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Читать книгу: «El Padre - The Father», страница 5

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—No. No necesita nada más. Espéreme fuera, doctor Preston —dijo McCoy.

Se quedó a solas con Roy.

—Mire, sheriff, otra jugada como esta y de una patada en el culo le mando directamente al fiscal. Me ha ocultado deliberadamente un sospechoso y además de mi unidad. Tiene usted menos luces que mis cojones. Ahora cualquier detalle, por pequeño que sea, me lo comunicará, si no el fiscal sabrá este episodio —le dijo enfadado McCoy yéndose hacia la calle.

—Váyase a tomar por culo, McCoy —le dijo enseñándole el dedo corazón, que ya no vio McCoy.

CAPÍTULO DIECISIETE

El cadáver de Brithany estaba ya en la morgue, pero en este caso del FBI. El equipo de McCoy estaba preparado, pero antes McCoy llamó al sheriff de Dumfries.

—Sheriff, soy McCoy.

—¡Hombre!, el todopoderoso FBI llama a los mortales —dijo el sheriff.

—Roy, tu tasa de gilipollez la acabas de rebasar. No te haré perder el tiempo, he invitado a tu forense a participar en la autopsia de la segunda víctima.

—¿Compartes? ¿O es que necesitas a un profesional?

—Lo tuyo es tocar las pelotas. Lo dicho, ya te informará él de todo.

—¿No habrá informe oficial?

—Pues claro que lo habrá, pareces un novato. Lo que pasa es que, al hacerlo, los dos forenses compartirán conclusiones y harán un informe conjunto que tendremos por igual los dos. Así gestionaremos la misma información y podremos analizar las conclusiones de la autopsia desde los dos prismas, pero al mismo tiempo.

—Parece que el FBI se ha puesto a pensar. Lo veo bien.

—Vale. Te llamo.

—Esperaré al lado del teléfono sin moverme.

—¡Gilipollas! —dijo McCoy, y colgó.

McCoy repasó toda la información que habían recabado los CSI; era muy poca, pues el asesino había hecho un gran trabajo. Reunió a Miller y Foulder. También hizo que subiera al despacho Clarice.

Empezó hablando McCoy.

—Vamos a ver, ¿todos tenéis una copia?

Asintieron los tres con la cabeza.

—Pues quiero que antes de que los forenses acaben la autopsia vosotros estéis en disposición de dar el siguiente paso. Complementando lo que tenemos aquí con lo que ellos a falta de análisis descubran.

—Perdón, jefe, aquí no hay casi nada. Muchas fotos pero físicamente nada—dijo Foulder.

—Lo sé, por eso está con nosotros, Starling.

—Jefe, yo no creo que pueda tampoco —dijo Clarice.

—Entonces, la suspenderé —dijo McCoy.

Clarice hizo como que no lo oyó y sugirió.

—Jefe, ¿dónde están los informes de la otra muerte, para comparar?

—Aquí los tienes. —McCoy sacó del cajón unas carpetas de cartón con informes.

Clarice cogió las fotos y las puso en el corcho, a un lado Marilyn y a otro Brithany. La verdad era que las dos mujeres eran guapísimas.

—A ver, ¿os dais cuenta de que las dos llevan el mismo modelo de lencería? Gucci. Eso no se vende en ninguna tienda de tres al cuarto. Jefe, por el código de barras del producto podemos llegar al vendedor y de ahí, si tienen cámaras, y en casi todas las tiendas de este tipo tienen cámaras por aquello de los robos, sería posible tener la cara de nuestro asesino.

Clarice siguió con su análisis de la escena del crimen.

