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ENEMIGOS DE LA HISTORIA

14 de febrero de 2020

LOS ÚNICOS QUE OBJETAN LA IMPORTANTE labor del profesor Darío Acevedo Carmona al frente del Centro Nacional de Memoria Histórica, desde febrero de 2019, es el grupúsculo sectario de siempre, el mismo que controló a sus anchas, durante ocho años y en la más grande opacidad, esa dependencia administrativa.

Ese equipo estaba empeñado en cumplir una sola tarea: que todos los recursos intelectuales y financieros del CNMH fueran canalizados para imponer como verdad revelada un embuchado narrativo que avergüenza a todo historiador que se respete(8).

Pretendían (y los viudos del poder siguen gritando lo mismo desde los techos) que la violencia de las Farc, y de las otras narco-guerrillas comunistas, sólo fue «un elemento discursivo desde el marxismo» de un «actor político» aunque éste haya «trasgredido el orden jurídico constituido»(9).

Cincuenta años de atrocidades, manipulaciones y mentiras de todo calibre, cometidas por implacables bandas criminales, son ocultados y convertidos en un mero «discurso» de un actor no armado pues únicamente «político».

Lo hecho en Inzá, Bojayá, El Nogal, Machuca, la Escuela General Santander, para escoger solo cinco matanzas entre tantas otras, fueron «elementos discursivos» de las Farc y del Eln.

La montaña de asaltos sangrientos contra colombianos inermes de todas las clases y categorías sociales, y contra las fuerzas armadas y de policía de un Estado democrático, es glorificada por la clique que inspira a quienes pretendían seguir controlando el CNMH tras el fin del periodo del presidente JM Santos.

Son ellos los que insisten en que las Farc, como lo escribe con gran cinismo Francisco Toloza, acudieron a la violencia en calidad de «actor político» y que esa violencia masiva era impartida en defensa de «los intereses de unas clases» y, sobre todo, siendo «fiel a la tradición extra-parlamentaria propia del acervo de los partidos comunistas».

Si retiramos ese maquillaje retórico, esto quiere decir, en lenguaje corriente, que el empleo de la violencia por parte de las Farc fue, en realidad, un gesto político «tradicional» de justicia de clase, plenamente conforme al derecho, y no solo al derecho colombiano sino a un derecho más vasto y superior: el de «los partidos comunistas».

Con tales adulteraciones quieren imponerle al país la falsa visión apocalíptica de que, en Colombia, unas clases sociales, dirigidas por el partido comunista, se levantaron en armas contra otras clases sociales. Y que en ese supuesto levantamiento masivo jamás hubo participación del bloque comunista internacional.

Tal es la razón de la lucha desesperada de ellos para aplicar a rajatabla la fórmula «conflicto armado interno» y descarar el concepto de agresión terrorista de largo alcance.

Adoptar una u otra terminología tiene consecuencias. Si aceptamos la del «conflicto armado interno» tendremos que tragar otro mito: que la actual violencia narco-comunista (de las Farc-Segunda Marquetalia, del Eln, etc.), debe seguir su curso pues todo lo que ocurre en materia de lucha social, política y cultural es el reflejo de una guerra de clase contra clase en el que el comunismo dirige «la pugna por el poder del Estado». Conclusión: no habrá paz hasta que el comunismo tome el poder.

Eso es lo que está en juego y lo que explica las intrigas contra la dirección actual del CNMH.

Los fanáticos que exigen que un marxista regrese a la dirección del CNMH no hacen más que cumplir el legado de Luis Morantes, mejor conocido como «Jacobo Arenas», un sanguinario que pretendía ser el mayor «ideólogo» de las Farc hasta su muerte en 1990. Él decía eso mismo aunque en el lenguaje brutal propio de su rango.

Es evidente que la Historia fue proscrita en la etapa inicial del CNMH. Si quieren sacar al profesor Darío Acevedo es porque quieren expulsar de nuevo la Historia del CNMH. El objetivo mamerto es hundir la Historia del país bajo una capa de memoria arreglada.

