promo_banner

Реклама

Читать книгу: «El Padre - The Father», страница 6

Шрифт:

A los cien metros de entrar giró a la derecha a una calle llamada Thomas Alba Edison Rd. y entró en la tercera casa a la derecha. Tenía una entrada amplia para la cochera, perfectamente delimitada por una excelente y bien cuidada valla de geranios blancos y rojos. Del lateral del garaje salía un camino hacia la parte de atrás; una casa de dos plantas con buhardilla lo gobernaba todo, y delante de la puerta principal había un camino delimitado por bellas hortensias y jazmines. Era un lugar a simple vista estupendo.

La primera planta disponía de una cocina enorme y un salón que parecía un cine, con un baño completo y lo que a priori parecía un despacho con un ordenador y una gran mesa de caoba africana. En la parte de atrás había como una salita y un vestidor que daban a una piscina en forma de riñón, bastante grande por cierto. Junto a la piscina había dos casetas, una para la depuradora y otra para las herramientas del jardín y trastos varios. Rodeada de césped y delimitada por unos magníficos cipreses cortados a una altura más o menos de dos metros y medio desde el suelo, una mesa con una sombrilla tipo china de efecto romboidal y cuatro sillas de mimbre blanco.

Arriba, tenía la planta una habitación de matrimonio del tamaño del salón, con vestidor de cuatro metros por otros cuatro. En una esquina una especie de chaise longue en miniatura, una mesa un poco más grande que la de tomar café y dos sillas francesas de diseño boisejour. Una cristalera con un gran balcón que daba arriba justo de la puerta principal; el balcón rodeaba la casa conectando todas las habitaciones. Las tres restantes habitaciones eran las de los invitados. Freddy vivía solo y por lo visto no esperaba visitas con frecuencia; parecía un solitario. En la planta había un baño completo para cada habitación, y al final del pasillo estaba la escalera que subía a la buhardilla.

Entró en casa y subió a su habitación. Tomó una ducha rápida y se puso un pantalón corto Adidas y un polo de Ralf Laurent. Bajó rápidamente por las escaleras y se fue directo a la cocina; abrió la puerta del frigo, cogió una botella de Pesquera blanco y se sirvió una copa. Encendió la televisión y puso el canal de los deportes en la Fox. Estaban Bill Henderson y Katie Barnes hablando de los Celtics de Boston.

A través del cristal del salón lo estaba viendo todo sin problema. El Salidillo no tenía perro y las casas estaban convenientemente separadas entre ellas para que sus moradores no vieran lo que hacían los vecinos. Tomó nota de todo mentalmente, y horas más tarde en su cutre habitación repasó y apuntó cada detalle; su memoria era casi fotográfica. Delimitó las habitaciones casi metro a metro y sacó un croquis casi milimétrico de toda la propiedad de Freddy.

Al día siguiente repitió y vio cómo el Salidillo volvía a repetir paso por paso la noche anterior y la siguiente y la otra; era un animal de costumbres. El domingo salió temprano, sobre las ocho, pero no cogió el coche; iba en sudadera de chándal y mallas piratas de runner. Salía a correr. Se quedó en un parque que había a un kilómetro a las afueras de la urbanización, entre jóvenes jugando al fútbol y familias preparando el picnic del domingo. Freddy dio unas vueltas al contorno del parque por un sendero. Se cruzó con infinidad de personas que hacían lo mismo a esta hora de la mañana. Desde la otra punta del parque estaba siendo observado; con bloc de notas y bolígrafo en mano fue tomando nota de lo que tardaba en realizar deporte esa mañana.

De vuelta a casa observó que miraba varias veces para atrás. Como sabía donde iba pasó rápidamente por delante de él y lo dejo atrás en segundos. Se apostó al principio de la calle en sentido contrario por donde debería salir para ir a la ciudad y esperó.