—Seguramente ahora no se podrá hacer pero los investigadores según veo no han sacado rodadas de la escena, y yo me pregunto: ¿es posible? Y expongo los datos: pista forestal, en su mayoría tierra, ¿no han sacado ninguna huella? ¿Ni siquiera de un pie? Claro, ahora con los coches nuestros que han estado en la escena ya no podremos tener esas huellas, pero si el asesino estuvo allí con un coche deberíamos preguntar al servicio de vigilancia del parque; tienen todos los coches que entran y que salen anotados, los fijos y los casuales. En la foto cerca del cadáver, antes de que llegara el forense, se puede apreciar que el terreno no tiene pisadas, y eso en esta superficie es muy raro. Si no hay pisadas es porque el asesino aseó la escena; limpió seguramente con ramas del terreno la escena. Hay que comprobar si hay algún árbol con el ramaje visiblemente roto, quebrado por la acción de romper y extraer. Si lo hizo así, puede que también lo hiciera con las rodadas, hay que comprobar en una distancia de un kilómetro para delante y para detrás de la escena si podemos encontrar el ramaje que seguro se utilizó para disimular las rodadas. De ese punto en adelante debemos observar las rodadas, descartar el ancho de los coches patrulla y de las ambulancias y centrarnos en los que queden.

Miller cogió el teléfono y se puso a hablar por él. Foulder cogió su móvil e hizo lo mismo. Cada uno había cogido una línea de investigación de las que había esbozado Starling. Clarice se quedó mirando la colocación de los cuerpos que el asesino había construido. Esa posición le resultaba muy familiar. Pero había pasado meses enteros con su padre y sus dos compañeras mirando fotos de cuerpos y escenas de crimen y ahora no le resultaba fácil discernir de quién podía ser.

Clarice miró a McCoy y empezó a hablar.

—Jefe, ¿por qué no están aquí las pruebas que me mandaron a casa?

—Tienes razón, iré a por ellas. —McCoy anduvo unos pasos y se quedó pensando; al final, dijo:

—Starling, ¿qué te parece si mando traer las pruebas? Pero…

A Clarice le saltó una alerta en el móvil; era de FeDex. Estaban en la puerta de su casa y no había nadie para recoger un paquete.

Clarice se quedó mirando a McCoy y le enseñó el mensaje.

—Te lo iba a decir hace unos segundos antes de saltar la alerta, que fueras a casa a ver si el asesino te había mandado algún paquete; y bingo. Te acompaño.

Salieron los dos tan deprisa como los ascensores les permitieron. Conducía McCoy. Clarice llamó al de FeDex y le dijo que no tardaría ni quince minutos en llegar y que se esperara ahí; era un asunto de FBI.

Cuando llegaron, el repartidor estaba esperando dentro de su camión y, al verlos llegar, se bajó con el paquete en las manos y la PDA para firmar.

Clarice firmó y le extendió un billete de veinte.

—Gracias, señorita —le dijo el repartidor.

—No, a usted por la espera —dijo Clarice.

Clarice llevó el paquete al coche; McCoy salió derrapando en dirección al FBI.

McCoy y Clarice llegaron al laboratorio y les dejaron la bolsa de FeDex sin abrir. Antes habían inscrito las pruebas en el registro. No sabían lo que era y por eso se quedaron allí. Se pusieron unos guantes de látex y con la ayuda de un técnico empezaron a realizarle pruebas.

Empezaron quitando la bolsa, dentro había una caja, como la anterior; la subieron a un pie de apoyo y la espolvorearon en busca de huellas. No había ni una sola; abrieron la caja y había dos bolsas de pruebas con cabellos, una bolsa del color de Brithany, y otra bolsa con otros cabellos más cortos y de otro color —parecían castaños—. También había una nota. Y otra foto. Nada de lo que allí había tenía huellas, estaba todo limpio. Terminó el técnico con la nota y se la pasó a McCoy para que la leyera.

«Clarice, ya has visto que no bromeo, tu padre, detenido como sospechoso, y tú relegada de la investigación por incompatibilidad, aunque creo que McCoy debería ponerte al frente de ella; eres con diferencia la mejor. Aunque no mejor que yo. En la próxima rueda de prensa quiero verte a ti al frente de la investigación; si no, no habrá más pruebas y volveréis al más oscuro de los agujeros. El dolor seguirá llegando. Clarice, te daré un teléfono para que me llames después de la rueda de prensa. Si veo que eres un títere, mataré de dos en dos. Mira la foto, Clarice.

