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¡Era la profesora Olga! Me había reconocido desde un rincón del patio y ya me invitaba: Bienvenido, joven Beristáin, acompáñenos por favor, acompáñenos. Y abriendo la reja me condujo discretamente junto al coro de muchachos, mientras la pequeña Corregidora, con desplantes de musa de la CTM, recitaba de memoria y extendiendo uno y otro brazo: “Y si la Patria son estos horizontes... y si la Patria son estos peones... y si la Patria son su lengua hermosa y la sabiduría de sus ancianos”. Te lo juro que eso dijo: “estos peones”. Al terminar le aplaudieron más que a los otros dos, así son las feministas desde pequeñas, y te auguro que así le aplaudirán cuando sea electa senadora por Michoacán, porque de seguro nació en Maravatío. ¿Cuánto vas?

Entonces la profesora Olga anunció al tomar el micrófono: Y ahora cantaremos todos el Himno Nacional. Sírvanse entonarlo con respeto y seriedad... en el coro nos acompañará un distinguido ex alumno de este Centro Escolar Miguel de Unamuno, el tenor Vito Beristáin Téllez. ¡Atención!, y sueltan la cinta de la grabadora con el consabido MI-RE-DO-RE... del Mexicanos al grito de guerra, el acero aprestad y el bridón... Y las voces de los otros doce chamacos, ya sabes, junto a mi voz eran como balidos entrando al matadero. En un momento creí adivinar, por ahí, las sonrisas de Mario y Silvano, ¡pero cómo, si son caváderes desde hace tres meses! Ya sabes las alucinaciones que luego me vienen. Me quedé hasta el final de la ceremonia, cuando ya los cuatrocientos salvajes del MU salían del patio cual bisontes en miniatura. Me quedé porque tenía que platicar con la profesora Olguita. Pero platicar de qué si desde hacía por lo menos cuatro años que no nos veíamos.

No es que la profesora Olga se haya convertido en una anciana, pero lo que en unas personas relumbra como experiencia, en otras es simple y llanamente edad. Me pidió, si tenía tiempo, que la acompañara a tomar un refresquito. Así, en diminutivo. Qué cosas tiene la vida, como dice la canción de Alberto Cortés, uno sale en busca de su novia y termina compartiendo confidencias con la profesora que nos enseñó el uso del gerundio. Desde luego que acepté. Se veía que tenía ganas de hablar, de hacerme una gran confesión y así, después de que firmó el control de asistencias, le comenté en tono juguetón si la terrible directora de antes, doña Buitrón, no estaría ya regañando angelitos en el cielo, y ella me lo confirmó: ¿te enteraste? Habrá sido en alguno de los edificios colapsados en el terremoto, insistí por hacer plática, y ella, asombrada, quiso averiguar, ¿quién te lo contó?

Nos encaminamos a la nevería Chiandonni, donde tengo crédito y preparan unos helados de fresa que nomás contártelo ya se me hizo agua la boca. Les ponen una ruedita de crema chantilly, una cereza en la corona y le clavan tres galletas gofrenatas. Por eso tengo crédito ahí, porque no hay visita en que no coma por lo menos dos al hilo, y hubo la ocasión, cuando celebraba mi reencuentro con la Maldonalds, en que me comí cuatro. No, no me acalambré por la empalagada. Si me dieran a escoger entre un helado de fresa y una noche con Meg Ryan... ¿ya te lo expliqué, no?

La profesora Olga, tan recatada como siempre, pidió una cocacola y una nieve de limón en copa de cristal. Me preguntó por Magda, mi hermana, por mamá, por la tía Cuca y por el tío Quino. Le tuve que contar la muerte del tío Joaquín, que cayó en el cumplimiento del deber y con el sombrero que apenas si cupo dentro del ataúd. Cual debe. Luego recordamos a varios compañeros de aquel ya remoto sexto año de primaria. La flaca Santiesteban, el negro Arias, el aplicado Morales, que era medio rarito, dijo ella, “el Picapiedra”, que ya no pudimos recordar su nombre, y “la brillantitos” Olguín, que siempre llevaba una diadema como de reina de carnaval. El día que osamos escondérsela se volvió una fiera y le rompió los dientes a Oseguera, que era el que iniciaba esas travesuras.

