Читать книгу: «Poder Judicial y conflictos políticos. Volumen I. (Chile: 1925-1958)», страница 2

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Introducción

La Constitución Política de 1925 fue aprobada en un plebiscito el 30 de agosto de 1925. Se promulgó el 18 de septiembre. La nueva Carta amplió las atribuciones del Ejecutivo en comparación con la Constitución de 1833, pero sin quitarle al Congreso las funciones legislativas esenciales, incluyendo las presupuestarias. Estableció importantes frenos institucionales en relación con el Ejecutivo (y el Poder Judicial), incluyendo la posibilidad de acusar constitucionalmente al Presidente en casos de actos que «hayan comprometido gravemente el honor o la seguridad del Estado, o infringido abiertamente la Constitución o las leyes». También consideraba acusar a los ministros de Estado, a los intendentes, gobernadores, generales y almirantes de las Fuerzas Armadas «por delitos de traición, concusión, malversación de fondos públicos, soborno, infracción de la Constitución, atropellamiento de las leyes, por haberlas dejado sin ejecución y por haber comprometido gravemente la seguridad y el honor de la Nación». En relación con los magistrados de los tribunales superiores de Justicia y el contralor de la República, la acusación constitucional sería por «notable abandono de sus deberes»10. Como se verá en los capítulos que siguen, entre 1925 y 1958 las acusaciones constitucionales serían un elemento recurrente en las contiendas políticas del país, aunque la mayoría de ellas serían rechazadas11.

La Carta de 1925 estipuló que la facultad de juzgar las causas civiles y criminales «pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley. Ni el Presidente de la República ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes o hacer revivir procesos fenecidos» (art. 80). Se prohibía a los otros poderes del Estado toda injerencia en materias reservadas privativamente al Poder Judicial12. Los jueces de las Cortes permanecían en sus cargos «durante su buen comportamiento» (el principio de inamovilidad). Los jueces de los tribunales «inferiores» desempeñaban su respectiva judicatura por el tiempo determinado por la ley (art. 85).

Sin embargo, sería una ley especial la que «determinará la organización y atribuciones de los Tribunales que fueren necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia en todo el territorio de la República…» (art. 81)13. Es decir, la organización, el presupuesto y varias atribuciones territoriales y condiciones de la carrera judicial (no estipuladas en la Constitución) dependían de la actuación legislativa del Congreso y de decisiones del Poder Ejecutivo.

El Código Orgánico de Tribunales (COT) establecía que «el Poder Judicial es independiente de toda otra autoridad en el ejercicio de sus funciones»14. También estipulaba que:

Para hacer ejecutar sus sentencias y para practicar o hacer practicar las actuaciones que decreten, podrán los tribunales requerir de las demás autoridades el auxilio de la fuerza pública que de ellas dependiere, o los otros medios de acción conducentes de que dispusieren. La autoridad legalmente requerida debe prestar el auxilio, sin que le corresponda calificar el fundamento con que se le pide ni la justicia o legalidad de la sentencia o decreto que se trata de ejecutar.15

El Poder Judicial era «independiente», pero dependía del Congreso en cuanto a su presupuesto y requería, en muchos casos, de la colaboración del Poder Ejecutivo para implementar sus sentencias, sobre todo cuando se requería de la fuerza pública para ejecutarlas. Como se verá, en algunos de los casos que tratamos más adelante, no se le prestó la colaboración dispuesta por la ley, por consideraciones valóricas y políticas de la autoridad, es decir, no siempre las autoridades correspondientes cumplieron la responsabilidad asignada por la ley.

La Constitución establecía y estipulaba la manera de designar a los ministros de la Corte Suprema, las Cortes de Apelaciones y los jueces de Letras16. Los ministros y fiscales de la Corte Suprema serían elegidos por el Presidente de la República, de una lista de cinco nombres (quina) propuesta por la misma Corte17. Los dos ministros más antiguos de las Cortes de Apelaciones debían formar parte de la quina; podrían figurar en la lista no más de tres personas extrañas a la administración de justicia, pero tendrían que ser abogados con un mínimo de quince años de profesión.

