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8.4 ¿QUÉ SON LAS PACES EN LAS MUJERES YANAKUNAS? = RESULTADOS

El empoderamiento pacifista es una forma de mediación (Valencia, et a.l, 2018). Para comprenderlo es necesario situar las nociones de paz, sus enfoques y lo que implica reconocer sus construcciones. De hecho, Juan Manuel Jiménez (2018) plantea que tanto “el concepto de paz como el modelo ontológico del que partamos serán fundamentales para el desarrollo de nuestra práctica investigadora” (p. 17). En este caso es bastante retador, en el entramado conceptual, considerar la paz en diálogo entre la perspectiva de paz imperfecta con la IAP, la cosmovisión y cosmogonía de la Chakana y el feminismo comunitario, pues exige que el giro epistemológico se realice en varios ámbitos conceptuales y prácticos.

En este sentido, la paz es mucho más que una palabra o un instrumento político, ya que responde a una postura de vida y configura una categoría conceptual interdisciplinar que lleva a reconocer la complejidad de la realidad cotidiana que tenemos como seres humanos en un mundo cada vez más conflictivo. Un mundo en el que el conflicto, como proceso interactivo y construcción social, diferente a la violencia, puede ser conducido, transformado y superado (Fisas, 1998). Debido a ello pensar en la construcción de la paz implica considerar su relación con los conflictos.

La paz ha transitado desde una práctica, pasando por idea y culminando en concepto (Jiménez, 2018). En los estudios de paz existe una evolución conceptual que intento resumir en este apartado. El primer concepto de paz está vinculado con los conflictos violentos entre Estados, es decir, guerras. El segundo (1941), como modelo de equilibrio de fuerzas en el sistema internacional. Después de la Segunda Guerra Mundial surgen diferentes formas de entender y concebir la paz hasta nuestros días (Martínez Guzmán, 2001), que van desde la paz como ausencia de guerra hasta concepciones más holísticas, paz pasando por la paz imperfecta, que es la perspectiva de paz desde donde se concibe el empoderamiento de las mujeres yanakunas. Por tanto, es importante reconocer que en los estudios de paz existen diferentes enfoques o perspectivas, que, como refiere Jiménez (2018):

Si evaluamos la producción de la mayoría de los centros internacionales de investigación para la paz, se constata un sesgo hacia el estudio de la violencia, presuponiendo que su conocimiento nos conducirá a un mundo más pacífico. Por tanto, un primer apunte sería, si vis pacem para pacem; así transitemos desde enfoques violentológicos hacia pazológicos. Este giro no pretende inventar algo nuevo, sino plantear desde la mirada de la investigación para la paz, interpretaciones alternativas sobre nuestro pasado, que se centren en los tiempos, espacios y agentes de paz. (p. 19)

Para Galtung (1969), la construcción de la paz está relacionada con la reducción de las violencias. La paz negativa y positiva propuesta por Galtung en 1969 se extendió a nivel macro y micro en los años 79 y 80 por corrientes feministas que van a cuestionar la manera masculina de afrontar los conflictos, proponiendo una paz feminista que abolía la violencia organizada a nivel macro, como la guerra, y a nivel micro, como son las violaciones en las guerras o en casa. La paz holística–Gaia tiene su expansión en la década de los años de 1990, asociada a las relaciones entre los seres humanos y el sistema bioambiental. La paz aquí es un medio que puede ser considerado a nivel individual, familiar y global. Luego aparece la noción de paz holística interna y externa que es más una paz espiritual (Fisas, 1998).

De acuerdo con Jiménez (2018):

Con la venida del nuevo milenio, se comenzó a repensar la paz desde presupuestos alternativos a los tradicionales provenientes de la modernidad. La postmodernidad y, con posterioridad, la transmodernidad están contribuyendo a alumbrar nuevas conceptualizaciones de la paz que encuentran alternativas menos estructurantes, más abiertas y menos maximalistas. Entre ellas destacan la paz transracional de Wolfgang Dietrich (2013, 2014) y la paz imperfecta de Francisco A. Muñoz Muñoz (2001). (p. 20)

Inclusive la paz homínida propuesta por Jiménez (2018), el cual reconoce que:

[…] los comportamientos que hoy podemos considerar pacíficos –cooperativos, solidarios, altruistas y filantrópicos– han sido clave para la supervivencia de nuestros antepasados y los son para nuestra propia supervivencia y deberían ser considerados de la misma manera que se hace con el bipedismo o la encefalización. (p. 20)

Y que nos deja claro que la paz como categoría de análisis permite que sea reconocida en cualquier lugar y periodo histórico, considerando así que la paz puede ser, y es, performativa (Jiménez, 2010).