Una hora más tarde salió inmaculado con traje gris marengo de Urami Kobayasi para Ralf Laurent, camisa blanca de Karito Konamme para Chanel y zapatos Martinelli Exclusive Collection by Robert Redfort designe of Nabito Okahara. Lo japonés lo volvía loco, casi siempre compraba todos los aparatos de tecnología japoneses, pero sobre todo la moda de diseñadores japoneses era lo que más le gustaba. Lo tenía casi todo de los mejores diseñadores y empezaba a comprar cosas de diseñadores que despuntaban en el país nipón, que no tenían todavía caché. Era para él una inversión, su inversión; otros coleccionaban sellos.

Kumico Torasawa, Nikeme Akumura, Fukusura, Seiko Kawasato, todos jóvenes diseñadores y diseñadoras con un futuro portentoso en la moda. Alguno de ellos ya ha sido tentado por las grandes marcas, sobre todo Kumico Torasawa, una mujer con una personalidad tremendamente positiva que solo hace ropa de hombre, solo hombre en exclusiva. Algunos trajes suyos ya han sido adquiridos por firmas europeas para lanzarlos en prêt-à-porter, en grandes almacenes, y así testar el gusto de los europeos. Él ya había adquirido ropa de estos diseñadores. Su vestidor de cuatro metros era una auténtica caja fuerte.

Llegó al centro de Atlantic City, al edificio Gibson, donde ya lo esperaba lo que iba a ser la cita del lunch. Un edificio antiguo restaurado por un arquitecto australiano, de principio a fin, lo había dejado espectacular. El lugar ahora era un edificio de oficinas y de varios restaurantes de lujo ubicados en lo más alto, adonde se accedía desde unos grandes ascensores de cristal por fuera del edificio con vistas a todo Atlantic City. Subieron a un restaurante llamado La Opera Ristorante, un restaurante de nueva cocina italiana que había vuelto loco a media ciudad; la cola era tan larga para entrar que se reservaba con un mes de adelanto. Antes de la comida te sentabas en una terraza y degustabas vermut y vino blanco italiano con suaves deconstrucciones de pasta frita con aceite desgrasado al aroma de cítricos y canela. Tú no te movías; un ejército de camareros, hombres y mujeres, paseaban las bandejas dejando en la mesa los productos que desde la cocina y la bodega salían para los comensales.

Todos comían a la vez y no había mesas dobladas ni reservas para otra hora. La hora estaba clara, a la una para los aperitivos y a las dos para la comida en sí. Todos tenían que estar en el restaurante quince minutos antes de empezar, confirman abajo en recepción y suben en ascensores directos al restaurante, sin paradas ni escalas de ningún tipo. Si a la hora de entrada, quince minutos antes de la una, no has llegado para confirmar, pierdes la reserva y los trescientos cincuenta dólares de la reserva; no hay excusas, o estás, o estás fuera, sin paliativos.

La cita de Freddy era una joven más o menos de su edad, con una dulzura extrema por su comportamiento. Luego la seguiría a ella. Antes había colocado en el coche de Freddy un localizador que le reportaba al móvil la ubicación exacta donde se encontraba; era del tamaño de una aceituna.

Siguió a la chica nada más salir del restaurante; se despidieron con un beso en la mejilla. Al llegar a la casa de la joven entendió lo que pasaba, eran primos; la joven era la hija del señor Mcmillan, de ahí el beso en la mejilla. Freddy estaba peloteando a la heredera, ¡menuda rata de alcantarilla! Se fue del lugar, decepcionado por el descubrimiento.

Lo tenía todo listo: mañana sería el día perfecto para hacerlo. Puso un mensaje de texto, diciendo: «Será mañana».

CAPÍTULO VEINTE

Clarice se subía por las paredes; no podía contactar con su familia en Canadá. El ahogo la llevaba a ponerse morada de rabia; no podía soportar no salirse con la suya. No paraba de ir de aquí para allá en el despacho de McCoy, teléfono en mano, intentando ponerse en contacto con su familia.