Para la designación de los ministros y fiscales de las Cortes de Apelaciones, la Corte Suprema debía presentar una terna al Presidente de la República; el juez letrado más antiguo de la ciudad de asiento de la Corte debía figurar en la terna. A su vez, los jueces de Letras serían nombrados por el Presidente de una terna propuesta por la Corte de Apelaciones de la jurisdicción respectiva. De esta manera, ciertos miembros del Poder Judicial jugaban un rol decisivo en la selección, los ascensos y traslados de los jueces y ministros de la judicatura, práctica que promovía un sentido de corporativismo profesional. Por lo general los ministros de las Cortes de Apelaciones y de la Corte Suprema que figuran en los casos investigados en este volumen llegaron a estas funciones después de largas carreras como jueces, relatores, fiscales y secretarios en distintos tribunales a lo largo del país18. Hasta el presente el Poder Judicial chileno ha estado constituido por abogados que han hecho sus carreras profesionales en la judicatura19.

El marco institucional diseñado por la Constitución Política de 1925 estableció la función del Poder Judicial en torno a principios de autonomía y de profesionalización interna. Otorgó algunas funciones específicas, entre otras que la Corte Suprema debía determinar la constitucionalidad de los preceptos legales aplicados en los recursos interpuestos en los juicios que les correspondiera tramitar (art. 86 N.º 2: «La Corte Suprema, en los casos particulares de que conozca o le fueren sometidos en recurso interpuesto en juicio que se siguiere ante otro tribunal, podrá declarar inaplicable, para ese caso, cualquier precepto legal contrario a la Constitución. Este recurso podrá deducirse en cualquier estado del juicio, sin que se suspenda su tramitación»).

Sin embargo, la Constitución de 1925 no estableció el proceso para tramitar el recurso de inaplicabilidad20. A pesar de los serios debates de la Comisión que elaboró la nueva constitución sobre la posible inconstitucionalidad de las leyes que el futuro Congreso pudiera dictar, sobre todo enfocando la protección de la propiedad privada, este tema no quedó del todo resuelto21. De ahí que la Corte Suprema delineara el procedimiento en un Auto Acordado el 22 de marzo de 193222. Más aún, dicho recurso no implicaba anular, en general, una «ley inconstitucional» (control abstracto), sino asegurar que no se aplicara en el caso particular sujeto a juicio (control concreto)23. Este procedimiento era consistente con la regla general establecida en el Código Civil (art. 3): «las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren». La falta de una jurisprudencia basada en el principio de stare decisis llevaba a que la «independencia» de los jueces locales y de las Cortes de Apelaciones produjera sentencias contradictorias, teóricamente corregibles con la presentación de recursos de nulidad o de casación ante la Corte Suprema para resolver si el tribunal hubiera fallado fundado en un error de derecho24. Sin embargo, la «corrección» se aplicaba solo a la causa concreta sin invalidar la aplicación de la ley en sí.

Por otra parte, los actores políticos exigieron, al menos desde 1925, como condición de su «independencia», el alejamiento del Poder Judicial de la política diaria; la definición era muy clara: la judicatura debía desarrollarse al margen de la lucha política partidista, a fin de mantener su imparcialidad (o la apariencia de aquella). La «independencia» del Poder Judicial se debía expresar en su «neutralidad» política y en su compromiso y obligación de «aplicar la ley y solo la ley a los casos sometidos a su decisión»25. Este rol definió, entre otras cosas, una jurisprudencia que tendía a ser restrictiva, evitando invadir la órbita de los otros poderes públicos y tratando de mantener su autonomía a toda costa26. Además, por una doctrina predominante, si no unánime entre los tratadistas, «en caso alguno procedería el recurso de inaplicabilidad contra los reglamentos, decretos u ordenanzas (en contraste con las leyes, decretos con fuerza de ley y decretos leyes) porque existen recursos especiales para pedir o declarar la ilegalidad de esas normas»27.

