Читать книгу: «Cuál es tu nombre», страница 6

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El BMW continúa con su desatinada huida mientras Néstor y Daniel no cesan de dirigir sus miradas una y otra vez a los retrovisores. Poco a poco se van quitando de encima a los vehículos lentos que van encontrando a su paso. Frenazos, virajes y cambios inesperados de carril son los incómodos ingredientes de una fuga desesperada.

Fabián conoce a la perfección el recorrido hacia su casa, pero desconoce el destino que Néstor y su hermano puedan haber elegido. No tiene muchas más opciones y, tras arriesgar en algunas maniobras más de lo debido, decide aflojar la marcha. La borrachera sigue teniendo un papel protagonista en todo este disparate y, tras rozar su paragolpes contra uno de los muros de hormigón de un túnel, concluye que la mejor opción es levantar el pie del acelerador.

Diversos y confusos pensamientos se aglutinan en su cabeza. El odio hacia lo que ha visto esa noche está aniquilando sin misericordia unas entrañas ya de por sí podridas por el resentimiento.

El BMW acaba de abandonar la M50 y Daniel le reclama a Néstor que detenga el vehículo. A trompicones se baja del deportivo justo en el momento en que las arcadas hacen su aparición. Néstor se acerca a él y lo rodea con sus brazos.

—¿Te encuentras bien?

Daniel se limpia las comisuras de la boca mientras gira su cabeza hacia él.

—Sí, me encuentro mejor, pero mi estómago no está coordinado con mi cabeza.

Una sonrisa forzada aparece en el rostro del chico cuando a lo lejos escuchan el sonido de un vehículo. Ignoran que esas luces no pertenecen al Ferrari amarillo, por lo que suben al vehículo y emprenden la huida por una carretera saturada de curvas cerradas.

Hace un buen rato que Fabián ha abandonado la idea de alcanzarles y en la oscuridad de la madrugada ha emprendido la marcha a casa. Néstor y Daniel ignoran esto y creen que bien podría estar cerca de darles alcance. Desconocen y temen la posible reacción de Fabián, a sabiendas del desproporcionado comportamiento al que las drogas y el alcohol suele abocarle.

La sinuosa carretera parece estrecharse por momentos y Néstor se frota los ojos intentando buscar una concentración ya de por sí mermada por la resaca que comienza a hacer estragos en sus reflejos.

—Si quieres conduzco yo ―propone Daniel—. En más de una ocasión he llevado el coche de mi hermano en un circuito cerrado.

Néstor niega con la cabeza. Bastante tiene con mantenerse despierto para ahora dejar en manos de un principiante bebido el capricho recién adquirido por su padre. Los ojos se aguan y, una y otra vez, intenta abrirlos mediante unos aspavientos que a Daniel, por alguna razón, le parecen hasta graciosos.

—Deberíamos parar —insiste el chico— y, si tenemos que enfrentarnos con él, lo haremos y punto.

El agotado conductor vuelve a negar con la cabeza. En su mente solo existe un objetivo: llegar lo antes posible a su casa. Allí descansarán.

La mente de Fabián está a muchos kilómetros de esa desierta carretera. Recuerda los momentos vividos con su hermano desde que este comenzó a verlo como su héroe, pero esa bonita evocación desaparece al irrumpir las imágenes del baño turco.

En otra carretera próxima, los derrapajes se suceden en cada una de las curvas mientras Daniel se agarra al cinturón de seguridad con todas sus fuerzas. Tiene miedo y ahora no es de su hermano. Néstor cree que el vehículo que le sigue pudiera ser el de Fabián, por lo que su pie aumenta la presión sobre el acelerador para dejarlo atrás.

Solo les quedan unos pocos kilómetros para llegar y la respiración acelerada de Daniel se escucha por encima del ruido del motor mientras las luces del vehículo que llevan detrás se alejan en el retrovisor.

Néstor consigue por fin su pequeña porción de calma, sin darse cuenta de que eso no es lo mejor para alguien al volante. Tras unos minutos de no ver luz alguna, el cuerpo de Néstor se relaja sin percatarse de que el coche se va escorando peligrosamente hacia el arcén.

Daniel también se ha sentido aliviado al ver como nadie les seguía y, tras tumbar un poco el asiento, su mente ha decidido tomarse un descanso. Un ligero temblor le despierta sobresaltado. «¿Me he dormido? ¿Qué está ocurriendo?».