Para Fisas (2010), la construcción de paz es un proceso que trasciende los acuerdos de paz y busca poner fin a la violencia a partir de un ejercicio colectivo. La construcción de la paz implicaría entonces una “nueva etapa de progreso y desarrollo43 que permita superar igualmente las violencias estructurales que propiciaron el surgimiento del conflicto” (p. 5). Situarnos en progreso y desarrollo no desconoce la complejidad que esto implica, según el modelo y estrategia que en cada territorio y país se implemente. De hecho, plantear esta consideración puede ayudar a reconocer que en los mismos movimientos sociales, y especialmente los indígenas, se promueven modelos de desarrollo alternativos basados en el buen vivir o sumak kawsay, que en cada pueblo tendrán una concepción particular.

La paz sería, entonces, más que las ausencias de esas violencias (estructurales, culturales y directas) a las que hace referencia Galtung. Implica reconocer la complejidad de los conflictos y las violencias que afectan la convivencia pacífica en distintos ámbitos de la vida humana, tanto micro como macro (individual, familiar, comunitaria, global, entre países). Una paz que, como refiere Sandoval (2012), esté “sustentada en la justicia social, el respeto a los derechos humanos, la interculturalidad y la democracia, que sean un bien público y un derecho global” (p. 22). Este autor va a reconocer que “hablar de violencias y de paz en América Latina supone plantearse otros conflictos, otras necesidades, otros contextos y otras formas de ver, entender y vivir las violencias, las paces, y las diversidades, situaciones muy diferentes a las planteadas en el contexto europeo” (Sandoval, 2012, p. 29).

En países como Colombia, para la construcción de la paz, o las paces, es preciso reconocer los conflictos que se relacionan con los diferentes tipos de violencias. Y esto lo logramos con las mujeres yanakunas que hicimos parte de esta investigación. Aquí retomo insumos resultados de las mingas de pensamiento, en calidad de balance. Teniendo en cuenta a Galtung (1998, 2006), la violencia estructural es, por ejemplo, la exclusión económica, política, social y cultural, que priva de agua potable a las comunidades indígenas; la precariedad de las carreteras que tienen los territorios de origen; la falta de infraestructura para la prestación de servicios de salud o la educación. La violencia cultural es el racismo, discriminación y exclusión, que, para el caso nuestro, viene con la matriz sistema/mundo. Y la violencia directa, es la física, por ejemplo, homicidio, amenaza, desplazamiento, masacres y desaparición, que continúan en Colombia. En este sentido, encontramos que estas mujeres y sus familias han sido víctimas de todo tipo de violencias. De hecho, de acuerdo con el Auto 004 del 200944, todo el pueblo yanakuna en Colombia fue declarado víctima colectiva. Por eso, no es extraño encontrar que varias de estas mujeres debieron desplazarse a la ciudad para salvar a sus hijos e hijas, o a ellas mismas, del reclutamiento forzado o de otras formas de violencia directa y cultural que impone el conflicto armado en Colombia45. Y esto, en su capacidad de mediación, puede ser considerado como una acción pacifista que pone como reto entender cómo “la comunidad indígena reconocida como sujeto de derecho puede ejercer poder político en su ámbito comunitario y, a su vez, relacionarse con los otros niveles de gobierno en el mismo terreno político, con base en el privilegio de poseer una condición jurídica pública y no particular” (Sandoval, 2001, p. 47), en este caso, de forma pacifista.

Esta complejidad y formas de transformación de los conflictos y las violencias, que incluyen las capacidades de los sujetos sociales individuales y colectivos para actuar de manera no violenta, son los aspectos que van a brindar otros enfoques en los estudios o investigación para la paz.