Faltando los tribunales administrativos contenciosos, que se mencionaban en la Constitución pero que no se crearon, teóricamente la Contraloría (creada en 1927 bajo el Gobierno de Carlos Ibáñez) podía rechazar la aplicación de un decreto al declararlo ilegal o inconstitucional (por ejemplo, un decreto de estado de sitio que no señalara su duración, o un decreto de reanudación de faenas en los conflictos laborales de acuerdo con el Código de Trabajo si, en la interpretación de la Contraloría, una huelga no representaba una amenaza para la salud pública o el bienestar económico). Sin embargo, aun si la Contraloría no aprobara un decreto de un ministro del Gobierno, el Ejecutivo podía, mediante un decreto de insistencia firmado por todos los ministros, requerir que el Contralor tomara razón del decreto «ilegal». En este caso no existiría recurso judicial alguno frente el acto administrativo del Ejecutivo (por ejemplo, el «traslado» arbitrario de un ciudadano decretado por el ministro del Interior durante un estado de sitio)28. Quedaría solo la opción de una acusación constitucional contra el Presidente de la República y sus ministros formulada en la Cámara de Diputados29.

El alto grado de institucionalidad, entendido como estabilidad y autonomía en sus valores y procedimientos, fue una de las características del sistema judicial. También lo fue la celosa supervigilancia y disciplina jerárquica de la Corte Suprema sobre los otros tribunales del país, incluso la extensión de esta atribución, sin clara base constitucional, a ciertos tribunales especializados creados por ley o por decreto Ejecutivo30. La Corte Suprema, entre 1925 y 1973, por su interpretación del artículo 86 de la Constitución, expandió su control administrativo y la supervigilancia a varios tribunales administrativos creados por distintos gobiernos, en materias de «gestión», debido a que no se crearon los tribunales administrativos estipulados en el artículo 87 de la Carta de 1925: «Habrá Tribunales Administrativos, formados con miembros permanentes, para resolver las reclamaciones que se interpongan contra los actos o disposiciones arbitrarias de las autoridades políticas o administrativas y cuyo conocimiento no esté entregado a otros Tribunales por la Constitución o las leyes. Su organización y atribuciones son materia de ley». Su expansión tuvo lugar mediante la extensión del procedimiento del recurso de queja a los tribunales especializados, incluso a los tribunales de Trabajo, procedimiento que fue formalizado por ley años después31.

En este sentido, la Corte Suprema buscaba proteger la supervigilancia sobre «todos los tribunales» y, por ende, sobre varios bienes jurídicos, incluyendo el derecho de propiedad estipulado en el artículo 10 de la Carta de 192532. La expansión de la interpretación del llamado recurso de queja hacía posible que la Corte Suprema «disciplinara» a casi cualquier tribunal mediante la impugnación de las decisiones de los tribunales ordinarios y de los tribunales especializados, por ejemplo, los del Trabajo33.

En comparación, la Corte Suprema tendía a inhibirse para armonizar con la regla constitucional en materia de protección de otras garantías constitucionales frente las acciones del Ejecutivo bajo regímenes de excepción, o en virtud de supuestas atribuciones de otras instancias de gobierno. El Código Orgánico de Tribunales estipulaba (art. 4º): «Es prohibido al Poder Judicial mezclarse en las atribuciones de otros poderes públicos»34. Aplicando una doctrina que distinguía entre «acto de autoridad» y «acto de gestión», la Corte Suprema denegó jurisdicción a los tribunales ordinarios para considerar, mediante los recursos de inaplicabilidad, los actos de autoridad de los agentes del Ejecutivo35. La ambigüedad entre actos «de autoridad» y «de gestión» permitía un alto grado de discrecionalidad a la Corte Suprema siempre que decidiera ejercerla, como sería el caso después de 1964 y, aún más, después de 1970.

Sin embargo, durante mucho tiempo, como lo destaca Pedro Pierry Arrau (nombrado ministro de la Corte Suprema durante la presidencia de Michelle Bachelet en 2006), «en el ámbito de la responsabilidad extracontractual del Estado, es importante señalar la situación producida con ocasión de la inexistencia de los tribunales contencioso–administrativos, donde, en la práctica, se consagraba la irresponsabilidad del Estado»36. Desde la década de 1930 los académicos expertos en el campo del derecho administrativo lamentaban la falta de tribunales especializados conforme a la Constitución37. En los discursos inaugurales del año judicial, los presidentes de la Corte Suprema, comentaron, más de una vez, este vacío en el sistema judicial38. Cuando asumió el gobierno de la Unidad Popular (1970-73), algunos tratadistas encontraron en esta doctrina «una absoluta inmunidad para toda la actividad administrativa cuando ésta se desenvuelve en tanto “función”, es decir vinculada a prerrogativas del Poder Público en tanto autoridad, utilizando poderes exorbitantes del derecho común; en otros términos, transformar toda esa actividad en un inmenso sector de “actos de gobierno”, en una inmensa fortaleza no justiciable, donde reinaría la “suprema potestas” la “voluntas regis”, el libre arbitrio del monarca absoluto, del déspota, del sátrapa, del tirano»39 (En 1976 sería establecido el recurso de protección y el art. 38 de la Constitución de 1980 crearía el derecho de particulares para defenderse contra actos ilegales y arbitrarios de las autoridades, sin establecer jamás los tribunales contenciosos-administrativos mencionados en la Constitución de 1925).

