Читать книгу: «Cuál es tu nombre», страница 8

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Los días en Villadiego pasaban carentes de sentido. Ese día cumplía quince años, pero ese pueblo aburrido no parecía el adecuado para aprovechar la ocasión.

Durante los meses que llevaba al cuidado de su abuela y de los diferentes animales que se movían por dentro de la casa como si se tratase del arca de Noé, María Luisa nunca había dejado de escribir cartas para mandarlas con destino a Badajoz. Para ello se servía de la candidez de una gruesa vela. El único momento que encontraba para escribir era por la noche, cuando la casa estaba en calma, y todas y cada una de las bestias habían sido recluidas en su redil. Sin remordimiento alguno, a su abuela la tenía considerada como a estas últimas y, por supuesto, eso también lo reflejaba en todos los escritos que enviaba a cruzar España de una punta a la otra.

Roberto reía con cada una de las ocurrencias de María Luisa y en verdad que añoraba a esa criatura de Dios que llevaba sin ver desde hacía un año. Él había visitado en un par de ocasiones el pueblo, pero no disponía ni de medios de transporte ni económicos para viajar a Villadiego.

El escollo del dinero no era mal menor, pero lo que más le echaba atrás era que un viaje de esas características le habría hecho albergar falsas esperanzas a María Luisa. En realidad, ella nunca le había dicho de forma directa lo que sentía por él, pero, por los libros que ávidamente leía en aquella oscura biblioteca militar y por su corta experiencia con Irene, sabía que cuando alguien ama a una persona no hay velo que pueda ocultar ese sentimiento ni luz que pueda cegar a quien va dirigido.

Su cabeza peleaba una y otra vez para aclarar lo que sentía hacia ella, pero cada asalto tan solo servía para reafirmar el amor que le profesaba a Irene. En sus largas reflexiones, llegó a la conclusión de que no sería ni el primero ni el último que pudiese llegar a confundir una amistad sincera con un amor verdadero, pero esas dudas se esfumaban cada vez que recibía una carta de Irene.

De hecho, lo que consolidó lo que hasta entonces había sido una relación etérea basada en furtivos roces en los labios y escuetos coqueteos a escondidas fue lo que ocurrió en su último permiso. Coincidió con las fiestas patronales y fue la noche en la que juró que nunca habría más mujer que la que yacía desnuda a su lado en aquel pajar del tío Anselmo.

Para los dos, esa fue su primera vez, y lo vivieron con el deseo y el temor que cualquier joven inexperto hubiese sentido tras esperar ese momento durante tanto tiempo. Irene se lo confesó. Nunca habría otro para ella, y él le creyó porque pensaba lo mismo. Nada ni nadie podría separarles nunca.

Pasaron los meses y, en todo ese tiempo, María Luisa tuvo que conformarse con la única postal que recibió el sábado siguiente a su cumpleaños. En ella, Roberto había intentado resumir lo mucho que se acordaba de ella y de los viejos tiempos, pero ese escrito comenzaba y terminaba de una forma que hizo que algo se rompiera en su interior.

Querida amiga:

Estoy escribiendo esta postal justo el día de tu cumpleaños. Estoy seguro de que has disfrutado de ese precioso día junto a algún noviete que te haya conquistado por tierras burgalesas. Si es así, espero que seas tan feliz como yo lo soy con Irene.

Después de tanto tiempo tengo muchas ganas de verte.

Se despide de ti, un amigo para siempre.

Esa postal acabó con la fortaleza que, ladrillo a ladrillo, había construido para aislarse del mundo que le había tocado vivir. Cada vez odiaba más estar ejerciendo de sirvienta para una vieja que más que enferma estaba loca.

Más de un reproche había enviado a su madre con lastimosas palabras escritas sobre por qué le había tocado a ella y no a su hermano Juan el cargar con aquella penitencia. Sabía que Juan había tenido que emigrar a Francia para ganarse la vida, pero eso a ella le traía sin cuidado. Habría aceptado cualquier trato con tal de no aguantar el infierno de casa donde pasaba encerrada todo el día.

Todos sus males se veían minimizados al lado de la decepción sufrida al recibir esas palabras de Roberto. Nunca nadie había recibido tantas palabras confirmando una amistad tan sincera y las había rechazado como si se tratase de una maldición. La frustración que sentía al comprobar que para su amor era solamente una simple y mera amiga le hacía llorar cada noche en la soledad de su habitación.