Creo que la mejor forma de reconocer esta capacidad y acción pacifista en las mujeres yanakunas es en el tejer la lana, la palabra y la cultura, de hecho, el tejido es considerado como un sistema de comunicación para todos los pueblos originarios de Abya Yala. Es decir, en el marco de lo que implicaría:

[…] una cultura de paz el tejido podría ser considerado como una pedagogía que trasciende el discurso comunicativo de la palabra al pasar a ser una representación simbólica expresada de distintas maneras (memoria, cuerpo, territorio, espacio) de nuestro sentir como indígenas que construimos nuestra identidad pasando de la “vergüenza al orgullo”, eso es una acción transformadora. (Anacona, 2020)

En la necesidad de construir confianza con la institucionalidad pública y privada, así como con otras organizaciones sociales, y de cambiar el reconocimiento mutuo, la mediación transformativa y la reconciliación han sido fundamentales para el pueblo yanakuna, en donde las mujeres facilitan y promueven la construcción de vínculos solidarios y de cooperación en procura de mejorar las condiciones de vida de la comunidad, esto como proceso de construcción de paz.

Consideran que reconocerse indígenas es una forma de buscar y encontrar las paces, como ejercicio de mediación. De esa forma, y a través de manifestaciones diversas del tejido cultural, enseñan a otros sobre qué significa ser indígena yanakuna. Enseñar a otros el autorreconocimiento y la autodeterminación política de sentirse y vivir como yanakuna es una apuesta de mediación pacifista que han realizado desde 1968 hasta la actualidad (2019). Las mayoras lo hacen desde el tejido de la lana, la mostacilla y la palabra. Enseñan los usos y costumbres. Con ellas se comparte sobre formas de alimentación, ritualidad, mitos, leyendas, y sobre la relación con el territorio ancestral (resguardos). Las sembradoras, desde el tejido, reconocen la incidencia en políticas públicas, los discursos y prácticas políticas; las recolectoras, desde el tejido cultural con la música, la danza y la ritualidad; y las semillas, desde el tejido y marcas en el cuerpo, como territorio, y las alternativas que les ofrece la movilización social en las redes sociales. Las sembradoras ocupan cargos políticos en la organización indígena, las recolectoras y semillas consideran que están en formación y las mayoras gozan de estatus en la estructura organizativa del cabildo y Cabildo Mayor Yanakuna.

La complejidad nos obliga a reconocer todos estos espacios y experiencias, en donde los conflictos han sido regulados pacíficamente en contextos de condiciones históricas y sociales de distinto nivel y ámbito. En palabras de Francisco Muñoz (2001), corresponde con reconocer que las personas y/o grupos optan por facilitar la satisfacción de las necesidades de los otros, en escenarios en donde la paz coexiste con los conflictos, y en muchos casos, con las violencias, en lo que definió como paz imperfecta, no por inacabada, sino porque está en permanente construcción.

De acuerdo con Muñoz (2001) y Muñoz y Molina (2010), la paz imperfecta es una perspectiva que corresponde con una matriz compuesta por cinco ejes: i) una teoría general de los conflictos pensados desde una paz imperfecta, ii) deconstruir la violencia, iii) discernir las mediaciones e interacciones sistémicas entre conflictos, iv) paz y violencia y v) el empoderamiento pacifista. “La novedad reside en la ampliación del giro epistemológico al ámbito de lo ontológico, lo que supone una demanda ‘radical’ para la actualización de los presupuestos sobre los que pensamos la investigación de y para la paz” (Jiménez, 2018, p. 21).

En este caso, las mujeres yanakunas reconocemos que la paz es un compromiso para seguir generando formas de mediación y transformación del conflicto. Lo que exige distinguir entre la paz positiva, la paz negativa, otras paces y la paz imperfecta propuesta por Francisco Muñoz.

Todo lo que hacemos con el tejido genera paz. El tejido sana de forma personal. Permite recuperar las prácticas ancestrales. Nos une unos a otros. Nos hace querer aprender y enseñar sobre nuestros usos y costumbres. Es una forma de trabajar aprendiendo con la comunidad. (Anacona, entrevista a Diva)

La paz imperfecta reconoce la complejidad de los conflictos, problematiza la violencia estructural, favorece tener un diálogo entre la paz negativa y la paz positiva, exige aprender de los conflictos, para superarlos de forma pacífica y justa. “Este enfoque reconoce la paz como realidad práctica social, invención humana que ha hecho posible la supervivencia, factor que nos hace más humanos, antídoto contra el egoísmo y como proceso, construido a partir de mediaciones entre conflictividades y empoderamientos pacifistas” (Muñoz, 2005, p. 84).

