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Читать книгу: «Cuál es tu nombre», страница 4

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«¿Cómo? ¿Que no la había felicitado?». María Luisa pensó que era un poco ingenuo, pues, si la conociese como ella lo conocía a él, sabría que solamente su presencia le servía y le sobraba como felicitación.

—Ni me había dado cuenta —contestó ruborizada quedando ante él más derecha que una vela sin saber muy bien qué esperar.

Roberto se acercó y le plantó tres besos: uno en cada mejilla y el último fue a parar a un escaso centímetro de sus labios. Definitivamente, esa noche iba a ser imposible conciliar el sueño. Cuando lo volvió a ver marchar con una sonrisa resplandeciente, cayó en la cuenta de que ni tan siquiera había intentado devolverle los besos, y por un instante se forjó la imagen de boba que habría visto en ella.

Ese momento pasó de inmediato y, repleta de energía, comenzó a subir las escaleras.

—¿Qué quería esta vez? —preguntó su padre medio dormido.

—Quería besarme, papá —contestó sin pensar.

—Claro, claro —refunfuñó entre dientes el agotado hombre de familia.

¿CUMPLEAÑOS FELIZ?

El Ferrari amarillo aparece chirriando ruedas en las rotondas de la urbanización El Viso. Daniel ha intentado por todos los medios arrancar algún detalle a su hermano sobre el plan previsto, pero todo ese esfuerzo realizado ha sido en balde.

Tras tocar el claxon, la puerta metálica se abre y aparece ante ellos un espectacular BMW negro, deportivo. Fabián sale de su Ferrari haciendo aspavientos y se dirige hacia el vehículo de su amigo.

—¡Jooder, tío! ¿Te has comprado el i8? ¡Es la caña!

Daniel da la vuelta al lujoso vehículo y se sorprende al ver como las dos puertas se abren hacia arriba. Néstor abandona el BMW entre risas y Fabián le empuja a modo de reproche.

—¡Qué suerte tienes, cabrón! Ya quisiera yo un padre como el tuyo para mí.

Daniel retuerce el gesto haciendo evidente su rechazo al comentario de su hermano. Tras un rápido intercambio de datos técnicos, los dos vehículos, el negro en cabeza, abandonan la urbanización.

Hoy se han levantado a las siete de la mañana. Fabián suele ser un perezoso reincidente, pero en estos casos ese pecado desaparece de su personalidad. Literalmente, ha sacado a su hermano pequeño de la cama a rastras y, tras darle un abrazo que lo ha elevado medio metro del suelo, le ha dado diez minutos para ducharse.

Humberto se ha subido en el BMW de Néstor y los dos deportivos han salido a la carretera dejando el paisaje de los edificios de Madrid a su espalda.

—¿Se puede saber a dónde me lleváis?

—Querido hermanito, hoy vamos a comer el mejor cochinillo que has probado en tu vida. ¡Nos vamos a Segovia, chaval!

Precisamente no era la carne que más le apetecía comer el día de su cumpleaños, pero ese detalle insignificante no se lo iba a dejar ver a su hermano.

En menos de una hora se han plantado en el centro de Segovia y, tras dejar los deportivos enfrente del Acueducto, los cuatro entran en un restaurante cuya fachada está decorada con una piedra similar a la del majestuoso monumento. El Mesón de Cándido era el lugar por excelencia que había que visitar por lo menos una vez en la vida. Muchos otros restaurantes tenían la calidad que se le supone a este conocido local, pero la historia de personajes famosos que han traspasado esa puerta es lo que le proporciona su encanto especial.

—Chicos, nuestra mesa está al fondo, en el reservado.

La indicación de Fabián es seguida por sus tres acompañantes y pasan de largo por la barra. Tras sentarse a la mesa, Daniel se convierte en el centro de cada uno de los brindis de los escandalosos compañeros que le ha tocado aguantar todo el día.

Las viandas no tardan en comenzar a salir, y devoran, junto a un buen vino, toda clase de embutidos, queso curado y jamón de Guijuelo.

—Ahora viene lo mejor.

Daniel se imagina lo que viene ahora, ya lo ha visto más de una vez en algún que otro documental que tenía como protagonista la gastronomía española. Los cocineros sacan sobre unos grandes recipientes de barro cocido una decena de cochinillos asados y, con el típico ritual, son despedazados usando unos platos de porcelana, que arrojan contra el suelo haciéndose añicos.