«QUID PRO CUO, CLARICE, QUID PRO CUO.

Tu Hannibal».

¿La foto? Se quedaron los dos mirando al técnico que tenía una foto en la mano; acababa de intentar sacarle huellas sin ningún éxito. El técnico, al ver que los dos lo miraban con una cara de intriga, se la tendió. La foto era de un parque para niños, similar al que había en la foto anterior, pero esta vez había unos padres a lo lejos jugando con lo que parecía la misma niña de la foto anterior. Clarice salió de la estancia corriendo; se dirigía al despacho de McCoy. Llegó y vio el kit de pruebas que habían dejado en su mesa; eran las de FeDex. Sacó la foto del kit en su bolsa de pruebas y salió corriendo hacia el laboratorio. Cuando llegó mostró la foto a McCoy.

La foto primera era de una niña a lo lejos jugando en un parque; no se distinguía bien la cara pero parecía de unos ocho o nueve años y llevaba un vaquero y una chaqueta de color rosa, con un gorro a juego. En la segunda la niña es la misma, tampoco se puede ver bien la cara y está con lo que parecen sus padres jugando con el frisbee. Los padres están de espaldas, vaqueros, anoraks, nada verdaderamente identificativo, todo muy generalizado. La ropa la podía llevar toda Norteamérica, pero el parque sí podía ser identificativo. Al fondo de la foto había unos edificios: a ver si desde informática se podía trazar el skyline y luego hacer la comparativa, para ver si coincide con alguna ciudad. Estas técnicas han avanzado muchísimo con los programas en 3D. Y el FBI tenía uno de los mejores, si no el mejor.

Volvieron al despacho de McCoy y Clarice empezó a pensar en su padre. Pensar que estaba allí abajo sin que nadie le dijera nada, le partía el alma. Miró a McCoy. Este no apartó la mirada de Clarice.

—Anda, baja y tranquilízalo. Dile que estamos haciendo todo lo posible y que sabemos que él no fue.

—Gracias, jefe.

—¡Corre! —lo apresuró McCoy.

Llegó abajo y entró en la sala de interrogatorio; McCoy había llamado para que no los molestaran. Aunque dejó grabando las cámaras, tampoco quería pillarse los dedos.

Entró corriendo en la sala y fue a abrazar a su padre.

—Pero ¿qué haces aquí?

—El jefe me ha dejado verte, para tranquilizarte.

—¿Para tranquilizarme? Yo estoy tranquilo, no he hecho nada. Nadie en el mundo podrá probar que yo maté a esa muchacha. ¡Maldita sea, Clarice!, ¿es que piensas que yo he hecho algo?

—No, papá, pero no podemos airear que el sospechoso del FBI tiene menos sospecha que cualquier otro. Solo debes dejarnos hacer el trabajo.

—¡Dejarnos! Clarice, ¿es que estás investigando tú también? ¿Es que aquí no te han enseñado nada? Todo lo que puedas recoger para exculparme, será lo que emplee la Fiscalía contra mí, y tú no puedes implicarte porque eres mi hija. Estás inhabilitada para trabajar a mi favor con el cuerpo —FBI— que me culpa. Es algo de primero de carrera.

—Lo sabemos, papá, pero también sabemos, y McCoy se lo pondrá claro al fiscal, que todo es un montaje para acusarte. Los escenarios de los dos crímenes están totalmente…

—¿Los dos?

—…amañados. Se nota que te quieren inculpar. ¿Quién? Todavía no lo sabemos. Sí, papá, hay otra víctima.

—Entonces, ¿qué hago aquí? Yo no la pude matar.

—El código de tiempo dice lo contrario, y por eso todavía no te hemos sacado de aquí. Están haciendo la autopsia a la segunda víctima.

—Ese hijo de puta se lo ha montado bien, me tiene cogido por las pelotas y a ti también. ¿Qué sabes de la caja con las pruebas que te mandó?