Incluso acudieron a una secta internacional rarísima que vive gracias al dinero de George Soros. Esta gesticula desde Nueva York y pide la cabeza de Darío Acevedo. Otra reciente muestra de esa ofensiva es el iracundo comentario de un columnista del diario antioqueño El Colombiano que acusa al presidente Iván Duque de «torpedear los acuerdos» Farc/Santos y le exige, al mismo tiempo, destituir al profesor Acevedo(10).

Es verdad que los leninistas prefieren la Memoria y desconfían de la Historia. Saben bien que la Memoria reposa sobre el recuerdo, la imaginación, la divagación, la conjetura, y hasta en el falso rumor. Por eso ella es el mejor aliado de la propaganda. La Historia, en cambio, es un instrumento exigente. Basado en el examen detallado y contradictorio de archivos, documentos, periódicos, testimonios y otras pruebas incontestables, el trabajo del historiador es un mejor instrumento para conocer el pasado y comprender el presente.

Los comunistas no aceptan que un historiador ocupe ese cargo y no un marxólogo disciplinado dispuesto a «recoger la memoria» (como dicen ellos) para engordar una leyenda.

¿Por qué ahora? Porque quieren que el Museo de la Memoria también sirva ese plato.

La Historia es, pues, evacuada para que reine la Memoria. Pero hay otros cambalaches. Un grupo pretende que «hay conflicto armado interno» porque lo dice la ley 1448 de 2011(11). ¿Desde cuándo una evaluación político-social es decidida por una ley? La ley no puede dictarle conclusiones al historiador, ni al sociólogo, ni al economista, ni al demógrafo.

Otros dicen que «hay conflicto armado interno» porque una universidad sueca lo dijo. El defensor de esa cursilería agrega que una universidad americana fijó un criterio: hay «conflicto armado interno» si la violencia es «intensa», «organizada» y genera «combates». Dudo que una universidad americana maneje hipótesis tan simplistas. Habría entonces que clasificar de esa manera una cantidad de ofensivas terroristas donde esos criterios aparecieron: en Estados Unidos contra los Weathermen, el SLA y Al Qaida; en Israel contra las facciones terroristas palestinas; en España contra ETA; en Italia contra las Brigadas Rojas; en Francia contra Acción Directa y el terrorismo islámico; en Alemania contra la Banda Baader; en Uruguay contra los Tupamaros; en Argentina contra los Montoneros y el ERP; en Perú contra Sendero Luminoso; en Turquía contra el PKK. La lista es larguísima. Ninguno de esos desafíos es clasificado de esa manera.

Otro grupo cree ver en Colombia un «conflicto armado interno» porque el Derecho Internacional Humanitario lo dice. Estos últimos quieren preservar un curioso arsenal normativo que, en ciertos casos, crea más problemas que soluciones. Esa legislación dificulta, e impide en algunos momentos, la defensa del Estado democrático contra la agresión terrorista, con el pretexto de la preservación de los derechos humanos. ¿Preservación para quién? ¿Se imagina lo que habría sido la lucha contra Al Qaida y contra el Estado Islámico si Estados Unidos se hubiera sometido a esas reglas? Ben Laden estaría de primer ministro en Pakistán y Abu Bakr al-Baghdadi sería el presidente de Irak.

Atornillar esa teoría en el CNMH le conviene a muchos, sobre todo al principal logro de los pactos Santos/Farc: la JEP. La justicia «especial» consiste en disculpar los crímenes de las Farc pues estos son, según el PCC, «actores políticos» que participan en una «pugna por el poder del Estado».

Luego la impunidad para los miembros del Secretariado y los otros verdugos de esa organización es un efecto lógico. Sin memoria amañada no hay justicia «especial». George Orwell escribió: «Quien controla el pasado controlará el futuro». En consecuencia, el Museo de la Memoria terminaría también siendo desviado y convertido en un monumento pro Farc.

Quien agita lo del «conflicto armado interno» trabaja, quiéralo o no, para implementar el pacto Santos/Farc, rechazado por los colombianos en el referendo de 2016, y para desmovilizar a Colombia ante la violencia de las Farc Segunda Marquetalia, y de su cómplice el Eln.