Fabián se muestra extasiado, seducido por esa ceremonia que él ha vivido unas cuantas veces más, en ese mismo lugar, pero con compañía femenina.

—Hermano, alza tu copa junto a los que van a ser tus padrinos.

El chaval no sabe muy bien a qué se refiere su hermano, pero, sin titubear, agarra el enorme balón de cristal y lo levanta llevándolo al encuentro de aquellos brazos impacientes.

—Hoy, querido hermano —comienza Fabián con voz grave—, no puedo por menos que felicitarte el día que cumples tus dieciocho años. Juntos hemos atravesado grandes dificultades y ello nos ha expuesto a tener que lidiar con todo tipo de situaciones adversas. Sabes que siempre me has tenido a tu lado y por supuesto siempre me tendrás. ―Daniel asiente con la cabeza mientras de reojo observa como todos los clientes del bar no les quitan la vista de encima—. Este gran día no sería completo si no hubiese incluido en él a mis otros dos hermanos, que, aunque no de sangre, sí que lo son de sudor y lágrimas. ―Néstor y Humberto comienzan a reír, pero dejan de hacerlo al ver la teatral recriminatoria que Fabián les lanza con su mirada—. Mi hermanito pequeño hoy ha dejado de serlo y cual crisálida se ha convertido en un hombre. —Daniel se muestra avergonzado y se cambia la copa de mano―. Estimados amigos, hoy mi hermano podría haber elegido pasar esta conmemorativa jornada con sus amigos del instituto, pero no ha sido así. Él ha sacrificado su mejor día para pasarlo con su único hermano y… estos dos indigentes. —Vuelven las risas—. Por ello, tenemos la obligación de que no olvide este día y en esta ardua tarea tenemos que involucrarnos todos, como lo harían un grupo de gladiadores en un circo romano. —Humberto y Néstor se arrancan en aplausos tras dejar unos segundos sus copas en la mesa—. Izad esas copas, amigos, y felicitemos al conmemorado.

Los tres intentan dotar del máximo decoro al momento del brindis, aunque no lo consiguen en absoluto, sobre todo después del empalagoso discurso que acaba de soltar Fabián. Los tres gritan «¡feliz cumpleaños!» al unísono, provocando más muecas de disgusto que aplausos entre los distintos comensales que apuran sus respectivos asados.

Una vez que terminan las carnes, Fabián pide la cuenta a uno de los camareros.

—¿No nos vamos a pedir postre?

Daniel no siente devoción por el pobre cochinillo asado y apenas lo ha probado, por lo que un bocado de tarta no le vendría mal.

—El postre te lo vamos a servir esta noche, y espero que te gusten los «dulces calientes».

Después de este comentario fuera de lugar de Fabián, los cuatro comienzan a abandonar el local cuando Néstor señala una de las paredes.

—¿Conocéis a ese?

«¡Mierda!». Fabián no quería que su hermano viese esa foto que cuelga de la pared y que tantas veces ha pensado en destrozar.

—¿Es papá? —dice acercándose con curiosidad—. ¿Y está con...?

—Pues claro que sí, Daniel —le interrumpe Humberto divertido—, se trata de tu padre cuando era mucho más joven y el que hay al lado es el rey don Juan Carlos. Estos dos han tenido que disfrutar lo que no está escrito.

—¡Basta ya! Tenemos que irnos.

Daniel observa extrañado la reacción de su hermano. Mucha gente en su lugar se sentiría orgulloso al ver una foto de su padre con tan ilustre compañía, sin embargo, él se avergüenza sin disimulo.

El sol comienza a ocultarse tras los edificios cuando acceden al centro de Madrid. Tras dejar los dos deportivos en un parking, se dirigen a una de las salas a las que Fabián suele acudir para comenzar sus juergas.

—¿El Thunder? ¿Me vais a meter en un sitio donde el más joven tiene vuestra edad?

—Nos insultas, amigo —interviene Humberto cogiéndole de los hombros―. Esto es solo el comienzo. No hay nada mejor que escuchar rock en directo para tomar unas copas tranquilas, y para eso el Thundercat Club es el mejor de Madrid.

—No les creas —se involucra Néstor—, a estos dos no les gustan los sitios donde se toca rock duro. Ellos vienen aquí porque a este local acude la «gente de bien». ―Hace la señal de comillas con los dedos―. Si viesen aparecer unas greñas entre la gente no tardarían ni un segundo en salir corriendo de este lugar como si les llevase Satán en volandas.