Gira su cabeza y comprueba aterrorizado que Néstor tiene los ojos cerrados. Todo sucede en segundos. Tras lanzar un grito, el chico agarra el volante y con un gran esfuerzo intenta volver a llevar el deportivo al centro de la calzada, pero cuando Néstor consigue despertar, las dos ruedas laterales ya van por fuera del alquitrán.

Con los ojos de par en par contemplan horrorizados como una curva se les ha echado encima en el último instante. Daniel se gira para mirar a su protector, a lo que Néstor reacciona encogiéndose de hombros mientras una lágrima, que nunca llegará a caer, surca su rostro resignado.

El Ferrari de Fabián cruza a ralentí las puertas metálicas de la residencia del juez. No hay nadie esperándole. Su padre tenía previsto llegar sobre el mediodía del martes, por lo que le queda mucho tiempo para sobreponerse a la resaca y al resentimiento que siente hacia su hermano.

El martilleo de su cabeza convierte en mortificante cada uno de los movimientos que realiza para ponerse en pie. En más de una ocasión ha pensado en deshacerse del teléfono fijo que su padre instaló en la casa de invitados, y hoy podría ser el día. Cuatro veces ha sonado y ha ignorado ese timbre inoportuno. Una quinta vez es demasiado y con paso cansino se dirige hacia el terminal que está colocado al lado de la chimenea.

—¿Sí? —A su voz le cuesta arrancar―. ¿Qué ocurre?

—Fabián, ¿dónde te habías metido?

La voz de su madre suena asustada y repleta de tensión. ¿Quizá ha distinguido un llanto, o su castigadora resaca le ha hecho imaginárselo?

—¿Es que ocurre algo, mamá?

Una pausa turbadora se hace dueña de la conexión.

—Se trata de tu hermano, cariño.

—¿Mi hermano? —«Ya está», Fabián piensa que seguro que se ha adelantado y les habrá soltado una versión a sus padres que ni de coña coincidirá con la suya—. ¿Qué ocurre con Daniel, mamá?

—Ha tenido un accidente y...

La retenida congoja da paso a un llanto desesperado cuando una voz se oye al lado.

—Ya hablo yo.

Fabián reconoce enseguida la ronca voz de su padre mientras la impaciencia por saber de qué narices estaba hablando su madre se hace insoportable.

—No sé qué ocurrió anoche y tampoco el motivo por el que tienes tu teléfono apagado. Lo único que sé es que tu hermano se encuentra en el hospital Infanta Cristina y está grave. El vehículo de tu amigo Néstor se salió de la carretera y Daniel iba con él.

—Yo..., yo... no sé

El tartamudeo de Fabián es cortado de raíz por su padre.

—¡No es el momento de las explicaciones! —grita el juez—. En cuanto nos han avisado del accidente hemos salido de Barcelona hacia Madrid y nos queda poco más de media hora para llegar. Imagino cómo habrá sido tu noche, pero intenta adecentarte un poco. Te quiero ver en el hospital cuanto antes.

Los pensamientos se agolpan en su mente intentando inútilmente clasificarlos con un mínimo de orden. Su padre ha cortado la llamada sin despedirse, y Fabián se ha quedado mudo mirando su reflejo en el espejo que tiene justo detrás de su cama. Tras acercase, ha comprobado que sus ojeras muestran sin piedad los estragos de la noche anterior, al tiempo que percibe en su mirada una ausencia de vida que le hace estremecerse.

No ha llegado a pasar una hora desde la llamada cuando el Ferrari amarillo ha hecho su entrada en el parking del Infanta Cristina. Durante el trayecto hacia el hospital, su cabeza ha pretendido poner algo de cordura a lo sucedido la noche anterior y al fatal desenlace. Tras preguntar en recepción tanto por Daniel como por Néstor, la encargada del mostrador solo ha podido decirle la planta donde está su hermano. Los nervios se han hecho si cabe mucho más evidentes al indicarle la agria recepcionista que no está en ninguna habitación, sino en la UCI.

El pasillo se tambalea a su paso y las paredes parecen estar estrechándose como si se tratase de una trampa egipcia a punto de aplastarle. Al toparse con dos puertas de vaivén, Fabián las abre con recelo.

