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4. LA SINTAXIS TENSIVA

La sintaxis narrativa, tanto la fundamental como la superficial, dependiente del cuadrado semiótico, se caracteriza por su monotonía: procede por contradicción [s1 → no s1] y por implicación [no s1 → s2]. La sintaxis tensiva es más compleja en razón, por una parte, de los presupuestos propios de la hipótesis tensiva; por otra parte, en razón de su desarrollo. Por lo que respecta a los presupuestos, la sintaxis tensiva es respetuosa de la estructura tensiva: la divergencia de la intensidad y de la extensidad. Pero debe tener en cuenta lo incontrolable que viene a perturbar y a suspender el hacer voluntario de los sujetos, a saber, el evento. En ese sentido, todo evento es portador de un quantum de ironía. La pertenencia de las magnitudes al espacio tensivo, por un lado, la latencia del evento, por otro, nos proporcionan no una, sino, a beneficio de inventario, tres sintaxis distintas: una sintaxis intensiva, que tiene por tensión directriz [fuerte vs débil]; una sintaxis extensiva, cuya tensión directriz es [común vs raro]; una sintaxis juntiva, que tiene por tensión directriz [esperado vs inesperado]:


Por lo que se refiere al desarrollo, la sintaxis tensiva presenta una particularidad muy importante, la reciprocidad de la operación y del objeto. En la sintaxis extensiva, ese dato es el más fácil de sorprender: la sintaxis extensiva opera por selecciones y por mezclas. Pero a las dos preguntas elementales: ¿cuál es el objeto de una selección? y ¿cuál es el objeto de una mezcla?, las respuestas prioritarias son: una selección tiene por objeto una mezcla anterior, en la exacta medida en que una mezcla tiene por objeto una selección anterior. Según Greimas: «En lingüística las cosas pasan de otra manera [que en la lógica]: el discurso guarda en sí mismo las trazas de operaciones sintácticas anteriormente efectuadas»30.

El cuadro siguiente agota las cuatro posibilidades elementales de combinación del proceso y del objeto:


Como se ve, es posible seleccionar una selección, así como es posible mezclar dos mezclas y manifestar, recurriendo a la recursividad, una progresividad, la cual es el resorte de la sintaxis extensiva.

Si aplicamos el mismo razonamiento a la sintaxis intensiva, a la tensión [fuerte vs débil], las operaciones correlacionadas serán, respectivamente, el aumento y la disminución. La combinación del aumento y de la disminución producirá también cuatro sintagmas interdefinidos:


La sintaxis intensiva difiere de la sintaxis extensiva en un punto: esta sintaxis dispone de un juego de «sílabas» intensivas que consiste en la combinación de esas magnitudes mínimas que son el más y el menos, las cuales se pueden combinar bajo el mismo principio:


Estas «sílabas» intensivas hacen sensible eso que podríamos llamar como el grano mismo del devenir, la moneda menuda de la aspectualidad. Dichas «sílabas» intensivas se hallan bajo la dependencia del tempo: la aceleración las virtualiza, mientras que la ralentización las manifiesta. La complementariedad de esas figuras intensivas y de ese «deletreo» aspectual es fácil de establecer: la «superación» demanda el añadido de un más; la extenuación el añadido de un menos; la moderación el retiro de un más; la nivelación, el retiro de un menos.

Finalmente conviene señalar que esta sintaxis intensiva no solamente nos trae a la memoria algunas figuras de retórica, especialmente aquellas que apuntan a la proyección del destello en el discurso, sino también la función poética según la concepción de A. Breton para quien la poesía «debe tender cada vez más a ejercer su poder inigualable, único, que consiste en hacer aparecer la unidad concreta de dos términos puestos en relación y en comunicar a cada uno de ellos, cualesquiera que sean, un vigor que no tenía cuando se encontraba aislado»31.