Sin decir nada, Clarice salió corriendo. Subió como un relámpago hasta el despacho de McCoy. Cogió las fotos y bajó más rápido de como había subido. McCoy bajó detrás de ella. Clarice entró en la sala de interrogatorio. McCoy entró en la habitación contigua, la del espejo, y le dio al botón para oír la conversación.

—Papá, te voy a enseñar dos fotografías que me ha mandado ese perturbado. Me tienes que decir si se te ocurre algo al verlas.

Don no le estaba prestando atención.

—Está bien —dijo Don de mala gana—, si hay algo que yo pueda saber lo sabrás tú también.

Clarice le tendió las fotos.

—Conozco el sitio y conozco a las personas que salen en él. ¿De dónde has sacado estas fotos?

—¿Lo conoces, papá, y a las personas que salen? ¡Pero si están tan lejos que no se notan los rasgos faciales!

—Clarice, no has contestado a mi pregunta.

—Me las ha enviado el perturbado. Ya te lo he dicho.

Don dio un respingo y se puso de pie; la silla se cayó con un gran estruendo.

—Clarice, tenemos un gran problema. Dile a McCoy que venga tan rápido como pueda. La gente de la foto corre un gran peligro.

—¿Quiénes son, papá?

—Tu hermano, tu cuñada y tu sobrina.

—¿Qué dices, papá?

—El parque es el Queen’s Square y es Saint John, New Brunswick, Canadá.

—¿Estás seguro, papá? Esto es muy importante.

La puerta se abrió y entró McCoy.

—¿Estás seguro, Don?

—Como que estoy aquí.

—Starling, llama a tu hermano para saber que están bien. Ahora mismo mandaré una orden a la Policía Montada para que vigile la casa y se ponga en contacto con tu familia —le dijo McCoy.

Clarice llamó a su hermano. No lo tenía encendido. Llamó a su cuñada y tampoco estaba encendido. Llamó al fijo de casa y daba tono, pero no lo cogía nadie. Clarice se empezó a poner nerviosa.

CAPÍTULO DIECIOCHO

Mathew Starling era un hombre de treinta y dos años, moreno, guapo, alto, de un metro y ochenta y cinco centímetros y fornido, con un gran humor. Era el hijo mayor de Don Starling y hermano de Clarice. Mathew vivía en Canadá en el Estado de New Brunswick y en la ciudad costera de Saint John. Vivía allí desde hace diez años.

Saint John era una ciudad de setenta mil habitantes aunque se puede ir hasta los ciento veinte mil con su área metropolitana. Saint John se encuentra en el centro-sur de la provincia, bordeando la bahía de Fundy. Una maravilla de la naturaleza la bahía de Fundy que llega hasta Nueva Escocia. Alrededor de la ciudad la topografía es montañosa, el resultado de la influencia de dos cadenas montañosas costeras en la bahía de Fundy, los cerros Sainte-Croix y las colinas caledonias. A ambos lados del río, el relieve del terreno forma muchas colinas y cerros. La costa es de forma irregular y con muchas puntas. Al sureste de la ciudad se encuentra una isla-península, la isla Taylors. Hay otra en el río, la isla Fausse. Saint John tiene su nombre del río que lo bordea, río Sant Jean en francés, Saint John en inglés.

Mathew vivía en un barrio de gente trabajadora, Forest Hill, en la Alpine Street. Era una urbanización bonita y típica con casas tipo chalet de al menos dos pisos y buhardilla, cochera y piscina privada además de un pequeño jardín. Vivía allí desde que se marchó de Alexandria a los veintidós años recién salido de la universidad. Estudió Geología y la empresa Brookville Manufacturing Co. le hizo una oferta nada más terminar y Mathew hizo el petate y se marchó.

La empresa pagaba la casa y las dietas, por un contrato de larga duración, al menos quince años, para Mathew. Con todo arreglado por las dos partes, Mathew se trasladó a Saint John, a empezar una nueva vida, lejos de casa y de los suyos. Para su madre era muy joven. «Cosas de madres», pensaba Mathew.

