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Siempre me pregunto si de verdad sabe que me hago la dormida, o piensa que estoy durmiendo y no ha sido tan buen agente como yo creo.

Mi padre, desde pequeña, siempre ha sido mi ángel de la guarda. Cuando tenía tres años, un trozo de salchicha se me quedó atascado en la garganta. Nadie se dio cuenta, excepto él. Mi madre siempre contaba que empecé a ponerme azul, y que gracias a la actuación rápida de mi padre estoy viva. Desde entonces, nunca cortamos las salchichas en vertical, sino en horizontal, por si acaso. Es curioso cómo a veces la muerte nos roza, pero pasa de largo y nos dice: «Hoy no». Es curioso cómo nos da otra oportunidad, sin saberlo.

También recuerdo cómo una vez, volviendo a casa por la noche, me salvó de un atraco. Apareció de la nada, y con dos golpes, ya tenía al atracador sometido. Es sorprendente cómo siempre se encuentra en el lugar adecuado, en el momento adecuado. Por eso me resulta curioso que no sepa que me hago la dormida, o que si lo sabe nunca me lo haya dicho.

Ahora mi padre está jubilado, y me ayuda a prepararme para el examen de acceso al FBI. Me enseña escenas de crímenes de casos que ha llevado, o casos de secuestros, o de violaciones para ponerme aprueba. Él siempre ha dicho que en la escena del crimen hay dos cosas muy importantes: las cosas que podemos ver, que son las que deja el autor en la escena del crimen, y las más importantes: las cosas que no podemos ver, pero hay que saber ver.

Nos pasamos muchas noches viendo decenas de casos y escenas del crimen; la última fue ayer, en que nos quedamos hasta las cinco de la mañana.

—¡No veo nada más! —espeté gritando.

—¡Claro que ves más! Hay mucho más. Sabes más.

—Papá, son las cinco de la mañana, estoy cansada y no veo nada más.

—Sabes hacerlo mejor que esto —me respondió duramente.

—Es tarde —le dije gruñendo.

—Clarice, los casos llegan cuando llegan. No cuando tú quieras. Si alguna vez tienes que acudir a una escena del crimen de madrugada, tienes que estar preparada para analizar todo. El delito no descansa.

Hubo un silencio de unos minutos. Yo sabía que tenía razón, pero llevaba en mi cuerpo nueve horas de estudio, y cinco viendo casos. Y los turnos en el FBI no son tan largos. Pero estaba bien que me pusiera a prueba; a veces tenemos que encontrarnos en situaciones límite para poder superarlas.

—Creo que no es lo que parece. Me estás intentando engañar —le espeté de golpe.

Mi padre me miraba estupefacto.

—Me parece raro que un hombre se lleve de una casa a un bebé de pocos meses. Según el perfil, son las mujeres las que intentan secuestrar a bebés. Los hombres secuestran a niños de más edad. No fue un hombre, fue una mujer. Y me has enseñado fotos y carrera criminal de posibles sospechosos para engañarme.

—Muchas personas intentarán engañarte en la vida, criminales o no. Es importante que sepas verlo mucho antes.

—Siempre tienes quejas —le solté.

—Siempre hay algo que podemos mejorar —me respondió.

—Buenas noches, papá, mañana más —concluí.

Había leído miles de casos sobre secuestros de niños y la importancia de una rápida actuación en las primeras horas. Había leído mucho sobre la Alerta Amber, un programa de alerta de niños desaparecidos, a raíz del secuestro de la niña Amber Hagerman, que fue asesinada y hallada posteriormente sin vida. Por eso es importante saber cómo actuaría y cómo no un secuestrador de niños. Lo de siempre: hay que ver cosas que no ves.