McCoy había contactado con la Policía Montada del Canadá y llegarían lo antes posible a la casa de los Starling. El jefe de destacamento del condado de New Brunswick haría unas llamadas para contactar con el sheriff de la Policía Local. Así agilizarían la búsqueda de la familia.

—Jefe, esto huele muy mal; nos ha pillado por los cojones, se anticipa a cada paso que damos y no sabemos ni una puta cosa de él: parece de los nuestros.

—Starling, no se preocupe, habrán salido a dar un paseo o al súper, y seguro que no sucede absolutamente nada. Estarán de excursión; allí en esta época seguro que salen de excursión, yo lo haría.

—No funciona jefe, déjelo.

—Vamos, Starling, no nos pongamos en lo peor. Pueden haber pasado mil cosas diferentes y no ser lo que temes.

—Este tipo, jefe, va muy por delante de todos nosotros, y se jacta de ello en sus comunicados conmigo y en los hechos que así lo corroboran. El comunicado no hace más que darme vueltas en la cabeza; me dice que yo coja el mando. Pero… ¿ustedes estarían preparados para ello? Hasta ello es ridículo, pero creo que solo es una disputa entre él y yo; pero yo jamás me he enemistado con nadie. Mis relaciones sociales no han sido lo mejor en mi vida, jefe, solo he tenido un novio y mi relación con los hombres ha sido nula, exceptuando mi último año y medio aquí. Aunque no creo que ninguno de estos tipos tenga nada contra mí a pesar de que les he pateado el culo en cada prueba, en cada examen. Pero aunque sean unos gilipollas, con excepciones, claro, no sería una buena carta de presentación declararse asesino en serie formado en el FBI. Quitando esto, no tengo a nadie al que poder acusar, incriminar o simplemente señalar con el dedo y… ¡Mierda!, eso es lo que me consume. Me he hecho un montón de preguntas y me las he contestado sola, sin llegar a un punto de encuentro con absolutamente nada. No conocía a las víctimas, no tenía nada que ver con ellas, ni siquiera compartía dentista o psicoanalista, o ginecólogo. No estaba en un plano igualitario con ellas ni con sus vidas, por lo menos lo que hasta ahora llevamos averiguado de las dos víctimas. No he tenido relaciones sexuales lésbicas, bueno ni tampoco «hetero»: hace ya un par de años que me desahogo sola. No estudiamos en los mismos centros de primaria, secundaria y universidad. Yo no he viajado en los últimos dieciséis años. No, que yo sepa, compartimos amistades ni familia. Aunque en este punto, en el de la familia, ya no estoy seguro y empiezo a dudar. Me empiezo a hacer preguntas en las que las respuestas requieren a parte de mi familia implicada en decir la verdad. Una no puede porque está muerta, otro vive en Canadá y dejó de formar parte de mi vida hace mucho tiempo, ya que entre su universidad y la mía, no pudimos coincidir mucho, y luego nada más terminar, él se fue a Canadá. Solo queda mi padre y está acusado de los delitos de rapto, homicidio en primer grado y lo que se le pueda ocurrir al fiscal. Dígame usted, en mi situación, ¿qué haría?

—Solo te puedo decir una cosa, y por esto es por lo que ese colgado quiere que estés tú al mando. Nadie de este edificio habría descrito tu situación con la perfección y la imparcialidad que tú lo has hecho. Así que déjame hacer unas llamadas y serás la jefa, y si puedo después de esto te dejaré mi puesto porque yo me jubilo al terminar de coger a este cabrón.

McCoy levantó el auricular y tecleó un número. Sonó al otro lado.

—¿Sheriff? Soy McCoy ¿Ha leído toda la documentación?

—Sí, la he leído.

—¿La última que le he mandado hace veinte minutos, también?