Brava, “la brillantitos”, dijo la profesora luego de un suspiro, y tú qué, Vito. Me imagino que estudiarás Letras, o Teatro, o algo relacionado con el Arte. Sí, lo pronunció con mayúsculas: ARTE. Qué responderle, Dios mío. ¿Que nunca he leído un libro en mi vida? Capaz que me escupe la Coca. En vez de contestar le ofrecí uno de los folletos de Los Marsellinos, que llevaba por pura casualidad. Que se enterara del firmamento musical que su pupilo había conquistado, y me atreví a mentir, lo cual no es mi costumbre: “Una vez ya estuvimos con Raúl Velasco en su programa”. A la profesora Olguita le comenzaron a temblar los labios. No estaría tan fría su nieve de limón, pensé, cuando me espetó, sin quitar la vista de ese tríptico póstumo. “Tú, Beristáin, siempre fuiste mi favorito”. Hice un rápido cálculo matemático, porque el momento lo requería; a ver, yo tengo 21 años entrados; ella debe tener, no sé, 36 más 9, ¡45 años!, aunque representa como 54...

No, imposible. Por ahí no va la cosa. No puede ir. No debe.

Pues me hubiera pasado de año con diez, dije con mi mejor sonrisa. Ya ve maestra, nunca se imaginó el genio musical que tenía ahí enfrente. “Sí, Vito. Sí lo supe. Sobre todo aquel Día de las Madres, ¿te acuerdas?”

Lo había olvidado, musité, aunque no, ¡claro que me acordaba! Hubo un acto central en el Miguel de Unamuno. Primero tocó turno a Gerardo Morales, el aplicadito que recitó el Brindis del Bohemio, le siguió una representación abreviada de Los árboles mueren de pie, de Alejandro Casona, que prepararon los de quinto año, aunque se les olvidaban los parlamentos. Después el profesor Berlanga, que daba Historia en secundaria, leyó un largo fragmento de La Madre de Máximo Gorki, la novela, se entiende, porque Berlanga era comunista y ahora, al parecer, será diputado por el Frente Cardenista. Como fase final del acto, cuando las madres ya se retiraban porque ese 10 de mayo el sol pegaba como si en El Cairo, la maestra Olga Millán anunció un brevísimo acto musical, me acuerdo que subrayó lo de brevísimo, y enseguida me empujaron al foro donde el profesor Macías, que daba música, se acomodó al piano que habían conseguido para el festejo, y sin más anunció ella: “Nuestro mejor cantante infantil les ofrecerá tres deliciosas canciones románticas”.

Debo hacer ahora un reconocimiento al profesor Macías. Él fue quien me dio la primera lección para vencer al temible trío formado por Pan Nico y Escenico. Me dijo Macías en el ensayo de la víspera: vas a cantar en un campo de melones; tú imagínate como Pedro Infante cuando solfeaba en Guamúchil antes de ser famoso, de modo que esas cabezas llenando el patio serán un campo de melones. ¡Le vas a cantar a los melones de Guamúchil! ¿Está entendido? Sí maestro, y nació, pues, la “teoría escénica del melonar”, que ya quisiera Grotowski.

Canté las tres piezas que habíamos ensayado: Cabellera Blanca, de Agustín Lara, Morenita Mía, de Armando Villarreal y al final, A la Orilla de un Palmar, de Manuel M. Ponce. ¡Nombre!, fue mi revelación porque, la verdad, le eché un sentimiento como nunca, sobre todo en aquella frase que se vuelve medio travestida, “soy huerfanita, ay, no tengo padre ni madre, ningún amigo, ay, que me venga a consolar”, y como todavía no enronquecía, las señoras aún presentes, que eran la mayoría, ¡otra, otra, otra!, comenzaron a exigirme, pero como no habíamos practicado más que esas tres canciones, ni modo, me aventé una segunda vez con la del palmar, y ¡otra vez, otra vez, otra vez! gritaban en el patio del Miguel de Unamuno, así que ahí les vamos, el profe Macías y yo, en mi catarsis, solté el micrófono y como Pedrito en los tomatales de Sinaloa me aventé en inspiradísimo spianato. Aquello fue la apoteosis; hasta me espanté, la verdad. Lo más triste de todo, como en las películas de Chaplin, fue que mamá no pudo asistir al festival. Entonces trabajaba como burra y ni modo. Qué, ¿me iba a entregar a las lágrimas?