Su madre se levanta al verlo y se abraza a él sin dejar de llorar. Su padre se encuentra sentado en uno de los sillones de la sala de espera con los codos clavados sobre sus piernas mientras se frota el rostro con las manos.

—Mamá, no sé lo que ha podido ocurrir. Le perdí el rastro sobre las dos de la madrugada y no sé a dónde se marchó con Néstor. A ver si lo localizamos y le preguntamos a él. ¿Sabéis en qué habitación está?

Su madre irrumpe a llorar echándose dos pasos atrás.

—¿Qué ocurre? —Fabián no entiende la reacción de su madre—. ¿Lo han traído a este hospital o lo han llevado a otro?

El juez Alcázar se levanta de su asiento y abraza a María Luisa, que suspirando se acurruca en su regazo.

—Tu amigo Néstor está en este hospital.

—¿Sabes la habitación? ―pregunta confiado—. Él podrá contarnos los detalles.

—Néstor no podrá contarnos nada. —Los ojos de Fabián comienzan a mostrar que por primera vez se está haciendo cargo de la fatal situación—. Su cadáver se encuentra en el forense. Cuando los recogieron, él ya estaba sin vida. Por lo visto fue instantáneo.

—¡No, no, no, no!…

Fabián pretende eliminar de su cabeza, a fuerza de negaciones, las palabras que acaba de oír de boca de su padre y así hacer como si no hubiesen llegado a existir. Resulta curioso cómo reacciona la mente ante una noticia dramática e irreversible. Una súplica emerge para que lo que acabamos de vivir sea un sueño y que se pueda solucionar tras un sencillo despertar. Nunca sucede, y en poco menos de unos segundos entendemos que hay que proceder a asumirlo sin reparos. Fabián se encuentra en ese sórdido momento de no aceptar lo que acaba de oír.

—¿Se sabe dónde tuvieron el accidente? —acierta a preguntar.

En ese mismo instante, las puertas batientes se abren y aparecen dos guardias civiles con sus gorras en la mano.

—Hola, sargento.

—Señor —dice cuadrándose ante Roberto—, ya disponemos de más datos.

Fabián se aleja caminando de espaldas y se sienta en uno de los sillones. Sus piernas tiemblan y su mente se llena de las imágenes de juergas pasadas a junto a su amigo. Es la primera vez, desde anoche, que su cabeza ha eliminado la escena del baño turco.

—Tuvieron muy mala suerte, señor —continúa el sargento de la Guardia Civil―. Solamente les quedaban un par de kilómetros para llegar a la residencia del amigo de su hijo.

Fabián atiende en silencio al suboficial, y en su interior comienza el juego del gato y el ratón buscando el grado de culpabilidad que le toca asumir en el accidente.

MILI

Un batiburrillo de sentimientos contradictorios la aturdían y no dejaban lugar a la tranquilidad que tanto ansiaba. Por un lado, se le vino el mundo abajo cuando en el sorteo del servicio militar no solo no había salido exento, sino que le había tocado cumplirlo en un cuartel de Badajoz, en la otra punta de España. El Castilla 16 iba a ser el lugar donde tendría que pasar un año y pico de su vida, y ella lo podría ver, en el mejor de los casos, tan solo unas cuatro o cinco veces. Por otro lado, durante su periplo militar, Roberto también estaría alejado de los besos y arrumacos con los que le abordaba esa rubia que no tenía otra cosa que hacer que mostrarse con ella como la más íntima amiga que una chica de catorce años pudiese tener. No le hacían falta los abrazos y los innumerables intentos de estrechar lazos de la chica que le había arrebatado al hombre por el que respiraba.

El tren salió de Santander y ese día María Luisa lo pasó en casa llorando, a sabiendas de que el último beso que daría antes de marcharse caería de parte de su odiada Irene. ¿Qué pintaba una niña de catorce años despidiendo a un chico del que solo se suponía que le unía una inocente amistad?

Los primeros días de cuartel fueron de los más difíciles que Roberto había pasado en su vida. Sus recuerdos de la infancia volvieron a golpearle tan fuerte y contundentemente como lo haría el badajo de la campana del pueblo en la misa de doce.