Por otra parte, debido a la gran ambigüedad en el lenguaje de la legislación sobre el orden público, la seguridad interior del Estado, las injurias y desacatos, la libertad de expresión y otros delitos esencialmente políticos, las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema adoptaron, en ocasiones, interpretaciones estrechas sobre la caracterización del delito contemplado en las leyes represivas, ya fueran estos la participación en huelgas ilegales, actos de desacato e injurias a las autoridades, u otros delitos contra el orden público y la seguridad interior del Estado. Sin poner en duda la constitucionalidad de los estados de excepción y las leyes represivas, o las medidas adoptadas mediante los decretos con fuerza de ley en sí, entre 1932 y 1964, los tribunales rechazarían una y otra vez la sanción legal por no ser aplicable en casos particulares. El rechazo se fundaba en la interpretación restrictiva de las expresiones de la ley, al no demostrarse que los hechos del caso configuraban el delito por el cual se procesaba al acusado40; o, en los casos «contencioso -administrativos», en los que, por «vía indirecta», la Corte Suprema desconocía la «validez legal» de algunos decretos con fuerza de ley (DFL) dictados por el Ejecutivo41. Por lo tanto, no es que le faltaran recursos lingüísticos e interpretativos a la judicatura en su papel «independiente», sino que los jueces y ministros escogían regirse, con excepciones importantes, por la «auto–inhibición»42.

La Constitución de 1925 puso énfasis en dos aspectos: a) la creación de nuevos medios jurídicos tendientes a proteger al individuo de los excesos del Estado; y, b) la definición muy clara de que la judicatura debía desarrollarse al margen de la lucha política partidista a fin de mantener su imparcialidad. Esta definición del rol del Poder Judicial fue, en general, consistente con el positivismo legal e, incluso, con el lenguaje del Código Civil de 1857: «Lo favorable u odioso de una disposición no se tomará en cuenta para ampliar o restringir su interpretación. La extensión que deba darse a toda la ley se determinará por su genuino sentido y según las reglas de interpretación precedentes» (art. 23). Como había escrito en 1830 el autor del Código, Andrés Bello, la libertad «no es otra cosa que el imperio de las leyes»43.

Los tribunales debían aplicar la ley; su función no era cuestionar la obra legislativa del Congreso y del Ejecutivo. Se podían promulgar leyes buenas y malas, justas e injustas, estúpidas o inteligentes. El Poder Judicial tenía como función interpretar e implementar la ley en casos concretos. Tampoco era la función del Poder Judicial ponderar el significado de «la Justicia» en términos filosóficos o morales, ni aplicar la ley natural o «la ley de Dios», sino guiarse estrictamente por las provisiones de la ley creada e impuesta por el gobierno del Estado44. Sin embargo, este concepto de la ley y de la función judicial conllevaba el intento de Bello de limitar lo más posible la arbitrariedad en los fallos judiciales y reducir el tráfico de influencias y la corrupción en los procesos judiciales. Bello escribió en 1830:

¿Es la sentencia del juez la aplicación de una ley a un caso especial?

Cite la ley.

¿Su texto es oscuro y se presta a diversas interpretaciones?

Funde la suya.

¿Tiene algún vicio el título que rechaza?

Manifiéstelo.

¿Se le presentan disposiciones al parecer contradictorias?

Concílielas o exponga las razones que le inducen a preferir una de ellas.

¿La ley calla?

Habrá a lo menos un principio general, una regla de equidad que haya determinado su juicio45.