“Yo te abracé, toda emocionada. ¿Te acuerdas, Vito?”

Sí que me acuerdo, le respondí a la profesora Olga. Lo que no me perdonaré nunca, dijo al terminar su cocacola con nieve, fue que nunca te presenté. ¿Ah, sí?, ni me acordaba, volví a mentir. Lo importante del canto es el timbre, sostenerlo y “castigar la voz”; me lo decía el tío Quino, recordé. Y entonces ella, suspirando al mirar el folleto de Los Marsellinos, volvió a preguntar, ¿y son buenos, tus compañeros?, los indicaba, a Mario y Silvano, en un gesto que me pareció homicida. Sí, muy buenos, mentí por tercera vez, como San Pedro. Tienen un contrato exclusivo con Dios, je, je, solté la bromita, pero la profesora Olga se quedó como si nada. Nos miramos un par de veces más, y suspiramos. ¿Qué más podíamos contar? Me gustaría que platicáramos otro día, dijo a la hora de pedir la cuenta. Tú de tus proyectos, y yo de mis... asuntos. Desde luego, maestra. Cuando usted quiera. Eso es lo que te quería decir, dijo, es decir, disculparme. Mira, en esta servilleta te apuntaré mi dirección porque todavía no tengo teléfono. Para cuando quieras visitarme, sin compromiso. Sí, muchísimas gracias, maestra. Para lo que se te ofrezca... y es que, la verdad, nunca me perdonaré no haberte anunciado por tu nombre en el festival del Día de la Madre.

Nos despedimos dándonos un beso, más rutinario que sincero, sospechando que ese sería nuestro vistazo final. Ella se encaminó por Londres y yo por Dinamarca. De repente un grito que me hace voltear. “¡Vito, Vito! ¡Ya me acordé! Era Gálvez. Gálvez Monroy”. ¿Era quién? “¡Cómo quien?”, en la distancia, “¡el Picapiedra Gálvez Monroy!” Tenía razón.

Me dirigí a casa y en el camino, serían las cuatro de la tarde pasadas, me desvié hacia el edificio de la Maldonalds. Ahí la descubrí cuando descendía del auto de su primo Evaristo. Se despidieron de beso, casto, y entonces, cuando el simpático primo arrancaba en su Ford, me reconoció en la distancia. Quiúbole, Vito, ¿dónde andas?

Aquí me tienes, a tus órdenes, contándote estas tribulaciones tan patéticas. A ti, a ti, no te hagas.

5

Estamos llenando un crucigrama, Arturo y yo, en la recepción del gimnasio. Él porque quiere aprender, como los animalitos de la canción de Cri-crí, y yo por ocioso. “Natural de Nueva Zelanda.

Indígena de los mares de Tasmania”, me pregunta de repente. ¿De cinco letras? Sí, verticales. Pues “maorí”, ¿no?, le digo, y al completar el sector se me queda viendo con el lápiz en la boca, como si yo fuera Albert Einstein. Un día no se aguantó. Oiga don Vito, ¿por qué sabe tantas cosas?, preguntó al detener el vaivén del trapeador. Qué les responde uno, entonces, a los Arturos de la vida. Lo más incómodo es que nunca me quita eso del “don”, aunque le lleve unos cuantos años. Yo no sé cosas, le refunfuñé, “yo sé la vida”. Y la verdad, fue peor.