Esta vez nada tenía que ver el odio que le profesaban los demás soldados con el hecho de que su padre fuese guardia civil. Para que ahora le faltasen el respeto le había bastado con que le hubiesen cortado el pelo al dos y que le colocaran un uniforme de un verde tan brillante que hacía daño a la vista apenas el sol le ponía las manos encima. Con los diecinueve recién cumplidos, tenía que volver a empezar a ganarse el respeto de sus compañeros, pero entre tanta confusión no tenía la menor idea de cómo hacerlo.

La instrucción fue terrible. «Tienes que aguantar el primer mes y medio igual que lo hizo tu padre: ¡con un par de cojones!». Con tal exigencia terminaron las dos cartas que recibió de su hogar. La primera que le enviaron estaba redactada por su hermana. Solamente ocupaba un folio y le llegó poco antes de cumplir un mes de servicio. En ella decía cosas que nunca se habría atrevido a decirle cara a cara. Él mismo tuvo que acabar de leerla en el cuarto de baño, a puerta cerrada, para evitar que ninguno de los reclutas pudiese descubrir el sonrojo que le provocaba leer aquellas expresiones de cariño.

Los dos minutos de alabanzas y redactados afectos se le habían hecho una eternidad, pero en el fondo le gustaban. Le hacían falta esas palabras como el aire que respiraba. La añoranza del que es arrebatado de su hogar necesitaba de ese tipo de expresiones, aunque nunca lo hubiese pensado antes de esto. Por supuesto que enrojeció y su cara ardía, pero la siguiente frase le hacía volver rápidamente a tocar tierra: su padre se había encargado de la posdata.

Las salidas al campo de maniobras con la mochila a cuestas y el fusil en mano eran continuas y agotadoras, y no le dejaban tiempo para otra cosa que no fuese recuperarse del cansancio cuando llegaban al cuartel ya anocheciendo.

Las zonas estaban bien definidas dentro de la compañía. La sala de estar, con la televisión al frente, estaba ocupada por los «abuelos». Se les llamaba así a los que llevaban más de nueve meses de servicio, y jamás un recluta podía ocupar ninguno de esos asientos a menos que uno de ellos lo invitase expresamente y contase con el beneplácito del resto.

En la vida militar no existía lo gratis. Cada una de las cesiones de los veteranos venía precedida de una humillación que podía ir desde traerles agua con el botijo a ir a apagar una colilla dentro de una maceta en el patio de armas. Roberto obedecía a cada uno de los abusos con total sumisión, y en ninguna de las ocasiones dijo una palabra más alta que la otra. Sí, la mayoría eran ridículos, pero servían para mantener el estatus tanto de los reclutas como de los veteranos.

A los cinco meses, los juegos y novatadas comenzaron a remitir. Ya había entrado otra remesa en la compañía, y los que estaban a punto de licenciarse exhibían todo lo aprendido contra los recién rapados. Él, desde la lejanía, unas veces sonreía, otras muchas no, a las bromas despóticas de esa gente que se creía más que nadie solamente por llevar allí encerrados más de un año.

Esa fue una época que le marcaría para siempre. Su deseo de impartir un juicio justo y castigar a los que se lo merecieran comenzó a florecer en su mente para enquistarse de una forma casi enfermiza. Comenzó a ir a la biblioteca a diario y volvió a convertirse en el chico raro. Rata de Biblioteca, ese fue el apodo por el que los que estaban cerca de licenciarse comenzaron a llamarle y fue el culpable de que hasta sus mismos reclutas se apartasen de su lado. Tan solo dos de los que entraron en la compañía de carros de combate tenían pretensiones de estudiar carrera cuando acabasen el servicio militar, pero ni ellos se atrevían a sentarse junto a ese repudiado apodado la Rata.

La biblioteca era un espacio pequeño y solamente era visitado por el páter (así se llamaba al cura del cuartel) y por algún cabo primero que estaba estudiando para ascender de rango.

En los sucesivos meses estuvo devorando todo lo que tenía que ver con derecho. Constitución, leyes que no comprendía, estatutos... Torres y torres de libros fueron pasando ante los ojos de un Roberto que, como única distensión, se permitía leer las cartas de su querida Irene.

No había semana en que no le llegasen dos de esos sobres decorados con toda clase de dibujos elaborados con ceras y rotuladores. Corazones, flores, hasta vacas y ríos formaban parte de aquellas pequeñas obras de arte. A él le gustaban, pero el trago que tenía que pasar mientras sus compañeros esgrimían sus burlas no se lo deseaba a nadie.