5. PARA TERMINAR

El punto de vista y la teoría divergen en su relación con la duración. Una teoría carece de valor si no se inscribe en la duración. Pero eso sería atenerse solamente al plano de la expresión. En cuanto al plano del contenido, durar, en nuestro propio universo de discurso, es renovar o renovarse. La novedad es hoy en día el único valor que los contemporáneos admiten. El dilema entre lo verdadero o lo nuevo ha quedado zanjado si seguimos la opinión de M. Foucault: «Para aquel que tiene disciplina, es preciso que disponga de la posibilidad de formular indefinidamente propuestas nuevas»32.

¿Cómo se presenta ese requerimiento renovado de la novedad desde el punto de vista tensivo? La novedad puede advenir según los dos modos de eficiencia ya mencionados: el «sobrevenir» y el «llegar a». Según el «sobrevenir», es decir, como evento, iluminación, gracia inmerecida; si bien los historiadores se dedican con empeño a recuperar su objeto, mostrando que el evento estaba latente. Según el «llegar a», es decir según la progresividad y la paciencia que ella supone. Para la hipótesis tensiva, se trata de mostrar que la novedad toma los caminos diversos de la sintaxis tensiva.

Según la sintaxis intensiva, la novedad será obtenida por medio de aumentos y de disminuciones. Así, en los años gloriosos de 1960, la lingüística, segura de su método y de sus resultados, se tenía como la disciplina piloto, la que debía asegurar la salud de las ciencias humanas. Greimas acariciaba la misma esperanza para la semiótica. Posteriormente, se produjo un reflujo en las dos disciplinas.

Según la sintaxis extensiva, la cual procede por selecciones y por mezclas, la renovación esperada puede llegar por aproximación, después por composición de dos magnitudes consideradas hasta entonces como distantes o extrañas la una de la otra. El ejemplo trillado, aunque sin duda inigualable, se refiere al gesto de Newton que identificó la gravedad con la gravitación de los astros y con el fenómeno de las mareas como idénticos, metafóricos.

Finalmente, la sintaxis juntiva opera por la sustitución de la implicación por la concesión. También aquí, el ejemplo manido se refiere a la querella entre el heliocentrismo y el geocentrismo, también al caso de la lámpara incandescente en la presentación que de él propone Bachelard: hasta la invención de la lámpara incandescente, un cuerpo, una sustancia iluminaba porque ardía, mientras que, con la lámpara incandescente, el filamento ilumina aunque no arde. El aunque y el porque han sido permutados.

Así, la sintaxis tensiva, por medio de esas tres modalidades, está en capacidad de producir la novedad que exigen hoy todas las disciplinas*. A beneficio de inventario, la hipérbole para la sintaxis intensiva, la metáfora para la sintaxis extensiva, y la paradoja para la sintaxis juntiva, son las vías que puede tomar el sujeto para producir esa novedad que hoy tanto se reclama y es esperada, exigida por un discurso que pretenda ser teórico. De paso, anotaremos que las figuras de retórica, lejos de ser ornamentos del discurso, son más bien sus obreras.

Con toda seguridad, asoma aquí cierta circularidad. La teoría no accede más que a los objetos que se le parecen, lo mismo que las categorías son preparadas por los modos semióticos y por las opciones de las dimensiones consideradas constitutivas, a saber, la intensidad y la extensidad; pero dicha circularidad es el garante epistemológico de la homogeneidad de la teoría propuesta.

Capítulo II
Tocqueville y el valor del valor1

Todo lo que pertenece al orden gramatical pertenece al orden sintagmático.

HJELMSLEV.

CON QUÉ MENTALIDAD LOS AMERICANOS CULTIVAN LAS ARTES

Pienso que perdería mi tiempo y se lo haría perder a los lectores, si tratase de demostrar cómo la regularidad general de las fortunas, la ausencia de lo superfluo, el deseo universal de bienestar y los constantes esfuerzos a los que todos se entregan para alcanzarlo, hacen que predomine en el corazón del hombre el amor a lo útil sobre el amor a lo bello. Las naciones democráticas, donde se dan todas estas cosas, cultivarán las artes que contribuyan a hacer la vida cómoda con preferencia a aquellas otras cuyo objeto sea el de hermosearla; habitualmente preferirán lo útil a lo bello, y pretenderán que lo bello sea útil.

Pero quiero ir más lejos para, después de comentar el primer rasgo, pasar a analizar otros más.