—No le hagas ni puñetero caso —arremete Fabián—, los grupos que tocan aquí son cojonudos.

—Tengo entendido que en este local toda la música es de los setenta y ochenta.

—¿Y qué hay de malo en eso, amigo? —dice Humberto—. Veo que tu hermano no te ha enseñado nada de buena música.

Los cuatro entran en el local pese a las protestas del cumpleañero. Les cuesta unos segundos acostumbrarse a la tenue luz rojiza del pub. Los camareros saludan de forma efusiva a los recién llegados y Daniel es presentado a cada uno de ellos.

Ocupan la punta de la barra que queda al lado del escenario, en el cual cuatro tíos de unos cuarenta años por barba comienzan a tomar posesión de sus respectivos lugares tras los instrumentos. Mientras que una atenta camarera les sirve una copa, los músicos empiezan a tocar una canción que a Daniel no le dice nada.

—Veo que tú y los Beatles no tenéis una buena relación —ríe Néstor.

—Tío, no sé cómo puedes salir con mi hermano y con Humberto, no parece que tengas nada que ver con ellos ni con sus maneras de comportarse.

Néstor se echa a reír a espaldas de Fabián.

—Como tu hermano se entere de lo que estás diciendo vas a tener un serio problema justo el día de tu cumple, chaval.

—No, por favor —sonríe con malicia—, solo faltaba que me pillase haciéndole una crítica.

—Tu secreto está a salvo conmigo, colega.

Néstor propina un suave golpe en el pecho del muchacho intentando transmitir una camaradería que Daniel tiene asumida desde hace tiempo. No le hacen falta esos detalles de complicidad, pues desde que le conoció siempre se comportó como un segundo hermano. Néstor era el encargado de mitigar las salidas de tono de Fabián con un tacto exquisito.

En estos momentos, en los que el alcohol comienza a nublar sus sentidos, es cuando le vienen a la cabeza las imágenes de su cuerpo desnudo tirado en el cuarto de baño. Tiene que frenar sus instintos e intentar no llevar su vista tras el turgente trasero embutido en un vaquero desgastado que se ciñe a su cuerpo como si se tratase de licra.

—¿No le dices nada a la camarera? Tiene que ser unos pocos años mayor que tú.

Fabián se acerca a la barra y la chica exhibe una sonrisa amplia y forzada.

—Maite, mi hermano estrena hoy su mayoría de edad, si quieres, tú puedes acabar con su apreciada virginidad.

Daniel no sabe dónde meterse. Mientras, Néstor se acerca a él entre carcajadas para servirle de apoyo moral ante la actitud irreverente de Fabián.

—Chicos, os aconsejo que no tentéis vuestra suerte —la joven muestra su lado más intransigente—, este no es un local donde se pueda venir buscando un polvo con las camareras. De la barra hacia dentro solo se admiten pedidos. ¿Entendido?

—Bueno, bueno, haya paz —demanda Humberto interponiéndose entre los cruces de miradas asesinas que Fabián y la camarera ofendida se están lanzando.

Fabián echa a reír de forma sarcástica y se vuelve hacia Daniel para agarrarlo por los hombros y llevárselo hacia el fondo del local.

—Esta zorra me tiene manía porque un día no me la follé. Por eso está de tan mala leche.

—No me importa de qué la conoces —dice preocupado el muchacho—. No quiero quedarme afrentado con todas las chicas que vayamos a ver hoy.

—Tranquilo, hermano. A donde vamos no te vas a encontrar con tías tan estúpidas como esta. Además, yo solo estaba bromeando. La habremos pillado en uno de esos días. Tú ya sabes.

Daniel niega con la cabeza. Sabe que no hay nada que hacer para cambiar su forma de ser, por lo que respira hondo y, de mala gana, hace como si le diese la razón. Fabián le propina un fuerte azote en el culo y los dos se acercan hasta donde, entre cuchicheos, les están esperando sus amigos.

En la hora y media que han pasado dentro del local no han conseguido empatizar, por más que Néstor lo ha intentado, con Maite. De hecho, se ha encargado de servirles todas las copas Carlos, un amigo íntimo de Fabián y asiduo a las fiestas after que organiza junto al dominicano Ramón.

La noche se ha echado sobre la ciudad y vuelven a coger los deportivos. Daniel ha protestado incesantemente por coger los vehículos cuando todos van hasta los ojos de alcohol.