Del mismo modo, es preciso decir que entre las mujeres yanakunas no existe una única definición de paz. Por eso se acoge la noción de paces. Todo dependerá de la trayectoria de cada mujer y de su comunidad. Esto, porque algunas mayoras46 que migraron en la década de los 60 consideran que la paz en el territorio y en la ciudad es la ausencia del conflicto y la forma cómo hemos logrado reencontrarnos en el contexto de ciudad, compartiendo espacios, sentimientos, necesidades y amor por el proceso.

Construir paz significa estar unido con las otras personas. Mijita uno aquí en la ciudad le toca ayudarse, porque si no, cómo sobrevive. A mi casa pueden llegar, han llegado. Yo ayudaba siempre en la escuelita, cuando hacían deporte, mis hijas igual, todos hemos ayudado a servir unos a otros en esta Cali. (Anacona, entrevista a Delia, 2017)

Mire, uno tiene que aprender a trabajar en comunidad, sin egoísmo, en familia, apoyándonos todos. Hay que aprender a buscar las oportunidades que tiene el Estado, los bancos, las empresas y la sociedad para nosotros los indígenas y como mujeres. Uno se debe informar, y no es fácil, pero tampoco imposible. Eso sí, se necesita sacar tiempo (ríe), por eso hay que movernos y sacar el tiempo, pues si no, no podemos progresar como yanakunas en contexto de ciudad. (Anacona, entrevista a Praxedes, 2017)

Las denominadas recolectoras consideran que la paz es la posibilidad de acceder a la justicia como víctimas del conflicto armado, y que, por tanto, su labor debe contribuir a este propósito. Las denominadas sembradoras y semilla consideran que las paces son complejas y que no hay una única paz.

Yo estoy en un camino de liderazgos sanos; transformarse uno para transformar el entorno. Ser humilde, escuchar, cambiar la competencia por la colaboración. Y las mujeres como víctimas del conflicto debemos tener un papel en el acceso a la justicia, por eso he trabajado y trabajo desde el CRIC, la Mesa de Víctimas. Todas tenemos posibilidades, pero para eso hay que conocer de derechos y a la justicia de todo tipo. (Anacona, entrevista a María Ovidia, 2018)

Construir paz. Primero que todo respetar, porque a pesar de que somos muchos los pueblos indígenas aquí, tenemos diferencias geográficas, en nuestros gustos, en nuestros procesos. Respetar las ancestralidades. Respetar, porque a pesar de las diferencias, somos enriquecidos con todas esas diferencias; tenemos una riqueza maravillosa. Por ejemplo, aquí en Cali hay una riqueza inmensa. Está la cultura indígena, está la cultura africana, que entró por Buenaventura y como esclavos los dejaron. Con el pueblo afro me ensancho con el Petronio. Cuando quiero libertad, paz y quiero armonía me voy a convivir con la madre Tierra y a abrazar a la madre Tierra. Si existe el respeto por la diferencia empezamos a hacer paz. (Anacona, entrevista a Doly, 2017)

Pensar en la forma cómo las mujeres yanakunas definimos y configuramos las paces tiene que ver con nuestros habitus. Aquí se reconocen los aportes de Bourdieu, que retoman Francisco Muñoz y Cándida Martínez (2011) al señalar que:

Los habitus no se imponen a las estructuras humanas como estructuras cerradas y uniformes, porque hay unos amplios márgenes de libertad que se manifiestan en diversos habitus en cada realidad social que incluyen la temporalidad, la espacialidad y las dimensiones culturales de las acciones humanas […] por el contrario se incardinan en la historia de los actores, en sus experiencias, emociones y filogenias. […] Los habitus son fundamentales para el empoderamiento pacifista y la paz imperfecta, porque en el fondo no son otra cosa que una adaptación de la complejidad, la búsqueda de equilibrios dinámicos […] Los habitus son espacios de gestión de los conflictos, del desarrollo de las potencialidades, a distinta escala de lo humano, en sus distintas identidades (personales, colectivas y de especie), que contribuyen […] a la construcción de la paz, por lo que se convierten en espacios de empoderamiento pacifista. Desde esta perspectiva, los habitus podrían ser entendidos como instancias de paz imperfecta. (p. 56)

La capacidad de las mujeres yanakunas se encuentra representada en distintos habitus. El primero es la práctica del tejido de lana y de hilo, que permite conocer, recuperar y apropiar la cosmovisión y cosmogonía como ley de origen de la Chakana o Cruz del Sur. La forma de recuperación en la simbología a través del tejido es la forma como aprenden y reconocen sus creencias y lo que consideran que debe ser el buen vivir o sumak kawsay yanakuna. Por tanto, aprendemos de la simbología, de la importancia del churo cósmico47 o del “ir y volver en el tiempo”. Aprendemos del contexto de ciudad al territorio de origen, de ese viaje al pasado y al presente que recompone y reafirma una historia que es construida desde la memoria, como apuesta política organizativa de 31 comunidades organizadas como cabildo en seis departamentos (Cauca, Huila, Putumayo, Valle del Cauca, Quindío y Cundinamarca), y en reconocimiento de más de 45 mil personas que se autodenominan yanakunas (Cabildo Mayor, Plan de Salvaguarda, 2012).