—Sí, también, ese hijo de puta quiere ponernos en manos de una novata del FBI para poder salir de rositas. Pues yo no lo voy a permitir; pienso salir ahí para contar lo que pasa y tu novata no podrá impedirlo.

—Bueno, no seré yo quien te lo impida; sé que estás celoso por todo lo que está ocurriendo, pero yo no te quitaré…

—¿Celoso? —interrumpió el sheriff.

—Vamos, sheriff, con el pedazo de publicidad para su carrera que podría significar estar en los focos de todas las televisiones, pues claro que está celoso. Pero ya se lo he dicho, yo no le voy a pedir que lo deje.

—Pues entonces nos vamos entendiendo…

—Lo hará el fiscal —interrumpió McCoy—, y colgó el teléfono.

—¡Mierdaaaa! —gritó el sheriff.

Minutos después el fiscal llamó al sheriff, pidiéndole encarecidamente y por favor que se apartara de los focos y que fuera la novata la que se «quemara». Le explicó que tendrían que esperar su oportunidad, que esta llegaría y que entonces todos se darían cuenta de la valía de ambos y obtendrían su recompensa.

El fiscal llamó a McCoy dándole vía libre, pero avisándole con una sutileza maliciosa, que si la cagaba se lo comería con patatas, a él y todo su equipo incluido la novata y su padre.

McCoy levantó el dedo corazón a propósito de las amenazas del fiscal, aprovechando que no lo veía. Degustó la victoria por los puntos en un suspiro de gloria. Fue en busca de Clarice; estaba junto a la máquina del café.

—Starling —le dijo— se encargará de llevar este tema.

—Pero jefe, ¿no lo dirá en serio? ¿Dejará que ese perturbado nos dicte lo que él quiera y nosotros lo sigamos a pies juntillas?

—Sí, lo haré porque confío en que usted lo ponga en su sitio, donde tiene que estar, en una prisión federal confinado de por vida. Aunque aquí estaría mejor en la silla.

—Jefe, por favor, esto es una locura. Parece que se le ha ido la pinza a todo el mundo; que esto no es una novela, es la vida real. Ese tipo tiene algo contra mí y yo no lo he descubierto todavía y no sé si lo podré hacer, pero él sabe mucho de mí y de mi familia.

—Pues empieza a ser ya la que manda y pon manos a la obra.

Los interrumpió uno de los chicos del laboratorio que estaba en la investigación de otras cosas.

—Perdone, señor, debo hablar con usted en privado.

—No, eso no va a ser posible, aquí está la jefa desde ahora en adelante hasta que termine este caso y todo, repito, todo pasará por sus manos.

—¿Y si le atañe directamente?

—Pues más todavía.

—Pues jefa, no sé como decírselo.

—Suéltalo ya.

—Su examen ha sido redactado por otra persona, el bolígrafo individualizado que cada uno de ustedes tenía la ha delatado.

—¿Cómo?

—Que su examen no se ha hecho con el bolígrafo que tenía personalizado. Por lo tanto debemos suspenderla, su nota es un cero.

—Creo que estoy alucinando. Es imposible, yo he realizado el examen con el bolígrafo asignado. No tenía otro.

—Lo lamento, jefa, pero las pruebas realizadas a su bolígrafo, el que se ha recogido de encima del test, han dado negativo. Todo bolígrafo llevaba un componente identificativo que se introdujo en la tinta. Unos llevaban vainilla, otro jazmín y así hasta ciento treinta y cinco componentes diferentes pero a la vez identificativo para cada alumno. El suyo era chocolate de Etiopía. Pero en el bolígrafo recogido tras el examen que usted realizó ese componente era sirope de arce, algo que no estaba en ninguno de los ciento treinta y cinco componentes. Concluyendo, que si usted hizo el examen con un bolígrafo diferente que llevaba sirope de arce, porque su test estaba hecho con chocolate de Etiopía…

—No lo sé, yo hice el examen con el bolígrafo que había encima del examen, no puse ni quité nada y por supuesto no cambié mi bolígrafo.