—Al lugar donde nos dirigimos hay que entrar con estilo, y nuestros coches, sobre todo el bicho que se ha comprado el amigo Humberto, son la mejor tarjeta de presentación.

El Palace Vintage Vortium es el lujoso sitio donde ha planeado pasar parte de la noche Fabián. El Ferrari y el BMW aparcan en la puerta de entrada. Dos conserjes se acercan a la carrera y con una reverencia se hacen con las llaves de los dos deportivos para llevarlos al parking privado.

Daniel apenas ha oído hablar de este sitio, pero lo poco que ha llegado a sus oídos no le hace presagiar que esta vaya a ser una buena noche para él y para sus «gustos».

—¡Esto ha sido creado para dar placer a los dioses, señores!

Fabián lanza su arenga al viento y los tres se envuelven en sonoros choques de palmas mientras Daniel intenta castigarles con una mirada de escepticismo. Los espejos y el neón de la entrada hacen que el joven se sienta algo mareado, y es Néstor el que se acerca de inmediato a cogerle por la cintura socorriéndolo en el último momento.

—Chaval, ya te he dicho en el Thunder que no apurases los cubatas. Ese es un truco que aprendí hace tiempo para no acabar emborrachándome antes que tu hermano.

—Han sido los puñeteros espejos —se queja entre dientes mientras siente el calor del brazo protector de Néstor.

—Claro, los espejos y los cuatro Martin Miller que te has bebido en poco más de una hora.

—Y el vino —le susurra al oído—, el vino de Segovia creo que no me ha sentado nada bien.

—Por supuesto que sí, el vino ha tenido la culpa. Al final te vas a parecer a tu hermano más de lo que yo creía. Él siempre le echa la culpa a todo lo imaginable menos al haber bebido demasiado. Un día nos soltó que le habían sentado mal las gambas, y habíamos comido de todo menos gambas.

Los dos ríen la ocurrencia de Fabián al tiempo que escuchan un carraspeo tras ellos.

—¡Las putas gambas estaban pasadas de fecha! ¡A saber en qué sitio había comprado aquella gente el marisco!

—Por supuesto, amigo mío.

Néstor acepta como buena la coartada de Fabián y los tres se unen en un abrazo mientras Humberto hace su aparición gritándoles desde el fondo de un pasillo tenuemente iluminado.

Al abrirse las puertas de par en par, Daniel puede contemplar la exuberante decoración formada a base de una inmensa colección de plantas que están distribuidas por cada uno de los arcos que rodean el salón. Una chica se acerca hacia ellos con un contoneo hipnótico, y Fabián gira su cabeza para contemplar con actitud divertida la cara que está poniendo su hermano.

—Chaval —sonríe de oreja a oreja—, esto no ha hecho más que empezar.

—¿Y el homenajeado es…? —Aquella dentadura perfecta refulge gracias a la luz de neón mientras un escalofrío recorre la nuca de Daniel.

Fabián se acerca al muchacho y cogiéndole por la cintura lo eleva casi medio metro del suelo.

—Este es el hombre de vuestros sueños y al que tenéis que colmar de atenciones.

Daniel agradece que la luz que lanzan los focos de colores le sirva de parapeto para ocultar el fulgor de sus mejillas. Tras un forcejeo juguetón, Daniel consigue librarse del abrazo de su hermano, tras lo cual, la chica de la minifalda roja le ofrece su mano. Él interroga con su mirada penetrante a sus acompañantes y los tres, sonrisa en boca, asienten con la cabeza.

—Solo te van a acompañar a cenar —interviene Néstor con un susurro al oído—. No te hagas ilusiones, por lo menos por ahora.

El comentario de Néstor y la sonrisa bondadosa de la chica han conseguido que Daniel acepte su mano. La pareja encabeza la marcha por el largo pasillo iluminado de un color rosa que a Daniel le parece de lo más cutre y pretencioso que ha visto nunca. Dos puertas se abren de par en par y aparece ante ellos una sala pequeña donde tan solo hay una mesa redonda adornada con una barra de acero que sale del centro de la mesa y llega hasta el techo.

—Y aquí es donde vamos a cenar como los señores que somos —dice Fabián levantando las manos en señal de triunfo.

A Daniel no se le escapa el detalle de que no hay cuatro sillas alrededor de la mesa, sino ocho.

—Los señores pueden ocupar sus asientos. En breve les servirán la cena.