CAPÍTULO CINCO

Don llegó al camping alrededor de las cuatro de la tarde. Bajó de su autocaravana y se acercó a la recepción. Salió diez minutos después con el alta y un número de parcela donde colocar el autocaravana. Don maniobró con su autocaravana hasta que la dejó en el lugar correcto, mirando al este a la salida del sol. Parcela 69. Estaba solo en toda la calle; no había más campistas cerca. Necesitaba tranquilidad y no quería que nadie empezara a molestarlo con conversaciones fingidas y con fisgones profesionales, que había en todos los campings. Quería dedicarse a andar por el monte y a estrenar su barbacoa nueva. Preparó el avance que tenía el autocaravana y lo colocó él solo. Eso lo llevó a un estado de agotamiento importante. La medicación y su pérdida de masa muscular debido al cáncer hacían que todo lo físico fuese casi una tortura.

Cuando terminó ya no era hora de salir al monte; madrugaría mañana y se haría un gran recorrido. Ahora se prepararía algo de cenar.

Don venía de una familia de militares. Su infancia la pasó rodando por medio mundo, y nunca pudo tener amigos donde estaba porque no le duraban más de un curso. Don se desesperaba con su padre, General de la USAF con sede en Langley. Don había pensado que su familia parecía una empresa de titiriteros y se dedicó a maldecirlos —a la USAF— por medio mundo desde Filipinas a España. A Don nunca le gustó viajar, pues pasearse por el mundo era estresante puesto que nunca podía hacer amistades. Su madre se sentía inútil sin tener una casa fija, utilizando casas que el propio ejército les proporcionaba y por las que ya habían pasado otros tantos como ellos. No tenían sentido de arraigo y su padre se mostraba cada vez más distante; sus misiones y su falta de presencia en la familia marcó definitivamente a Don. Se sentía huérfano; en seis meses podía ver dos o tres veces a su padre. Era como si no lo tuviera y llegó a esta conclusión: si no iba a pasar tiempo con su hijo, ¿para qué quería un hijo?

Don pasó toda su infancia así, hasta que su padre recibió una llamada del Pentágono para formar parte de su infraestructura. Parecía que por fin su vida se iba a estabilizar, pero eso fue así solo con respecto a su vida. Empezó el instituto y tenían una bonita casa en las afueras de Alexandria, pero su padre pasaba cada vez menos tiempo con ellos.

El Pentágono estaba a diez minutos de su casa y su padre estaba a años luz de su madre y de él mismo; a veces pasaba meses sin pasarse por casa y cuando lo hacía no estaba más de un día con ellos. Jamás tuvo la sensación, por más mínima que fuera, de que su padre se preocupara de él; nunca le preguntaba por estudios, amigos, deportes o chicas. A veces ni siquiera se cruzaban más de un saludo o un «hasta luego». Su madre sufría, sufría muchísimo y eso la estaba destrozando. Para él fue la mejor madre del mundo, fue mamá y papá a la vez, y sustituyó al tipo ese que de vez en cuando venía por casa y se sentaba en el sillón a ver la televisión.

Aquello duró hasta la universidad, un día que se acercó a casa de su madre con un montón de ropa sucia en el macuto. Al principio no se percató de la situación pero después, al fijarse realmente en ella, vio que su madre estaba feliz, que no dejaba de tener aquella sonrisa estúpida en la boca y aquello lo dejó preocupado. Su madre se dio cuenta de lo que pasaba y terminó por contarle que su padre le había pedido el divorcio nada más terminar el verano, con la excusa de que las cosas ya no eran lo mismo. Ella le había dicho que de acuerdo; llevaba preparándose para ese momento durante toda su vida y a estas alturas ya no podía más que estar tan tranquila. A su padre no le importó lo más mínimo la tarea que su madre le encomendó como parte fundamental para concederle el divorcio y era que él mismo fuera el que se lo comunicara a Don. Cosa que su padre jamás hizo. Jamás le importó. Él lo supo hace mucho tiempo. Solo hizo una cosa por él, dejarle la universidad pagada, y allí estaba él en la Universidad Nacional de Defensa.

Don terminó de cenar y vio los deportes de la Fox: era seguidor de los Redskins —Washington Redskins—. Su pasión lo llevaba a sacar el abono todas las temporadas.