Y hablando de cosas, éstas no marchan demasiado bien en mi existencia. Dejé de asistir a la Facultad, Pati Maldonado me rehúye, el Estopa tiene parásitos y no se levanta de su camastro. Pero vayamos por partes, como dijo el sabio rey Salomón. Todo tiene su origen, para qué negarlo, en la desintegración de Los Marsellinos. Desintegrándose más, desde luego, deben estar Mario y Silvano comidos por los gusanos y retornando al polvo de la nada. Han pasado ya cuatro meses desde que los balacearon para dejarme en la más cruel orfandad musical. Ya nomás canto en la regadera, como las cuarentonas enamoradas, “soy, la reeeina de los mares” y siento que mi voz se irá en el primer taxi a la mano. ¿Qué le dice entonces uno a su voz en retirada?

Eso me pasó esta mañana al cepillarme los dientes. Hacía las gárgaras de rigor y al escupir aquello descubrí que mi voz escurría por el desagüe. Fui con mamá, que estaba de un humor de perros, y le hice desesperadas señas. Que viniera al lavabo, que atajara mi voz, que me salvara. Y ella, “¡qué tienes, Vito!”, porque debe conocer muy bien los síntomas de un paro cardiaco. Le señalaba mi garganta, mi lengua, el flujo del agua. “¡Qué, qué! ¿te tragaste el tapón del caño? ¡JesúsMaríayJosé!” Y yo como mimo en la zozobra. ¡Mi voz, jefa!, solté con la risotada. ¡Se fue por el bújero!

Es una forma práctica de averiguar si uno es querido, aunque mamá odia oírme diciendo esas corrientadas. Jefa, bújero, quéondaqueonda. Y como no tiene el recurso de la madrecita estándar, “ay, si tu padre te escuchara”, la abrazo muy querendón, le aprieto la cintura, le doy un besote en la nuca y la dejo, la verdad, turulata y que si lista para el diván. Debías de buscarte un galancín garañón, le digo entonces, porque la jefa, sea dicho con todo respeto —¡oh, mister Eddie Poe!—, aguanta todavía un zandungazo. Y se lo digo y se sonroja. Que si no seré mandado, pero ella lo sabe. Y se lo pierde, como le dijo la tía Cuca la otra noche en que se tequileaban dizque recordando al tío Joaquín: “Tienes tus telerotas, hermana, ¡pero como de estuata municipal!... pura mirancia y na nay de agarrancia”. Y las carcajadas que llegaban hasta la calle.

Así es mi tí Cuca a la hora del tequila: se transforma en Mistress Hyde. Una destrampada que no perdona estuatas ni pudores. Sí, estuatas, estuatas. ¿Nunca las has visto, digo, a las dos así de simples cuando pierden la chaveta? Tienes razón. Qué vulgares, ¿verdad?

Pero están pendientes aún los tres asuntos que me carcomen el alma: mi novia que se hace la ausente, la Facultad de Arquitectura a la que ya no voy desde hace tres semanas y mi perro enfermo de lombrices.

Lo de la Facultad es lo que más me duele porque, ya lo debes suponer, qué futuro tendré si abandono mis estudios universitarios. Ni modo que me fosilice como administrador de este gimnasio, entregando jaboncitos, llevando las cuentas del primer turno, soportando los puñetazos cuando no llega el sparring de mi categoría, que es welter. Como dice el manager que entrena a los pupilos en el anexo, “Vito, no sirves para tirar, pero qué bien resistes”. Alguna vez imaginó que podría hacer de mi un campeón, como hizo con el “Alacrán” Torres allá por 1970, pero la verdad es que yo no sirvo para ablandar. Siempre busco el izquierdazo a la mandíbula, noquearlos y sanseacabó. Además que no me gusta que me toquen la cara, la protejo demasiado y eso me quita eficacia. Le tiro al bulto cuando ya no está. Vamos, por decirlo con más claridad, soy igual a un punching-bag con patas.

Que por qué me protejo la cara. Mírame nomás. Quizá no sea el rostro más hermoso de la colonia Juárez, pero me defiendo. ¿Por qué crees que cayó la Patita Maldonado? Mala donna, ¿me la dona la Maldonalds? Bueno, claro, además del rollo aquel que le tiré, su persona ha herido mi alma, le dije aquella vez en Chiandonni, pero es una herida que llevaré con amor hasta el último de mis días. ¿Te acuerdas? Y la muy romántica, cayó. Cacayó.