La I95 hacía que estuvieran más cerca; mil trescientos kilómetros separaban Saint John de Alexandria: un paso.

Mathew empezó cada vez a frecuentar más las bellezas del paisaje local y es en una de estas escapadas donde conoció a Caroline Aquash. Caroline era una guía local de Taylors Island. Era una mujer de rasgos indianos y con una belleza particular. Alta y muy delgada con unas facciones muy marcadas y con un aspecto salvaje. Morena de pelo y de tez, alegre y conversadora, sin timidez, sabe lo que hay que hacer en cada momento. Imprevisible y audaz, toda una mi’kmaq —nombre en indio—. Sus bisabuelos pertenecieron a esta tribu de indios algonquinos, Micmac. En estas tierras nacieron y crecieron todos sus antepasados entre Fort Royal y Fort Beauséjour. Su verdadero apellido no era Aquash, era Divisard. Se cambió el nombre cuando descubrió quién era su tía abuela, Anna Mae Pictou Aquash. Anna Mae era una activista de los derechos indios, y perteneció a la AIM —Movimiento Indígena Americano—, asesinada a los treinta años por John Graham.

El complejo se dividía en diferentes parques en un entorno idílico. Irving Nature Park Observation Deck, Irving Nature Park Boardwalk, Saints Rest Marsh y F. Gordon Carvell Nature Preserve. Todos estos parques eran el área de trabajo de Caroline, licenciada en Ciencias Naturales por la Universidad de Toronto; era trabajadora del Ayuntamiento.

Los paseos por los parques se hicieron más frecuentes, hasta el punto de estar los dos solos para la visita. Mathew era un tímido redomado, nunca daría un paso, y además con ese cuerpo que tenía de mastodonte resultaba casi cómico intentar expresar lo que sentía. Caroline fue la primera que dio el paso y quedaron en una cafetería cerca de Queen’s Square. Era final del verano y ya hacía frío en Saint John, y allí estaban los dos abrazados a una taza de café caliente y un plato. Fiddleheads, hojas de helecho maduras, asadas, enrolladas y servidas acompañadas de pollo, patatas o incluso con otros vegetales. La tarta de arándanos fue el postre a aquella primera cita.

Empezaron a salir asiduamente, Caroline no trabajaba en invierno entre semana, solo fines de semana. Mathew salía pronto de trabajar, Caroline le enseñó lo que había que ver de Saint John. Mathew hacía ocho meses que no bajaba a Alexandria. Una mañana de diciembre y en su restaurante favorito Mathew pidió matrimonio a Caroline y esta le dijo que sí.

Se casarón al pasar Navidades, ya que por esas fechas aprovecharon para visitar a los familiares y anunciar la boda; se casaron en el mes de enero, el día 10.

Para Caroline fue todo un shock saber que su futuro suegro y era del FBI, no le gustó en absoluto este descubrimiento, su pasado volvía al presente. Su tía abuela Anna Mae fue perseguida por su pertenencia a la AIM, investigada, hostigada y prácticamente puesta a los pies de los caballos de su asesino. El FBI participó activamente en esta situación a través del programa ultra secreto COINTELPRO. COINTELPRO —Counter Intelligence Program— o Programa de Contrainteligencia es un programa del FBI cuyo propósito es investigar y desbaratar las organizaciones políticas disidentes dentro de los Estados Unidos. Aunque se han realizado operaciones encubiertas a lo largo de la historia del FBI y la CIA, las operaciones formales de COINTELPRO —1957-1971— estuvieron generalmente dirigidas contra organizaciones que se consideraba tenían elementos políticos radicales, extendiéndose desde aquellos cuyo objetivo era el derrocamiento violento del gobierno estadounidense.