LA JEP Y SUS PESCAS MILAGROSAS

17 de febrero de 2020

EL ESPECTADOR Y OTROS MEDIOS HAN tratado de arreglar una historia de lo que ocurrió, según ellos, la semana pasada, durante las dos audiencias en las que el general (r) Mario Montoya Uribe, excomandante del Ejército de Colombia, habló en «versión voluntaria» ante la JEP.

Las «fuentes consultadas» que mencionan esos diarios no son creíbles: son los abogados de tres oficiales involucrados en el caso de falsos positivos de Soacha, ya juzgado, y en el que nunca estuvo involucrado el general Montoya. Es decir, son actores interesados. Luego ellos no pueden ser objetivos.

Peor: las «fuentes» de El Espectador pueden ser los mismos magistrados de la JEP que condujeron las audiencias del miércoles y jueves. ¿Violaron ellos el secreto judicial? No lo sabemos por el momento. Pero la investigación sigue.

Por ahora hay un hecho: ningún medio tuvo un periodista en esa audiencia, pues ésta era «reservada». Luego lo que dicen algunos matutinos bogotanos hay que tomarlo con cautela: es la interpretación de personas que pueden haber tratado de hacer pasar sus opiniones por hechos.

Hasta la televisión chavista trató de enredar las cosas. Hernán Tovar, de Telesur, a pesar de que no estuvo en la audiencia, gesticuló que el general Montoya «calló (pero pronunció cayó) sobre los falsos positivos». Y llegó al extremo de decir que si él no está dispuesto a auto inculparse «no debería estar asumiendo esta justicia especial para la paz». Increíble. Ese es el «periodismo» madurista que está tratando de implantarse en Colombia.

La JEP hizo su propia grabación de las audiencias. Pero de éstas no salió documento oficial alguno. No hay un acta, un auto, un documento sonoro, visual o escrito, que recoja con exactitud las declaraciones del general Montoya y lo que expresaron los magistrados. Empero, el 13 de febrero, El Tiempo tituló así: «audiencia contra general Montoya en la JEP». Ha debido escribir: «audiencia del general Montoya».

¿La JEP respetó la confidencialidad de esas audiencias? Existen dudas. «Sin que se hubiese terminado la primera audiencia del miércoles ya todos los medios de comunicación tenían conocimiento de lo expresado por mí. La información que suministré fue filtrada a los medios», reveló el general Montoya(12).

A esa audiencia la JEP no dejó ingresar teléfonos celulares. Sin embargo, los abogados tenían equipos informáticos. ¿La audiencia era realmente «reservada»? En febrero de 2019, tras la «versión voluntaria» de alias «Timochenko», jefe de las Farc, sobre los secuestros cometidos por esa guerrilla, pero sin presencia de las víctimas, la prensa no dijo nada substancial. ¿La reserva de esas audiencias es para las Farc y no para los militares?

La prensa no presentó una versión equilibrada de lo ocurrido la semana pasada. Mucho menos puede justificar la pertinencia de la palabra «indolencia» con la que unos medios creyeron útil condimentar sus artículos. Estos le reprochan al general Montoya haber sido «indolente con las víctimas». También le atribuyen una «falta de respeto». ¿A quién? ¿Cómo? Los medios no responden. Deslizaron esos vocablos y escondieron la mano.

Esos calificativos oprobiosos fueron sacados del cubilete del mago para afectar el buen nombre del general Montoya, en vista de que no tenían nada más para endilgarle.

Veamos más de cerca la cuestión. Vamos al punto central.

Desde agosto de 2015, el general Montoya ha estado dando explicaciones. El fiscal general Eduardo Montealegre, que proclamaba que iba a encarcelar al general, no lo hizo. No lo pudo hacer. No porque no quisiera (su odio antimilitarista de exmiembro de la JUCO es bien conocido) sino porque no encontró prueba alguna. Después, otro fiscal, Jaime Camacho, prometió lo mismo. No lo hizo.

