Читать книгу: «¡Corre Vito!», страница 5

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Uno de los funcionarios gerenciales, eso sí, vestido de sport “porque es sábado”, se la quedó mirando mientras supervisaba la aplicación del gusano de silicón. “Bueno”, se corrigió la señora que llevaba un abriguito de piel de conejo, “una amiga que lo vio me lo dijo esa misma tarde, y este señor no me dejará mentir, ¿verdad? ¿Verdad que fueron siete muertos?”

El tipo suspiró, volteó hacia los policías de la patrulla, pero éstos seguían leyendo sus novelitas de porno-soft. Se vio obligado a precisar, con una sonrisa conmiserativa, “no, señora. Aquí no murió nadie, no exagere usted. Ya bastante problema tenemos con lo que inventan los periódicos”. La otra elegante de 1942 volteó a mirar a su compañera con ojos ofendidos, como diciendo, ¡quién miente, quién miente!, así que la del abriguito de peluche, insistió, “pero sí fue cierto que se llevaron medio millón de pesos que ya nunca serán recuperados, ¿verdad?” Uno de los albañiles pujaba contra el filo del cristal, que no lograba encuadrarse en la guarda del muro, así que los otros dos fueron en su ayuda porque la tira de silicón ya comenzaba a fraguar. El funcionario se hizo a un lado para permitir la operación, y ofreciéndonos un semblante invadido por la impaciencia, anunció para deshacerse de nosotros los mirones: “Sí, sí, se llevaron todo el dinero que quieran, y si se lo encuentran por ahí... ¡se los regalo, por Dios!, pero ahora déjenos trabajar”.

Regresé más tranquilo a casa. Mamá no estaba así que le dejé una notita. Que iba al cine con Patricia, que le dejaba cincuenta pesos en la cocina para que se fuera a merendar con la tía Cuca a la pizzería San Marcos. Familia de golosos, la mía, y le di, por lo mismo, una ración doble de croquetas a Estopa. El infeliz perro se me quedó mirando, extrañado, tratando de averiguar mis toneladas de culpa. “Yo qué, yo qué”, le dije, porque no me voy a poner a explicar los perfiles del destino que me estoy empezando a imaginar, ¿verdad?

Fuimos a ver Hannah y sus hermanas en el cine París. Patricia bostezaba a cada rato y no me dejó asirle la mano. “Te sudan mucho, Vito, ¿qué no te das cuenta?” Y tenía razón. Pero cómo no me iban a sudar si después de los cortos, cuando fui a la dulcería a comprarle sus gaznates me topé con el tipo del chamarrón negro. Es decir. De espaldas era igualito, la misma chamarra y el mismo gesto de llevar algo escondido ahí dentro; sólo que éste no se parecía, como el otro, a Héctor Bonilla. ¿Habrá muerto? ¿Habrá huido? ¿Me andará buscando?

¿No es la vida, finalmente, un sueño?, ya lo dijo don Peter Calderón en los anuncios de Dormi Mundo. Se lo comenté a Pati en el café de chinos, una hora después, ¿y si un día se realizara el más grande sueño de tu vida?, oh gitana, mujer extraña, de mala entraña que se me fue.

“Esa es una pregunta estúpida”, dijo ella al terminarse su café con leche, y ante mi ceño extasiado que le decía, al mejor estilo María Grever, soñé que tu cariño era mío y los besos de tu boca, ella se adelantó, sanguinaria: “Entonces no estaríamos juntos, Vito, ¿para qué me jodes con esas preguntas? Mejor dispárame otro bisquet. Ando de antojo”.

3

Ahí me tienes yendo a la sucursal Aztecas para decirles: “Disculpen, pero ahora que regresaba de la chamba me hallé en la combi este dinerito, que creo que ustedes perdieron”. Y el gerente, ah sí, caray, era un faltante de caja que ya empezábamos a notar. Qué amable, ándele, regrese cuando quiera. ¡Y oiga, espere!... Se me olvidaba decirle; muchas gracias, señor.

Sí Chucha, cómo no.