Entonces ni como administrador del gimnasio ni como sparring ni como arquitecto. La verdad es que no veo resuelta mi vida. Y no es que llevara demasiado mal la carrera, pero me aburría tanto. Me aburría la idea de verme lidiando con albañiles, ofreciendo proyectos, completando planos en el Despacho del Arquitecto Remigio Ballesté y Sánchez de los Monteros & Asociados, ya sabes, mientras más nombre más culeros. Como que yo nací para otra cosa, como dijo mi abuela antes de quedar loca. ¿Nunca te lo había contado?

La historia de mi abuela es un misterio. Una leyenda, una epopeya, una novelita rosa con ribetes proletarios. No, no me estoy burlando; lo que pasa es que mamá odia hablar de todo eso. Mamá odia el pretérito, ésa es la verdad. Bueno, el caso es que mi abuela, antes de quedar totalmente gagá, predijo algo que todos se creyeron: que yo nací para algo importante. Cuentan que me alzó al cielo, porque estaba medio fornida, y jugueteando como si me ofreciera al sol, pronunció mientras clavaba sus ojos en los míos, “Vito, criatura santa, tú naciste para algo grande”. De esas frases suyas quedaron algunas más regadas en la memoria de la familia, como aquélla del “Vivere parvo” que citaba siempre, ya cuando loca, en la casa donde murió de amor. ¿Está claro?

Bien. El segundo punto de mi atribulado desasosiego, el distanciamiento de Patricia Maldonado, no merece mayor comentario. En parte tiene razón la hermosa raposa. ¿Qué futuro tendría a mi lado? Ni modo que la instale como afanadora en el Gimnasio Menchaca donde me desempeño como Gerente Administrador. Mucho amor y pocos centavos, ¿sabes a qué me suena? En lo que no íbamos tan mal era en la cantada con Los Marsellinos; había noches en que nos llevábamos hasta mil pesos, más las propinas, pero llegó la noche funesta aquélla, y del trío quedé nomás yo.

No sé. A lo mejor la fermosa dama de mis anhelos tomó a mal las suplicantes palabras que al oído le murmuré una noche de luna trémula. Sí, mucho me temo que esa sea la razón de fondo, porque hay modos y hay modos de solicitar el cúchuro a una moza de nobles sentimientos, sobre todo cuando le habéis reventado el brasier en el último asiento del cine mientras le murmurábais, con acento apasionado, ay, Maldonalds, vámonos ya al cinq-letrres donde te voy a contar una historia de amor, tú que me encontraste en un negro camino, como un peregrino sin rumbo ni fe. Y ella, en febril respuesta, mientras se anudaba el tirante de la prenda, me responde con abnegación: mejor vamos a ver la película. Se está poniendo interesante. Y luego: la angustia de Kierkegaard, el desamparo de José Alfredo, la distancia de Magallanes. Y del cuchuflax, ni hablar. Nada, nada y más nada.

En cuanto a mi fiel mascota, el temible Estopa, qué decir. Permanece todo el día tumbado en su camastro, casi no prueba alimento, casi no gruñe, casi no es perro. Hoy por la mañana lo pesé en la báscula de la tía Cuca. Ha perdido cuerpo: ya sólo registra cuatro kilos y medio. ¡Qué sería de mí si viera desvanecerse su figura, que me da protección y gozo? No lo quiero ni pensar... Son los oxiuros, dijo el veterinario, y Santa Penicilina debe obrar el milagro para que el vivaracho can vuelva a ser lo que fue, me llene el espíritu de sosiego y no caiga más en estas negras hoquedades.

“Droga, brebaje, medicamento mezclado. Poción preparada también en la cosmetología”, me plantea el buen Arturo, mi escudero en el gimnasio. ¿De cuántas letras?, le pregunto, y él cuenta, uno por uno, los casilleros del crucigrama. “Siete, horizontales, comienza con M”. ¿Con eme?, repito... pues “mejunje”, ¿no? Y el buen Arturo, de nueva cuenta, alza la vista y me ofrece sus ojos admirados. Sí, don Vito: mejunje.