Su cuerpo iba madurando, pero nadie se apercibía de ello. En ese pueblo dejado de la mano de Dios no había ni un chico que le llamase la atención y que pudiese disfrutar del salto que estaba dando de niña a mujer.

Sus ansias por volver a Ramales de la Victoria habían desaparecido, y mucho más cuando recibió la noticia por parte de su madre. «Qué mala leche gasta la muy…», pensó al enterarse de que Roberto e Irene se habían comprometido justo el año siguiente a la licenciatura del mozo.

Dieciséis lozanos años tenía en su haber cuando comenzó a descubrir la belleza del pueblo donde llevaba dos años sufriendo de despecho. Un chaval, Kiko, fue el encargado de hacerle ver el encanto de cada uno de sus rincones. La plaza del pueblo con sus soportales presididos por columnas de piedra y madera, el pequeño puente que servía para cruzar un pequeño arroyo y que parecía que en cualquier momento se iba a venir abajo, su iglesia, el peñón al que solían ir a tomar la merienda las tardes que hacía bueno y que consideraban suyo particular, y sobre todo le gustaba el pequeño rincón de la plaza donde solían quedar para sus primeros lances amorosos.

¿Cuánto tiempo había pasado encerrada en casa de su abuela negándose a ver que existía un mundo más allá de Roberto y de la estúpida Irene? Realmente ni lo sabía ni quería saberlo. Ahora solo pensaba que Kiko podía servir como sustituto, y la verdad es que no lo estaba haciendo mal del todo el muchacho.

Aún le quedaban unos meses para cumplir los diecisiete, y su mente apenas sufría ya deslices sobre lo de no andar trayendo imágenes del pasado. Total, ¿para qué? No le hacían falta y ella no las echaba de menos.

Su abuela hacía tiempo que no necesitaba de su ayuda, pues la bronquitis que estuvo a punto de llevársela a algún sitio, que seguro que no era el cielo, acabó remitiendo y confirmó la teoría de María Luisa de que no había cosa que fuese peor que la madre de su madre.

No sabía lo equivocada que estaba al respecto. Un jueves cualquiera, la anciana sencillamente no se despertó. Allí estaba, tendida, callada de una puñetera vez. ¿Cuántas veces había deseado verla así? Y ahora que su sueño se había cumplido, se sorprendió al comprobar que no albergaba ni una pizca de sentimiento victorioso. ¿Lástima? ¿Pena? No se los merecía, pero en esos momentos creyó necesario otorgarle esos melancólicos y mustios sentimientos.

La muerte de la vieja tuvo una consecuencia en la que no pensaba desde hacía mucho tiempo. Tendría que volver a Ramales de la Victoria junto a su madre. No deseaba hacerlo, no en esos momentos, pero la casa era arrendada y el dueño había decidido no volver a alquilarla. Por ley nunca podría haber echado a la vieja bruja, pero muerto el perro…

Kiko fue a despedirse de su novia, aunque nunca habían usado esa palabra para definir lo que había entre ellos, a las diez de la mañana. Él jamás lloraba, pero esa fría mañana lo hizo. Ella no derramó ni tan solo una lágrima. Bien podía haberlo hecho solamente por empatía, pero, debido a su habitual e injustificada frialdad, se habría confundido con compasión. Muy a su pesar y por mucho que lo intentó —qué lástima no haber tenido un trozo de cebolla a mano—, María Luisa no pudo obsequiar al mozo con una lágrima que le sirviese de despedida y de compañía hasta su supuesto regreso.

KIMI Y SUS REGLAS

En lo referente a la resaca, el despertar ha sido incluso peor que el día del burdel. Es jueves y sabe que este día va a hacérsele cuesta arriba.

Tras tomarse un zumo de tomate con pimienta y sal se ha acercado al ventanal de la casa de invitados. Contempla a lo lejos como su padre está despidiéndose de su madre con un beso en la mejilla. «Ahí va el omnipotente e íntegro juez. Si supiese que yo ahora tengo sus mismos poderes, sus tripas se retorcerían como serpientes».

Fabián no puede evitar una sonrisa de incredulidad al pensar en la posibilidad absurda de que el loco de la noche anterior le hubiese dicho la verdad. No puede creer que aguantase las estupideces de un vagabundo durante tanto tiempo. Definitivamente algo ha cambiado en su forma de ser, pues, si esto mismo le hubiese ocurrido antes de perder a su hermano y a su amigo, no habría dudado en largarse en el mismo momento de ver aparecer a semejante personaje.