Primero lo primero: yo no soy un ratero. Segundo lo segundo: ese dinero tiene que regresar a su origen. Y tercero: ¿cómo le hago para deshacerme de estas tentaciones que cruzan mi alma cual buitres del desierto?

Todo esto me preguntaba la otra tarde, mirando desde mi cama el estuche de la guitarra en lo alto del clóset, acariciando a Estopa que es la única persona que nota los descalabros de mi ética. Sí, lo que oyes; Estopa es persona y mi ética está descalabrada por aquello que el gerente del banco —cuarto lo cuarto— exclamó el sábado anterior: “Y si se encuentran por ahí ese dinero... ¡se los regalo, por Dios!” Eso dijo el director fiduciario, o lo que sea, enfundado en sus jeans. Estaré loco y lo que quieras, pero eso dijo, ¿o no? Y como el que lo halló fui yo, pues que me dispensen las señoras de 1942, pero Dios prefirió ponerlo en mis manos y no en las de ellas, que deben tener artritis. Además que yo, por mi edad, tengo más futuro. Y mi abuela dijo un día que yo había nacido para algo grande. O sea que aquí me tienes luego de la proeza que realicé esta mañana.

Me bañé como siempre, desayuné como siempre y no como siempre alcé el estuche de la guitarra y me dirigí al Banco del Atlántico para poner fin a mis congojas. Llegué poquito después de las ocho y media porque además no quería llegar tarde al gimnasio. Claro, los policías se me quedaron viendo al entrar con el estuchote, que además pesa sus kilitos, y luego luego, mirando el armatoste aquél se me dejaron ir, los dos, y amablemente pero con las manos en sus armas, qué se le ofrece, joven. Seguramente quedaron ciscados por el ilícito que ahí ocurrió días atrás.

Yo me dije entonces, esto es tener la sangre fría, pero qué otra me quedaba. No pienso pasarme la vida cuestionándome sobre mi destino y las estrellas que iluminan su devenir. Quisiera tener información sobre sus planes de inversión, les dije. Entonces me indicaron la oficinita del fondo donde me esperaba, con la misma curiosidad en los ojos, el Señor Gerente. Pensé que iba a ser el del sábado, pero era otro, medio calvo y no llevaba pantalones vaqueros. Yo creo que al otro lo corrieron porque aquí entre nos les han de decir a los muy guajes: “Al primer robo los suspendemos una semana, al segundo le rebajamos a la mitad el sueldo, al tercer robo ¡al demonio... a vender pepitas a la calle!”

Todo eso iba pensando mientras el gerente peloncito, que era muy buena onda, me saludaba y me daba los pormenores de los planes de inversión: que si a plazo de siete o 28 días, que si cetes o cuenta activa, y al final: ¿De qué monto estamos hablando? Pues la verdad, todavía no sé, y alcé el estuche, sopesándolo, como quien se pregunta ¿cuánta billetiza cree usted que quepa aquí? El otro sonrió, estuvo a punto de soltar una carcajada... “Quequepaquí”, ¿te fijaste?

No, en serio, le digo al Gerente Buena Onda, es una cantidad importante, pero antes tengo unas dudas. Dudas como cuáles, me dice el peloncín. Principalmente dos: la primera es que se trata de un patrimonio grande, cómo decirle, una gran cantidad de dinero que no es mía, no nada más mía, pero tampoco de mi madre ni de mi tía Cuca ni de nadie en particular. ¿Cómo le diré? Un dinero que nos cayó, digamos, como de milagro, ¿usted cree en los milagros?, y que por lo mismo quiero retribuir... al Cielo. Se me quedó mirando, mirando, y ya sé lo que esos ojos significan: a éste ya le tronó el árbol de levas. “¿Y la segunda?” La qué. “La segunda duda principal”, insistió el Gerente Que Perdía La Paciencia. Ah, pues se trata de la confianza, es decir. Si uno abre una inversión de ésas que usted nombra, y luego hay una devaluación tremenda, o en un terremoto se cae el banco, o se roban todo el dinero, o yo qué sé, si hay una guerra... ¿qué pasa con ese dinero? Es decir, no entiendo... la pregunta es, ¿de quién es el dinero de los bancos?

