para el torero un par de cuernos, para el acróbata una bala de cañón, para la bailarina unas zapatillas, ó, si le pareciera poco, unas botas de montar. Y no les pidamos gollerías… No pidamos, por ejemplo, á Gayarre, hombre sin instrucción alguna, que sepa interpretar, en el pentágrama de Gounod, el pensamiento filosófico del viejo doctor alemán, rejuvenecido por la musa de Goethe, ni pretendamos tampoco que, comprendiendo las metafísicas algún tanto locas de Wagner, entienda que pueda conseguirse la expresión de tipos y de caracteres por medio de trémolos sobre la cuerda del violín. Para comprender eso necesitaría el cantante… poca cosa… ser artista.

No puede ocultarse que á las veces hay una obra personal en la interpretación, y que el artista – si damos este nombre al cantante, al cómico y al instrumentista – suele tener, de raro en raro, el derecho de decir que él ha creado un papel puesto que se lo apropia, poniendo en él su alma y su inteligencia é infundiéndole su propia sangre. Sin elevarnos hasta Rachel, la Ristori, Talma, Romea, Rossi, Coquelin y la divina Sara, puede asegurarse que al talento de Vico, nuestro insigne actor, débese en gran parte el éxito de muchos dramas de Echegaray, más feos que el no tener.

Lo que no ofrece sombra de dudas es que, si bien cualquier tenorcillo de la legua puede interpretar, si á mano viene y casi con perfección absoluta, el tipo de Guillermo Tell, un aldeano patriota, el de Otelo, un africano celoso, y hasta, en caso de apuro, el de Don Juan, un burlador impenitente, en cambio, no todos los tenores de primera línea pueden salir airosos en la interpretación del carácter de Fausto, el filósofo á lo Hegel, del tipo de Hamlet, el sombrío escéptico, del tipo de Poliuto, el mártir de la fe religiosa. De mí sé decir que cuando Berlioz, el potente colorista del sonido, me transporta, en su fulgurante corcel, con fatigoso movimiento al abismo de la Damnation de Faust, veo allí mejor el laboratorio obscuro del doctor alemán y oigo allí después con más deleite la errante cantinela de la Pascua florida que en la obra inmortal del maestro Gounod, porque la concepción del poeta y la idea, las líneas melódicas del músico suelen ser casi siempre mejor interpretadas por el violín y por la flauta que por la parlera garganta de algún tenor coreográfico, maniquí con sombrero de plumas, que no comprenderá nunca la razón de que Fausto se devanase los sesos esclareciendo el oculto sentido de la primera frase del Génesis. Con respecto á las cantantes hembras, soy algo más benévolo. Tengo mis razones… Toda mujer, por muy tiple ó muy soprano que sea, lleva siempre dentro de sí misma algo de la inocente Margarita, la pequeña Eva alemana, Sibila del amor, eternamente feliz en su modesto jardincito, con su oráculo de flores. Las mujeres que viven con aérea vida en el mundo del arte y que surgieron vestidas de blanco del manantial del llanto del poeta, ó bajaron desprendidas del astro piadoso que alumbró las veladas febriles del músico para evaporizarse en el sonido y pasar del pensamiento al ensueño, ora revoloteando en los labios, ora permaneciendo aprisionadas en el mármol y el lienzo, y siempre envueltas en la nube de una existencia ideal; las mujeres de la leyenda y del arte, Ofelia, Desdémona, Julieta, Margarita, Elena, Aïda, Ifigenia, Clarisa, Leonora, son, sobre todo, representaciones sinceras del Eterno femenino, creaciones sencillas, cuya interpretación puede hallarse y se halla, en efecto, al alcance de cualquier alumna del Conservatorio de Madrid.

He apuntado la idea y no la retiro; á pesar de poseer mayor suma de recursos y medios el instrumento humano que se llama tenor ó barítono, yo no he saboreado las verdaderas notas de Gounod, hasta que he oído la otra noche las divinas notas del violín de Sarasate. ¡Sarasate! Perdóneseme que no pueda escribir este nombre sin ver reaparecer bajo mi pluma esa figura de un gran intérprete musical, el más completo que he conocido. Actualmente recorre en las regiones andaluzas un camino triunfal, después de haber sido aplaudido y festejado, con entusiasmo frenético, en Madrid, donde se presentó por última vez al público en un concierto celebrado á beneficio de la Asociación de escritores y artistas. Ese concierto tiene una historia que hace honor al gran violinista. Como España es tierra donde germina y se desarrolla esa pasioncilla inmunda que se llama la envidia, no es extraño que un español como Sarasate, que nació bajo el influjo de bienhechora estrella y que ha llegado á ser en toda Europa el ídolo de un pueblo de almas, despertase en la tierra donde nació rencores de esa gentecilla, que, impotente para acercarse á la gloria, tiene un insensato placer en amenguar la gloria ajena. Unos cuantos rascatripas y sopladores, de esos que tocan el violín y la flauta en el café ó en el circo ecuestre, armaron contra Sarasate terrible conjura; y no atreviéndose á decir que Sarasate maneja mal el "stradivarius," le llamaron en obscuros artículos anónimos, mal español, sosteniendo con error indiscutible, que había renunciado á su nacionalidad; y le llamaron avariento, tacaño y ambicioso, acusándole de cobrar el cincuenta por ciento de los productos de los conciertos en que trabajaba. Sarasate respondió á esas acusaciones ofreciéndose á trabajar de balde en un concierto á beneficio de la Asociación de escritores y artistas.