CAPÍTULO SEIS

Clarice estaba contenta con el resultado del test; no tenía dudas de que había obtenido una buenísima calificación. Contestó a todas las preguntas y sabía todas las respuestas. Había pasado los dos últimos meses clavando codos como nunca lo había hecho. Este era el momento de disfrutar: llamaría a su padre y se lo contaría, y así se liberaría de la tensión acumulada.

Don tenía el móvil apagado, así que se subió arriba y se duchó, se puso un vestido de impresión y se maquilló para seducir. Cuando bajó de su habitación se miró de soslayo en el espejo de la entrada. Estaba para comérsela, pensó.

Salió al garaje y se montó en su sedán. El coche se perdió por la avenida.

Aparcó en Van Dorm St., justo en la esquina del restaurante Hermanos Italianos —Fratelli Italian Restaurant—. Tenía pasión por ese restaurante; llevaba más de un año sin pisarlo y esta era una buena ocasión.

Clarice entró en el restaurante y el maître enseguida la reconoció.

—Miss Starling, bienvenida a esta su casa —le dijo el maître.

—Gracias, Alfredo.

—¿La mesa de siempre?

—Por favor.

Alfredo hizo un gesto para que la siguiera, y Clarice lo hizo. Cuando llegaron a la mesa Alfredo le apartó la silla para volver a ponérsela para que se sentara. Se puso frente a ella.

—¿Lo de siempre, miss Starling?

—Sí, Alfredo, por favor.

Clarice era una enamorada de los ñoquis de gambas y del lambrusco de Regio Emilia.

Antes de nada llamó a la empresa de alquiler de conductores para contratar a uno que la llevara a casa.

En el otro extremo del restaurante había una persona que disimuladamente no paraba de mirarla. Clarice creía que lo conocía y no paraba de devanarse los sesos pensando en quién podría ser. Llegó Alfredo y le puso una copa de lambrusco y le dejó la botella en hielo justo al lado de la mesa, le echó un paño por encima y se marchó. Al minuto apareció el maître con un plato de finger de parmesano delicioso y justo detrás de él estaba el desconocido, casi conocido.

—Perdón, Clarice.

Clarice dio un respingo para atrás de sorpresa: «¡Hostias, si este tipo me conoce y yo no, todavía!», pensó.

—Perdón, ¿nos conocemos?

—¿No me has reconocido? Quizás sea porque ya no estás en alerta después de terminar el test hoy.

—No entiendo, conoce usted mis pasos y sin embargo yo no tengo idea de quién es usted. Esto es muy irritante.

—Lo siento, soy Darryl Boy Preston, psiquiatra del FBI, y pertenezco al equipo del Capitán McCoy. Llámeme Boy.

—¿Usted pertenece al equipo que nos evaluará la prueba de esta tarde?

—En efecto.

—¡Diablos!, pues no es buena idea que usted esté cerca de mí, porque alguien podría pensar cualquier cosa que usted y yo sabríamos que no es cierta, pero que a ojos de los demás puede ser complicado de explicar. Le agradezco que se haya presentado pero creo que debería volver a su sitio.

—Clarice, no creo que pase absolutamente nada.

—Lo siento, doctor, yo creo que sí, por lo menos hasta que los resultados de la evaluación hayan sido expuestos públicamente.

Sin ser guapo, el doctor Boy era un tipo atractivo de rasgos sensibles y bien contorneados en su cara. Alto, de un metro ochenta y cinco y unos setenta kilos de peso. Pertenecía al FBI hace tres años y enseguida se puso a trabajar en el equipo de McCoy. Se formó en la Universidad de Columbia en Nueva York.

—Está bien, ya nos veremos —dijo el doctor Boy.

—Adiós, doctor.

Llegaron los ñoquis de gamba y Clarice se trasladó a otro mundo, al pasado más cercano cuando iba allí con sus padres a celebrar cualquier cosa. Valía todo para celebrar una comida en Fratellis, cualquier excusa era buena para sus padres, un aniversario, un cumpleaños, o un «no cumpleaños», como Alicia en el país de las maravillas. Su madre era una enamorada de ese sitio, quizás por eso su padre nunca había ido después de su muerte.