Se me quedó mirando otra vez, mirando y mirando. Luego sonrió y me preguntó, confianzudo: ¿No quieres una Coca? No muchas gracias, le dije, tengo que llegar al gimnasio. Y el otro, en buena onda, ¿qué deporte practicas? No, ninguno en especial, y ni modo de decirle que mi especialidad es que me acomoden tremendas madrizas como sparring. “Soy gerente administrativo de los Baños Paco Menchaca”, y a mucha honra, me faltó añadir. El Gerente Regálame Una Peluca lanzó una mirada nostálgica al estuche de la guitarra, dijo como adivinando: Yo pensé que eras músico... ¿Nunca oíste hablar de Los Reallytrú? “¿Los qué?”, ahora fui yo el que preguntó. Los Reallytrú, insistió mi asesor financiero. Yo era el requinto, pero el grupo tronó en 71, ya sabes. Las envidias.

Las envidias, claro, repetí porque el Gerente Poco Peluche estaba a punto de confesarme todas sus desdichas, es decir, que lo único interesante de ese puesto era el billetote y lo demás de su vida una miseria existencial. Bueno sí, le dije como consuelo, a veces tocaba con unos cuates en un trío romántico. Nos llamábamos Los Marsellinos, pero como al tipo eso le valía absolutamente madres y se dio cuenta de que conmigo perdía su cotizadísimo tiempo, dijo para concluir, no te preocupes, por tus dudas. A lo primero hay que responder, eso del dinero que quisieran invertir para la cosa piadosa, es muy sencillo. Se abre una cuenta en fideicomiso y se nombra al sacerdote, al párroco, al que quieran, como beneficiario de los intereses. Sobre la segunda duda voy a ser un poco duro. Mira, el dinero que hay en los bancos, institucionalmente hablando es de los ahorradores, pero en verdad no es de nadie. Si se pierde nadie pierde porque para eso están los seguros... y si hay una guerra. Oye, ¿no estarás exagerando?

De modo que no es de nadie. Eso dijo el Gerente Que Fue Requinto, y se levantó del silloncito ejecutivo, me extendió la mano poniéndose a mis órdenes, me entregó su tarjeta y con el escritorio de por medio insistió por segunda vez: Estamos a tus órdenes. Y todo porque había llegado otro cliente de su mismo rango, medio calvo y medio cacheteado por la vida.

Iba saliendo de la sucursal tan quitado de la pena que hasta pensé, el sol tiene un raro esplendor, escucho al viento pasar y veo al policía que me cierra el paso. Me pone la mano sobre el pecho y yo pensé, felicidad, no te vuelvo a dejar porque me señala hacia el otro policía que me señala hacia el gerente que está alzando el estuche de la guitarra, como diciendo... ven acá, pilluelo. Tenemos que platicar.

Otra vez el sudor frío. Te lo aseguro, voy a morir de un infarto. Así que llego al rincón y Mister MuchMoney coloca el estuche sobre su escritorio y me advierte, con tono severo: “Se te estaba olvidando tu tesoro”. Sí, ¿verdad? Me lo entrega, pero inmediatamente, como arrepintiéndose, me suelta: “El Cuatza blús”. ¿El, qué?, le digo al empuñar el catafalco de la billetiza... ni así me dejaron regresarles el botín.

“El Cuatza blús”, insiste. “¿Nunca lo escuchaste?” No, la verdad no. ¿Quién lo tocaba? Y el Gerente Nostálgico lo dijo como si acabara de superar el gran calambre de la vida: Nosotros, Los Reallytrú ...era una especie de bajou al estilo del Creedence Clear-Water, pero inspirado en lo nuestro: el río Coatzacoalcos.

No, la verdad no, y me despedí otra vez prometiéndome nunca más volver a pisar ese maldito recinto: la bendita sucursal Aztecas del bendito Banco del Atlántico bendito.