Esta definición del rol funcional propio del Poder Judicial, legado por los republicanos positivistas del siglo XIX, se mantenía como marco corporativo-profesional, sino ideológico, de la judicatura chilena durante el siglo XX. Sin ley no había crimen (nullum crimen sine lege); los crímenes, como la misma ley, fueron artefactos-«construcciones» del soberano (en teoría, al menos, de los representantes elegidos de la nación)46. Este concepto de «la ley» influía fuertemente en el actuar de los jueces y los ministros de los tribunales chilenos (y no solo en Chile, dada la gran influencia de Bello en América Latina)47.

Sin embargo, como se verá en los capítulos que siguen, no era tan fácil determinar «el sentido genuino» de la ley ni aplicarla mecánicamente como una función estrictamente técnica en los procesos judiciales concretos. De hecho, muchas veces había opiniones disidentes entre los ministros en los fallos judiciales y diferencias sobre «doctrinas jurídicas». Y no era posible ignorar, en la práctica, las implicaciones políticas y las presiones ejercidas por los partidos políticos, los legisladores, el Ejecutivo y hasta las fuerzas armadas, sin mencionar la prensa, los grupos empresariales, la Iglesia Católica, la masonería y otros grupos sociales.

El perfil profesional, independiente y técnico del Poder Judicial fue desafiado, casi de inmediato, después de la promulgación de la Constitución de 1925, por las circunstancias políticas del país (1925-1927) y por las actuaciones del ministro del Interior (y luego Presidente de la República) Carlos Ibáñez del Campo (1927-31). Ibáñez, apoyado por el Ejército, había iniciado una campaña refundadora de la administración pública combinada con la represión de opositores políticos, periodistas, sindicalistas y «subversivos»48. Hacia fines de febrero de 1927 fueron deportados los líderes comunistas Manuel Hidalgo y Carlos Contreras Labarca, los diputados Rafael Luis Gumucio (P. Conservador) y Santiago Labarca (P. Radical), e invitados a abandonar el país políticos prominentes como Gustavo Ross, Agustín Edwards y Manuel Rivas Vicuña49.

El 24 de febrero de 1927, el ministro Ibáñez hizo detener a Felipe Urzúa Astaburuaga (Partido Conservador), presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago, a quien calificó de «mal juez» por no proceder con rapidez en un juicio por fraude al fisco50. Se presentó un recurso de amparo por la detención de Urzúa y su expulsión del país. La sala de la Corte de Apelaciones de Santiago compuesta por los ministros Horacio Hevia Labbé, Ernesto Bianchi Tupper y Alejandro Fuenzalida Salas acogió el recurso por unanimidad y falló que el ministro del Interior «no es autoridad facultada para ordenar esta detención porque a su juicio toda irregularidad cometida por los funcionarios judiciales corresponde [a la Corte Suprema] con arreglo a lo dispuesto por la Constitución y las leyes». La Corte ordenó la inmediata libertad de Urzúa51. La Corte Suprema confirmó el fallo, requiriendo al ministro de Justicia que restableciera en su puesto al ministro Urzúa.

El Gobierno rechazó la sentencia de la Corte porque «se oponían a ello poderosas razones de alto interés público». Ibáñez informó a la Corte Suprema que «la Justicia Chilena no puede y no debe tratar de eximirse de alcanzar la depuración saludable que las fuerzas que hoy obran en el Gobierno desean para todas las instituciones públicas del país. Aún más, considera el infrascrito que todos los magistrados honorables y correctos, tienen la obligación superior de cooperar a la obra de saneamiento del Poder Judicial que el infrascrito ha emprendido…»52. De esta manera Ibáñez y sus ministros sobrepasaron la Constitución, ignorando el fallo de la Corte Suprema. Solo por decisión de la Corte Suprema podía ser removido un juez53. Felipe Urzúa murió antes de que se iniciara la comisión investigadora de los actos de la dictadura de Ibáñez en 1931. Sus hijos denunciaron en esta instancia el caso de su padre, entregando los antecedentes del caso y señalando que con su destitución se había violado la inamovilidad de los jueces y ministros del Poder Judicial54.