Terminó sus ñoquis y levantó la vista inconscientemente al lugar donde ya no estaba el doctor. «¡Menudo friki!», pensó.

Al día siguiente se levantó con un poco de dolor de cabeza, quizás por no estar ya acostumbrada a beber: llevaba un año y medio sin probar una gota de alcohol. Se puso una taza de café y encendió el televisor; estaban dando la noticia.

La periodista hablaba deprisa:

«Alrededor de las cinco y media de la mañana unos runners han encontrado sin vida a una mujer en el bosque de Prince William. Por lo que podemos saber, la mujer estaba colocada de manera que la encontraran. También sabemos que es muy joven, quizás de unos veinte y pocos y que por la ropa que llevaba no se descarta la agresión sexual: solo llevaba la ropa interior. La policía de Dumfries no suelta prenda, ni da más detalles, y nos convocan a una rueda de prensa que tendrá lugar en el palacio de justicia, mañana a las doce del mediodía. Esto es todo desde el bosque de Prince William».

CAPÍTULO SIETE

El sheriff de Dumfries, condado de Prince William, era un tipo alto y fornido, que nunca llegaría a ser gordo pero su metro ochenta y cinco lo hacía un armario de dos puertas. Se machacaba en el gimnasio cada vez que podía y en su pequeña localidad podía casi todas las tardes. Los cinco mil habitantes de su pequeño pueblo no eran para nada conflictivos. Solo la borrachera de los viernes por la noche cuando jugaban los Redskins; las cervezas volaban en todos los garitos, con el consiguiente alboroto de los más fans. Solo pasaban una noche en el calabozo, pasaban rápidamente al juez que les llamaba muy seriamente la atención, pagaban una multa y les ponía trabajo social. Ese era todo el trabajo policial, y por eso lo de esta muchacha podía ser un gran escaparate para él y para Dumfries. Los cuatro kilómetros cuadrados de terreno que tenía los conocía a la perfección y podía descubrir sin duda quién había matado a la muchacha, aunque no iba a ser fácil. Ya tenía por allí a los del FBI dando vueltas: olían la sangre a kilómetros.

Dumfries era un pueblo pequeño que tenía una particularidad: albergaba en sus dominios el Parque Forestal Prince William, quince mil acres de terreno, dos áreas para picnic, cuatro áreas de acampar y más de ciento cincuenta cabañas. Había vestigios de evidencia humana ocho mil años antes de Cristo y fue un campo de entrenamiento para espías en la II Guerra Mundial. Un sitio para hacer familia o ir solo en busca de paz y naturaleza. Tiene una red de rutas de senderismo muy variadas con más de sesenta kilómetros, además de oficina para los visitantes, donde debes encontrar un mapa del parque para no perderte, y actividades que hacen los propios guardabosques para disfrute de todos. La muchacha había sido descubierta por un hombre que iba haciendo running antes de las seis de la mañana. La había descubierto en la senda que lleva el nombre de los runners —Senda de los Runners—. Trent se llamaba el runner, Trent Bosley, y estaba hospedado en unas cabañas que estaban a un par de millas de allí, con su mujer y su hijo pequeño. Era fiel al parque y venía prácticamente todas las semanas, de abril a octubre. Lo conocía bien y cada vez que estaba el fin de semana en el parque hacía la ruta corriendo todas las mañanas, sin faltar una. Les comentó a los policías que ese cuerpo no estaba allí hacía mucho porque él pasaba todas las mañanas y ayer no estaba. Trent no tocó nada y así se lo hizo saber a la Policía, y no dejó que nadie pasara por allí desde el momento que él descubrió el cadáver. También hizo una observación a la policía, «parecía que estaba puesta para que la encontraran», dijo Trent a la Policía.