4

Estaba durmiendo tan tranquilo, con el cuerpo medio charrascaltroso, no preguntes porqué porque casi nunca me acuerdo de mis sueños. Porquéporquéporqué. El caso es que de repente, así como así me levanto de la cama y repito esa palabra como relámpago: “tesoro”.

Estaba sudando y resollaba igual que si hubiera corrido los 400 metros con obstáculos. Primero pensé que me iba a morir, insisto, de un infarto. Luego, como no me morí, volví a repetir esa palabra, “tesoro”, y no tuve más remedio que encender mi lamparita, ir al ropero, abrir el cajón donde guardo Las Cosas Trascendentes, y apechugar. Saqué el cuadernito donde llevo mis anotaciones existenciales y busqué la hoja donde había apuntado aquello. Fue hace años, cuando estaba por cumplir los diecisiete. ¿Quién iba a pensar, entonces, que mi vida se transformaría en estos días de vértigo y destino? Y sí, ahí está esa segunda frase: “Tendrás un tesoro verde”.

La primera de las siete frases tenía añadida una palomita, como si fuera un reporte escolar. Se la puse la noche del velorio de Mario y Silvano. Me acuerdo de la plática con el primo de Silvano, al que le decían “el Miramira”, ¿te acuerdas? Dijo aquello de que, muertos Los Marsellinos, “ni modo Vito, se acabó el gallo”. Y aquí está la frase que me había soltado La Güera esa tarde horrible: “Un gallo se apaga”.

¿Nunca te conté eso? Será que entonces no era tan supersticioso. Además que... deja buscar. Mira, aquí está el recorte del periódico. La nota esa que concluye: “La opinión pública, por lo mismo, se pregunta, de quién es el tesoro supuestamente resguardado por las instituciones de crédito. ¿No merecen una mayor vigilancia?” El “tesoro”, vistas así las cosas, es el que me entregó el tipo del chamarrón negro en la combi. ¿”Me entregó”?, bueno, es un decir.

Todo lo predijo La Güera aquella tarde en que el ventarrón parecía arrancar los árboles, la ropa en los tendederos, los anuncios de las azoteas. Deja hacer memoria.

Me acuerdo que estábamos en exámenes finales. Mario se había colado a la dirección del Miguel de Unamuno por una ventila y logró robar del escritorio de doña Buitrón el examen final de Física. Era un secreto y la posibilidad de sacar, de perdida, un ocho. Quedamos de vernos en su casa por la tarde y estudiar la estrategia para que no se notara esa expropiación educativa. Después de comer se soltó aquella tolvanera tan horrible... ¿es que habrá alguna bonita?, y no tuve más remedio que acudir así al Edificio Marsella. Al entrar, resguardándose tras el portal, me esperaba La Güera.

La verdad que para entonces la gitana ya no era aquella mujerona que arrojaba chispas y gargajos. Apenas si hablaba, apenas si tenía clientes, apenas si era La Güera. Y como siempre al pasar, me llamó: “Vitus, Vitus, déjame mirar tus ojos de verdades”. Y ahí me planto junto a ella, cómo está, doña Güera, le digo, cómo nos trata la vida, digo, por no dejar. Y ella, que era malhablada por naturaleza, me dice: “Jodidos, Vitus. Estoy jodidos”.

Jodido iba a estar yo si no subía al departamento de Mario donde estaban destripando ese examen robado, porque el secreto corrió como reguero de pólvora y medio salón se arrebataba, en esos mismos instantes, las cinco páginas fotocopiadas de la prueba. ¿Me vas a echar las cartas, Güera?, le dije, como siempre, porque ella tenía un estilo especial de practicar la cartomancia. Le llamaba el “modo mestiza” y consistía en leer dos tantos de baraja: la española y, aunque no me lo creas, la baraja de nuestra lotería. De los dos mazos había que sacar siete pares de cartas, de manera que iba leyendo, por ejemplo, el Tres de bastos y La Estrella, el Rey de oros y El Apache, el Siete de espadas y La Dama. Eso sí, cuando aparecía El Alacrán, La Güera se emocionaba, decía “fortunas, fortunas, fortunas” porque, según ella, esa baraja anunciaba un cambio “de todos y nadas”. Los pobres recibían herencias inesperadas, los bien casados sufrían crisis de adulterios, los enfermos de leucemia curaban como de milagro.