«¿Son de tu hermanita pequeña? ¿Me la presentas para...? ¿Es que tienes una novia de parvulario?». Ninguna de esas preguntas menoscababa su pundonor. Más de uno de esos desgraciados hubiese deseado tener en su tierra de origen a alguien que le pagase con el amor que a él se le regalaba en aquellas hojas de papel repletas de ternura.

Una vieja carpeta de piel marrón que le había proporcionado el sargento Gago hacía las veces de caja fuerte para sus releídas cartas. En su interior tenía dos apartados separados por una pieza de cartón recubierta de tela. En una parte, amontonaba con exquisito cuidado y orden cada uno de los sobres que contenían las cartas de Irene. La otra parte de la carpeta albergaba una cantidad mucho más pequeña de sobres, todos de color azul, pero colocados con el mismo cariño.

Según se hubiese dado el día, elegía uno u otro montón. Había veces que se encontraba necesitado de amor, de abrazos, de caricias y besos, muchos besos. El resto de días recurría a las de María Luisa. Sus letras reflejaban lo que sentía en cada momento y explicaba con todo detalle cada cosa que le sucedía en pueblo, por muy insignificante que esta llegase a ser. El que la hubiera perseguido un perro y casi estuviese a punto de morderle, el haber ido a pescar ella sola y haber conseguido sacar un barbo de cuatro kilos y al querer dejarlo en la cesta se le hubiese escapado de las manos, las broncas de su padre, todos y cada uno de esos nimios e insulsos detalles le producían una sensación tan agradable que le hacía volver a sentir y disfrutar del olor a verde y la humedad de las mañanas del valle en el que está enclavado su querido pueblo.

Eran dos sensaciones tan distintas cuando abría según qué sobres que a veces dudaba seriamente de a cuáles recurrir. La amistad que le había concedido aquella niña desde que tenía tan solo cuatro años pudiera ser lo más sincero que había recibido desde que tenía uso de memoria.

Irene. Irene le proporcionaba todo lo que a una relación de amistad le suele faltar: el deseo, la pasión, el saberse anhelado por encima de todas las cosas, el sexo. En alguna ocasión había intentado fantasear colocando la cara de María Luisa en el cuerpo de Irene, pero nunca funcionó. Después de pensarlo durante muchos meses, se dio perfecta cuenta de que una relación que roza la hermandad no es la ideal para forjarse una fantasía que pudiera superar ninguno de los límites que marcan la propia amistad.

Él siempre lo supo. Desde el primer momento, en aquel peldaño de piedra fría, se percató de que, para aquella enclenque y reservada niña, él, por alguna extraña razón, se había convertido en su compañero, su héroe particular, el hidalgo al que debería seguir de por vida como lo haría un fiel escudero.

Todo era tan evidente que Roberto intentaba que nadie se apercibiera de ello, por lo que no dudaba en infringirle toda clase de desprecios calculados cuando notaba que alguien del pueblo dirigía sus miradas hacia ellos.

Al principio a ella le daba por llorar, pues no entendía ninguna de esas reacciones, pero, tras unas largas explicaciones a solas, los dos llegaron a un pacto por el cual tendrían una relación oculta a ojos de los demás, eso sí, siempre de amistad. Los once años que tenía María Luisa cuando mantuvieron esta conversación le impedían discernir sobre lo que era amor y lo que era amistad, pues para ella significaba lo mismo, pero cuando fue pasando el tiempo no había noche que no maldijera el último apartado de su pacto: siempre de amistad.

Roberto obtuvo su primer permiso a los seis meses de servicio. La coincidencia con varias alertas del Gobierno impidió que pudiese hacerlo antes. Llegó a bordo de un autobús destartalado y, bajo la encina centenaria que hacía las veces de parada de autobús, se encontraba su madre con la única compañía de Irene. Al bajar las escalerillas del autobús, Roberto sintió el impulso de echar una mirada alrededor. Sabía que faltaba alguien y, conociéndola como la conocía, seguro que andaba escondida en algún lugar observando su llegada.

Roberto estaba en lo cierto. María Luisa estaba oculta tras unos arbustos que se encontraban a unos cien metros de la vieja encina. Se mordía las uñas de forma frenética mientras observaba como su mayor enemiga, aunque ella no tuviese constancia de ello, se abrazaba a su amor incluso adelantándose a su madre.