Sucede por lo común que, en la época de los privilegios, el ejercicio de casi todas las artes se convierte en uno de ellos, y que cada profesión constituye un mundo aparte en donde no a todos les está permitido entrar, e incluso cuando la industria es libre, la inmovilidad natural de las naciones aristocráticas hace que todos aquellos que se ocupan de un mismo arte acaben por formar una clase distinta, siempre compuesta por las mismas familias, cuyos miembros se conocen todos y donde no tarda en nacer una opinión compartida, un espíritu de cuerpo. En una clase industrial de esta especie, cada artesano no ha de atender únicamente a su fortuna, sino también ha de honrar la consideración propia. No es solo su interés el que lo guía, ni siquiera el del comprador, sino el de cuerpo y el interés de cuerpo consiste en que cada artesano produzca obras maestras. Así pues, en los siglos aristocráticos, la aspiración de las artes radica en hacer las cosas lo mejor posible y no más de prisa ni a más bajo precio.

Por el contrario, cuando cada profesión está abierta a todos y la gente entra y sale de ella sin cesar, sus diferentes miembros son extraños, indiferentes y casi invisibles unos para otros a causa de su número, se rompe el lazo social y cada obrero, reducido a sí mismo, procura ganar lo más posible con gastos mínimos, y no tiene más límite que la voluntad del consumidor. Ahora bien, también en este último se deja sentir la correspondiente revolución.

En los países donde la riqueza, lo mismo que el poder, se halla concentrada en unas cuantas manos y no sale de ellas, el uso de la mayoría de los bienes de este mundo está limitado a unos pocos individuos que siempre son los mismos; la necesidad, la opinión, la moderación de los deseos, excluyen a todos los demás.

Dado que esta clase aristocrática se mantiene en el punto de grandeza donde está situada, sin restringirse ni extenderse, experimenta siempre las mismas necesidades y de la misma manera. La elevada y hereditaria posición que ocupan los hombres que la componen los inclina a lo que está bien hecho y es duradero.

Esto da un carácter general a las ideas de la nación en materia de arte.

Sucede a menudo en estos pueblos que aun el hombre rústico prefiere renunciar por entero a aquellos objetos que ambiciona, antes que adquirirlos con alguna imperfección.

En las aristocracias, los obreros no trabajan pues más que para un número limitado de compradores y muy difíciles de satisfacer. Sus ganancias dependen, por tanto, de la perfección de su obra.

No sucede lo mismo cuando, desaparecidos los privilegios, las clases sociales se mezclan y los hombres descienden o suben de continuo por la escala social.

En el seno de un pueblo democrático siempre se encuentran muchos ciudadanos cuyo patrimonio se divide y decrece. Han contraído en sus buenos tiempos ciertas necesidades que siguen experimentando cuando carecen de medios para satisfacerlas y buscan, con impaciencia, alguna forma indirecta de remediarlas.

Por otra parte, siempre se ve en las democracias un gran número de hombres cuya fortuna aumenta pero en quienes los deseos crecen más aprisa que la fortuna; y devoran con los ojos cuanto les promete mucho antes de que lo ponga en sus manos. Estos hombres tratan por todos los medios de abrirse caminos más directos para alcanzar esos goces cercanos. De la combinación de estas dos causas resulta que hay siempre en las democracias una multitud de ciudadanos cuyas necesidades están por encima de sus recursos; antes consentirían en satisfacerlas incompletamente que en renunciar por entero al objeto de sus deseos.

El obrero comprende fácilmente estos impulsos porque él mismo los comparte; en las aristocracias, trataba de vender sus productos muy caros, a unos pocos; ahora se da cuenta de que hay un medio más expeditivo para enriquecerse, que es el de venderlos a todos más baratos.

Ahora bien, solo hay dos maneras de bajar el precio de una mercancía. La primera consiste en encontrar medios mejores, más rápidos y más perfectos de producirla. La segunda, en fabricar en mayor cantidad objetos casi iguales pero de menor calidad. En los pueblos democráticos, todas las facultades intelectuales del obrero se concentran en esos dos puntos.

Se esfuerza en inventar procedimientos que le permitan trabajar, no solo mejor sino más aprisa y con menor gasto. Si no puede conseguirlo, trata de disminuir la calidad intrínseca del objeto fabricado, sin hacerlo por eso del todo impropio para el uso al que se lo destina. Cuando únicamente los ricos poseían relojes, casi todos eran excelentes. Ahora ya no se hacen más que relojes mediocres, pero todo el mundo tiene uno. Así, la democracia no solo dirige el espíritu humano hacia las artes útiles, sino que lleva a los artesanos a hacer rápidamente muchas cosas imperfectas, y al consumidor, a contentarse con ellas.

No es que en las democracias el arte no pueda, llegado el caso, producir maravillas; esto sucede a veces, cuando se presentan compradores dispuestos a pagar el tiempo y el esfuerzo. En esta lucha entre las industrias, en medio de tan inmensa competencia y de tantos ensayos, se forman obreros excelentes que llegan a los últimos límites de su profesión; pero rara vez tienen ocasión de demostrar lo que saben; economizan cuidadosamente sus esfuerzos para mantenerse hábilmente en un calculado nivel intermedio y pudiendo llegar más allá del fin que se proponen, no persiguen más que el que logran. Por el contrario, en las aristocracias los obreros ponen siempre todo lo que saben y cuando se detienen, es que han llegado al límite de su ciencia.

Cuando llego a un país y observo en las artes productos admirables, no me hago por eso ninguna idea respecto al estado social y a la constitución política del país. Pero si percibo que los productos de las artes son por lo general imperfectos, numerosos y baratos; estoy seguro de que en el pueblo donde tal cosa ocurre los privilegios se debilitan y las clases sociales empiezan a mezclarse para confundirse pronto.

Los artesanos que viven en tiempos de democracia no solo tratan de poner al alcance de todos los ciudadanos sus productos útiles, sino que se esfuerzan por dar a todos sus productos atractivos que aquellos no tienen.

En la confusión de todas las clases, cada cual espera poder parecer lo que no es, y realiza grandes esfuerzos por conseguirlo. La democracia no engendra ese sentimiento, que es natural en el hombre, sino que lo aplica a las cosas materiales. La hipocresía se da en todo tiempo; la del lujo pertenece especialmente a los tiempos democráticos.

Para satisfacer estas nuevas necesidades de la vanidad humana, no hay impostura a la que no recurra la industria. A veces llega tan lejos en ese sentido, que se perjudica a sí misma. Ya se ha conseguido imitar tan perfectamente el diamante, que es fácil engañarse. En cuanto se invente el arte de fabricar diamantes falsos de manera que no se puedan distinguir de los verdaderos, probablemente se dejarán de lado unos y otros, se convertirán todos en meras piedras.

Esto me lleva a hablar de esas artes a las que se da el nombre, por excelencia, de bellas artes.

No creo que sea un efecto necesario del estado social democrático y de sus instituciones disminuir el número de hombres que cultivan las bellas artes, pero esas causas influyen poderosamente en la manera de practicarlas. Dado que la mayoría de los aficionados a las bellas artes se van empobreciendo, y que, por otra parte, muchos de aquellos que aún no son ricos empiezan por imitación a aficionarse a ellas, la cantidad de consumidores en general aumenta, a la vez que los ricos y refinados se hacen cada vez más raros. Ocurre entonces en las bellas artes algo análogo a lo que mostré al hablar de las artes útiles: se multiplican las obras y disminuye el mérito de cada una de ellas.

No pudiendo aspirar a lo grande, se busca lo elegante y lo bonito, interesándose menos por la realidad del objeto que por su apariencia.

En las aristocracias se hacen algunos grandes cuadros y en los países democráticos multitud de pequeñas pinturas. En las primeras se levantan estatuas de bronce y en los segundos se vacían estatuas de yeso.

Cuando llegué por primera vez a Nueva York por las aguas del océano Atlántico que llaman la ría del Este, me quedé sorprendido al divisar, a lo largo de la ribera y a cierta distancia de la ciudad, buen número de palacetes de mármol blanco, muchos de ellos de estilo antiguo. Al día siguiente, cuando fui a contemplar de cerca uno que me había llamado la atención en particular, encontré que sus muros eran de ladrillo encalado y sus columnas de madera pintada. Otro tanto sucedía con todos los monumentos que había admirado la víspera.

El estado social democrático y sus instituciones conllevan, además, en todas las artes de imitación, ciertas tendencias particulares que es fácil señalar. A menudo las desvían de la pintura que se interesa por los estados del alma, para circunscribirlas a los estados del cuerpo; la representación de los movimientos y de las sensaciones viene a sustituir a la de los sentimientos y las ideas: en lugar de lo ideal, pintan, en fin, lo real.

Dudo que Rafael hiciera un estudio tan profundo de los menores detalles del cuerpo humano como los dibujantes de nuestros días. Rafael no concedía tanta importancia como ellos a una rigurosa exactitud en este punto, pues pretendía superar la naturaleza. Quería hacer del hombre algo que fuese superior al hombre; trataba de embellecer la misma belleza.

Por el contrario, David y sus discípulos eran tan buenos anatomistas como buenos pintores. Reproducían maravillosamente bien los modelos que tenían ante sus ojos pero era raro que imaginasen nada; copiaban exactamente la naturaleza, mientras que Rafael quería mejorarla; aquellos nos han legado una pintura exacta del hombre, pero Rafael nos ha hecho entrever la Divinidad en sus obras.

Puede aplicarse a la elección misma del tema por pintar, cuanto he dicho sobre el modo de tratarlo. Los pintores del Renacimiento buscaban temas que los superaran, o lejanos de su tiempo, grandes temas que abrieran un gran campo a su imaginación. Nuestros pintores a menudo ponen su talento en reproducir exactamente los detalles de la vida privada que tienen constantemente ante sus ojos, copian pequeños objetos que ya abundan de por si en la naturaleza2.

1. FISONOMÍA DEL SENTIDO

El concepto de valor ocupa un lugar central en la reflexión semiótica, por un doble titulo: a título de la circulación del valor entre los diferentes actantes; a título del análisis del valor, o según una denominación reflexiva, del valor del valor. La obra célebre de A. de Tocqueville La democracia en América reúne estos dos aspectos. Como la práctica semiótica actual trata de corpus restringidos y con la suposición de que la coherencia tiene por manifestante la redundancia, hemos elegido como corpus de análisis el capítulo XI del segundo libro titulado «Con qué mentalidad los americanos cultivan las artes».

La intensidad y la extensidad se presentan como dimensiones graduables, abiertas, orientables y reversibles. La dimensión de la intensidad tiene por funtivos básicos la tensión [fuerte vs débil], mientras que la dimensión de la extensidad tiene por funtivos básicos la tensión [concentrado vs difundido]. La estructura lingüística más próxima es la del acento rítmico que opone una magnitud acentuada a un número variable de magnitudes inacentuadas. La proyección de esas dos dimensiones la una sobre la otra produce dos intersecciones importantes: [fuerte + concentrado] y [débil + difundido], que aceptamos como las definiciones respectivas del estallido [destello, brillo, según los textos] y la vacuidad. Desde el punto de vista semiótico, las definiciones de las magnitudes propiamente semióticas tienen por contenido una complejidad situada, es decir, una región particular del espacio tensivo. Pero esta definición de la definición es equívoca ya que se define a la vez como una «división», que es la posición de Hjelmslev en los Prolegómenos, y como una «complejidad», como un encaje de dimensiones. Resulta fácil adelantar una representación gráfica de esas tensiones elementales:


El lector de La democracia en América no tiene la menor dificultad en reconocer que Tocqueville asigna a la aristocracia el área del destello y a la democracia el área de la vacuidad. Dos frases tomadas del capítulo escogido lo dicen expresamente: «Cuando solo los ricos usaban reloj, estos eran casi todos excelentes. Ahora solo se hacen relojes mediocres, pero todo el mundo los tiene».


El mismo razonamiento vale para las «bellas artes»: «[Los artistas] multiplican sus obras y disminuyen el mérito de cada una de ellas».

Esta aplicación suscita dos cuestiones espinosas: la del metalenguaje y la de la necesidad. Sobre el primer punto, resulta que la distancia entre el lenguaje-objeto y el metalenguaje es, probablemente para los grandes textos, mucho menor de lo que se supone, y la fuerza persuasiva de esos enunciados reconocidos [como grandes textos] se explica, en parte al menos, por esa intimidad [entre lenguaje-objeto y metalenguaje]. Acerca del segundo punto, cómo desprenderse del sentimiento de que el producto de las valencias intensiva y extensiva esboza un principio de constancia, a saber, que los productos de la multiplicación mental, en el caso de la excelencia, por un número restringido de poseedores; en el caso de la mediocridad, por un número considerado como exhaustivo de poseedores, esos dos productos tenderían, no obstante la heterogeneidad del multiplicando y del multiplicador, hacia la igualdad.

Por vía de consecuencia, el valor se convierte para Tocqueville en un asunto de cociente, es decir, de división mental de la valencia intensiva del grado de «excelencia» de los relojes por la valencia extensiva del número de propietarios de reloj. En esa formulación directa es fácil reconocer el pesimismo personal latente de Tocqueville, si se concibe el pesimismo como la potencialización y luego la proyección de una decepción no superada. En segundo lugar, ese dispositivo radicalmente simple es una estructura semiótica desde el momento en que se define esta última por el concurso de los tres elementos siguientes: la categoría, el paradigma y la rección. Según Hjelmslev: «Es fácil ver […] que estas tres nociones [la categoría, el paradigma y la rección] se condicionan mutuamente. La categoría es un paradigma dotado de una función definida, reconocida la mayor parte del tiempo por un hecho de rección»3.

La intensidad y la extensidad, en virtud de la gradualidad y de la progresividad que encierran, son evidentemente paradigmas; son categorías puesto que ocupan un lugar en la cadena; según el caso, un lugar de dividendo, o un lugar de divisor. En fin, para Tocqueville, la intensidad, el grado de «excelencia» de los relojes, es la categoría regente; la extensidad, el número variable de poseedores de relojes, la categoría regida. Dos interpretaciones pueden ser propuestas para este ejercicio: (i) una interpretación entimémica que tiene por base un «si… entonces», aceptada por la doxa; (ii) una interpretación mimética, balzaciana, donde las magnitudes poseídas y proclamadas por los sujetos les sirven de «espejos». A este requisito inflexible, Tocqueville le da el nombre de «necesidad».

Queda por explicar la cuestión del contenido operador de la rección, es decir, de eso que pasa entre un regente y un regido. Tomamos a nuestra cuenta la propuesta siguiente de Valéry: «Se trata de encontrar la construcción (oculta) que identifica un mecanismo de producción con una percepción dada»4.

Bajo esta premisa, es posible suponer un «mecanismo de producción» que la catálisis de la cantidad hace en parte posible, ya que se presenta, según el punto de vista adoptado, como una división o como una multiplicación elemental. El mérito del espacio tensivo, aunque no nos corresponde a nosotros decirlo, no reside en el hecho de que acoge no tanto términos sustanciales, sino más bien productos y cocientes, es decir, –por reciprocidad– términos complejos por una razón o por otra. Así, los términos requeridos, sobre los que se apoya el análisis de los enunciados, pertenecen ya a la semiosis, puesto que, en el plano de la expresión, se presentan como «intersecciones» de dimensiones, y en el plano del contenido, como «operaciones» identificables.

Esa estructura fundamental define el quid del texto. Ella convoca las categorías más abstractas que podamos concebir: la medida y el número según un doble arreglo que la razón doxal puede aceptar. Lo que es «fuerte» lo es por el hecho de su restricción, de su contención; lo que es «débil» lo es en virtud de su extensión, de su extensidad. Dicha estructura propone una «dirección», un horizonte; pero, a partir de ese impulso, tiene que construir un mundo, o mejor dicho, dos: el del destello aristocrático, y luego, por cambio de giro de los componentes de esa posibilidad, el de la vacuidad democrática, pues esa es la doble mira del hacer persuasivo, según Tocqueville.

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9788740465037
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