—¿Nadie de todos ustedes sabía que la tinta de cada uno de los bolígrafos llevaba un componente además de la tinta?

—Claro que no.

—Entonces, alguien puede ser que intente desautorizar o desprestigiar el test para intentar alguna maniobra, no sé cómo explicarlo. A través de su imagen, desautorizar todo lo que aquí se haga.

—Le escucho.

—No sé, ahora usted es la jefa, todo lo que haga tendrá repercusión de manera infinita, quizás es por ahí por donde nos quieran golpear y usted es el conejillo de indias.

—No está mal, pero no debe salir de aquí nada de esto; somos tres personas las que lo sabemos: ¿alguna más en el laboratorio?

—No.

—Entonces solo tres personas. Esto no saldrá de aquí y luego ya lo solventaremos; mientras tanto quiero saber las condiciones en las que hicimos el examen. Supongo que se grabó todo el examen por imagen general y luego por cuadrantes. Quiero una copia de todo en mi despacho —se sonrojó y se llevó las manos a la boca—, lo siento, jefe, me he metido en el papel.

—Ya has oído —dijo McCoy al chico del laboratorio.

—Y ¿cuál es su despacho, jefa?

—El mío —contestó McCoy—. De momento.

—Gracias, jefe —dijo Clarice.

El chico del laboratorio ya se había marchado. Clarice y McCoy se fueron al despacho, pues tenían que preparar la rueda de prensa y no podían demorar más el hablar con la prensa.

Como último recurso, Starling llamó al parque donde trabajaba Caroline. Sabía que a veces pasaban tiempo allí porque a Anna Mae le gustaba mucho. La persona que se puso al teléfono acababa de entrar de refuerzo y no sabía que estuviera allí, pero hablaría con la jefa de turno del parque y, si estaba, la localizarían. Clarice le dio instrucciones precisas para su familia y les dijo que llamaran a la Policía inmediatamente.

CAPÍTULO VEINTIUNO

Free Soul —Alma libre— era una preciosa comuna a orillas del Atlántico cerca de Indian River, a unos kilómetros de Palm Beach; todo era amor libre y ácidos —dietilamida de ácido lisérgico—. La comuna sobrevivía gracias a los trabajos esporádicos de muchos de sus miembros, aunque la mayoría trataban de reacondicionar aquel viejo hotel en una casa donde las condiciones fueran salubres y cómodas. La mayoría que trabajaba fuera tenía profesiones en las que podía disponer de la mañana o de la tarde libre, para poder confraternizar. Las indispensables eran las enfermeras, ya que su aportación era fundamental para la producción de los ácidos. Su fabricación no es difícil y por ello la comuna disponía de su propio laboratorio de campaña, fácil de montar y fácil de desmontar sin dejar aparentemente huella. Las dosis oscilaban en un arco de entre cincuenta y cuatrocientos microgramos; la forma más común era en micropuntos o papel.

El dinero que aportaban los demás servía para el funcionamiento diario de la comuna, comida y bebida. Pero cada vez era menos necesario. Una parte importante de los ácidos fabricados en Alma Libre se distribuían entre los camellos locales de Palm Beach, que no paraban de demandar más y más; se había convertido en una moda. Las élites de la región consumían los tripis fabricados en la comuna como el agua; casi siempre se hacían turnos dobles en el laboratorio.

El negocio funcionaba bien, y la comuna cada día se hacía un poco más grande y un poco más cómoda por la adecuación de sus instalaciones. La brigada que se ocupaba del mantenimiento y reparación iba cada día haciendo avances para el acomodo de los comuneros. Completaban habitación tras habitación del viejo hotel para que se fueran instalando por riguroso orden de llegada las parejas o, en el caso de Ona, San y Susan y Larry, Lisa y Kevin, a las familias. Sus habitaciones habían sido las últimas que se adecuaron. No había gran cosa en ellas pero se habían enyesado y pintado, se había hecho la instalación de la luz y se había arreglado el baño. Estaba todo perfecto para ser un viejo y destartalado hotel. Tenían dos camas y un pequeño armario empotrado, cuatro sillas y una mesa redonda de un metro veinte de diámetro, un pequeño sofá de dos plazas y una estantería de obra en forma de cuadrado.