La pareja de enamorados caminaban de la mano, seguidos, a pocos pasos, por la atenta mirada de la futura suegra, aunque los peores recelos no provenían precisamente de ella. María Luisa, cual perro de caza, siguió su marcha a una distancia más que prudente. No podía permitirse que Roberto la pillase in fraganti en una maquinación tan infantil. Cualquier tontería de esas podría acabar con las esperanzas de mantener una relación con él en el futuro.

Sabía que eso era una empresa prácticamente imposible, y más cuando aún le faltaban unos meses para cumplir los quince, pero le daba lo mismo. Nunca dejaría de perseguir el sueño que le hacía más llevadera la vida en un pueblo que sin Roberto estaría vacío para ella.

¿CULPAS?

El lánguido tiempo se instala con toda su crudeza dentro de la sala de espera sin que ningún profesional médico se haya acercado a informar del estado de su hermano. Fabián no cesa de escudriñar en sus borrosos recuerdos, analizando cada uno de los momentos vividos la pasada noche. Su padre no se ha dignado a mirarle a la cara, y sus idas y venidas a la máquina de café no han cesado en las cuatro horas de espera.

Las últimas noticias proporcionadas por uno de los cirujanos no han sido las mejores. Daniel ha tenido que ser operado de emergencia del bazo y del hígado, y el traumatismo en la cabeza, debido a haber salido despedido del coche, es lo más grave.

María Luisa se acerca a su hijo llevando una botella de agua fría y se la ofrece con una expresión inanimada en su rostro.

—¿Cómo pudiste dejarle solo?

Fabián mira a su madre con la boca temblorosa, pero sus labios no se atreven a pronunciarse. No tiene sentido explicar ahora las tendencias de su hermano y de Néstor ni la comprometida situación en la que los sorprendió a ambos.

Las puertas abatibles se abren por fin, y aparece otro doctor al que ninguno había visto hasta ahora. María Luisa corre a su encuentro, pero Fabián decide quedarse sentado en su incómoda silla. Aunque está deseando echar a correr al lado de su madre para informarse de cómo va todo, sabe que un exagerado interés por su parte no iba a ser bien recibido por la actitud marmórea de su padre.

La sala de espera está a una distancia suficiente para que la conversación que mantienen no llegue a sus oídos. No le hace falta, pues los gestos que está haciendo su madre son lo suficientemente gráficos para saber que algo no va bien. Un grito nace de los adentros de la mujer y el juez tiene que agarrar a su esposa para que no caiga al suelo.

Fabián no puede creer que todo se haya complicado hasta el punto de que la vida de su hermano vaya a terminar de esta forma tan cruel. La iracunda mirada del juez se dirige hacia él de una forma despiadada, y Fabián opta por salir de ese angustioso espacio sin tan siquiera intentar informarse de cómo han sido los últimos instantes de su hermano.

La misa de Daniel y Néstor se ha celebrado en la misma catedral, pero han sido llevados a cementerios distintos. Fabián se ha despedido de su amigo cuando era introducido en el coche fúnebre y para ello solo le ha bastado un par de palmadas sobre la caja.

Humberto se ha mantenido a una distancia siempre prudencial y solamente se ha acercado a dar el correspondiente pésame a los familiares. Él no llegó a enterarse de nada y, después de percatarse de que ninguno de sus amigos estaba en aquel burdel, tuvo que pedir un taxi para volver a casa. Viendo los resultados, había sido lo mejor que pudo haberle pasado.

En los dos días que han transcurrido hasta que le han dado sepultura a su hermano, Fabián no ha cruzado ni una sola palabra con su padre. Quizá debería haberle contado algo para explicarle que no fue él el que decidió marcharse del club junto a Néstor, sino su hermano, y que ya tenía la mayoría de edad para ser responsable de sus actos.

No ha intentado dirigirse a su padre por dos sencillas y rotundas razones. La primera es porque tiene la completa seguridad de que no va a escuchar ninguna palabra que pudiera valerle para librarle de la culpa de lo sucedido, y la segunda, la que más le está atormentando, es que ni él mismo sabe si realmente se merece esa exculpación que con tanto empeño desea.