El forense del condado llegó después de las siete de la mañana. Hasta esa hora los policías mandados por Roy, el sheriff, acordonaron la zona, pusieron a los testigos separados de los curiosos e hicieron fotos al grupeto de curiosos que se formó al poco tiempo de estar ellos allí. «Esto no había pasado nunca en su jurisdicción y pensaba aprovechar el tirón», se dijo para sí mismo Roy. Cuando el grupo de Investigación Criminal de la Escena llegó, Roy lo tenía todo controlado, dio novedades al teniente Palermo, jefe del servicio, y le presentó a Trent, el runner que la había encontrado.

—Dígame, señor Bosley —dijo Palermo—. ¿Cómo la encontró?

—Mire, teniente, yo hago esta ruta todas las mañanas, me levanto a las cinco y después de lavarme la cara cojo mi botella de agua y salgo de la cabaña, estiro antes de empezar a correr y después salgo; sobre las cinco y doce minutos estaba ya en ruta. Corro sobre seis minutos cuarenta la milla y hay dos millas hasta aquí. Mire mi Garmin, lo paré nada más encontrar el cuerpo, defecto de corredor. Cada vez que tenemos un problema, parada o interrupción, entrada a meta, paramos el reloj. Y así se ha quedado. Puede usted ver la ruta que seguí si le apetece o es necesario para su investigación.

—Otra cosa que me ha dejado pensativo es que ayer pasé por aquí y no estaba —siguió Trent—. Además, parece que estuviera colocada para que la encontráramos.

—¿Por qué piensa eso, Trent? —preguntó Palermo.

—Porque cualquiera que pase por aquí, sabe que esta ruta es muy transitada desde primera hora de la mañana hasta bien entrado el mediodía. Por eso el que la dejó aquí quería que la encontraran pronto, pienso yo.

—¿Ha tocado usted algo de la escena?

—No, no he tocado nada. Ni siquiera le he tomado el pulso. Se notaba que ya estaba muerta.

—No se vaya, señor Bosley, debemos sacarle un molde de las zapatillas de deporte que lleva usted y si puede decirme si alguien más se ha acercado al cadáver también. Además, para descartarlo, si fuera tan amable de dejarme su dirección por si hay alguna cosa más que podamos preguntarle.

—No, no se acercó nadie más al cadáver cuando lo vi, enseguida llamé al número de información. Respecto al molde, no hay ningún problema. Estoy alojado en la cabaña 78, con mi mujer y mi hijo pequeño.

—Muy bien, señor Bosley, no lo entretengo, gracias.

—A ustedes. Y teniente, pille al cabrón que hizo eso a la muchacha.

—Lo haremos.

Palermo se acercó al sheriff.

—Roy, ¿lo tienes todo controlado?

—Por supuesto, aquí te paso, a tu correo electrónico, las fotos que hemos hecho hasta ahora de los curiosos. Ya sabes —le dijo a Palermo subiendo los hombros—, por si acaso.

—Gracias, Roy.

Palermo llegó a la zona donde se encontraban la muchacha y el forense.

—¿Qué tal, doctor?

—Palermo, no tiene ni siquiera una señal en su cuerpo. En la morgue lo tendré más claro, pero por ahora solo te puedo decir que parece envenenada. La pose es claramente preparada. No hay sangre, excepto dos gotas entremedias del dedo pulgar del pie derecho; las tomaré por separado —hizo otra foto—; y estos cabellos en el anillo que claramente no son de la víctima —otra foto— son cortos y tienen raíz. ¿Crees después de ver todo esto, la preparación espectacular de zorrita pidiendo guerra, que se habrá dejado ADN?

—A veces los asesinos también se descuidan, por eso nosotros tenemos que estar ahí, ¿no crees?

—Así es, Palermo, así es.

La colocaron con sumo cuidado en la bolsa y la subieron al furgón del forense. Antes de cerrar la bolsa, Palermo sacó de su maleta un aparato para sacar las huellas. Cogió la mano de la víctima y puso el dedo índice en el aparato. Palermo se quedó estupefacto.