Y enfrente una magnífica vista de la playa, donde los más pequeños disfrutaban casi todo el día.

Larry y San seguían siendo independientes con respecto a la comuna. Tenían un empleo cada uno en Palm Beach y aportaban su salario, menos un pequeña parte que ambos tenían a buen recaudo para su fondo común. Pensaban siempre en el futuro. No querían verse abocados a quedarse en cualquier sitio por el mero hecho de no tener con qué poder emprender otra aventura, y de esa idea salió el fondo común de las dos familias. Si llegara el caso podían desaparecer en cuestión de horas de cualquier sitio; ellos eran económicamente independientes, y el Plymouth y su maleta siempre estaban preparados.

San trabajaba en un taller mecánico donde reparaban coches pero a la vez también vendían; era un concesionario de la Ford. San siempre tenía la extraña habilidad de hacer amistad con tipos raros y difíciles. Aquella etapa no iba a ser diferente y a los pocos días de estar allí conoció a un tipo algo oscuro, con un cadillac, el dorado coupé 2 del 56 denominado Biarritz, en color rojo. Ese fue el año del cambio en cadillac, y después de tres años se cambió la carrocería y se aumentó la potencia del motor hasta los 305 caballos y 6000 cc; sus medidas eran 5,66 metros de largo y 2,03 metros de ancho con un peso total de 2300 kilos. Además, este modelo llevaba ya incorporado sistema eléctrico para la subida de ventanillas, el capot del maletero, la capota y el reloj. Con motor V8, dirección asistida y faros con sistema de regulación automática, y podía alcanzar una velocidad de 190 km/h, aunque la dirección muy suave a la vez que muy imprecisa y unos frenos de tambor excesivamente pequeños para las dimensiones del vehículo, hacían que la mayoría de los usuarios no alcanzaran la velocidad límite expuesta por el fabricante.

El coche fue para San como una mujer bellísima; le entró por los ojos sin dejar ver lo que traía a un lado y a otro, o quién lo conducía. Se quedó impresionado y fue saliendo del foso, donde estaba arreglando los frenos de un continental, como hipnotizado, paso a paso, limpiándose las manos de grasa en un algodón. Cuando llegó a su altura estaba delante del coche y fue pasando el dedo índice de adelante hacia atrás por toda la carrocería, ensimismado, como si acariciase un sueño, con los ojos perdidos en un infinito demasiado cercano. El tacto era sensual, casi sexual, irrefrenablemente lujurioso. Cuando llegó al final, por un lado siguió dando la vuelta y empezó de atrás hacia delante hasta que llegó al punto de partida. Por supuesto no oyó al tipo que le estaba diciendo que no pusiera sus zarpas roñosas en su espectacular cadillac. Estaba absorto. Enseguida salió de su trance; tenía un tipo delante de él dándole unos golpecitos en el pecho recriminándole lo que había hecho.

—¿Quién cojones te ha dicho que pongas esas zarpas roñosas en mi cadillac?

—Estaba acariciándolo. Tiene usted un coche impresionante.

—Y quiero seguir teniéndolo, pero tus zarpas de grasa casi hacen que lo tenga que llevar otra vez a lavar. Aléjate de él y no tendrás problemas, pero si te veo ni siquiera a un metro todos los problemas se te acabarán. ¿Lo entiendes?

—Lo único que entiendo es que si esta preciosidad está aquí es porque tiene algún que otro «problema», pero si usted quiere que su problema persista en el tiempo y se haga crónico, estas «zarpas» estarán lejos. Eso para usted sí que es un mundo de problemas. Ahora que ya tiene un mundo de problemas, no me llame, no soy su puto consejero, capullo.