Al inaugurar el año judicial en marzo de 1927, el presidente de la Corte Suprema, Javier Ángel Figueroa (hermano del Presidente de la República), criticó la medida de Ibáñez; al día siguiente los miembros de la Corte Suprema en pleno protestaron por el arresto y deportación de Urzúa Astaburuaga. Ibáñez declaró vacantes dieciocho cargos del Poder Judicial y, luego, en abril destituyó al presidente de la Corte Suprema. Con la destitución de Figueroa, Ibáñez dejó en claro que habría menos «independencia» para el Poder Judicial de lo que establecía la Constitución de 192555. De acuerdo al historiador Armando de Ramón:

La Corte Suprema se dividió en dos bandos. El primero estaba dirigido por su presidente señor Javier Ángel Figueroa Larraín y contaba con los ministros señores Manuel Cortés, Alejandro Bezanilla, Antonio María de la Fuente y Luis David Cruz. El segundo, estaba dirigido por los ministros señores Ricardo Anguita, Dagoberto Lagos, Moisés Vargas, Germán Alcérreca y José Astorquiza quienes visitaron al Ministro de Justicia y, junto con él, confeccionaron una lista de los ministros y jueces que debían ser exonerados. La lista fue enviada al presidente de la Corte a fin de que tomara las medidas contra ellos que el Gobierno requería. Pero, considerando que el señor Figueroa no procedía con la celeridad que el Ministro de Justicia estimaba necesaria, se dictó un decreto el 24 de marzo de aquel año declarando vacantes los cargos que ejercían cinco ministros de Cortes de Apelaciones y trece jueces letrados de mayor cuantía56.

El 7 de abril el presidente Emiliano Figueroa solicitó licencia por dos meses, «por graves motivos personales», y nombró a Ibáñez como vicepresidente. Poco tiempo después, el 4 de mayo, el presidente Figueroa sometió su renuncia al Congreso, dejando a Ibáñez a cargo de la nación. En las «elecciones» de 22 de mayo de 1927 Ibáñez fue elegido Presidente de la República con 223.741 votos (97,97%) contra Elías Lafferte, del Partido Comunista (4.627 votos).

En nombre de la «modernización» y de una campaña «anticorrupción», Ibáñez purgó al Poder Judicial de funcionarios «venales» (que –desde luego– incluía más bien opositores y, eventualmente, a algunos funcionarios corruptos)57. Durante su gobierno (1927-1931) Ibáñez nombró once miembros de la Corte Suprema, número superior al que nombraría cualquier otro presidente hasta 197358. Entre los nombramientos al Poder Judicial se incluyeron amigos y adeptos políticos; el Ejecutivo intervenía directamente con «instrucciones» a los jueces y «órdenes» sobre los contenidos de los fallos de los tribunales militares59.

Sin embargo, después de la salida de Ibáñez en 1931, el perfil profesional, técnico e «independiente» del Poder Judicial parecía haberse mantenido con pocas crisis entre 1932 y 197060. En la práctica, esta marginación de la vida política era solo aparente, como se verá en los capítulos siguientes. El Poder Judicial jugó un rol político en cada uno de los conflictos que se produjeron entre los poderes del Estado y también entre esos poderes y el Poder Judicial o, más precisamente, entre ministros y jueces del Poder Judicial, el Ejecutivo, el Congreso y los partidos políticos.

Los conflictos de mayor gravedad solían producirse en períodos de crisis política, sobre todo durante los estados de excepción (estado de sitio; delegación de facultades extraordinarias61; aplicación de las leyes de Seguridad Interior del Estado; decreto de zona de emergencia) y las leyes que regulaban los «abusos de publicidad» (censura)62. Precisamente en situaciones de aguda crisis política, como lo expresa Hugo Frühling, «el rol de los tribunales pasa a ser crucial»63. En el caso de las facultades extraordinarias, según la crítica al Poder Judicial de Elena Caffarena en 1957: «Nuestros Tribunales de Justicia han resuelto de manera uniforme que las detenciones y traslados ordenados por el Presidente de la República durante los períodos de estado de sitio y de facultades extraordinarias, no pueden ser revisados por ellos y han rechazado sistemáticamente los recursos de amparo interpuestos en defensa de la libertad personal de los afectados. De ser exacta esta doctrina [...] dejarían entregada la libertad de los habitantes del país –aunque sea en períodos de excepción– a la arbitrariedad de un soberano absoluto»64.