—¿Qué te pasa, Palermo? —le preguntó el forense.

—Mire, doctor, de quién son las huellas.

El doctor y Roy se acercaron al aparato y también se quedaron con la boca abierta hasta que acertaron a cerrarla, el doctor y el sheriff y articularon el sonido:

—¿Marilyn Monroe? —Los dos a la vez.

CAPÍTULO OCHO

El cadáver llevaba seis horas en la morgue y el forense todavía no había llamado a Roy. Estaba literalmente subiéndose por las paredes. La morgue estaba tan cerca de la comisaría, que podía oler a muerto sin casi imaginárselo. Pero no paraba de pensar qué estaría haciendo el forense tanto tiempo allí abajo con la muchacha.

De pronto, entró un colaborador suyo.

—Sheriff, tenemos los datos de la muchacha.

—Dame eso. —Le cogió los papeles, desesperado por tener información.

Marilyn Monroe, antes Norma Jeane Baker, antes Norma Jeane Mortenson y antes Abigail Thompson. Toda una fan de la estrella de cine. Nacida en Topeka, capital del Estado de Kansas y sede del condado de Shawnee. Tenía 26 años, y 1,66 metros de altura, justo la medida de la actriz. No tenía ni padres ni hermanos. Había sido detenida tantas veces en Washington que tenía a todas las comisarías más que vistas. Según todos los indicios, no tenía chulo, trabajaba por su cuenta y, según dicen, trabajaba mucho. Tenía página web y WhatsApp de contacto, y sus servicios eran una performance constante. Su vestuario era prácticamente idéntico al de la actriz. Cualquier vestido que Marilyn hubiese llevado en su vida real o en el cine, ella lo mandó hacer, y en su web tenía cientos de fotos con el vestuario de la actriz. Al pie del informe había un teléfono de contacto y un nombre.

Roy llamó al teléfono.

—¿Michael Ross?

—Sí, el mismo. ¿Quién llama?

—Soy Roy Weis, sheriff de Dumfries. Le llamaba por Marilyn.

—¡Ahhh!, vale. Pues usted dirá lo que quiere saber. Le he pasado un informe a uno de sus chicos con lo fundamental.

—Sí, lo he leído pero aun así no entiendo cómo ha venido a parar a mi condado. Me gustaría que me dijera si tenía algún enemigo, alguien con el que saliera al margen de su trabajo, una amiga a la que poder consultar cómo era su vida, dentro y fuera de su trabajo, qué frecuentaba cuando no trabajaba, qué frecuentaba cuando trabajaba, si fumaba, si bebía, si se drogaba, en fin, multitud de cosas esenciales que no están en su informe con lo fundamental.

El agente Ross balbuceaba al otro lado del teléfono.

—No, no sabemos esas cosas.

—Entonces, ¿por qué pone su informe que ha visitado todas las comisarías de la capital y sin embargo no tienen ni un solo detalle de su vida privada? ¿Saben por lo menos el nombre de su abogado? ¿Alguien que pueda identificar el cadáver? Lo fundamental —dijo con ironía Roy.

—Algo podremos hacer al respecto del abogado —dijo Ross.

—¡Hombre! —Exclamó Roy—, menos mal. Ya tiene mi número y cuando lo tenga localizado, llámeme. Es para ayer, agente Ross.

—Lo intentaré y lo llamaré enseguida. —Colgó el teléfono antes de que Roy pudiera decir una palabra.

—¡Sheriff! —gritó un agente que entró a toda prisa en su despacho.

—¿Qué pasa, Burt?

—El forense dice que baje enseguida.

—Gracias a Dios.

Cruzó el pasillo y bajó al sótano donde estaba la morgue en menos de treinta segundos. Por el camino poco más y se come a Pam, la secretaria del forense, al doblar una esquina de la morgue. Era su oportunidad de hacer algo grande y captar la atención del país. Sería el protagonista para toda América. Era la oportunidad de su vida y no la iba a dejar pasar. Lograría atrapar al asesino.