Pero ella me dijo, aquella vez, “no Vitus, tú no estás de cartas”, y le extendí mi mano, sabiendo que ahí terminaría todo, con su asustado rechazo. Pero esa ocasión La Güera ni se inmutó, ¿se estará quedando dormida?, pensé. “Ahí tienes mi mano, Güera”, le insistí, y ella tan tranquila, sí, Vitus, aquí está todo. Levantó sus ojos y me previno: “Pero tres cosas primeros”.

La verdad, sorprendido por su aceptación, dije que sí. Órale, doña Güera. “Te lo diré un vez, Vitus, un solamente vez. No se la contarás a nadien, Vitus. A nadien. Y tercera, tú la explicarás y tú la cumplirás, Vitus. Yo no estoy para decir más que el horóscopos que dices en tu esta mano”, y sin esperar más y bajo el ominoso ulular de aquel ventarrón que se colaba por todo el edificio, La Güera comenzó a decir, apenas si tocándome la zurda:

“Un gallo se apaga, Vitus. Primero”.

“Tendrás luego un tesoro, un tesoro verde”.

No pude resistir, y pregunté, con absoluta impertinencia: ¿Para mí? ¿Encontraré un tesoro? Y ella, con ojos de pocos amigos y como advirtiéndome del sacrilegio:

“Sí, tendrás... pero será para la morena. Ella te lo pedirás”. “Más luego veo reyes sin cabeza, ay, Vitus, y tú sin sosiegos”. “Más luego te irás con dos pies, donde la arcángel”.

“Pero retornarás con él, te perderás en la noche del gamo turquí”. “En después, Vitus, alto serás porque alas tiene la corazón”. Entonces La Güera suspiró, dejó mi mano y dijo con una sonrisa apenitas:

“Y sí, Vitus. El sal te hará libre”.

Me la quedé mirando con ojos, ya te imaginarás, de absoluto desconcierto. Está bien que tenía dieciséis años y los pájaros cagan para abajo, pero qué clase de mafufadas me acababa de decir esa anciana peleada con el jabón. Se lo dije, no sin cierto escalofrío en el vientre y anexas: Ay, doña Güera, usted sí que fuma yerbabuena.

Ella sonrió. Volvió a suspirar y me miró nuevamente los ojos. Le encantaba mirarme las pupilas. Repetirme: “cuántos verdades, Vitus. Cuántos verdades miro allí encerrados”, y luego la muy cabrona, y perdonando, me dio una nalgada para correrme y decir: “Anda, ya apuras que te esperan para la escuelas estudio. Anda Vitus. Anda, ándales”.

Y me fui corriendo, como si disparado por aquel vendaval que no aflojaba, porque llevaba cuatro de promedio en Física y sin la secundaria terminada no sirves ni para vender jaletinas en el Metro. Sí, sí: jaletinas.

Al entrar en el departamento del gordo se me ocurrió preguntar: ¿y quién le dijo a la gitana que estamos en exámenes? Pero nadie supo responder, naufragando como estaban en ese mar de ecuaciones. Resolvimos como pudimos el cuestionario y quedamos de no buscar nadie el diez porque aquello sería muy sospechoso. Además que, de descubrirse el hurto, Mario sería expulsado del MU y podría caer en las garras de la drogadicción y todos a un tiempo, porque entonces era nuestro grito de guerra: “¡Di NO a las gordas!” Juar, juar. Yo saqué un siete, Mario ocho y los otros ojetes, diez. Ya sabes, la solidaridad humana.

Cosa curiosa, al salir del Edificio Marsella nos encontramos con una noche estrellada, cristalina, que invitaba a levantar la mano para robar un lucero. Cosa curiosa y obvia, después de aquel vendaval llevándose los chones mismos de San Peter. Lo que son las cosas, ahora que me acuerdo esa noche que fuimos al Chaindoni a celebrar nuestra victoria sobre Newton, Copérnico y Niels Bohr, fue cuando vi, por primera vez, a Pati Maldonado. Se acababa de cambiar a la Juárez, según me enteré, luego de abandonar la ciudad gótica de Tlatelolco. ¿Quieres saber qué es lo que más me impresionó de ella? Mejor no te digo porque luego luego me acusas de vulgar.