El tipo se le quedó mirando con cara de pocos amigos y enseguida reaccionó.

—¿Me está amenazando? Pues sepa que a mí las amenazas me la traen floja.

—No, yo no le he amenazado; usted a mí sí con tener «problemas». A mí sí me la traen floja sus amenazas. Pero ahora llame a Lou si quiere algo y déjeme en paz; eso sí, ¿ve mi cara?, pues olvídela, capullo.

San se fue andando camino del foso de donde había salido, sin mirar atrás. El tipo se quedó mirando cómo se marchaba sin abrir la boca. Lou aparecía por la puerta del concesionario y lo saludó desde allí.

Lou se dirigió adonde estaba el tipo y le estrechó la mano. Se saludaron durante unos segundos y el tipo enseguida empezó a detallarle lo que le había pasado al coche.

—Ayer volvía de Miami por la autopista y le tiré fuerte, pero no pude controlarlo, se me iba para los lados. Es como si la dirección no respondiera, y luego los frenos; cuando los pisé para aminorar la velocidad era como si no frenaran lo suficiente. Lou, me acojoné: creía que me estampaba. Quiero que lo mires de arriba abajo y que lo soluciones.

—Bien, pues se lo diré a San, que le eche un vistazo y ya te telefoneo.

—¿Quién coño es San?

—El que está en el foso con ese Continental.

—¿Ese tipo? No, ¿me tomas el pelo?

—No, es un tipo que empezó la semana pasada y tío, es un mecánico de altura. Al furgón de Sony le ha hecho un arreglo de casi quinientos pavos y se lo ha dejado salido de fábrica. No sé de dónde viene pero ha sido una gran adquisición ¿Es que lo conoces?

—No, pero no me ha caído bien, he tenido un cambio de impresiones y no, no me ha caído bien. No quiero que toque mi cadillac…

—Pues sácalo de aquí y búscate otro taller —lo interrumpió—. Si hay alguien que tocará tú cadillac es San, así que si tú no quieres, la puerta está ahí.

Le señaló el camino a la puerta y se volvió al concesionario; había entrado una pareja joven y estaba mirando el Lincoln Continental Marck II, el último modelo que le quedaba del 57. Prácticamente salió corriendo.

El tipo se quedó con la boca abierta y empezó a reflexionar; no conocía otro taller pero estaba planteándose la idea de buscarlo. Entonces San salió del foso y recogió las herramientas. Llamó a un jovencito que estaba en la puerta del taller.

—¡Willy, Willy! —El jovencito de la puerta miró a San y este continuó—. Sácalo fuera, ya está arreglado, voy a preparar el parte y luego me pondré con otro Continental, el que está en el foso tres.

—Ok, San —le dijo Willy.

San se dirigió a la pequeña oficina al final del taller, pasó por delante del tipo que seguía la conversación de los dos.

—¡Todavía estás aquí, capullo!

—No todo el mundo me llama capullo y se va de rositas.

—Otra amenaza; parece que no aprendes una mierda, capullo. Te han puesto de patitas en la calle y todavía sigues aquí, parece que te hace falta un plano para entender las cosas. Pero sigues amenazando, te importa un huevo que te hayan dicho que yo soy el único que puede tocar tu chatarra y sigas tocándome los huevos. Si por gilipollas dieran puntos tú tendrías el casillero lleno; ahora quítate de mi vista y saca la chatarra del taller.

—Tienes muchos huevos dirigiéndote a mí en esos términos sin conocerme de nada. Parece que no te has parado a pensar qué es lo que pueden significar tus palabras para mí. Yo no soy un pedazo de mierda con el que puedes jugar y luego tirar. Si no te metes la lengua en el culo…

Interrumpió San, acercando su cara a la del tipo; eran los dos de la misma altura, centímetro arriba o abajo.