Qué fácil puede ser la felicidad. ¿Por qué nos obcecamos en ser opacos, pusilánimes y desenamorados? ¿No lo crees así? Por lo pronto, en vez de rosas rojas para una Patricia como ausente, le compraré un diccionario al noble Arturo. Lo merece y así, cultivando su espíritu, dejará de quitarme el tiempo.

6

No creo en los milagros. Es decir, no creo en la gente que reza todas las mañanas para que no le caiga un rayo ni le suban la renta. No creo en los matachines danzando en el atrio de la Basílica del Tepeyac para que este año las lluvias sean puntuales y se les dé la milpa. No creo en las solteronas parando de cabeza a San Antonio para que una noche en el bar de Sanborns conozcan al licenciado azul que les ofrezca, al tercer vodka-tónic, cala, cama y casa. No creo en los milagros pero esta noticia, que ahora reposa ante mis ojos, tiene algo de eso.

Todo se remonta a los días previos a mi naufragio vocacional porque hoy, aunque quiera, ya no podré regresar a la facultad de Arquitectura. He perdido el derecho a exámenes por la acumulación de faltas. Sólo pude cursar el primer semestre, y de las cinco materias la única que no reprobé, por desertor, fue Cálculo Estructural I. La vida es un cedazo permanente en el que tarde o temprano quedas fuera de registro. Es, por decirlo con simpleza, un llano de medianías. Pregúntale a cualquier niño su pequeñito sueño de grandeza: quería ser piloto de carreras pero es el cobrador del gas que va de puerta en puerta. “¿Dónde dejaste tu Ferrari?”, dan ganas de preguntarle. Muchos otros quieren ser Presidente de la República y el Presidente de la República no es más pendejo que el vecino de abajo, ¿te enteraste? Ayer rompió la tubería del gas y obligó a que los bomberos llegaran raudos y sofocados.

El que se dio cuenta fui yo, que tengo olfato de perro dálmata. Desperté a medio edificio hasta que dimos con la fuga: el vecino del departamento 2, en la planta baja, que se había levantado a medianoche a prepararse un te de tila; tropezó en la cocina, porque no había encendido la luz, y al caer pateó el tubo del suministro. Lo sorprendimos tratando de arreglar el desperfecto con una cinta de masking tape. “No pedí auxilio porque no los quería despertar”, se disculpaba luego que los bomberos casi derriban a golpes la puerta de su departamento. ¡Hazme el favor! Igualito me imagino al Presidente con su masking tape por aquí y por allá, parchando pendejada tras pendejada. Y que conste que no soy de izquierda, ni de derecha ni de arriba ni de abajo. “Yo soy Vito”, simplemente, como cuentan que dije un día, hace lustros, cuando me decidí por fin a hablar. “Yo soy Vito”, pero entonces tú no existías, ¿o sí?

¿En qué íbamos? Ah, sí, lo del milagro del periódico. Todo se remonta al año pasado. Estábamos en clase de Cálculo Estructural cuando el maestro, el ingeniero Pedro Dabou, nos pregunta qué ocurriría si una cúpula fuera sometida a un esfuerzo continuo de carga “en los límites de sus especificaciones”. Todos sabíamos la respuesta: que la cúpula se rompería como una cáscara de huevo al recibir el pisotón, pero cómo expresarlo matemáticamente. Y como nadie respondía y a mí la verdad ya me comenzaban a valer un cacahuate todas las materias, dije con absoluto desparpajo: Pues se quiebra, maestro. “Sí, claro que se quiebra, pero de qué modo”. Entonces el problema no era la fórmula, dos más dos son cuatro, sino de qué modo cuatro es cuatro. Y luego hizo un gesto insolente, como de qué gentuza se nos cuela en la Universidad. Y eso, el modito, sí que me calentó. “Pues se quiebra poco a poco, si eso es lo que quiere que le digamos, como está ocurriendo con la cúpula de Catedral”.