Llegué a casa y, por pura puntada, me puse a transcribir aquellas voces misteriosas que me había soltado La Güera. Todo el tiempo y toda la noche no estuve más que repíteme y repíteme esas siete frases...

“Un gallo se apaga”.

“Tendrás un tesoro verde”.

“Veo reyes sin cabeza y tú sin sosiego”.

“Te irás con dos pies donde la arcángel”.

“Retornarás con él y te perderás en la noche del gamo turquí”. “Alas tiene la corazón”.

“El sal te hará libre”.

Como para enloquecer a cualquiera, ¿verdad? Sobre todo esa frase del gamo turquí, “te perderás en la noche”, que inspira toda clase de alucinaciones. Por eso saqué siete en el examen de Física... Y aunque habíamos quedado en que no le pediría explicaciones a La Güera, llegué a la conclusión de que no me podía pasar la vida con esos augurios tan tenebrosos. Augurios que finalmente no significaban nada, pensé entonces, pero qué incomodidad vivir con esa profecía tan ominosa. Después de comer fui directamente al Edificio Marsella con mi cuadernito bajo el brazo.

Al llegar me percaté de que hasta en eso La Güera se saldría con la suya. No me explicaría nada ni añadiría una coma a sus palabras. La estaban velando.

El funeral se había preparado en uno de los departamentos de los gitanos, en la planta baja, y alrededor del ataúd, que era de madera, las plañideras gritaban desconsoladas: “¡Ay, mi Güera, que eres tan bueno!... ¡Ay, mujera, nos quitas los ojos!” Y yo ahí, asomado como pendejo, era el único no gitano en esa guarida que olía a meados de gato y cuero rancio. De pronto el gitano ciego, que nunca salía de esa covacha, se levantó de la sillita donde se rascaba la barba. Todos callaron para escucharlo, porque el anciano, que solamente veía sombras, preguntó: “¿Vitus?”, y me llevaron en silencio hasta él.

Aquello era impresionante: cientos de veladoras encendidas, un cristo negro, o quemado, del que colgaban guirnaldas de claveles. Un chivo de bronce alzando los cuernos y embadurnado de ajos. El gitano ciego entonces me toca el hombro y musita quién sabe que sortilegio, me besa la mano y la suelta. Luego hace que le bese la suya, la pone sobre mi pecho, en el lado izquierdo, y sonríe. Dice en cristiano, porque fue lo único que le entendí: “Peregrino”, y me suelta. Me da una palmadita, que me vaya. Me nombra tres veces: “Vitus, Vitus, Vitus”. Salgo del departamento y observo que al pasar junto a los demás gitanos, de negro y con chalecos dorados, bajan la vista, como despidiéndome.

Así que ahora, tantos años después, palomeo en el cuadernito la segunda frase.

Para qué me hago tarugo: tengo una misión que cumplir. Además que debo cuidar el “tesoro” y entregárselo a la morena... cuando me lo pida. Patricia Maldonado, con un poquito de esfuerzo, pasa por tal. Sobre todo cuando se asolea en la azotea de su edificio. ¿Se azotea en la asolea? ¿Y esos ruidos?

Es mamá que por Dios, me dice sin poder abrir la puerta porque le he puesto el pasador. “¿Vito, no podrías escoger otra hora para ensayar? Son las cuatro de la madrugada y no me dejas dormir con tu canturreo. No seas desalmado hijito. Van a pensar los vecinos que lo haces adrede”.

¿Cómo ves?