Después de descubrirse lo que estaban haciendo estas agencias, CIA y FBI, por William Cooper Davidson, la prensa no dejó títere con cabeza y empezó a desactivar, mediante presión escrita, estas prácticas a todas luces enfermizas y en algunos casos ilegales. Se empezaron a filtrar documentos a la prensa como este.

El documento fundador de COINTELPRO se dirigía a agentes del FBI; firmado por J. Edgar Hoover, decía:

«Exponer, infiltrar, desorganizar, manipular, desacreditar, neutralizar y, si es necesario, eliminar a las organizaciones y grupos nacionalistas negros o de otra índole basados en el odio, sus líderes, voceros, miembros y simpatizantes».

La prensa conoció esto de primera mano ya que los amigos de Cooper fueron filtrándolo, y puso el grito en el cielo. Un Estado de Derecho no podía permitir una guerra interna y subterránea contra sus propios ciudadanos. Era toda una declaración de guerra interna sin conocimiento gubernamental y sin autorización del Parlamento. El «todo vale» incluía la fabricación de pruebas, falsificación de crímenes, provocación de conflictos internos, destitución de recursos materiales, guerra mediática, control del sistema judicial y asesinatos a sangre fría, todo por el control y la información.

Aunque la prensa tampoco se libró de los palos, muchos de los periodistas libres que estaban en contra de este proceso y escribían con tal propósito recibían amenazas por parte de compañeros sobornados y en nómina de las agencias. Muchos de estos sobornados llegaron a la elite del periodismo dando información manipulada y errónea que obtuvieron de chivatazos vehiculados por el FBI.

Dando alas al poder enfermizo por tenerlo todo bajo control, les estalló en la cara la libertad.

A la boda fueron Clarice y sus padres, entonces vivía Wendy. La verdad es que fue todo precioso y se lo pasaron en grande. Conocieron a parte de la familia de Caroline y disfrutaron con sus historias. Hicieron turismo por la ciudad y vieron de primera mano cómo era el trabajo de Caroline y, por supuesto, el de Mathew. Profundizaron en la gastronomía canadiense y probaron sus platos típicos, como el Fiddleheads, Butter Tarts, Tourtière, la tarta de arándanos, Poutine, el salmón.

Pasaron unos días inolvidables hasta el último día, ahí todo se torció un poco. Wendy no se encontraba muy bien y le echaron la culpa al paseo por la bahía de Fundy la tarde anterior. Entre el frío que hacía, se mojaron un poco aunque iban con impermeable y el salmón que les sirvieron en la comida, del cual Wendy se comió tres platos, fueron los culpables de esta leve indisposición. Aunque había tiempo; el avión no salía hasta las ocho de la tarde.

Corrió el rumor de su indisposición y fue hasta la casa de Caroline una pariente Micmac de esta. Le dijo que quería ver a Wendy. Wendy accedió a verla, había tratado con ella los días previos a la boda y el mismo día de la boda, le parecía una mujer estupenda. Wendy estaba echada.

La mujer le puso la mano en la frente y sacó de su pequeño bolso unas hierbas atadas con un nudo, se las pasó por la frente y la cara. Le abrió los brazos y se las pasó por ellos, recitando oraciones que Wendy no acertaba a entender. Acabó con las hierbas y sacó un colgante hecho en madera de un busto del que los presentes, menos Caroline, no tenían ni idea.

—Este es Manitou, Wendy, te protegerá de todos los males hasta que se rompa. Es madera de cedro, lo podrás llevar sin problemas ni alergias, es un Keskamizet. Ya te puedes incorporar.

Wendy se incorporó y abrazó a la pariente de Caroline.

—Gracias, señora Tepessit, gracias por todo. Lo llevaré hasta mi muerte.

—No se confíe, eso no está tan lejos como usted piensa. Viva su vida y elija alegrar la de los demás porque usted lo lleva dentro. Manitou la aguarda.

Todos en la sala recibieron ese comentario con profundo pesar y malestar, no entendían por qué lo hacía, si acababa de presentarse para quitarle lo que fuera que le pasaba a Wendy. Caroline invitó a salir a su pariente.