Yo le había oído muchas veces pero nunca me ha entusiasmado tanto como aquella noche. Los artistas italianos del Renacimiento, con el mal gusto propio de la época, eran muy aficionados á pintar ángeles tocando el violín. Yo me acordaba de aquellas figuras, aguzando el oído y cerrando los ojos para no ver las melenas y los bigotes de guardia civil que gasta Sarasate. Porque si existiera el cielo de Mahoma ó de Cristo, sólo allí debería escucharse algo parecido al celestial gorjeo del violín de Sarasate.

Diderot ha escrito: "Para que el artista me haga llorar, es preciso que él no llore." Nada más exacto, pero también es preciso que haya llorado. Su emoción individual debe convertirse en emoción artística y la interpretación animarse con el eco de sentimientos experimentados y desaparecidos. Las lágrimas no deben salir á los ojos del intérprete; pero debe tener lágrimas en el instrumento. Gracias á esa transformación, Sarasate ejerce sobre el público una acción magnética, que repercute sobre sí mismo. "Si el público supiera – suele decir – cuanto puede obtener de nosotros con sus aplausos, nos mataría." ¡Oh, bien lo ha probado el infeliz! En todos sus conciertos, apenas termina la última pieza clásica del programa, ya está el público pidiéndole á grito pelado, la indispensable propina de siempre, es decir, los aires populares españoles, la jota aragonesa, la muiñeira, la petenera, el zorzico, etc. Y aquí se comprueba la modificación que hice á la frase de Diderot. El artista debe sentir siempre lo que ejecuta. Si en el corazón de Sarasate no estuviese viva la llama del sentimiento patriótico, ¿qué mérito tendría la jota aragonesa por él ejecutada? Un violinista ruso ó teutón no podría herir acaso, con esas notas, nuestro sentimiento artístico. Ese aire popular que tiene tantos títulos de gloria como la Marsellesa canturreado, con voz aguardentosa, por un gañán, al conducir sus bueyes al establo, no es fácil que despierte emoción estética alguna; pero, al rozar las cuerdas del violín de Sarasate, ese aire popular, que unas veces gime y otras ruge y siempre expresa el sentimiento de la patria, nos transporta en alas de la fantasía á la falda del Moncayo y á la orilla del Ebro, ó allá donde murieron de amor Isabel y Marsilla, y evoca en nosotros el recuerdo del épico suicidio de Zaragoza, y nos hace asistir á las sencillas fiestas de las aldeanas en honor de la más patriota de las Vírgenes, la Virgen del Pilar.

Pues ¿y dónde dejamos la muiñeira? Yo no tengo el honor de ser gallego. Pero, declaro sinceramente que la muiñeira hubo de causarme siempre una emoción profundísima. Yo se la he oído á Sarasate, no sólo en Madrid, sino también en la misma Coruña, y puedo asegurar que nunca he presenciado una ovación tan imponente.

Cuando algún tiempo después de haber oído la muiñeira en Galicia, se la volví á escuchar la otra noche á Sarasate, vino á mi memoria la zagala rústica que sentada sobre la piedra del lar humilde ó cargando en sus fornidos hombros el saco repleto de centeno y maíz, ó comprimiendo con sus manos de color de arcilla las gruesas ubres de la vaca, ó partiendo en el monte el espinoso tojo, no bien oye á lo lejos el gemido agreste y melancólico de la gaita y el regocijado son del tamboril y del pandero, suelta la hoz de la siega y loca de alegría, llama á sus rapaces y se pone á bailar con ellos la tradicional muiñeira, pegando sendos y descompasados brincos á la sombra del castañar hojoso…

Aquélla, aquélla es la misma muiñeira de Pablo Sarasate, tocada por el autor y acompañada al piano por su secretario mein-herr Otto, un alemán que le sigue en todas sus excursiones artísticas y que á fuerza de escuchar el canto saudoso, ya dice como cualquier gallego vagabundo á la orilla de extranjeros lagos:

 
"Airiños, airiños, aires,
airiños da miña terra,
airiños, airiños, aires,
¡airiños, leváime á ela!"
 

Si alguna vez, ¡oh gran violinista! me encuentras enfermo y pobre, solo y triste y odiado de todos, en extraña tierra, tragando la hiel de la nostalgia, llevando en mi rostro la marca patética de la fatalidad irresistible; si algún día, lejos de la tierra donde se habla la lengua en que me enseñaron á rezar, me encuentras bajo un cielo plomizo, vagando por solitarios senderos y deshaciendo poco á poco el ovillo de hilo de mis ardientes afanes, de mis frustrados ensueños, sin horizonte delante, sin recuerdos detrás; si algún día, oh Sarasate, me encuentras así, envuelto en la ceniza de todo lo que amé, fijos los ojos en la naturaleza, esa gran madre, y en el ideal, esa paloma despeñada del cielo sobre el Jordán de nuestras pasiones redimidas, saca entonces de la caja tu "stradivarius," ejecuta los primeros compases de la arrebatadora muiñeira, recuérdame la quejumbrosa gaita de las romerías gallegas, la alegre pandereta de las zambras moriscas y de las juergas andaluzas, y el tamboril fanfarrón de las fiestas vascongadas; y al recibir yo en mi atormentado espíritu esa limosna de arte, así como la Magdalena limpiaba con su cabellera el polvo de los pies del Cristo, tú limpiarás mi alma de las impurezas del mundo miserable y volverán á ella, con el eco de tu instrumento mágico, las remembranzas de la edad florida, las canciones alegres y los sueños azules…

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
27 сентября 2017
Объем:
230 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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