Es esencial tomar en cuenta que los tribunales militares, como parte fundamental del Poder Judicial (respecto de las causas que correspondían a la jurisdicción militar), jugaban un papel clave, tratándose de delitos contra la soberanía del Estado y su seguridad exterior o interior. Al mismo tiempo, la actuación de los tribunales militares se ampliaba en «tiempo de guerra» –como lo es formalmente un «estado de sitio»– y, después de 1942, con la declaración de zonas de emergencia de acuerdo con la ley 7.200 y con ocasión de las leyes de facultades extraordinarias que se dictaron posteriormente65.

La Constitución Política del Estado de Chile de 1925 no regulaba la jurisdicción de la justicia militar, creándose a veces contiendas de competencia entre tribunales militares y de jurisdicción ordinaria, cuya resolución correspondía a la Corte Suprema, integrada por su personal habitual y por el auditor general del Ejército66. Las contiendas se producían cuando las autoridades sometían a proceso, por ley de seguridad interior del Estado, a los responsables de huelgas ilegales y de manifestaciones sociales, en cuya represión resultaban afectados agentes del Estado, especialmente carabineros, o cuando se producía coparticipación civil en un delito de jurisdicción militar67. Estas contiendas eran consistentes con la clara precisión establecida en la Constitución que otorgaba a la Corte Suprema la superintendencia sobre todos los tribunales del país, aunque ni la Constitución ni el Código Orgánico de Tribunales incluyeran expresamente a los tribunales militares en tiempo de guerra.

En varias circunstancias, las leyes sobre seguridad interior del Estado y control de armas asignaban jurisdicción preferencial, en primera instancia, al fuero militar, aun tratándose de civiles68. Además, se sancionaban con distintas penas, atendiendo a que los hechos ocurrieran en tiempo de paz o de guerra. De este modo, «si alguna persona contribuyere a la deserción de tropa; fuera responsable de incendio de buques de guerra, cuarteles, almacenes y edificios públicos militares, robos o vejaciones en dichos lugares, insulto a centinelas, o patrullas y conjura contra el comandante militar, oficiales o tropa, en cualquier modo que se intente o ejecute y fuera procesada bajo otras jurisdicciones en las que fueren comprendidas cualquiera de estos delitos», incluso, tratándose del delito de conspiración, eran juzgados y sentenciados por la Justicia Militar, con las penas que dicho Código establecía69.

El Código estipulaba (art. 72) que la jurisdicción militar de tiempo de guerra comprendía el territorio nacional declarado en estado de asamblea o de sitio, sea por ataque exterior o conmoción interior, de acuerdo con el número 17 del artículo 72 de la Constitución Política70. Es decir, en «tiempo de guerra», entendido explícitamente como estado de asamblea o de sitio, la jurisdicción militar se extendía a los civiles, según las provisiones de las leyes correspondientes. No solo eso. Para los tribunales militares en «tiempo de guerra» el término para instruir el sumario era de 48 horas (comparado con 20 días en «tiempo de paz») y no cabía apelación ante tribunal alguno71.

La organización, competencia y jurisdicción de los tribunales militares se regían por el Código de Justicia Militar, promulgada como decreto ley 806 (25 diciembre de 1925), revisada por el decreto ley 650 (26 septiembre de 1932); y por una reforma «definitiva» mediante el decreto Supremo 126 (21 enero, 1933), que sufrió otra revisión en 1944. El procedimiento de los tribunales militares estaba regulado por algunas disposiciones específicas del Código Orgánico de Tribunales. Dichos tribunales tenían jurisdicción también sobre civiles para delitos varios, ya fuera en los tribunales «en tiempo de paz» (con participación de dos ministros de las Cortes de Apelaciones y tres militares) o «en tiempo de guerra» (cuando la jurisdicción militar es ejercida «por los generales en jefe o comandantes superiores de plazas o fortalezas […] y por los fiscales y por los consejos de guerra y auditores». El «tiempo de guerra» comprendía «el territorio nacional declarado en estado de asamblea o sitio, sea por ataque exterior o conmoción interior» de acuerdo con el número 17 del artículo 72 de la Constitución Política. Las apelaciones eran vistas por las cortes marciales, sujetas a la supervigilancia, en ciertos casos, de la Corte Suprema (1944: arts. 171-72).

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