Se me quedó mirando el tal Pedro Dabou igual que si me hubiera sorprendido en la cama de su esposa. “¿De qué está usted hablando, joven...?” Pobre pendejo; no se había aprendido mi nombre. “De lo que está usted oyendo, profesor... De que la cúpula de la Catedral Metropolitana se está resquebrajando por la sobrecarga que le provoca el paso continuo del Metro debajo de sus cimientos”. ¡Eso, eso!, gritó el ingeniero, “el verbo es res-que-bra-jamiento. O sea, el momento en que el domo, que es su parte exterior, comienza a transmitir una sobrecarga en el arranque del estribo y, por la compresión sobre el hemisferio inferior, que es la cúpula, provoca la aparición de grietas que luego se transformarán en fisuras y desprendimientos: o sea, como bien dice este joven, el verbo es res-que-bra-jamiento. Apúntenlo en sus cuadernos”.

¿Oíste bien el verbo? Yo resquebrajamiento, tú resquebrajamientas, él resquebrajamienta a su madre, ¿verdad? Y entonces, al concluir la clase, por mi apellido me llama el ingeniero Dabou: “Joven Beristáin, ¿quiere venir un momento?” Y que me confiesa.

Yo no he tenido muy buenas experiencias en eso de las confesiones. Por eso ahora si tú me preguntas ¿tienes fe?, no sé qué te respondería. Hay un Vito Beristáin que sí cree en todo: que Dios Padre creó el Universo, el perfume de las gardenias y la Ley de Gravedad. Pero hay otro Vito que no cree, y perdona el galicismo, una pura chingada de nada. Es más, como Kierkegaard, cree en la nada absoluta y que nada merece explicación porque nada tiene sentido. El único sentido de la vida, a fin de cuentas, según este segundo Vito que a veces soy yo, es el billete. Dime que no es cierto, que no se anda bajando los pantalones Carlos Salinas para que el Banco Mundial le preste una lana, que no hay amor duradero si no duermes con una mano metida en una caja de billetes, que hasta la Madre Teresa con sus obras piadosas no anda, en última instancia, pidiendo limosna a nivel internacional para que sus pobres leprosos tengan cura, crezcan sanos y se conviertan, con el tiempo, en unos criminales hijos del resentimiento y la envidia. Así es, mi buen, y perdona la crudeza de mis palabras, pero sin dinero no baila el perro ni hallas el necesarísimo cuchuflax que le dé sosiego a tus noches de suspiro, vacío y masturbación. ¡Hazme el favor!, qué patético me estoy poniendo, ¿verdad?

Pero... ¿qué te decía? Ah, sí, lo del ingeniero Dabou, ahora tan sonriente en la foto del periódico. Y el asunto del milagro que no me debía yo creer. Bueno, esa vez cuando me llama el profesor luego del intercambio de puyas, pensé: me va a correr de su clase. Y me dije, tú me expulsas y yo te parto la madre. No, en serio, tengo una izquierda letal cuando le atino a la quijada del contrincante, pero más bien sirvo para recibir. Soy un punching-bag con patas... ¿ya te lo había contado?