—Mira, capullo, has entrado aquí faltando al respeto a alguien que podría solucionarte los problemas de tu coche y los propios derivados de los que te produce tu coche. Me has amenazado con problemas. Me has vetado. Me has vuelto a amenazar. Encima aún no sé qué haces aquí porque te han puesto de patitas en la calle y no lo pillas; vamos a ver, si a ti te contaran esta película donde tú trabajas, ¿qué coño pensarías? Capullo. No, no digas ni una puta palabra más, pírate de aquí echando hostias. Y no mires para atrás. Soy San. —Y tocándose las dos narices le dijo—: Y tú estás en la calle.

San se separó y se dirigió a la oficina. El tipo abrió la puerta del cadillac y se metió en él, giró el contacto y lo arrancó; salió del taller. San lo vio irse cuando recibía la mirada inmisericorde de perdonavidas que le hizo el tipo aquel cuando salía. En una mueca con la boca, San le dijo: «Bye, bye, capullo».

San terminó su jornada laboral a las tres de la tarde, salió del taller y fue a por su coche; Larry no tardaría en llegar: siempre salía unos minutos más tarde que él. Cuando levantó la vista de camino a su Plymouth y vio el dorado, y apoyado en él, al tipo, San se preparó para lo peor; no era la primera vez que se encontraba en aquella tesitura, contrajo músculos y siguió andando.

Cuando pasó por su lado se quedó mirando y siguió andando; entonces, una frase le hizo parar.

—Vale, tú ganas, me he equivocado y lo siento, pero solo te pediré una cosa: no me llames capullo.

—Vale, tío, tú ganas; mañana empiezo a las siete, pásate —le dijo San.

La mañana siguiente el tipo estaba allí, incluso aparecía mucho antes de las siete. San abrió el gran portón que daba paso al taller; al momento estaba Willy por allí. Entre los dos pusieron todo a funcionar; Lou llegaría a las nueve para abrir el concesionario. San se puso a hablar con Willy.

—Sal y entra el dorado; mételo en el foso uno.

—Enseguida, San.

Un par de minutos después Willy entró con el dorado. San ya estaba en el foso. Cuando paró Willy el coche, San empezó con los frenos.

Un par de horas o tres después, San llamó a Willy para que lo sacara.

Entró el tipo al taller y vio a San preparando el parte como vio ayer hacer. La factura la prepararía Lou, que ya había llegado hace un rato. San salió de la pequeña oficina. Se dirigió al tipo.

—Yo no soy nadie para decirte esto pero si sigues haciendo con el coche esos viajes a Miami y a New York, terminarás por joderlo del todo.

—¿Cómo?

—Ya me has oído, conmigo no te hagas el tonto, soy bastante más listo que tú y sé mucho de mecánica. El doble compartimento que llevas justo encima del eje trasero para esconder la droga, terminará por joderte el eje trasero, que soporta el peso extra de la droga que cargas. Por eso, al llevar el peso localizado encima del eje, este ejerce una presión sobre la dirección, esta se suaviza, y se dilata como cuando se estira demasiado una goma, y al producirse eso, los frenos no pueden frenar mejor porque ya de por sí el tamaño de los tambores del dorado es un poco escaso. Con el sobrepeso se hace el coche un bólido, donde los frenos se sobrecalientan y no frenan lo suficiente. Por eso cuando de verdad necesitas frenar das bandazos de un lado para otro.

—Si es por eso, llevas dos horas debajo del coche; en diez minutos sería suficiente.

—Te he cambiado zapatas y te he ajustado al máximo la dirección, pero te volverá a pasar. Deberás llevar cuidado o cargar menos.

El tipo lo estuvo mirando un rato. Pero al final habló San.

—Además deberías ser mucho más agradecido; podía haber llamado a la poli y ahora estarías en la comisaría dando explicaciones.

Бесплатный фрагмент закончился.

710,27 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
480 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788413868660
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают