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La que ahora se va es la mamá de Mario. Viuda desde hace años, se mudará con su hijo mayor que vive en Culiacán. Con el tiempo todas las madres se convierten en un problema. Es decir, dejan de ser una adoración, dejan de ser personas, se convierten en eso: un problema. Yo jamás intentaré semejante osadía con mamá. Jamás la abandonaré, jamás dejaré de darle sus cincuenta pesos semanales... no vaya a caer en las redes de la avaricia; jamás la privaré de sus arrumacos eufóricos cuando la levanto del piso en tremendo abrazo, la aprieto y la besuqueo en la nuca. Le digo: “Rorra, consígase un viejo rico, jareoso y sabrosón”, porque mi madre, y no creo excederme en mis apreciaciones, como que se quedó en la sopa a la hora del Banquete del Amor. Qué injusto, ¿verdad?

Me mandó un recado con uno de los niños gitanos. Que si la podía visitar, que me quería dar algo, que necesitaba “decirme adiós”. No, no escribió despedirse, anotó eso: decir adiós. Y fui a la tarde siguiente, después de comer. Al llegar al Edificio Marsella los recuerdos se me vinieron encima como granizo. Hasta me sentí un poco anciano.

Cómo explicarlo. Es que en ese edificio tuve algunas de las grandes revelaciones de mi existencia. La vez, por ejemplo, en que Silvano cazó una paloma en la azotea arrojándole una toalla encima, la mató luego con un clavo, la desplumó y la cocinó en una olla, y todo porque eso había leído en un libro de Salgari. Ya ves porqué no hay que leer libros. Nadie pudo meterle el diente y terminamos despidiéndola por la taza del excusado. La tarde en que miré por primera vez un cuchuflax en mi azorada infancia. Era una sirvientita, medio niña, medio mañosa, que nos cobraba veinte centavos por bajarse su calzón morado para que mirásemos aquello, y un tostón por tocarlo. El único que se animaba era Mario, porque era el mayor de los tres y porque le daban un peso de domingo. La ocasión, también, en que dos gitanos se pelearon en el portal del edificio, navaja en mano, gritándose cosas horribles: “besarás la mierda de tu madre”, “morderás a Dios hasta llorar”, “ahorcado serás con las tripas de tus hijos”, y luego, cuando uno alcanzó al otro, La Güera, que siempre se la pasaba allí sentada, alzó la mano y dijo, “ya habló el sangre, dejan de pelear y se dan el manos”... y así ocurrió. El heridor vendaba al herido, le decía palabras tiernas, se besaban y se topeteaban como borreguitos descarriados. En el Edificio Marsella, la verdad, aprendí la vida.

Y así me tienes llegando a la cita con la madre de Mario. Aún viste de negro, como si hubiera enviudado por segunda vez. ¿Que a qué se dedica... bueno, se dedicaba la señora? A coser, sobre todo manteles, que luego vendía, según el gordo Mario, en El Palacio de Hierro. Pero yo creo que exageraba. Y a propósito, ¿nunca te conté el chiste del niño gangoso? Ah, pues ahí tienes que un día llega el visitador del censo a la casa de este niño y le pregunta, “¿está tu papá en casa?, es que le queremos hacer unas preguntas”, y el niño gangoso, “no, no ehtá”, entonces el del censo insiste, “¿y no estará por ahí tu mamá?”, a lo que el niño responde, “si ehtá, pero ehtá cohiendo”, entonces el visitador se le queda viendo con malicia, le dice, “ah, entonces sí está tu papá”, y el gangoso aclara, “no, pendeho, ehtá cohiendo con ahuja e hilo”. ¿No te vas a reír?

La mamá de Mario me explicó todo eso, lo de su mudanza y que ojalá pueda soportar el calor de Culiacán, que ya se compró un ventilador porque no le gustaría retornar como una basura derrotada. Sí, eso dijo, “una basura derrotada”. Hablamos de todo y de nada, ya sabes, de mis estudios en la Universidad, y ni de broma se me ocurrió decirle que ya abandoné Arquitectura. Platicamos de mis mañanas en el gimnasio, donde me gano el pan atendiendo a toda esa galería de acomplejados queriendo lucir bíceps y tríceps, abdómenes como de tabla de lavar y muslos de futbolista. Si los oyeras conversar se te caerían las plumas de vergüenza, “sesque la soya le saca la fibra al cuerpo... sesque la libido te reseca el músculo”, y otros comentarios de alta ciencia. Por eso me concentro en los periódicos que llegan al gimnasio, antes de que se los lleven los gorditos al sauna; porque por eso se compran: para terminar amazacotados en las bancas del baño turco.

Todo eso le contaba a la mamá de Mario, con tal y que no volviera con aquello de que el gordo me quería mucho y qué suerte tuve al no acompañarlos esa noche en que los dejaron, a él y a Silvano, como cribas en el volkswagencito negro. Total, que me entrega la guitarra del gordo porque ella para qué la iba a estar cargando por las llanuras sinaloenses. “¿Estará afinada?”, preguntó, como obligándome a empuñarla. Así que la saqué del estuche, la pulsé y no, claro que no, si tenía las cuerdas bien guangas. Esperó a que la afinara y me pidió, como no queriendo la cosa, que le cantara algo. Nunca he sido un gran guitarrista, pero de que me sé acompañar, me sé. Así que le canté Sin ti, con ánimo boleroso, no hay clemencia en mi dolor, la esperanza de mi amor, te la llevas al fin.

Y aquí la tengo conmigo ahora. La guitarra y el estuche, que le viene un poquito grande porque es de esos antiguos, duros, que se abren como ataúd. Y es que con ese instrumento nos inauguramos como Los Marsellinos, ¿te acuerdas?, un trío romántico para amenizar sus fiestas y reuniones.

Como fue el cumpleaños de Magda, mi hermana, me la llevé el domingo para alegrarnos un poco... ¡A la guitarra, zonzo! Nos fuimos en taxi y ella nos regresó al anochecer en su coche nuevo, sin radio ni tapetes, pero nuevo. Había invitado a doña Patricia Maldonado, mi Dulcinea Rejega, porque ya es tiempo que la familia, lo que queda de mi familia, se vaya aclimatando a ella. No, no quise decir adaptando ni acostumbrando. Dije lo que oíste, “aclimatando”, porque la Maldonalds es adorable como una mañana de abril, caótica e impredecible como un huracán. Tanto que, de último momento, me salió con que su primo Evaristo la había invitado a un torneo de boliche, y como tú nunca me llevas más que al cine, dijo ella, he optado por la diversón. ¿Nos quieres acompañar?, creo que cuesta cien pesos el boleto.

¿Pagar cien pesos para ir a ver a una bola de boludos lanzando bolas para hacer carambolas? Jiar, jiar, no me salió el chiste ¿verdad? Pues no. Que se vaya con su simpatiquísimo primo que, la verdad, ya me está cayendo en la punta de donde te platiqué, y nomás me entere, y nomás me entere de que al primo se le olvidan las fronteras a que obligan los lazos consanguíneos, se acordarán de mí. Además que cien pesos no tengo, bueno, no para ir a un emocionante torneo de boliche donde el orgasmo de una chuza te obsequia una sonrisa de felicidad clasemediera que dura una semana. Lo que sí que me ofendió fue lo de mi afición de años, ¿qué tienen contra el cine? Hasta la peor de las películas, por ejemplo La guerra de las galaxias, es mejor que cualquiera de nuestros días rutinarios bendecidos por la crisis, la violencia y el sida. Además el cine es el único lugar donde Pati, de vez en cuando, se deja besar. Cómo me gustaría que un día ella se volteara, me desabotonara la camisa, me besara el tórax y dijera, con trémulas palabras: Vito, llévame al cielo, o donde tú quieras. Me cae que la llevaría, que para eso sí tengo ahorros. Y no precisamente al cielo.

Ya hasta me puse charrascaltroso, ¿te fijas?... Pero no. Fuimos a casa de Magdalena Beristáin en Circuito Poetas, al pie casi de las mismísimas torres de Ciudad Satélite, sin la suculenta compañía de la Maldonalds. Ni modo. El amor suavecito no existe, y si es suavecito no es amor. Eso lo dijo el Diógenes del Bajío, de nombre José Alfredo. ¿Voy muy rápido?, dijo el precoz don Eyaculio.

Qué quieres que te cuente. Las reuniones familiares de mi gente siempre terminan bordeando el pantano de la cursilería. No hay vez en que juntas las tres Téllez: mamá, la tía Cuca y Magdalena mi hermana, aquello no concluya humedecido por las lágrimas en subjuntivo... si no hubiésemos perdido a mi hermanito, si papá no hubiera abandonado el hogar, si el tío Quino no hubiera ido a ésa, la Serenata Fatal. Entonces yo prefiero subirme al cuarto de televisión, mirar alguna película con todo y anuncios de Bacardí, retozar con mis sobrinos y, cuando se quedan dormiditos, curiosear entre los trofeos del ingeniero Sologuren, mi cuñado, que todos los domingos sin falta se va a jugar golf al campo de Chiluca.

Afortunadamente había llevado la guitarra de Mario, como te dije, que a partir de ahora será “la guitarra”, y nos pusimos a cantar luego de los brándises y el cafesiano. Sí, con los brándises y el cafesiano, como dice mi tía Cuca, nos pusimos a cantar, te digo, algunas melodías de sus tiempos: Chacha linda, Buenas noches mi amor, Vereda tropical. Luego llegó ese vacío que vela toda reunión. Como si un fantasma nos acariciara el rostro, uno por uno, recordándonos el privilegio de estar ahí juntos, vivos, cariñosos. Fue cuando mamá dijo, porque tiene sus ocurrencias, “yo creo que ya debe haber muerto”. Se refería, obviamente, a papá.

Magdalena trajo, sin consultar, una botella nueva de brandy Torres. Es el que prefiere mi cuñado Manolo y siempre está de oferta en Aurrerá. Sirvió los vasitos en silencio, porque ya sabíamos que mamá iba a soltar, como si el concurso de los 64 mil pesos, las últimas escenas de su película inolvidable: que papá trabajaba en el bar del hotel Reforma, que era irresponsable y veía enormes cucarachas rojas, que había noches en que definitivamente no llegaba a casa, que cuando joven era más guapo que Emilio Tuero, que lo había parido una tal “hija de Francia” legendaria, que cuando se fue, como la canción “para ya nunca más volver” tendría yo qué, ¿dos años y medio?, y lo más curioso, que le decían El Semáforo porque tenía un ojo azul y otro café. “El izquierdo era el azul, su parte francesa”.

Excusando que tenía que ponerle las pijamas a sus criaturas, Magdalena me llamó al piso de arriba. Dejé la guitarra y regresé a la estancia de los trofeos. “Mira lo que me encontré la semana pasada en que estuve escombrando”, me advirtió. Era una vieja fotografía, mi padre y yo, de meses pero sonriente, encuadrados en un marco de caoba. Como el retrato era en blanco y negro no se apreciaba bien aquel detalle peculiar, sus ojos de semáforo, y no pude reprimir un suspiro de absoluta vacuidad. Era imposible el escrutinio de la sonrisa, entre dolorida y lánguida, de mi padre Pablo Beristáin. Y que Dios lo guarde en su gloria, si es el caso. ¿Dónde habrá terminado sus días ese hombre de semblante taciturno, ese rostro anónimo, ese pobre tipo derruido por la culpa? Nunca lo sabremos.

Entonces Magda desbarató el marco. Mira esto, me dice al zafar la fotografía, que yo recordaba entre la niebla de la memoria. ¿Ya viste? Y sí, ahí detrás y con elegante caligrafía, mi padre había inscrito con punta de lápiz: “Mi lindo mateware, nada te faltará”. Y una fecha. Fue tres semanas antes de que nos dejara, susurró Magdalena al volver a insertarla bajo el cristal. ¿Qué habrá querido decir con esa mafufez, mi querido mateware?, y allá abajo el traqueteo de mi cuñado arrastrando los palos de golf, su fatiga y los abrazos a la suegra, nos distrajeron. ¿No se toman otro brandisito? Y yo preguntándome mientras descendíamos por las escaleras: ¿Ya habrá terminado el torneo de boliche? ¿Le hablo a la ingrata Maldonalds? ¿Le hablo o no le hablo? ¿Y si no la encuentro? Ya sabes, me la vivo preguntándome.

Un tesoro verde

1

Al despertar me percaté de que no había dormido. Todo fue un sueño a ojos abiertos y ahora, es decir, entonces, estaban como picados por arena. Miré el reloj, las ocho pasadas. Llegaría tarde al gimnasio, si decidía cumplir con mis obligaciones. No me quedó más que acudir al botiquín del baño para aplicarme doce gotas de colirio. Llamé por teléfono al gimnasio y pronto, muy pronto, contestó el buen Arturo. ¿Todo bien?, indagué, y por si preguntaba el patrón por mí le eché una mentira piadosa: que había tenido una hemorragia nasal a consecuencia del uppercut en la víspera, cuando me obligaron a alternar de sparring. Que llegaría en una hora. Don Paco, el patrón, fue compadre del tío Quino y por eso conseguí ese empleo tan prometedor.

Qué carita, me saludó mamá cuando colgué el teléfono. Y qué, ¿no vas ir hoy a trabajar? Sí, claro que sí. ¿A poco crees que sólo tú tienes derecho al insomnio? Y ella, que es fulminante cuando quiere, apostrofó con tono melodioso, ausente de neutralidad: “Patricia Maldonado”. No le contesté y volví a meterme al baño. Que la regadera se llevara los malos humores y las diez mil escamas de mi epidermis muerta. ¿No viste el documental del Discovery Channel? Sin darme cuenta, de pronto ya estaba canturreando Adolorido, adolorido, adolorido del corazón, por una ingrata... y supe que igual como yo, Rockefeller y Azcárraga debían estar cantando, a esa misma hora, en la ducha. Cada uno en la propia, se entiende.

¿Tú crees que mi nombre, Vito Manuel Beristáin Téllez, suene a nombre bursátil, de altas finanzas, capo di capo en el mundo del bisnes? Que te suena a qué. ¡Mira hijo de tu...! Ni te burles, cabrón, ¿cómo que nombre de locutor de la XEW? Me sequé aprisa, me talquié el áitevoy, me volví a poner los mismos calcetines, que no tienen agujeros. Nada tan denigrante como un dedote asomando por el reloj de un calcetín. Regresé a la recámara con el torso desnudo y me hallé con mamá dizque escogiéndome una camisa del clóset. ¿Y ahora que milagrito vamos a pedir?, preguntó como si nada. Que qué. Y seguí su mirada hasta media cama, donde descansaba el pequeño portafolios del tartamudo de ayer. Si no es con la Virgencita de Guadalupe, que sea con el moreno San Martín, ¿verdad?

Mamá no es muy creyente, como la tía Refugio. “Con ir a misa cuando te dan ganas y rezar cuando te dan ganas, y si Dios cree en uno, te salvas. Él ya sufrió por nosotros y la vida no es una competencia de agonías”, dice ella. Sobre todo eso, cuando está presente la tía Cuca: “si Dios cree en uno”. Cómo odio que ella se entrometa en mis cosas... ¿mis cosas? Y como no sabía bien a bien de qué estaba hablando, hice mi numerito infalible cuando la quiero expulsar del cuarto. ¿Qué estás haciendo?, todavía preguntó ella. Qué no ves, me voy a cambiar los calzones porque éstos me aprietan... pero no te apures. Nomás no volties.

Oquei: voltees.

Y se salió, como siempre, sin decir nada. Yo nomás hago constar: el día que hallen a mi mamá muerta con un cuchillo en mitad del cuello, que no me echen a mí la culpa. La vida promiscua genera muchos casos de suicidio, como los lemmings noruegos, así que no me jodan, les diré a los del servicio forense. Corrí el pasador de la puerta, que es un ganchito de esos de a peso, y abrí el famoso portafolios de imitación de piel. Era cierto: tenía varios juegos de estampitas religiosas: San Martín de Porres, la Virgen de Fátima, la del Carmen, la de Guadalupe, Santa Rosa y San Francisco de Asís.

Traté de acordarme del pasajero aquel en la combi, el momento en que nos abandonó y la tétrica escena que se perdió...

Solté todo y hurgué bajo la cama. Sí, ahí estaba el saco de lona verde, intacto. Pensé: “Si mamá hubiera descubierto este dinero, ¿tú crees que andaría tan tranquila?” Y así como estaba, en calzones y húmedo, vacié el costal sobre la cama. ¡Uta! ¡Eran como cincuenta fajos de billetes, de quinientos y de mil pesos!, además de una pistolita que parecía de juguete. ¿Eran? ¡Son!, porque ahí los tengo todavía, metidos todos, porque apenas si cupieron, dentro del estuche de la guitarra. La que fue de Mario, ya te acordarás. Metí el estuche al fondo del clóset y dejé la guitarra detrás del restirador, de modo que no estorbe. Terminé de vestirme, me zampé el café con leche y una concha blanca, lo más rico que hay después de una nalga jarocha, y así salí de casa a cumplir con mis obligaciones laborales, obsequiándole a mi fiel Estopa un cariñoso arrumaco y medio bolillo duro. Quién le manda ser perro.

Llegué al gimnasio unos minutos antes que don Paco, así que no hubo necesidad de explicar nada. Eso sí, el buen Arturo, nomás verme, aventuró: “A que ya se te hizo con la Maldonalds”. Pobre Arturo, nunca completó la educación primaria, de lunes a viernes duerme entre las lonas del anexo de boxeo y tiene el labio leporino. Además que no pesa más de cincuenta kilos, así que todo lo relacionado con el amor y el erotismo lo pone como rehilete. El día que se le ocurrió a Patricia visitarme, por pura puntada, Arturo quedó hecho un pocito de baba. “Qué guapa, qué guapa” estuvo repitiendo toda la tarde, pero mejor hablemos de otra cosa porque ese asunto ni levanta ni termina de hundirse.

Luego de atender la remesa de toallas limpias y el suministro del combustible para la caldera, que tiene una fuguita medio preocupante, revisé los periódicos del día. La Jornada no mencionaba el caso, El Universal traía una nota a dos columnas titulada “El asalto bancario número 55 queda, una vez más, impune” y narraba cómo los bandidos habían huido “con un modesto botín”, luego de herir a dos policías bancarios que vigilaban la sucursal Aztecas del Banco del Atlántico. Dejé eso y le hice un guiño a Arturo, que estaba boleando a uno de los clientes: que me cuidara el mostrador, que ahorita vengo. Fui al sauna y entré como iba, con zapatos y ropa, lo cual prohíbe el reglamento. Le pedí a un gordito que me prestara su ejemplar de La Prensa, y como el otro dudaba le argumenté al apoderarme del periódico: es que creo que me saqué el Melate. Fui a la recepción y comencé a hojearlo sobre el mostrador. Las planas, humedecidas como hojas de tamal, no mencionaban el caso... hasta que en la página 24, a todo lo ancho, se anunciaba: “Trágico Bancazo: dos muertos”.

Mira, aquí traigo la nota recortada. ¿Quieres que te la lea?

“Dos muertos y 300 000 pesos es el saldo del violento asalto ocurrido ayer al mediodía en la sucursal Azteca del Banco Atlántico. Según testigos presenciales, los asaltantes arribaron al inmueble poco antes del mediodía, bien vestidos y se formaron en las varias colas de varias cajas de atención al cliente”. Sí, eso dice, “varias colas de varias cajas”. Luego, sigue contando la nota, “cuando el presunto líder de la banda gritó ¡al suelo todos!, todos obedecieron al ver el despliegue de armas que sacaron de entre sus ropas. Eran, al parecer, cinco los asaltantes, que inmediatamente saltaron las ventanillas de cristal y obligaron al personal de la institución de ahorro a entregar todo el dinero en caja. Tres eran los criminales que se desplazaban a su antojo por la sucursal bancaria, despojando incluso a varios clientes de sus caudales, porque el cuarto ladrón, posesionado de una metralleta Uzi, mantenía a raya a los dos guardianes de la sucursal, de nombres cabo Zenaido V. y sargento Saúl Rosas. Hubo entonces un momento de confusión, cuando el sistema interbancario de alarma entró en operación, y que atrajo a varios coches patrulla de la policía metropolitana, incluso un Helicóptero del Escuadrón Zorros (de acción inmediata) que sobrevolaba la zona vigilando un plantón de maestros en la cercana Plaza de Santo Domingo. Ese momento fue aprovechado por los heroicos agentes del orden, que no habían sido desarmados por los delincuentes en un acto de imperdonable olvido, ya que los citados policías Rosas y Zenaido desenfundaron y accionaron sus armas, desafortunadamente no con la premura necesaria. El hampón que empuñaba la metralleta, en ese preciso instante disparó dos ráfagas del arma, hiriendo de gravedad en el vientre a los referidos agentes del orden, que cayeron ipso facto. El quinto cómplice, que esperaba a sus secuaces fuera de la sucursal bancaria, tripulaba una camioneta deportiva, color roja y sin placas, en la que huyeron los maleantes luego de abordarla con toda premura. En total el asalto no duró más de cinco minutos, tal vez un poco más, lo que concitó la reunión de muchos elementos de las diversas corporaciones policiacas que vigilan la zona: judiciales, zorros, montada de granaderos, y que provocó, asimismo, un prolongado y confuso tiroteo que milagrosamente no derivó en más víctimas. Según el gerente de la sucursal Atlántico bancaria, C. P. Alberto Castro, el monto del botín habría sido de 300 mil pesos, aproximadamente, pero que hace falta un conteo puntual de lo robado en cada una de las cajas. Para fortuna de los ahorradores, en este asalto, que es el número 55 de lo que va del año, el Seguro Bancario protege sus caudales, de modo que no verán mermados los mismos a pesar del ilícito. El titular del sector Primer Cuadro de la policía metropolitana, Capitán Jesús Bello, aseguró que se han reunido varias pistas que permitirán la captura, que dijo inminente, de ese peligroso grupo delictivo, sin poder darlas a conocer, obviamente, por razones obvias. Al cierre de la edición la salud de los policías Zenaido y Rosas fue reportada en el Hospital Rubén Leñero de la SSA, como finados, porque las heridas que presentaban, ambos, eran de carácter letal. La opinión pública, por lo mismo, se pregunta, de quién es el tesoro supuestamente resguardado por las instituciones de crédito. ¿No merecen una mayor vigilancia?”

Qué tal, ¿te la leo otra vez? Obviamente que por razones obvias no.

Alcé la vista y me encontré con la mirada acusadora de Arturo, como diciendo, ¿y de cuándo acá andas tan preocupado por la convivencia ciudadana? No le hice caso y seguí hojeando el periódico, aunque me temblaban las manos. Pasé muy mala noche, le dije, porque además se me notaba. ¿Ya trapeaste el salón de las pesas?, que es un modo humillante de correrlo, porque a esa hora se reúnen allí los maricas del mallón verde, que luego te explico. ¿Y si toda la faena de la víspera había sido un sueño? Qué, me dije, ¿no viajé ayer con una pistola incrustada entre las costillas durante media hora? Está bien que sea famoso por mi delirante imaginación, pero ¿y las estampitas religiosas del tartamudo, son también puro cuento? Así me torturaba al hojear, para adelante y para atrás, el ejemplar de La Prensa. ¿Y el chofer de la combi? ¿Y el asaltante herido del chamarrón negro? ¿Y yo?

Nada tan terrible como una noche de insomnio, aunque, en mi caso, tenía justificación. Estuve tentado de telefonear a casa, averiguar si a mamá no se le había ocurrido escombrar el clóset. Agarrar el dinero y dar el enganche de una casita de interés social en Ciudad Jardín, que es su sueño dorado: todo con tal de alejarme de mi amada Pati Maldonado. ¡Y lo hallé! Ahí estaba, en la contraportada del periódico, el chofer muerto de la combi 2187 de la ruta Lagunilla-Aragón Bosque, según explicaba la nota. La fotografía, a pesar del acercamiento, no era tan repelente como las de los policías Zenaido y Rosas, de la página 24. Será que para mí ya es un asunto familiar. La nota se circunscribía a un recuadro encimado en la gráfica, donde el conductor, con su camiseta de las chivas rayadas del Guadalajara, es decir, su caváder, asomaba por la ventanilla de la camioneta. Redactada con un estilo impecable, esta nota informaba que el chofer, de nombre Juan Pérez Carrillo, de 29 años de edad, había sido ultimado abordo del vehículo en las inmediaciones de la colonia La Esmeralda, “posiblemente por una venganza del sindicato de permisionarios del transporte público”. Entre los objetos hallados en el interior de la combi, añadía el reporte, se encuentra un cuaderno escolar con el nombre de R. Luna, seguramente la muchachita nerviosa que viajaba al frente, y un sobre de dinero, vacío, con el rasgo aprobatorio de “V.B.”, prendas que podrían llevar a la localización de los últimos pasajeros de la ruta, y obtener así valiosos testimonios para el esclarecimiento de ese crimen solitario.

¡¿Y el tipo del chamarrón?! grité, más que alarmado, pero me contuve porque allá venía el entrenador del anexo, seguramente para suplicarme que lo auxiliara como sparring en una ronda de box. Guardé el periódico bajo el mostrador y ante el escrutinio de Arturo, que disimulaba al esforzarse con uno de sus crucigramas. “V.B.”, por cierto, no significa Visto Bueno, como sugiere la nota que más tarde recorté. Son mis iniciales, “Vito Beristáin”, porque ayer fue día de paga. Doble y más que doble, por cierto.

2

Me dieron en la fisura. Sería que estaba muy desvelado y con la cabeza en otro planeta, el Planeta del Billete. A pesar del protector que llevaba, el boxeador aquel, un chamaco oaxaqueño, chaparrito y todo logró colocarme un recto a la nariz que me hizo ver estrellas. Estuvieron a punto de llamar a la ambulancia, cuando de pronto comencé a reaccionar. Otra vez el hilito de sangre en el lado izquierdo y esa jaqueca que con medio puñado de aspirinas —¿te fijaste? “jaquecaquecón”— se medio alivia. Qué horrible es caer noqueado, aunque ni te enteras.

La otra vez fue hace dos años, cuando parecía prometer como valor welter de los Baños Paco Menchaca, pero mi guardia, siempre muy cerrada, es mi perdición. No logro ver al rival, lo busco a ciegas tirando zurdazos, y de tanto no ubicarlo llega de pronto el gancho al hígado que te dobla, ¿de dónde vino?, el recto a la barbilla colado entre los guantes. En aquella ocasión me hicieron una radiografía porque pensaron que era fractura del tabique nasal, pero el diagnóstico fue más leve, “una fisura”, que es decir no te preocupes, en dos semanas nos vemos nuevamente sobre el ring. Y sí, la verdad me gusta pelear, tirar golpes para cimbrar al contrincante, lanzar mis zurdazos como dardos homicidas porque cuando logro conectar una mandíbula, aquello se acaba. Pero no duró mucho mi promesa: en el boxeo, como en la cama, hay que hacerse temprano de fama. De otro modo quedas como candidato a sparring, sucedáneo de sombra, punching-bag con patas. ¿Ya te lo había dicho?

Hoy es sábado y me dieron permiso de ausentarme en el gimnasio. Pensará don Paco, como ya ocurrió una vez, que de otro modo se verían obligados a trasladarme directamente a la funeraria. Fue en abril pasado, durante la Semana Santa. Uno de los chamacos “mosca”, que es lo que mejor preparan en el anexo, recibió un upper que lo dejó pivado. Es lo malo de pelear sin protector, todo llega como viene. Ahí estuvo el chamaco en los vestidores, tumbado sobre la banca, quejándose de un dolor detrás del ojo. Le dieron tres aspirinas y lo mandaron a casa en taxi. Al día siguiente, que era Jueves Santo, amaneció otra vez con el dolor; para la tarde ya no veía y, como todo mundo estaba de vacaciones, hallaron médico hasta la medianoche, pero era ya demasiado tarde. Estaba sordo y hemipléjico, y en lo que llegaba la ambulancia fue caváder. Sí, caváder. Se llamaba Jesús, lo que son las cosas, y no cumplió los veinte años. Sí, como Mario. Oye, qué memoria, ¿eh?

Así yo esta mañana, puse el ganchito de la puerta y me quedé echado en la cama. No me dolía la cabeza, afortunadamente, pero tenía dificultad para respirar. Saqué el estuche de la guitarra, lo abrí a un lado de la cama y me tumbé para acariciar con una mano aquella montaña de billetes.

Desperté cerca del mediodía y pregunté si había llamado la Maldonalds. Que no. Me dí un baño y le telefonié a la papelería.

Óquei: le telefoneé. Pensé no encontrarla, fugada en uno de los tours bohemios con su primo Evaristo, pero ahí estaba ella, “¿Casa Hoyos?”, lo cual se presta a las bromas más estúpidas, ¿verdad? La noté tristona, flemática, suspirituosa. Te invito al cine, Patruya, luego nos vamos a merendar bisquets al café de chinos, o lo que tú quieras. Es una frase que, según me han dicho, resulta infalible con las cuarentonas, “o lo que tú quieras”. Lo que yo quiero es ir a Nuevayor, güey, me dijo. Eso ya lo sabes. Pero oquei, vamos al cinito y a los bisquets, pero quietecitas las manos, ¿eh, Vito?

Odio que me hable en diminutivo, odio que me llame güey aunque sea de cariño, odio que me diga “quita, quita, que tienes las manos frías”. O lo que tú quieras, Maldonalds mía, o lo que tú quieras porque me gustas cuando callas, al teléfono, y estás como distante, en la papelería, y estás como quejándote, cuando no pasa el camión de regreso, mariposa en arrullo, a la hora del cine, y me oyes desde lejos, cuando te hablo de mis sueños, y mi voz no te alcanza, cuando te ausentas con tus primas, déjame que me calle, Patucaldonas, con el silencio tuyo.

¿Qué tal, eh? No, cuál plagio. Puritita envidia, ojete.

Dicen que el asesino regresa siempre al lugar del crimen. Eso fue lo que se me ocurrió en la tarde para hacer tiempo mientras Patronalda Maldicia regresaba de casa de sus primas, ese aburrido “club de Lulú” donde hablan de sus cosas. ¿Te fijas? Cuando no hacemos tiempo hacemos el amor, y cuando no hacemos el ridículo. Total, que siempre estamos haciendo cosas, maldades o favores, pero siempre “hacemos”. Claro, hoy desperté muy filosófico, pero cómo iba a estar tan tranquilo ahora que soy un perseguido por la ley.

Llegué a la famosa sucursal del Banco del Atlántico en la esquina de Aztecas y República de Perú, y conforme iba acercándome sentí que la adrenalina me encendía por dentro. Ya sabes, esas gotitas de sudor helado que empiezan a bajarte por el sobaco, y yo caminando tan tranquilo, al fin que era sábado, las manos en los bolsillos, que es la mejor forma de aparentar inocencia. Además que te puedes rascar los jíbaros, pero no era el caso. Y cuál no va siendo mi sorpresa que al acercarme, como a media cuadra, descubro a una patrulla estacionada allí enfrente. ¡En la madre!, pensé, ¡me están esperando!, pero luego me dije, cómo, a no ser que me haya delatado mi mamá, pero delatarme de qué si no se ha enterado de nada y para ella, antes que el imperio de la ley está el enganche para su casita de interés social que ya Dios, algún día, dirá. Los dos policías estaban vigilando la colocación de un enorme cristal junto a la entrada del banco, y adentro varios funcionarios observando el trabajo. Así pasa: siempre hay dos o tres pendejos trabajando a sudor partido y encima de ellos media docena de huevones, jefes, coordinadores y directores “supervisando” la faena. Sí, eso dije, a sudor partido. Entonces me dije: voy a obrar con normalidad... pero: ¡Qué es la normalidad!, estuve a punto de gritar, y antes de que sucumbiera presa del pánico recordé la lección del profesor Macías y su Teoría del Melonar. Algún día te la contaré, no comas ansias, así que me detuve, con la curiosidad normal de cualquier ciudadano normal, a ver el momento en que los albañiles terminaban de montar el vidriote sobre las guías de aluminio. Afortunadamente se habían detenido también dos señoras, de esas que visten con la elegancia de 1942, como si se hubieran acostado cuando el hundimiento del “Potrero de Llano” y se acabaran de levantar ayer, y una de ellas comentaba en voz alta, para impresionar a su amiga y para ver si alguien le tiraba un lazo: “Y aunque no me lo creas, ahí mismo hubo siete muertos. Yo los vi”.

399
573,60 ₽
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401 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9786074573572
Издатель:
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