5

Por fin me animé a contar el dinero. Es una cantidad ciertamente respetable. Con ella podría adquirir, ya hice las cuentas, nueve volkswágenes. O un cádillac y medio, ahora que los han vuelto a importar. Desde luego podría comprarle su casita a mamá en Ciudad Jardín. Mudarnos ahí, ser felices, de interés social y llevarnos a la tía Cuca como “dama de compañía”. ¡Y Estopa, desde luego! Adquirir para él 17 toneladas de croquetas Campeón. Yo creo que alcanzaría para todo eso.

He seguido cumpliendo con mis obligaciones en el gimnasio, pero ahora, cada vez que me conminan a prestarme como sparring, los mando pero que si ya al mismísimo demonio. Ya me cansé de exponer mis facultades mentales al arbitrio brutal de sus pitecantropos amateurs, le dije a don Paco Menchaca, y se me quedó viendo con cara de “joder, Vito, que no es para tanto”, y me dio la razón. Para qué arriesgarnos, ¿verdad?

Al pobre de Arturo lo subieron una vez al ring, a pesar de que apenas si da el peso mosca. Se la pasó bailoteando, muy ligerito, hasta que un “volado” en el oh, sí quieres, lo mandó de regreso a su consabido trapeador. A veces me pongo a pensar en la miseria que representa mi vida: tres salarios mínimos, una madre menopáusica, una novia frígida, una carrera artística truncada por el cruel destino y un perro que se mea en los muebles. Luego pienso en Arturo, que nunca terminó la secundaria (yo creo que ni la primaria), que duerme bajo el cuadrilátero del anexo, come en los merenderos del mercado Abelardo L. Rodríguez, nunca puede completar un crucigrama y cuya máxima aspiración en la vida es comprarse un walkman. Entonces me digo: Vito, eres un hombre afortunado.

Bueno, eso me ponía a pensar antes, porque ahora, como bien sabes, tengo una misión que cumplir, aunque la verdad no le hallo el modo. Será cosa de tener paciencia, esperanza y resignación. Como los profetas.

El viernes pasado hubo merienda en casa de Magda, mi hermana, y no pude desaprovechar la oportunidad. Era el cumpleaños de uno de mis sobrinitos, que se llama como yo, y me disculpé diciendo que esa tarde tenía un “compromiso financiero”. Mamá se me quedó viendo con ojos maliciosos y me vi obligado a explicarle: Mira, adorada jefecita, el otro día me hallé 76 millones de pesos en la combi que me traía de los baños de don Paco, y voy a consultar qué hacer con ellos. No dijo nada y fue al departamento de junto, donde vive la tía Cuca, para que le prestara su abrigo. Luego, mientras esperaban el taxi que las llevaría hasta las remotas tierras de Ciudad Satélite, mamá hizo un comentario cruel: “Nada más no vayan a usar mi cama”.

La gente, hay que decirlo, no soporta la verdad. No la entiende, no puede vivir con ella. ¿Y qué quieres?, ¿que le aventara el estuche de la guitarra y como en las películas se desparramara por la sala aquella montaña de billetes? Si la gente no cree en mis palabras es que no cree en mí, y si no creen en mí es que no merecen mi cariño. ¡Oh, oh, fiel Estopa; huye conmigo hacia una comarca donde no imperen la mentira ni la perfidia!

Bajé a la calle, fui a un teléfono público, y que conste que fue idea de mamá, llamé a Casa Hoyos donde mi adorada Patucaldonas labora como Experta en Fotocopiado. Le plantié... le planteé la situación, que podíamos rentar una película ahora que ya mandamos componer la videocasetera, que podíamos mandar traer una pizza y, desde luego, un litro de helado de fresa. “¿No me andarás queriendo coger, cabrón?”, indagó mi dulce amada. “Ya sabes que contigo, Vito, lo que quieras sin quitarme el vestidito”, insistió con su voz como un susurro del estío. Es tan graciosa, cuando quiere, mi prenda amada, que le dije sí, lo que tú digas, nada más dile a tu mamá que vamos a ir a la segunda función del cine Versalles, para que no te regañe.

Lo que siguió fue un poco confuso, pero debo relatártelo con la mayor objetividad posible.