Durante el periodo de Néstor Humberto Martínez la Fiscalía tampoco inculpó al general Montoya. La Fiscalía informó que entre febrero de 2006 y noviembre de 2008 se reportaron 6 699 muertes en combate contra la subversión, y que de ese universo ella estaba investigando si en 2 429 casos se trató de asesinatos de civiles. Esa investigación no ha terminado. Luego no hay claridad siquiera sobre la cifra exacta de los llamados «falsos positivos».

En la audiencia del miércoles, el general Montoya afirmó una vez más que nunca dio una instrucción que fuera contra la Constitución, que no dio órdenes de matar civiles, ni de matar a nadie fuera de combate.

La posición de él no ha cambiado. El 10 de agosto de 2015, declaró ante la Fiscalía: «Yo estuve de comandante del Ejército de febrero de 2006 a octubre de 2008, eso da un total de 32 meses o 128 semanas. Y en esas 128 semanas, de acuerdo con el libro de programas del comandante del Ejército, en 92 oportunidades hice alusión al respeto por los derechos humanos, a la transparencia y a limpieza de las operaciones. Hasta la saciedad les dije: ‘Que se muera un inocente y no lo reconozcamos es un gran error, pero que se muera un inocente y lo hagamos pasar por bandido es un acto de cobardía’».

Sin embargo, el modelo de texto deliberadamente obscuro que adopta en estos días cierta prensa sobre este tema, quizá por hostilidad o por simple incapacidad para examinar los hechos con exactitud, es este: «La JEP ordenó la comparecencia del general (r) Montoya, ya que ha sido comprometido en varios informes allegados a la JEP y en, por lo menos, 11 versiones rendidas por miembros de la fuerza pública dentro del Caso 003, conocido como ejecuciones extrajudiciales».(13)

Ese párrafo es un perverso juego semántico que calla detalles esenciales para ofrecerle a la opinión un saco de nudos incomprensible.

1. Nadie puede ser «comprometido» por simples «informes» de terceros. La única forma de «comprometer» a alguien en un proceso penal es que las autoridades judiciales hayan establecido plenamente que existen pruebas (no simples dichos) contra una persona.

2. La frase «versiones rendidas por miembros de la fuerza pública dentro del Caso 003, conocido como ‘ejecuciones extrajudiciales’», omite un elemento central: ninguno de esos miembros de la fuerza pública afirma haber recibido órdenes del general Montoya de masacrar a civiles. Lo que ellos dicen es que el comandante del Ejército «pedía resultados» a sus tropas.

¿Pedir resultados, e incluso presionar para que se obtengan resultados, es un delito?

«Obtener resultados» no es solo un derecho sino un deber de todo comandante militar, en Colombia y en cualquier otro país. No hacerlo es incumplir sus obligaciones. Colombia vive una guerra subversiva, despiadada, asimétrica, narco-terrorista. El deber de los mandos de la fuerza pública, altos y bajos, es combatir y ganar esa guerra. Los resultados pedidos por los altos mandos colombianos, tienen que ver con acciones militares y de policía, perfectamente reglamentadas, destinadas a proteger la población, a reprimir las bandas criminales, a restablecer el orden público, a hacer respetar la soberanía nacional y a fomentar la concordia cívico-militar.

Empero, la sala de Reconocimiento de la Verdad de la JEP quiere escuchar una canción diferente. Quiere que los altos mandos, como el general Montoya, se auto inculpen. Como el general Montoya se acogió voluntariamente, la JEP cree que el deber de él es reconocer que cometió delitos. Por no reconocer eso la JEP le recrimina que no está «colaborando». Y le hace saber a los medios que él «no está diciendo la verdad». Esa actuación es cobarde e ilegal.

¿Cómo no ver en esto un intento de manipulación del público? Deliberadamente insinúan que Montoya miente. La JEP no está lejos de cometer una difamación.

«Yo no voy a reconocer ningún delito pues yo no he cometido ningún delito», subraya el general Montoya. «Los magistrados de la JEP me dicen: ‘usted debe colaborar para que se restablezca la verdad’. Es decir, la versión que les he dado no les satisface, quieren que uno se involucre y que diga que presionar los resultados llevó a ciertas personas a cometer delitos y eso no lo voy a admitir pues no es cierto». Y detalla: «Mis subordinados eran los comandantes de división del Ejército, oficiales con gran experiencia por sus largos años de servicio a la República. Ellos conocen perfectamente las reglas de funcionamiento del Ejército nacional».