—Doctor…¿Qué ocurrió?

—Envenenamiento por tetrodotoxina, TTX —dijo el forense.

—¿Y eso, qué coño es?

—Es un veneno que se encuentra en el fugu.

—Repito, doctor, ¿y eso, qué coño es?

—El fugu es un pez, también llamado pez globo. El fugu produce, a través de varios tipos de bacteria con función endosimbionte, TTX. Entre las bacterias se encuentran Pseudomonas, Vibrio, Bacillus Actinomyces y Aeromonas. La tetrodotoxina es una de las neurotóxicas más potentes de todas las encontradas hasta ahora, siendo unas mil veces más tóxica que el cianuro. Actúa bloqueando los canales de sodio a nivel de la membrana celular, reduciendo la excitabilidad celular. Afecta principalmente al miocito cardíaco, el músculo esquelético y el sistema nervioso central y periférico.

La cantidad del veneno en su cuerpo era superior a ocho microgramos en sangre. Se la inyectaron y por cierto estaba muy bien disimulado. El pinchazo lo descubrí en el tatuaje que lleva en la nalga izquierda. También he mandado a analizar los pelos y la sangre que encontramos. En el AFIS —Sistema Automático de Identificación Dactilar— no hay nada, ni de los pelos ni de la sangre. No había sido violada, pero pudo haber sexo consentido o en este caso pagado. No hay semen. Sí había espermicida, de ahí que nos lleve a que el asesino usa condón. La ropa interior que llevaba era nueva, no había tenido ningún uso, o sea que se compró para vestirla. El anillo que llevaba, era un anillo supuestamente de compromiso. No tenía nada bajo las uñas, y yo diría que el maquillaje se lo puso el asesino. En la cavidad bucal había una pipeta de tamaño minúsculo que presentaba dentro como una nota. Se la he pasado a Palermo. La escena del crimen como ya viste fue preparada; luego te subiré fotos de todo, ya he informado a Palermo. Además, tenía anticuerpos del SIDA.

—Entonces, el asesino la mató con un veneno, ¿y no le hizo nada?

—No, ya te he dicho que fue consentido. No hay irritación, ni prueba de fuerza desmedida, ni violenta. Fue un polvo.

—Entonces, esperaremos un poco más para que Palermo pueda decirnos el contenido de la nota esa. Y le diré al FBI que me haga el favor de identificar la sangre y los cabellos, a ver si ellos tienen más suerte.

—Enseguida te paso las pruebas.

—Gracias, doctor.

Roy empezó a subir a su despacho y se acordó del agente Ross; subía de dos en dos los escalones hasta que llegó al despacho.

—Le ha llamado Ross —le dijo Burt.

—Ya lo llamo yo.

Marcó el número.

—¿Ross?

—Sí, soy yo.

—Soy Roy.

—Roy, su abogado es un tipo de los gordos; se llama Troy McGuire. De quinientos pavos la hora. Me he puesto en contacto con él y le he dado su teléfono. Se pondrá en contacto con usted cuando acabe una reunión. Lleve cuidado con él, es un tocapelotas.

—Gracias, Ross, lo tendré.

CAPÍTULO NUEVE

La casa de los Starling estaba en un barrio de clase media-alta, disfrutaba de una tranquilidad mayúscula y se llevaban bien con todos los vecinos. Clarice conocía a medio barrio ya que en su época de instituto había hecho de niñera de la mayoría de niños de la urbanización. Clarice disfrutaba con los chavales; era un desahogo a su incansable pasión de estudiar. Quería ser agente del FBI por encima de todo y eso lo tenía bien claro desde bien pequeña. Quería salvar a la humanidad de esos indeseables que pretenden hacer del mundo un sitio oscuro y despreciable. Ella sería la heroína que daría su merecido a esos indeseables, cualesquiera que fueran.