La tía Cuca y mamá partieron en su taxi a las cinco pasadas. Patricia Maldonado llegó a casa cerca de las seis. De inmediato le ofrecí una cerveza de lata y le pedí que se acomodara en la sala. Es decir, que se sentara en el único sofá que tenemos. Yo, recién bañado, fui a poner un poco de música. Chico Boarque y su voz seductora. Me senté junto a la Maldonalds, con mi cerveza, y le propuse un brindis: “Por nuestras vidas, que van a cambiar radicalmente”. Ella como que no lo aceptó del todo, y no esperó mucho para contestar: Ay, Vito, siempre me cambias la jugada y siempre es lo mismo.

Yo me hice como que no entendía, sobre todo porque la malvada traía su minifalda roja. Aunque es de piernas delgadas, Patricia llevaba una blusita con escote de pruébele marchante. No sabes cómo me gustas así, le dije, que te hayas vestido así para venir a... “¿A qué?”

Pero ella no reparó en mi turbación. “Vengo directamente de la papelería”, me advirtió, “lo que pasa es que... íbamos a reunirnos con mis primas, pero el plan se deshizo. Tienes suerte”. No, en serio, Pati. Quiero hablar en serio contigo.

¿En serio? Como que se olió aquello medio raro. ¿A qué horas regresará tu mamá? Odio eso, el plural de las “horas” para todo. A qué horas son, a qué horas tienes, pero no iba a ser ése el momento de mi corrección gramatical. No sé bien, mi vida, pero de seguro que no antes de las doce. Son muy picadas, mamá y la tía Cuca, cuando se les aparece un tequila de por medio. Ya te irás acostumbrando...

Patricia me lanzó una mirada de pocos amigos. Fue hasta el aparato de música y le picó el stop a la voz de Chico Boarque mientras susurraba para sí: qué güeva. Prefirió preguntar, ¿y qué película rentaste? No, ninguna, estuve a punto de confesarle, pero recordé que la tía Cuca había ido al Videocentro en la víspera, y por ahí estaba el caset de renta por 48 horas. Ésta, le dije al hallarla, y se la entregué. ¿Éeesta?, comentó ella al revisarla, y me di cuenta que era El miedo no anda en burro, protagonizada por la India María. Son los gustos clásicos de la familia. Al menos no tiene letreritos, me defendí, porque la Patruya está más miope que un topo, siempre se le van los subtítulos en el cine, y lo peor, que la vanidad le impide usar anteojos.

¿No quieres otra cerveza?, le sugerí una vez que decidimos mejor no ver nada, pero ella no. “Me hace daño, ya sabes, luego luego me suelta del estómago”. ¿Cuál es la diferencia que hay entre el hombre romántico y el garañón? ¿Cuál la que va de una dama suspirituosa a una chamaca jareosa? Le ofrecí un roncito con sidral, que hallé en la cocina, y le dije qué tal si me dejas cantarte un rato. Eso sí le gusta, que le cante.

Traje la guitarra del cuarto, me acomodé en una silla y me arranqué con ésa de Bonita, como aquellos juguetes, que yo tuve en los días, infantiles de ayer, que a la Maldonalds le fascina. Después prendimos la tele y vimos que en el canal once estaban pasando El Golpe, con Robert Redford y Paul Newman. Acababa de comenzar. Mejor vemos ésa, dijo ella, pero no apagues la luz. Porque me conoce.

¿No la has visto? Luego te la cuento, pero tampoco es la gran maravilla.

Y estaba por terminar, yo abrazando a mi Patuca, porque eso sí se deja, cuando se voltea y me hace la gran pregunta: “¿Y la pizza?” Y la pizza, repetí, porque la verdad es que la había olvidado. Quedé de pasar por ella, en el Pizza Hut de la esquina, para que no se enfríe, mentí. La aparté de jamón canadiense, volví a mentir. Bueno, dijo ella, pensativa, sin quitar la vista del televisor. Aquí te espero, ya sabes cómo va a terminar, ¿no?, al final siempre agarran a los bandidos. Yo te platico. Y allá voy a la calle para cumplir los caprichos de mi amada. “Al final siempre los agarran”, sí Chucha.

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9786074573572
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