El tono amable de la chica hace sentirse cómodo a Daniel. Intuye que esa es la única persona que esta noche va a hacerle sentirse protegido y resguardado ante los imprevisibles planes de su hermano.

Los cuatro se sientan a la mesa y justo en ese mismo instante aparecen cuatro chicas prácticamente desnudas llevando en sus manos los platos y cubiertos, que, como todo lo que les rodea, están dotados de un toque que raya lo esperpéntico. Por lo pronto, los mangos de los cubiertos tienen la forma de una mujer desnuda y Fabián, bajo la atónita y escandalizada mirada de su hermano, se dedica a recorrer las curvas con su dedo índice parando en los lugares obscenos que resaltan en las diminutas esculturas.

—No me mires así. No estoy matando a nadie. Solo me divierto un poco.

Daniel no le encuentra la gracia y el efecto del alcohol no le ayuda a ser más permisivo con el impresentable de su hermano.

Los suaves acordes de una bachata comienzan a sonar y tras una cortina del fondo aparece una latina de curvas imposibles con el pecho desnudo. Uno a uno va besando en los labios a los cuatro comensales y Daniel se deja hacer. La chica de piel morena pide ayuda a Daniel para subir a la mesa, y este le ofrece su silla para que se sirva de ella a modo de escalera. Los contoneos de la joven acompañan cada uno de los compases de la música que ni de lejos es la que le gusta a ninguno de ellos, pero hoy parece ser la acompañante perfecta de este espectáculo visual.

La experiencia de las chicas para lidiar con los comentarios salidos de tono de Fabián está más que acreditada y ninguna de ellas borra esa sonrisa artificial de sus labios. Los pechos desnudos de las chicas casi rozan las caras de los cuatro amigos cada vez que alguna de ellas deja alguno de los platos sobre la mesa. Una enorme fuente repleta de hielo y coronada con dos docenas de ostras hace que los tres amigos rompan en aplausos.

—El mejor afrodisíaco del mundo, amigos —proclama Fabián—. Unas ostras maridadas con un Dom Pérignon son la llave que abre la puerta a un hombre o a una mujer al exclusivo mundo del placer más selecto. Eso sí —hace una pausa mientras coge una concha—, ni se os ocurra joder esta exquisitez con el típico chorreón de limón. Eso solo serviría para esconder el auténtico sabor de este exquisito molusco y, como todos sabéis, excepto mi hermanito, el sabor de algunas cosas no debe alterarse jamás.

Daniel opta por cerrar los ojos y obviar el doble sentido de todos los comentarios de su hermano y, tras volver a abrirlos, se fija con especial interés en los armoniosos movimientos de la chica que baila en el centro de la mesa. Tras un profundo suspiro se decide a coger los mandos de la que debería ser su fiesta.

Bajo la atenta mirada de su hermano, Daniel se levanta y agarra una ostra con la mano derecha y con la izquierda coge el limón que decora el centro de la fuente y lo lanza por encima de su hombro hacia atrás.

—Si mi hermano dice que se comen sin limón, es que se comen sin limón.

De un bocado se apura la ostra derramándose por sus comisuras el jugo salado que acompaña al molusco. Fabián se muestra exultante con la reacción de Daniel y, por primera vez en todo el día, parece ver en él a su próximo colega de futuras y fructíferas trasnochadas.

Después de las ostras, un convoy de distintos aperitivos comienza a aterrizar en la mesa a manos de las cuatro prostitutas de lujo. En poco más de una hora han acabado con cuatro botellas de vino tinto. El colofón ha sido idéntico al inicio de la velada y, tras servir ocho copas de Dom Pérignon, las cuatro chicas han ocupado cada una de las sillas que estaban preparadas para ellas desde un principio. Con el brazo el alto, ha sido Fabián el que ha vuelto a apropiarse del brindis.

—La noche solamente está comenzando, caballeros, y el señor don Daniel Alcázar va a probar el elixir de los dioses, que, al contrario de como piensan los eruditos de la mitología griega, no se trata de la ambrosía, sino de lo más perfecto que la creación ha podido proporcionar a los hombres: el cuerpo desnudo de una mujer.

Las ocho copas se alzan en un ceremonioso brindis, que, ante el exceso de alcohol, no llega a ser ni tan siquiera una ridícula pantomima del acto sobrio que Fabián pretendía hacer en favor de su hermano.