El tejido también permite que las mujeres nos reencontremos en el espacio de ciudad como mujeres indígenas. Desde el cuerpo, los cuerpos, muchos de ellos violentados por la guerra, ese re-encuentro significa la posibilidad de “sanar los dolores que traemos desde la casa o desde el territorio” (Anacona, entrevista a Alba, 2013).

El tejido es también la posibilidad de meditar, reflexionar y exponer con serenidad su palabra o apreciación en espacios de toma de decisión o incidencia política. En él encuentran la capacidad de escucha. Una capacidad desarrollada con los años. Ellas pueden durar cinco, ocho, hasta doce horas tejiendo y escuchando, y al final, ser ellas, las tejedoras, las que hacen el balance de lo ocurrido durante la reunión, y en ocasiones, orientan la toma de decisión sin imponer su postura. Del mismo modo, el tejido es lo que permite la transmisión cultural intergeneracional y entre géneros en la ciudad y en el territorio, pues todos aprenden a tejer en distintos materiales, de distintas formas y con el mismo propósito de preservar la cultura (Anacona, 2020).

El segundo habitus en la experiencia de las mujeres yanakunas son sus acciones de armonización, las cuales se hacen a través de la ritualidad, la palabra, la escucha, la participación e intervención política. “Uno siempre tiene relación con las lagunas. Por eso, el refrescamiento de los cuerpos, de las varas, la necesidad de mantener la relación con las plantas, uno como indígena aprende y vive esto” (Anacona, entrevista a Doly, 2018).

La ubicación de ritualidad, la simbología y la forma de iniciar en los espacios físicos de encuentro se convierten en dispositivos de este habitus de armonización permanente. Inclusive, muchas mujeres incluyen en su rutina cotidiana el baño con plantas y uso de simbología en su cuerpo, como parte de su apuesta de armonización de los espacios de encuentro. Allí representan, una vez más, su cuerpo como territorio48.

El tercer habitus se encuentra en la expresión de la palabra oral y la expresión corporal. Ellas buscan que el otro -alter- las reconozca. Para lograrlo no buscan violentar a ese otro, aunque en la cotidianidad ese otro sí lo haga. Por ejemplo, con las expresiones o violencia cultural que se encuentra en el lenguaje cotidiano, india es. Ellas intentan que con argumentos las puedan conocer como indígenas y como mujeres yanakunas49.

Es que ellos (institucionalidad pública) no conocen qué significa ser indígena. No conocen de la norma. Y pues hay que enseñarles. Y se les va quitando el miedo. Es que por no conocernos les dé miedo a equivocarse, por eso hay que explicarles siempre quiénes somos los indígenas y quiénes somos los yanakunas. (Anacona, entrevista a Paulina, 2017)

El cuarto habitus es la alimentación. No hay una actividad más transformadora que cambiar las formas de alimentación. Las mujeres recuperan y comparten recetas y comidas hechas con quinua y maíz. Ellas, en todos los encuentros, intentan llevar refrigerios en donde se compartan alimentos que se preparan en el territorio, y desde el 2018 comercializan productos sembrados en Felidia (chagra propia) o traídos de los resguardos, como el queso, la trucha y las hortalizas. Es más, en el caso de Cali, el champús, que es una bebida tradicional caleña, ya no lo hacen solo con maíz, sino con quinua. El pan es de maíz y procuran dar siempre gracias de forma espiritual a quien prepara la tierra y la siembra, hasta quien dispone de los alimentos en la mesa. Algunas consideran que: “Uno puede, desde la alimentación, hacer los cambios que necesitamos. Si usted aprende a comer bien, cambia su vida, porque quiere lo mejor. Entonces uno desde la cocina puede cambiar el sistema, las personas” (Anacona, entrevista a María Ovidia, 2018).

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9789585177567
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