Nunca ha sido amigo de los cementerios y desde niño había justificado sus ausencias a estos obligados eventos familiares alegando diversas enfermedades tan falsas como los sentimientos de muchos de los que se acercaban a dar el pésame.

Esta vez no podía escapar de la responsabilidad que conllevaba el dar sepultura a su hermano pequeño. En su cabeza se repetían una y otra vez las últimas palabras de odio que le dedicó Daniel. Mientras, el ataúd ha comenzado su imparable descenso al foso húmedo y oscuro en el que descansará para siempre.

Multitud de personas, la mayoría personajes muy influyentes tanto de Madrid como del resto del país, se acercan a dar las últimas muestras de cariño a los desconsolados padres. Casi al mismo tiempo, Fabián ya ha abandonado la zona y se dirige, atravesando un laberinto de pasillos repletos de nichos, hacia el exterior del cementerio.

Antes de abandonar los callejones repletos de imágenes, llama su atención una de las lápidas. Se trata de una piedra completamente blanca, carente de cualquier talla que pudiese justificar la devoción hacia cualquiera de las vírgenes, santos, cristos o cualquier otro símbolo que pueda decantar hacia un lado u otro la tendencia religiosa del enterrado o de sus familiares.

Tras acercarse con curiosidad, ha podido distinguir una pequeña foto ovalada en el centro de la lápida y una solitaria frase bajo ella: «Puedes creer que eres la persona más maravillosa del mundo, pero cuando llegue el día del juicio no dudes de que el veredicto será implacable».

Fabián se agacha y observa de cerca la foto de una niña con coletas. «¿Quién ha podido poner esa esquela en la lápida de una niña? Solo una mente enferma y repleta de rencor puede haber sido la artífice de semejante parrafada».

Fabián traga saliva mientras observa con detenimiento la diminuta foto color sepia que predomina sobre el mármol blanco. El patente paso del tiempo ha convertido la foto de porcelana en algo carente de vida. En la lápida no hay escrito nada que pueda dar una pista de cómo se llamaba aquella niña, pero algo en esa mirada le provoca un estado de desasosiego.

Los días han ido sucediéndose envueltos en un halo de resignación dentro del hogar de los Alcázar. Pareciera que cada uno de ellos estuviese buscando una ubicación nueva dentro de ese hogar roto. Aunque resultase paradójico, las muestras de dolor más evidentes partían de la criada de la casa. Los llantos incontenibles de Luciana cada vez que se acercaba a servir a María Luisa o a Fabián eran contestados con una fría y acusadora mirada por parte del juez hacia su hijo.

No podía creer que, más de una semana después, su padre continuase culpándole de lo sucedido y, tras su enésima mirada de desprecio, Fabián rompe su hermetismo.

—¿Qué ocurre, papá? Yo no fui el que lo metió en aquel coche.

El juez mira incrédulo la actitud chulesca de su hijo.

—¿Cómo te atreves? —Su rabia contenida parece estar a punto de salir a escupitajos de su boca.

—Lo que ocurrió aquella noche se nos escapó de las manos, pero fue Daniel el que decidió marcharse pese a que yo intenté que no lo hiciese.

—No quiero que menciones su nombre delante de mí, ¿entiendes?

Fabián ve como el temblor de manos de su padre acaba de provocar que el vaso de vino resbale entre sus dedos y acabe manchando el mantel de lino blanco.

La aparición de la lacrimosa sirvienta hace rebajar un punto de tensión entre padre e hijo. Luciana procede a eliminar en lo posible el exceso de líquido del mantel valiéndose de un paño. Sus manos tiemblan y es María Luisa la que, agarrándola por los hombros y sin mediar palabra, la ayuda con el infructuoso trabajo. Las dos mujeres se dirigen llorando hasta la cocina. A Fabián no deja de rechinarle esa escena en la que tiene que ver como una madre que ha perdido a su hijo intenta consolar a la mujer del servicio.

El juez Alcázar conoce muy bien el idioma de los gestos y expresiones. Tantos años intentando descubrir qué se esconde tras las miradas teatrales de las distintas personas a la que ha juzgado le han convertido en un especialista en desenmascarar las emociones que, de una forma tan sutil, aparecen tras los frustrados intentos de ocultarlas. Ese sexto sentido le hace comprender inmediatamente lo que está pasando por la cabeza de su primogénito y eso le saca de sus casillas.

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9788412121223
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