La chica que hasta ahora bailaba deslizándose arriba y abajo sobre la barra abandona su puesto con la ayuda de Daniel. Mientras tanto, las tres acompañantes de su hermano y amigos han comenzado con las caricias y besos hacia sus exclusivos clientes.

Los nervios del joven han desaparecido y parte de culpa la tiene el detalle de haberle dejado a la chica más joven. No debe superar los dieciocho por mucho. De hecho, él habría jurado que no llegaba a la mayoría de edad.

La chica de piel blanquecina se acerca a él y le besa con suavidad en los labios. Es joven, pero conoce a la perfección cómo manejar este tipo de situaciones. No es la primera vez que se topa con un neófito y es evidente que maneja los tiempos con un tacto magistral.

Al contrario que sus compañeras, ella no se ha decidido a atacar con todas sus armas, reservando su arsenal hasta que vea con claridad que su cliente se haya desprendido de toda su timidez.

La joven muestra unos pechos pequeños, pero inusualmente redondos y bonitos. Daniel recorre, con su vista primero y con sus dedos después, la curva inferior de sus senos. Conocía a amigos de instituto que poseían unas tetas de mayor tamaño que esta joven, pero ahora no quería pensar en eso.

No era la primera vez que besaba a una chica, aunque esta noche era verdad que estaba iniciándose, muy a su pesar, en el amor previo pago. Mientras la joven le besa con lentitud, los recuerdos del beso con Anabel a los diez años aparecen para volver a rememorar lo que sintió en ese instante tan confuso para él.

Fue también el día de su cumpleaños, pero aquel no tuvo nada que ver con el de hoy. Su madre sirvió una merienda en el jardín de casa y acudieron tanto sus amigos de clase como los niños vecinos que entraban dentro del margen de edad que su madre había impuesto como norma para poder acceder a la invitación.

Ninguna de las niñas se habría prestado a felicitarle dándole un beso. Eso era una cosa impensable para ellas y, si alguna lo hubiese hecho, habría quedado marcada en el colegio con el estigma de ser su novia de por vida. Un «felicidades», como mínimo a un metro de distancia, y el dejar un regalo envuelto con papel de colores encima de una mesa alargada les sirvió como tarjeta de entrada para la fiesta de cumpleaños.

Solamente Anabel se presentó sin nada en las manos. Era una chica extraña que llevaba poco tiempo viviendo en la urbanización La Finca y que su madre se había encargado de invitar aun a sabiendas de que a él no le hacía ni pizca de gracia.

Tenía unos ojos pequeños y profundos, y su pelo raro, raquítico y de color rojizo intentaba mantenerse en su sitio ayudado por un pañuelo blanco salpicado de flores amarillas. Su vestido era de color rosa chicle y resaltaba como una gota de tinta en un folio blanco sobre el resto de invitados a la fiesta.

Cuando llevaban casi dos horas de juegos y correrías alrededor de la piscina, Daniel se sintió agotado y se sentó en uno de los maceteros del fondo del jardín. Estaba cansado de ese día y no veía el momento de librarse de toda esa jauría de niños que parecían no tener desgaste físico alguno. El lugar elegido estaba parcialmente oculto a las miradas, lo necesitaba, y estuvo allí durante casi diez minutos, en los cuales se llegó a extrañar de que nadie se hubiese percatado de su ausencia.

—¿No te gusta jugar con ellos? —Anabel señaló con un gesto de su barbilla hacia el bullicio—. A mí me pasa lo mismo, no los aguanto.

Daniel la miró con sorpresa y por primera vez le pareció simpática. Quizá se parecía a él más de lo que le hubiese gustado reconocer.

—No me gusta jugar al fútbol ni al escondite —reconoció el chico mirando hacia el suelo mientras balanceaba sus piernas de forma nerviosa—, son unos bestias.

—Te entiendo, yo he estado a punto de caerme dos o tres veces. Creo que me odian todos.

—No digas eso. Mi madre dice que el odio verdadero comienza a partir de los treinta y tres, aunque nunca me explica el porqué.

—No comparto esa opinión. —La niña cogió una piedra y la lanzó contra una palmera baja—. A mí me han demostrado que son capaces de odiar mucho antes de lo que tu mamá te ha dicho.

—Oye, ¿puedo hacerte una pregunta sin que te enfades?

—Puedes hacerla —dijo Anabel frunciendo los ojos—, pero lo de enfadarme me lo reservo para mí.

—¿Te pasa algo en la voz?