A la hora prevista salió el vuelo a Washington.

Tres años después nació una niña «ula mijua’ji’j teluisit Naguset Eask» —se le puso el nombre de Anna Mae—, nombre que le pusieron por la tía abuela de Caroline. Caroline se fue a la reserva para que una comadrona mi’kmap la atendiera. Mathew estuvo con ella en todo momento, haciendo lo que los hombres mi’kmap hacían en estos casos. Danzar y rogar a Manitou. El parto duró casi un día y al final nació con un peso de 5,100 kg y unos 55 cm, toda una mujercita. Para aquellas fechas a Wendy ya no le quedaba tiempo, los médicos le habían dado seis meses.

Cuando pasaron unos meses y Caroline estuvo recuperada del parto y centrada en el cuidado de la niña, bajaron a Alexandria para que Wendy pudiera coger en brazos a su nieta.

Todo aquello para Wendy fue un soplo de felicidad entre los sufrimientos que estaba padeciendo por su horrorosa enfermedad; el cáncer se la comía literalmente. La metástasis originada en su páncreas había cubierto ya todos sus órganos vitales; pronto empezaría a no conocer a nadie y la morfina sería su compañera de fatigas.

El doctor Collins había hablado con Don unas semanas antes de llegar Mathew con Caroline y el bebé; solo podía ya recetarle paliativos, pues su cuerpo ya no asimilaba otra cosa y lo más sensato era que para llegar a una muerte digna, su cuerpo dejara de sentir ese dolor tan humillante que hacía que se retorciese como una serpiente cascabel y que la postraba en una cama la mayoría de horas del día. Entre el dolor y recuperarse de los efectos del dolor en su cuerpo, Wendy pasaba quince o dieciséis horas al día en cama. Salía un rato para beber algún caldo de pollo o para ver su jardín de petunias. Su peso era ya el de un niño de diez años; su cuerpo era toda una arruga por culpa del extraordinario dolor que el maldito páncreas producía.

Mathew y su familia estuvieron solo una semana, no podían aguantar el ver sufrir a Wendy. Antes de irse, Caroline estuvo cuidando a Wendy mientras Clarice, Don y Mathew estaban visitando a su abogado, más que nada para tenerlo todo previsto. Caroline se dio cuenta de que el Keskamizet estaba roto, aquello la hizo sentirse vacía, Manitou había dejado de proteger a Wendy y pronto se la llevarían los espíritus. Desolada cogió a Wendy entre sus brazos y le empezó a susurrar una canción mi’kmap, Npisunei, que hablaba de lo valiente que era enfrentarse a los espíritus que venían a llevar la fragilidad de su cuerpo a otra dimensión. Tres años después nació una niña ula mijua’ji’j teluisit Naguset Eask —se le puso el nombre de Anna Mae—, nombre que le pusieron por la tía abuela de Caroline. Caroline se fue a la reserva para que una comadrona mi’kmap la atendiera. Mathew estuvo con ella en todo momento, haciendo lo que los hombres mi’kmap hacían en estos casos. Danzar y rogar a Manitou.

CAPÍTULO DIECINUEVE

La vida no había sido fácil para él; le había dejado graves secuelas psicológicas. No era lo que se dice un hombre equilibrado, aunque sí lo parecía para todo el mundo. Su paso por diversas casas de acogida lo había marcado en su infancia, pero sobre todo en su juventud. Había tenido padres de acogida de todo pelaje y de toda catadura moral.

Sus padres pasaban desde padres alcohólicos y drogadictos, a clérigos nauseabundos que hacían de la obra de Dios un sacrilegio eterno de pederastia y proxenetismo. También los hubo sencillos y adorables, aunque estos duraban poco; su carácter introvertido y carente de toda empatía hacía que estos se lo quitaran de encima antes que inmediatamente.

Le empezaba a doler otra vez la cabeza como en tantas otras ocasiones, pero este llegaba en un mal momento. Miró hacia atrás, vio los cuerpos de los agentes y pensó en su madre.