Pregunta: ¿si la JEP estima que el general Montoya no está «colaborando», en qué basa tal convicción? ¿Dispone de pruebas? ¿Éstas en qué consisten? ¿Dónde están? ¿Quién las recogió? ¿Cuándo? La JEP deja ver que no tiene nada, a pesar de la documentación que le ha trasladado la Fiscalía General. Por eso van a la pesca azarosa de informaciones.

«La única ‘prueba’ que ellos tienen, me dice el general Montoya, son las versiones de siete subalternos que ya reconocieron haber matado gente fuera de combate. Ellos, al final, aducen que cometieron eso porque yo presionaba por resultados. Pero el punto es que esas personas no eran mis subordinados. Yo no les daba órdenes a ellos, ellos tenían otros jefes». Y concluye: «Si obran así es porque pueden estar tratando de lavarse las manos trasladando a otros la responsabilidad, con el argumento de que se les exigía resultados».

Hasta hoy no hay prueba de que hubo una relación directa entre el acto de esas personas y una orden del general Montoya. Éste afirma: «No hay ninguna declaración que diga el general Montoya me ordenó, o me dijo, o sabía. No dicen eso. Todo gira en torno del asunto de que yo exigía resultados. Yo lo que hice fue poner a pelear el Ejército contra los bandidos».

Estamos pues ante un procedimiento penal muy alarmante, ante una instancia judicial «especial», la JEP, que parte de la presunción de culpabilidad del acusado, y que abandona la tradición jurídica del país, y del mundo civilizado, de la presunción de inocencia.

El enfoque de la JEP recuerda la justicia bolchevique. Lenin decía: «El tribunal es un instrumento de poder del proletariado y de la clase rural trabajadora en la lucha contra la burguesía y el sistema capitalista». El juez no se tomaba la molestia de probar la verdad. La técnica investigativa judicial se basaba en la confesión y el arrepentimiento del acusado, hubiera o no pruebas a favor de él. ¿La JEP es un instrumento de poder de las Farc? Es lo que millones de colombianos piensan al ver la trayectoria de ese aparato desde su creación. Si dejamos que ese enfoque penal continúe, Colombia habrá dejado de ser una democracia aunque sigan existiendo los rituales visibles de la democracia. La democracia no existe sin derechos reales de la ciudadanía y sin justicia auténtica.

Sobra decir que la JEP no es producto del desarrollo jurídico de Colombia, ni de un pacto social entre colombianos, sino el resultado de unos convenios Farc/Santos secretos, espurios, a la espalda de todos, violatorios de la Constitución y rechazados por el país en el plebiscito nacional de 2016, organizado por el gobierno.

Lo que hace la JEP es totalmente anómalo. ¿Está tratando de forjar tranquilamente, mientras la gente duerme, un nuevo delito: el del «crimen contra-revolucionario»? ¿Por eso es que quieren la cabeza de los héroes militares que quebraron el proyecto de las Farc?

En todo caso, ante la ausencia de pruebas, la JEP opta por el camino fácil de ir a la pesca de informaciones. Esa oficina espera que los militares confiesen delitos que no han cometido. El colmo es que le hace creer a las víctimas y a la prensa que todo militar que se acoge a la JEP terminará asumiendo culpas. Lo ocurrido el miércoles y jueves en Bogotá muestra que la JEP no escucha al general Montoya y que los militares no pueden esperar ser escuchados allí ni obtener beneficios. Por el contrario, ella quiere convertir al general Montoya en un trofeo, en un anzuelo para hacer caer a otros militares. Ese organismo es un injerto de la detestable «justicia» castrista. Lo mejor es salir y contar a la opinión lo que está ocurriendo. Hay que impedir que la JEP siga intoxicando los otros tribunales y engañando a todo el mundo, sobre todo a los militares y a las víctimas.

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