La niña ni se inmutó ante esa pregunta y se mostró segura y risueña.

—¿Tú crees que a mi voz le pasa algo raro? A mí la tuya me parece perfecta.

Daniel no supo qué contestar y, antes de que pudiese hacer algo para evitarlo, la niña se acercó y le sorprendió con un beso en la boca.

—¿Te ha molestado? —preguntó con curiosidad.

Daniel no contestó, sus palabras habían encontrado un muro imposible de franquear, mientras que su lengua saboreaba el exquisito sabor del pintalabios de fresa que había quedado prendido de sus labios.

—Ya que no me dices nada, me voy.

El niño no salía de su asombro y, tras atrapar un resto del carmín comestible de la niña, lo extendió por sus labios mientras veía como se marchaba.

Antes de acudir a donde estaban todos los niños esperando la tarta, Daniel había recapacitado durante un buen rato sobre lo que acababa de ocurrir. ¿Tenía novia? ¿Ahora él estaba en la obligación de decirle algo? Muchas preguntas acudieron a su cabeza y ninguna parecía que fuese a resolverse esa tarde.

—¿Dónde está el cumpleañero? —La voz de su madre superaba con creces el griterío y él corrió a su encuentro.

Daniel se encontraba aturdido y la escandalosa compañía acrecentaba esa sensación. Todos se agruparon alrededor de la tarta que estaba colocada en una gran mesa redonda de granito. Las diez velas ondeaban ignorando que su integridad peligraba debido al viento que se estaba levantando, por lo que María Luisa decidió acelerar el proceso.

—Por favor, Daniel, tienes que soplar. No tenemos todo el día.

El chico obedeció de inmediato y, tras acabar la última estrofa de la renqueante canción de Cumpleaños feliz, apagó de un soplido todas las velas menos una. Todos estallaron en gritos de alegría sin percatarse de que una de las llamas seguía burlándose del niño bailando como si no hubiese pasado nada.

Esto habría acabado bien si el engreído de Javier no se hubiese dado cuenta del fallo. Javier estaba a punto de cumplir los doce años y era el niño más repelente de toda la urbanización. Era hijo de un cirujano y no se parecía en nada a su padre. La buena educación y amabilidad de ese hombre no se había transferido a su retoño ni por asomo.

—¡No ha podido! ¡No sabe, no sabe, no sabe!

El irreverente muchacho no dejaba de gritar esas palabras una y otra vez hasta que un empujón le hizo aterrizar de espaldas contra el suelo. Daniel no podía dar crédito a lo que acababa de ver con sus ojos. Anabel había hecho lo que el resto de niños deseaba desde hacía tiempo, pero que ni en sus más audaces sueños se hubiesen atrevido.

El sorprendido chaval se levantó enfurecido y sin pensárselo dos veces se dirigió contra la niña que le esperaba respirando agitada. Antes de que este llegase hasta su agresora, a María Luisa le dio tiempo a interponerse entre los dos para salvar a la enjuta chica de una más que posible agresión.

—¿No te da vergüenza atacar a una niña indefensa?

—¡Ha empezado ella! —se defendió el muchacho.

Anabel le lanzó una mirada cargada de intenciones.

—¡Te estabas riendo de Daniel en su fiesta de cumpleaños! ¿De verdad crees que he empezado yo?

El chico se sintió ofendido y mucho más tras ver las risitas de varios niños que se escondían para que este no les descubriese en plena mofa.

—¡Por supuesto que has empezado tú y, además, tú no eres una niña, me lo ha dicho mi mamá!

Daniel abrió los ojos de par en par sin comprender qué era lo que estaba intentado dar a entender el estúpido de Javier mientras este, con un ágil movimiento, sorteó la defensa de María Luisa y agarró del pelo a Anabel. Ante el asombro general, el cabello de la niña quedó colgando de la mano del alterado muchacho. Entonces pudo verlo, Daniel se dio cuenta por fin de lo que percibía raro en ella. Era un chico, y le había besado.

Quizá en otro chaval eso habría sido suficiente para que reaccionase escupiendo al suelo, pero él lo que hizo fue volver a saborear el resto de carmín con el que Anabel había dejado impregnados sus labios. Ella se dio cuenta de ese gesto y entre unas lágrimas de resignación apareció una sonrisa que fue correspondida por Daniel antes de que María Luisa la agarrase de la mano y la obligase a entrar en la casa.

808,12 ₽
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611 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9788412121223
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