Su madre también ha salido. Si hay algo que no deja pasar es su diaria visita al psicólogo de la familia. Normalmente solo acudía a la consulta una vez al mes, pero desde que ocurrió la desgracia no ha pasado día sin acudir a su cita. Fabián, por el contrario, no ha visto la necesidad de recurrir a la ayuda de ningún profesional pese a la insistencia de su madre. De hecho, hace más de diez años que dejó de acudir a la consulta del doctor Castillejo.

Aunque pueda parecer paradójico, la conversación que mantuvo la noche anterior con el viejo loco le valió como ayuda en su justa medida. Por supuesto, no le sirvieron de nada sus paranoias, pero el golpe recibido y el no poder dominar la situación por completo, le había hecho reflexionar sobre sus propios demonios.

Aunque el viejo loco había llegado a ser insoportable, Fabián determinó que había contribuido a que su mente se hubiese desprendido de una parte importante de carga emocional. Al haberle arrebatado el papel de macho alfa, su mente reaccionó liberándole de parte de las responsabilidades que le estaban atormentando. Cada vez más, esto le parecía un capítulo de ese programa de adiestramiento de perros que solo veía para ver si el chucho se decidía a morder a aquel supuesto gurú.

Hoy va a ser un día complicado. Tiene que acudir a la comisaría a recoger los efectos personales de su hermano. Deberían haber sido sus padres los encargados de ir, pero, a sabiendas de que su madre no podría soportarlo, él se ha ofrecido a hacerlo. Ha quedado a las ocho de la tarde, por lo que ahora intentará volver a dormir un poco para darle tiempo al zumo de tomate con sal para que haga su trabajo.

El sargento Vidal le espera en su despacho y ante él hay una caja de cartón con los enseres de su hermano. La cartera de Daniel se encuentra destrozada y de sus maltrechos compartimentos surge una foto deteriorada. Los dos hermanos están abrazados y subidos en un montículo de piedra coronado por una cruz. Un aluvión de sentimientos le atacan al recordar ese día en el que sus padres consintieron que él se lo llevase a una excursión junto a sus dos amigos.

Aunque la emoción le impide hablar, las lágrimas no llegan a aparecer. El llanto no ha surgido desde el fatídico día, y eso es algo que no le deja vivir. De hecho, la última vez que han estado a punto de aflorar sus sentimientos fue la noche anterior. El viejo ha sido la única persona que ha conseguido llevarle a un estado de excitación cercano al llanto. Puede que solo se hubiese tratado de impotencia, pero el haber sido anulado a manos de aquel trastornado había sacado su lado más visceral.

Ya en la calle, Fabián consigue detener un taxi.

—Lléveme a la calle Arrastradero.

—¿Número, señor?

—No tengo ni idea, pero el nombre del bar es Roncesvalles.

El taxista hace una mueca de desprecio y asiente con la cabeza.

—Sé cuál es, señor. Tardaremos unos veinte minutos.

Fabián no sabe muy bien por qué ha decidido acudir otra vez a ese lugar. El sargento le ha entretenido más de una hora mientras detallaba cada una de las pertenencias, e incluso ha tenido que rechazar un anillo que pertenecía a su amigo Néstor.

Durante el recorrido han pasado por la Gran Vía y por un momento le ha parecido ver al anciano sentado en una de las jardineras con las que se delimitan las calles peatonales, pero seguramente solo se ha tratado de una ilusión óptica. Puede ser que su subconsciente tenga la necesidad de sentir lo mismo que la noche anterior en el Roncesvalles. El taxi se detiene unos metros antes de llegar al local y el taxista se despide de Fabián con un distante «que usted lo disfrute».

Al abrir la puerta del local comprueba como hoy sí que tiene la compañía de un puñado de clientes, pero lo que ha desaparecido es el sonido chirriante de las bisagras. «Bien podían haberlas engrasado ayer», pensó. El taburete que ocupó está vacío y por inercia vuelve a sentarse en él. Algo en su interior le obliga a repetir el mismo patrón que la noche anterior.

Detrás de la barra aparece un camarero al que la alopecia lleva sin respetarle mucho tiempo. Tiene treinta años aproximadamente, pero el poco pelo blanquecino que asoma de sus sienes le hace aparentar otros diez más. Una cosa le llama la atención. «Este tío no lleva el uniforme con el que iba ataviado Gabriel. Debe tratarse del dueño, pues va vestido de calle». Un vaquero raído y una camisa de cuadros grandes, tipo leñador, le da una apariencia de todo menos de camarero.

—¿Qué le pongo, caballero?

A Fabián le cuesta recordar. De hecho, durante todo el trayecto que ha pasado dentro del taxi no ha dejado de intentar recuperar el nombre del whisky en cuestión.

—Creo que se llama Yun Kimin o algo así.

—¿Algo así, señor? ¿No sabe lo que quiere tomar y pretende que yo sí lo sepa?

El camarero le mira extrañado mientras seca un vaso con un paño.

—No sé muy bien el nombre porque iba demasiado borracho —reconoce Fabián—, pero sé que estaba en la última fila y que tenía una etiqueta negra.

El camarero muestra su escepticismo mientras escudriña entre las docenas de botellas desparramadas por las estanterías de cristal.

—Siento decirle que es la primera vez que escucho esa marca, y tenga en cuenta que llevo en el gremio más de catorce años.

Fabián saca su teléfono y molesto vuelve a meterlo en su pantalón tras comprobar que no tiene señal de internet.

—¿Puede dejarme un móvil? —Fabián extiende la mano como si el camarero tuviese la obligación de obedecerle.

—¿Usted no tiene?

Fabián niega con la cabeza.

—Por favor. Aquí no tengo internet y solo quiero buscar el nombre de la bebida para que sepa usted de qué estoy hablando.

—Escríbalo en una servilleta y estaré encantado de buscarlo por usted, porque no tengo pensado dejar que fisgonee mi teléfono.

Ante la agria contestación y con un gesto de la mano, Fabián pide el bolígrafo que prende del bolsillo de la camisa del camarero. Este se lo deja a regañadientes. Una venta bien vale una concesión. Fabián garabatea en una servilleta de papel las letras que consigue recordar: Yun Kimin.

El susceptible camarero teclea cada una de las letras en su móvil y tras unos segundos de búsqueda le muestra la pantalla a Fabián.

—Quizá usted ha querido decir Yun Kimil.

—¿A qué espera? —increpa Fabián impaciente—. Dele a buscar, ya ha visto que existe.

El camarero duda un instante. No está acostumbrado a que un cliente cualquiera intente imponer su ley en su local, y mucho menos con la impertinencia con que lo está haciendo Fabián.

—Aquí lo tiene, señor. Su whisky.

El camarero sonríe de forma socarrona mientras deja el aparato encima de la barra para que Fabián compruebe lo que aparece en la pantalla.

Yun Kimil: Dícese de la deidad más influyente de la cultura maya. Este Dios es el que encarna la muerte y el inframundo. También se le llama Ah Puch (el descarnado). Está considerada como una deidad malévola, la cual solo tiene el objetivo de sembrar la muerte.

Fabián teclea con desesperación «bebida alcohólica Yun Kimil whisky», pero la frase «no se han encontrado resultados» provoca que lance el móvil sobre la barra.

—¡Oye, tío! ¿No habrás venido a montar un follón?

El camarero tantea la porra que oculta bajo la barra y que en más de una ocasión ha servido para persuadir al borracho de turno. Fabián respira hondo. No está dispuesto a marcharse sin alcanzar el embriagador punto de la noche anterior.

—Póngame el mejor whisky que tenga, amigo.

—Esa actitud ya me gusta más. ¡Oído cocina!

El camarero vierte una porción generosa de Johnny Walker Etiqueta Negra.

—Le puedo asegurar que lo que menos le va a gustar de este whisky es su precio.

—¿Cree que eso me preocupa?

El camarero agarra la botella y, cuando va a cerrarla, Fabián se adelanta con un gesto de su mano.

—¡No! No quiero que te la lleves.

El camarero asiente sonriéndose.

—Lo que mande el señor. Solo tiene que avisarme si quiere hielo.

No lleva prisa, no le esperan en ningún sitio, y los tragos se suceden con calma. El camarero ha decidido ignorarle y eso es algo que Fabián agradece sorbo a sorbo. Son casi las doce y su mente se ha anquilosado de tal manera que no se ha llegado a fijar en la cara de ninguno de los que han entrado en el local. Cada vez que la puerta se abre, se gira para observar al cliente que entra. Ni tan siquiera alza su mirada. Solamente con verles de cintura para abajo sabe que no son la persona que espera.

La botella ha caído por completo y Fabián alza su mano para pedir otra.

—Lo siento, creo que por hoy ya está bien.

—¿Pero qué demonios dices? —Con torpeza accede a su cartera y lanza dos billetes de quinientos euros sobre la barra—. Tengo dinero de sobra para beber lo que me venga en gana.

—No me importa el dinero que tenga, señor. Aquí cerramos a las doce los días de diario. Normas de la casa.

—No me gusta que la gente vaya inventando normas sobre la marcha ―acusa Fabián―, tu empleado me dejó quedarme mucho más tiempo anoche.

El camarero niega con la cabeza mientras agarra uno de los billetes de quinientos.

—Por eso mismo creo que debe dejarlo por hoy. Está comenzando a decir tonterías.

—¿Me has llamado tonto? —La boca pastosa de Fabián se topa una y otra vez con su propósito de hablar correctamente.

—No era esa mi intención —miente mientras deja el cambio sobre la barra―, pero la única persona que abre y cierra este bar soy yo. Jamás he contratado a un camarero. ¿No se ha dado cuenta de que no hay mucha clientela?

Fabián no puede creer que se esté riendo de él de esa forma tan burda.

—Entonces no me tomas por tonto, sino por loco. Anoche estuve aquí bebiendo y me atendió un camarero con un uniforme negro. Precisamente él fue el que me sirvió ese whisky que he buscado en tu móvil.

—¿Se refiere al whisky que no existe? —Una carcajada retumba en el ya vacío local―. No sé qué drogas consume usted, pero me está diciendo que anoche tomó una bebida que no existe y que se la sirvió un camarero que tampoco existe, y todo eso en mi local. Señor, si no está loco, lo está disimulando fatal.

—¡Basta ya! —Fabián da un golpe sobre la barra y los dedos del dueño vuelven a acariciar la porra—. ¡Anoche estuve aquí mismo bebiendo con un viejo loco!

—¡Me parece que el único loco que hay por estos lares es usted! —replica con sorna el camarero—. Además, caballero, ayer fue miércoles y es el único día de la semana que cierro por descanso.

—¿Cómo dice? —Una expresión de asombro aparece en el rostro de Fabián.

—Digo que no sé dónde demonios estuvo usted anoche, pero le puedo asegurar que aquí no fue. Y con esto creo que vamos a dar esta conversación por zanjada, señor.

La paciencia del camarero ha terminado y agarrando la porra sale de la barra en dirección a Fabián. Este no sabe cómo reaccionar a lo que ese hombre acaba de decirle y con visibles síntomas de confusión se deja empujar hacia la calle. Una vez en el exterior cae sobre la acera chocando contra un contenedor de basura.

—No quiero volver a verte por aquí —decreta el dueño del Roncesvalles para inmediatamente después cerrar la puerta con un sonoro golpe.

En un primer momento, el alcohol le impide ponerse en pie, pero tras dos intentonas consigue agarrarse a uno de los coches aparcados en la acera. Con gran esfuerzo acierta a llegar hasta la pared y comienza a gatear calle abajo. Cuando asume que de esa forma no llegará muy lejos, decide usar su teléfono móvil. Tarda unos segundos en poder fijar la vista sobre la pantalla, pero al final lo consigue y, tras comprobar que la cobertura ha vuelto, logra llamar a la compañía de taxis. Acaba de constatar que el consejo de Néstor de registrar el número vinculándolo en la agenda con un «AAtaxi» fue todo un acierto.

Ha tenido que mirar en varias ocasiones para dar la información del número exacto de la calle Arrastradero en la que se encuentra, pero un enorme trece dorado, colgado de una fachada de granito le ha sacado del aprieto.

—Por favor, vengan a recogerme enseguida. Me encuentro muy mal y…

No le ha dado tiempo a terminar la frase. Una arcada le ha obligado a arrodillarse entre dos coches. Todo el whisky consumido corre ahora calle abajo mientras las contracciones y las toses no le conceden tregua alguna. De repente, escucha una voz:

—Salto a la una, llego a la luna. Salto al dos, termino en el sol. Brinco hasta el cuatro y sigo hasta el seis. Llegaré hasta el trece porque ninguno me veis.

Fabián se plantea si lo que está escuchando es real o si por fin ha acabado perdiendo la razón.

—Salto a la una, llego a la luna. Salto al dos, termino en el sol. Brinco hasta el cuatro y sigo hasta el seis. Llegaré hasta el trece porque ninguno me veis.

Lo que más le llama la atención de ese estúpido cántico no es la letra, ya de por sí infantil, sino de donde proviene. Fabián se ha vuelto y se ha quedado sentado en el suelo, apuntalado contra la rueda del vehículo que le ha servido de apoyo mientras vomitaba. Si no fuese por lo extraño de la escena, le parecería ridícula. Ante él se encuentra una niña jugando a la rayuela, como si fuese lo más normal del mundo que a esas horas cualquier crío pudiese andar por la calle a solas. Fabián calcula que pudiese tener entre ocho o nueve años, pero, con el vestido blanco ceñido a la cintura por un lazo negro y con la falda hasta las rodillas, bien podría aparentar otros dos años menos. El pelo, de un intenso color negro a juego con los ojos de la niña, está recogido en dos coletas laterales y su flequillo, cortado con una impecable línea recta, parece ser fruto del fallo de una aprendiz de peluquera que se hubiese pasado de frenada.

—Niña, ¿podrías callarte un rato? Estás jodiéndome la borrachera.

—Salto a la una, llego a la luna. Salto al dos, termino en el sol. Brinco hasta el cuatro y sigo hasta el seis. Llegaré hasta el trece porque ninguno me veis.

Fabián no ha acabado de recuperarse de los esfuerzos realizados y el ver a esa escandalosa niña saltar sobre las casillas dibujadas con tiza no le está ayudando para nada. Tras unas cuantas arcadas más, Fabián cae en la cuenta de que los cánticos de la niña han cesado. Se limpia la boca y, cuando ha terminado su penoso intento de querer desprenderse de las manchas de su camisa, se asusta al ver que la niña está a su lado.

—¿Te encuentras bien?

Fabián la mira con recelo.

—No quiero meterme donde no me llaman, pero ¿no tienes otra cosa que hacer que darle la murga a un desconocido?

La respuesta de la niña es una sonrisa siniestra cargada de condescendencia y Fabián la recibe con un escalofrío mientras observa como se aleja en dirección a las casillas dibujadas con tiza. Esta vez hace el recorrido sin cantar y al llegar al número trece se queda parada con la mirada clavada en la figura de un Fabián que sigue sentado en el suelo apoyado contra el neumático del coche.

—Tú no eres un desconocido para mí, chico.

—¿Có-cómo has dicho, niña? —El miedo hace su aparición al escuchar esa última palabra.

Una amplia sonrisa aparece en los labios de la niña, tras lo cual vuelve a hacer el recorrido de las casillas, pero esta vez de espaldas.

—Yo solo he dicho que tú no eres un desconocido para mí.

La niña se ha quedado parada sobre el número uno.

—No, niña, no. Quiero decir que cómo me has llamado. Te has referido a mí como «chico».

La niña suelta una carcajada y, mientras salta de casilla en casilla, le contesta divertida:

—Tú te has referido a mí como «niña». La verdad es que no sé por qué te quejas, chico.

La niña vuelve a hacer el mismo recorrido mientras Fabián mira en todas direcciones para asegurarse de que lo que está viendo forma parte de la vida real. Por unos momentos ha pensado en recurrir al típico pellizco que pudiese sacarle de un probable sueño, pero al final ha desistido soltando una risotada de incredulidad.

—Bueno, niña, voy a dejar que te salgas con la tuya. —El tono burlón de Fabián es recibido por la niña con un gesto hostil—. Pero ¿podrías decirme cómo me llamo? Si de verdad me conoces, tendrías que saber mi nombre.

—Te cuesta mucho admitir que sabes quién soy. Tú te llamas Fabián y no te ofendas, pero me parece un nombre ridículo.

Fabián no sale de su asombro y decide pellizcarse el antebrazo. El tono dulce de la niña parece estar ocultando un enigma que, a pesar de las disparatadas cábalas que su mente está llevando a cabo, no consigue o no quiere descifrar.

—Mira, niña del demonio, no he salido hoy para aguantar chiquilladas, por lo que ya te estás largando a casa. Tus padres deben estar preocupados.

—¡No soy hija del demonio! —contesta enfadada—. ¡Tú conoces mi nombre, pero te da miedo decirlo!

A Fabián le coge por sorpresa la reacción de la niña y casi ha podido percibir en su timbre de voz un tono escalofriantemente varonil.

—¿Te llamas Kimi? —El murmullo de Fabián apenas consigue atravesar la tensa atmósfera que se ha creado entre ambos.

—Premio para el caballero. —La niña celebra con unos saltitos a pies juntillas la respuesta de Fabián—. ¿Ves como cuando quieres, puedes?

—Tú no puedes ser Kimi. Ese era el nombre de un mendigo que conocí anoche.

—¿Bebisteis un licor llamado Yun Kimil?

Fabián teme contestar y vuelve a mirar alrededor para cerciorarse de que nadie le está gastando una broma de mal gusto.

—Ese no es el nombre de ninguna bebida, sino de un dios maya.

—Otro acierto. Estás en racha. Aunque creo que has tenido que mirarlo en internet. Tienes que viajar más. Los viajes llenan muchos vacíos.

—Vale, listilla, ¿y se puede saber qué significa Kimi? ¿También es algo relacionado con dioses mayas? Lo mismo eres una diosa y tengo que arrodillarme ante usted.

Fabián hace una reverencia que casi le hace caer al suelo. Al ver ese traspiés, la niña comienza a reírse de él, pero eso solo dura un instante. De repente se queda en silencio y su expresión se endurece de forma dramática.

—Creo que te lo dejé bien claro anoche. Yo no soy ningún dios de ninguna de vuestras asumidas religiones. Mi humilde trabajo consiste en designar quién tiene que abandonar el mundo terrenal.

—No entiendo por qué usas las creencias mayas si la religión no te importa una mierda.

—Tengo derecho a divertirme, chico. ¿Tú no lo encuentras divertido? Pues deberías haber visto la cara que pusiste cuando el camarero te dijo el significado de esas palabras.

La niña comienza a reír a carcajadas, cosa que a Fabián le resulta cada vez más molesto.

—Si es así como te diviertes, prefiero que sigas con tu juego de la rayuela.

Fabián no cae en la cuenta de que con cada una de las contestaciones está dando por cierta la hipótesis que, hasta hace unos minutos, nunca hubiese podido asumir y que no es otra que creer que todo lo que está diciendo esa niña es cierto.

—Chico, tienes que comprender que mis obligaciones no suelen darme muchas alegrías, por lo que me las tengo que ingeniar para encontrar algo de diversión en los lugares más insólitos. Sencillamente, me resultó divertido verte beber agua pensando que era algún whisky carísimo. Eres tan predecible.

—¡Basta ya! —Fabián propina una fuerte patada a una papelera desparramando su contenido por toda la acera—. No voy a seguir aguantando toda esta mierda. Creo que ya te has reído de mí lo suficiente, niñata.

En ese mismo instante aparecen las luces de un taxi al fondo de la calle.

—Aquí te quedas, niña.

—Kimi, chico; me llamo Kimi.

—¿Ah? ¿Ese nombre no era inventado?

—Para nada. Lo cogí también de las creencias mayas. Simplemente me gustó. ¿A ti no?

—Por mí como si te quieres llamar Heidi. Ese es mi taxi. Aquí te quedas con tu rollo maya.

Tras la señal de Fabián, el vehículo se detiene justo a su altura y, a trompicones, entra en el cálido interior del taxi. Fabián se resiste a mirar hacia atrás para ver qué cara ha puesto la niña al verle marchar, pero al final su curiosidad le hace ceder. Ahí está, saltando de casilla en casilla, pero, al llegar al número trece, la niña se queda parada y sin mirar hacia él levanta el brazo y le muestra su dedo corazón. Nunca una peineta le había molestado tanto.

—¡Que te jodan, niña!

El taxi abandona el centro de Madrid y se adentra en la carretera nacional. El taxista no ha llegado a decir ni una sola palabra, y la verdad es que Fabián tampoco está por la labor de iniciar una conversación insustancial.

—Estos críos cada vez son más insoportables, ¿verdad?

—¿Cómo dice?

Fabián se encontraba a medio camino entre el mundo de los sueños y el monótono ronroneo del motor cuando esa pregunta le ha cogido por sorpresa.

—Me refería a su hija. No parece que hayan terminado muy bien.

—Perdone, señor. No quiero estar dando explicaciones de mi vida, pero le puedo asegurar que, si esa niña fuese mi hija, le habría dado su merecido.

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