La casa, como todas las del barrio, tenía dos plantas y un garaje trastero. La planta baja albergaba el salón grande, la cocina, un aseo sin ducha y un pequeño despacho. Arriba se distribuían dos habitaciones para los niños y una de matrimonio más grande, un baño completo y un pequeño trastero. Cuando murió Wendy, la madre de Clarice, Don hizo una pequeña reforma en la casa; cogió el trastero, lo tiró abajo y se lo dio en metros a la habitación de Clarice, y así ella tendría un espacio más grande para poder desenvolverse y no una habitación de colegial. Clarice estuvo encantada; era una muy buena idea y así podría tener un vestidor más grande. Se compró una cama de metro y medio por dos metros diez y dormía como una reina. También en una esquina puso su mesa de estudio y la estantería con lo imprescindible para estudiar; lo demás iría a la estantería del salón, que albergaba libros de derecho, criminología aplicada, filosofía del derecho, análisis de evidencias forenses de origen animal, metodología de la investigación criminal, criminalística forense, análisis de evidencias en botánica y geología forense y un largo capítulo de libros de derecho, psicología aplicada y psiquiatría.

Clarice estaba llamando a su padre. Hacía ya un día que no sabía nada de él y quería contarle lo bien que le había ido en el test y lo feliz que se encontraba, y también le preguntaría por lo del homicidio que había pasado cerca de donde él se encontraba.

Marcó el teléfono y esperó, un toque, dos toques…

—Sí, ¿Clarice?

—Vaya, papá, por fin te encuentro. Te estuve llamando ayer por lo del test y no pude contactar.

—Clarice, no me acordé de ponerlo a cargar en casa y cuando llegué aquí no tenía nada de batería y me di cuenta ya tarde de ese detalle. Así es que lo puse a cargar tarde. Pero bueno, cuéntame, ¿cómo te ha ido?

—¡Fantástico, papá!, el test lo tenía clarísimo, contesté a todas las preguntas sabiéndome todas las respuestas: fue como lo había soñado. Papa, creo que en poco tiempo estaré dentro.

—No sabes lo que me alegro, Clarice, estaba deseando que me dijeras eso. Ahora ya me puedo morir en paz.

—¡Ay, papa!, no digas esas cosas.

—Es la verdad, ahora no tendré que preocuparme por si tienes trabajo o sigues en el paro aprovechándote de tu pobre padre, ¡ja, ja, ja!

—¡Ay, papá!, no seas tonto. Ahora en serio, ¿qué ha pasado en el bosque?

—He estado cerca hoy; pasaba andando por el Quántico Creek rumbo a Independent Hill y vi un montón de sirenas y algunos curiosos y me acerqué a ver qué pasaba. Primero pensé que había sido un accidente, pero cuando me acerqué no vi vehículos implicados, simplemente no había vehículos, y le pregunté a la gente que había junto al policía del cordón y me dijeron: «Una muchacha que han encontrado muerta». Vi la Policía que había y no me identifiqué, pensé que con la gente que hay aquí podían solos; además, sabes cómo nos reciben cuando nos identificamos como del FBI, y ¡diablos!, estoy jubilado y de baja.

—¿No te has enterado de ningún detalle más?

—Clarice, aquí no estoy en condiciones de enterarme de nada, estoy descansando, lo único que veo es la televisión. Y allí no han dado detalles todavía.

—Cierto, no han salido a decir nada.

Sonó el timbre de la casa.

—Espera un segundo, papá, que están llamando a la puerta.

—Ok.

Clarice abrió la puerta. Era el repartidor de FedEx.

—¿Clarice Starling?

—Sí, soy yo.

—Un paquete para usted. Me firma aquí sobre la línea de puntos.

—Vale. Aquí tiene y gracias.

—A usted. Que pase un buen día.

—Usted también.

Volvió a coger el móvil.

—¿Papá?

—Sigo aquí. ¿Qué te han enviado?

—No lo sé, no lo he abierto. Y ¿cómo sabes que es para mí?

—¿Y quién se va acordar de mí?

710,27 ₽
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480 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788413868660
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
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