Óquei, óquei, óquei, voy a concentrarme: entonces me pregunta el profesor Dabou que cómo sé eso de la cúpula de la Catedral. Pura intuición, le digo. Lo que pasa es que el mes pasado, que fue aniversario de la muerte de mi tío Quino, acompañé a mi tía Cuca a misa en Catedral. Anda medio mal de una rodilla y no le gusta caminar sola por la calle, y luego, casi siempre, me invita a merendar. Es como mi segunda madre. Y el ingeniero Dabou, enternecido por mis confesiones, me dice mirando su reloj, ¿y luego? Pues eso, que mientras ella rezaba inclinada en el reclinatorio, ¿reclinada en el inclinatorio?, de pronto recibo yo una señal. Y es que ya he tenido varias en mi vida. Luces, destellos que se abren en el tiempo y en los cuales logro ver el futuro, en una fracción de segundo, cosas terribles que luego se cumplen, como a usted, que a leguas se ve que su mujer, que debe ser rubia, le pone los cuernotes con su socio del despacho Dabou & Salum a esta hora mientras pierde su tiempo conmigo. Claro, eso no se lo dije, pero es cierto. La señal que tuve en la Catedral era sencilla. Me venía del cielo, una especie de llamado supremo, pensé, y a cada rato, cuando la tía Refugio pasaba a un nuevo misterio, porque le da re duro al rosario... a ver repite: le da re du ro al ro sa rio, bueno, pues ahí está otra vez la señal: una especie de baño celestial, como talco, que me caía encima. Cada ratito, fiiii, un soplo de polvito, como si Dios me dijera, Te Estoy Viendo, Vito, Deja De Pensar En La Maldonalds Porque Eso Solo Ella Sabrá Si Dártelo O No... es que Dios debe hablar con mayúsculas, y otra vez, fiiii, el polvito que me venía del cielo mientras la tía Cuca pasaba al siguiente misterio. Hasta la piel se me puso chinita. Pues qué, pensé, ¿a poco me voy a morir ahorita al salir de Catedral? Así que voltié hacia arriba... Oquei, volteé, entonces, hacia la cúpula donde está el Espíritu Santo como volando en un cielo de oro. ¿El que qué?, me pregunta el ingeniero Dabou, que debe ser más ateo que una sopa de lentejas. Veo la paloma que está en la cúpula y descubro una pequeña fisura de la que, cada rato, como le decía, se desprendía un chorrito de cal, fiiii, y que me venía a caer precisamente sobre la cabeza. ¿Que cómo sé que era cal? Pues porque lo probé y sabía a gis, como en el kínder, y entonces la tía Cuca termina con su rosario y el polvito me seguía cayendo, cada lapso de esos que le cuento, y fue cuando tuve la revelación: ¡el Metro! Pues claro, debe ser el convoy del tren subterráneo que cada cuatro minutos pasa por debajo de catedral, la hace retumbar toda y terminará por llenarla de fisuras. Así es como supe, ¿verdad maestro?, que la cúpula se está resquebrajando. Igual que una cáscara de naranja al sol y un día se vendrá abajo sepultando a los feligreses que, de ese modo, llegarán más pronto con Dios. Usted no cree en Dios, ¿verdad?, y su mujer, que es rubia, sí. ¿O no?

Se me quedó mirando el ingeniero Dabou con ojos crecidos, quizá horrorizados. Así pasa cuando tengo una revelación, porque yo nací para algo grande, según dijo mi abuela antes de enloquecer. Y me dice, “te voy a pasar con be, el curso, por tu actitud tan inquieta. Y por tu aportación de hoy, je, porque ése es el verbo: resquebrajamiento”.

Y aquí lo tienes ahora, en la foto del periódico, con el Regente y el Arzobispo de la Ciudad mirando los tres hacia la cúpula de la majestuosa Catedral Metropolitana, casi un año después de aquella clase de Cálculo Estructural. El ingeniero Dabou, que ahora ha sido nombrado, a ver, déjame leer: “coordinador del Fideicomiso Pro-Rescate de la Catedral”, mira la nota, donde se anuncian los trabajos de salvamento arquitectónico de ese monumento de la fe católica, “antes que su cúpula sea desmoronada por el intenso tráfico local de vehículos”. De modo que el verbo cambió, ahora es des-mo-ro-na-miento.

Y al salir del salón, aquella vez, me acuerdo, el ingeniero Dabou inquirió, como si de paso. Perdona, perdona, qué, ¿tú la conoces, a Selene? A quién. A Selene, mi mujer... es que sí, tienes razón. Es rubia.

¿No te lo dije? Y yo que no hallo qué hacer con ésta, “mi actitud tan inquieta”. Por eso yo no creo en los milagros, y menos ahora que ya naufragó mi barco vocacional y no seré arquitecto del despacho Dabou & Salum & Beristáin. El milagro será sobrevivir en las medianías. Míralas, asómate a la ventana ahora que regresan a casa después de las horas de oficina. Ha de ser muy dura la vida sin tenerte a ti.

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9786074573572
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