Siempre pensó que su infancia no fue la de otros niños, y que maduró más pronto por todo lo que tuvo que vivir. Sus momentos más bonitos no los podía distinguir de las palizas y del trasiego de casa en casa. Nunca estuvo el tiempo suficiente en ningún sitio para valorar lo que le estaba ocurriendo. El abandono de su padre, al que nunca puso cara, y el abandono de su madre al poco de nacer, no hacían más que dar fantasía a su atormentada cabeza. Siempre ponía imagen en sus sueños a los dos, aunque jamás había una palabra de cariño.

El dolor de cabeza se hacía más fuerte; tendría que parar un poco para poder soportarlo. Debía buscar un buen sitio para ello, que no levantara sospechas de la gente, y así poder tomarse la pastilla de nuevo para que su cerebro pudiera dejarlo pensar. Los agentes ya no lo podían poner nervioso; hacía una hora que ya no volverían al mundo. Ahora estaban en un mundo mejor.

Así y todo, su paso por la universidad fue con creces lo mejor que le pudo pasar. Ese carácter suyo fue el que le hizo soportar aquellos años, estudiando hasta el agotamiento y sin vida exterior apenas. Pensaba que todo sería mejor al alcanzar la graduación. Pero eso no pasó; su continua búsqueda de empleo le hacía resquebrajarse. Tuvo que aceptar empleos de baja calidad para poder pagarse una cutre habitación y una mísera alimentación; lo de los supermercados Macmilan fue con diferencia lo peor.

En Macmilan, a las afueras de Atlantic City, lo cogieron para hacer de reponedor. Tenía un encargado, Freddy, que era mucho más joven que él y su principal virtud para el puesto era ser el sobrino preferido del señor Macmilan. El jovencito se dedicaba a putear a la gente que venía de las oficinas de empleo estatales. Era una mala bestia y se pavoneaba de serlo; siempre tenía su frase espectacular en la boca: «Por mis cojones». Las jovencitas que entraban para la caja no duraban ni medio día; enseguida se largaban al ver las intenciones del «salidillo Freddy». Las más necesitadas a veces se plegaban a la voluntad del encargado, y este les solicitaba favores sexuales. No era extraño que alguna estuviera en su hora de descanso en el aseo de arriba haciendo algún trabajito a Freddy.

Aquello lo descompuso durante mucho tiempo. A él le tocaba hacer las labores más duras y embarazosas del súper, cargaba con el trabajo de descargar los palés de los camiones y para putearlo solo le dejaban la traspaleta, los demás trabajadores entraban a descargar la mercancía con los toros eléctricos. Él tardaba tres veces más tiempo que el resto con la consiguiente fuerza física empleada. Freddy por las cámaras lo veía terminar y ya estaba encima de él con la fregona en la mano para limpiar este o aquel destrozo porque había pasado esto u otro accidente, pero también simplemente para limpiar los aseos. Él se llamaba a sí mismo La Puta.

En su tiempo libre, después de emplear ocho horas y treinta minutos todos los días de lunes a sábado en el trabajo del súper, empezó a rondarle una idea por la cabeza: hacer desaparecer al salidillo de Freddy. Empezó a seguirlo después del trabajo, saber sus costumbre y dónde pasaba su tiempo libre. Lo que más le importaba era saber dónde vivía; aún no había coincidido a la hora de la salida con él y no había podido seguirlo.

Aquella noche iba a ser la primera. Estaba apostado en la parte más oscura de la calle justo detrás de la esquina que daba al parking de personal; llevaba un Skoda Octavia de alquiler. Enseguida pasó el salidillo con su BMW biplaza; no iba a gran velocidad como si quisiera que todo el mundo lo viera; fue detrás el Skoda a cien metros.

Freddy entró en un barrio residencial a unos cuatro kilómetros del súper; no era muy ostentoso pero se notaba que allí vivía gente de profesiones liberales.

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ISBN:
9788413868660
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