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Epílogo a esos días tristes

Así los imaginaba, esplendorosos. Con esa aureola de inmortalidad que rodea lo heroico. Inalterables. Comprometidos. Llenos de amor por todos nosotros… ¡Socialistas mierda!. Así los imaginaba a pesar de la inanición reinante; por la necesidad biológica y extrema de hacerlo. Por esa hambruna constelada y estrellada. A pesar de todo eso, así te imaginaba. Así los imaginaba, y me constreñía intransigentemente para insolentar: ¡Están vivos!... ¡No han muerto!. ¡No morirán!... Y, no morirán, por cuanto, -y, como ya se ha visto- unos chapoteados recuerdos hicieron de éstos, una corta -pero, incompleta-, inalienable -pero, insatisfecha historia-; más, por eso nuevamente pido perdón. Mitigaron toda una negra época, de negros recuerdos. Recordaron esa historia que hoy por hoy muchas quisieran olvidar. Y fue ésta, una historia porfiada y forzada; rebelde, ante la magnanimidad de aquellos muchos que no quisieran recordarla. La historia debe ser recordada, porque es historia marcada, o si no, dejaría de ser historia, así de simple. Una historia por muy dolorosa y caprichosa que ésta haya sido tiene que ser consecuentemente recordada. Recordada sin temores y sin ambigüedades, como fiel testimonio de las vivencias ya personificadas. Recordada como acerados látigos encarnándose en aquellos laberínticos deseos de aquellos que hoy por hoy no quisieran recordar. Por eso, muchas gracias.

Pisagua: 1984 – 1985

Javier Prado Aránguiz

Introducción

El 8 de septiembre de 1984 llegaba a hacerme cargo como Obispo de la Diócesis de Iquique. Seis días antes había recibido la Ordenación Episcopal en la Catedral de Valparaíso en donde se había desarrollado la mayor parte de mi vida sacerdotal.

El recibimiento en Iquique no podría decir que fue entusiasta. Bien pronto me di cuenta que en los diversos ambientes de la ciudad, e incluso en los medios eclesiales, había una serie de prejuicios en contra del Obispo que llegaba a suceder al sabio y santo Monseñor José del Carmen Valle.

Ciertamente los prejuicios partían del hecho de tener a miembros de la familia como colaboradores del régimen imperante en la época. Prontos esos prejuicios habrían de disiparse para transformarse en una activa colaboración y en un mutuo afecto entre el pueblo y su nuevo Obispo como quedó claramente demostrado cuando tres años y nueve meses después debí dejar Iquique para retornar, por disposición del Santo Padre, a Valparaíso de donde había salido.

Curiosamente los tristes acontecimientos de Pisagua 84 contribuirían grandemente a ese cambio de actitud de parte de los buenos amigos iquiqueños.

Trataré de narrar en forma objetiva, clara e histórica esos acontecimientos tal como yo los viví y con los sentimientos que yo experimenté.

Las primeras noticias de lo que ocurría

Eran los últimos días del mes de octubre de 1984. Ya se comentaba en Iquique que se estaba acondicionando un lugar en Pisagua para recibir relegados que provendrían de Santiago. El rumor me fue confirmado por una llamada telefónica, recibida por encargo, del entonces ministro del Interior don Sergio Onofre Jarpa, indicando que serían enviados a Pisagua, un número grande de personas que habían sido detenidas en varias redadas hechas en diversas poblaciones periféricas del gran Santiago. El propio ministro pedía que hubiera una preocupación de parte de la iglesia, por estos ciudadanos que serían enviados en calidad de relegados.

El 30 de octubre fueron trasladados desde el Cuartel de Investigaciones de Santiago, en varios buses, un número ligeramente superior a 120 personas, directamente a Pisagua.

Ese día partía a una visita pastoral al altiplano por cuatro días, acompañado del gran misionero de estos lugares el padre Argimiro Aláez.

Encargué al Vicario General, padre Domingo Mileo, que hiciera las gestiones para viajar a Pisagua y ver en qué condiciones se encontraba este grupo de personas recién llegadas. No le fue fácil entrar en Pisagua. Fueron tantas las dificultades, que tuvo que regresar a Iquique y mientras hacía un descanso en el camino, en Dolores, un helicóptero vino a buscarlo para que cumpliera su cometido.

Al regresar del altiplano y al recibir el informe del padre Mileo, decidí partir a Pisagua el día 3 de noviembre, siempre acompañado del padre Argimiro Aláez.

Era intendente de Iquique, en esos momentos, el general Jorge Dawling Santa María, quien al saber de mis intenciones, me ofreció que lo acompañara en el helicóptero en que el haría también un viaje ese mismo día 3 de noviembre, ofrecimiento que no pareció que debía aceptar.

En Pisagua nos encontramos por breves minutos ya que cuando llegué, él se retiraba.

Mi primera visita al Campamento

Al llegar al lugar de retención de los relegados pude comprobar que se trataba de un recinto ubicado al norte del pueblo, vecino a los restos de construcción de una antigua planta conservera, en donde el Ejército había levantado varias carpas, tanto para el alojamiento de los relegados como para la atención médica, cocina, etc. Todo había sido cercado con alambres de púas y el acceso a ese lugar estaba absolutamente prohibido a toda persona. Solo una vez, en mis varias visitas, pude divisar los perros policiales que custodiaban el campamento y que eran celosamente guardados cuando yo iba de visita.

En conversación con la gente pude apreciar el grado de incertidumbre en que todos se encontraban. Todo había sucedido tan rápido que no habían podido partir más que con puesto y sin poder siquiera despedirse de sus familiares. Muchos no sabían nada de Pisagua, solo les sonaba su nombre por el triste estigma que siempre ha caído sobre ese bello pueblo que conoció un pasado próspero en la época del auge salitrero, para servir después, como cárcel, en la época de la aplicación de la Ley de Defensa de la Democracia bajo la presidencia de don Gabriel González Videla.

Es sabido que en el camino que conduce a la carretera hasta Pisagua se pasa por un cementerio abandonado en donde hubo una antigua salitrera.

Uno de los relegados me comentaba que al pasar por allí pensó que ese era el lugar donde estaban enterrados los relegados anteriores y que ese sería su destino. No sabía que el entierro de los inicuamente fusilados el 73 y 74 se encontraba poco más abajo y que al renacer la democracia en Chile sería encontrado ese lugar fatídico, que por 16 años había estado oculto.

Ciertamente que en el grupo humano llegado a Pisagua había de todo. Con mucha gracia uno de ellos me comentó “yo no se por qué estoy aquí, ya que yo trabajaba en el extranjero”. Al preguntarle dónde trabajaba me respondió citándome el nombre de varios aeropuertos internacionales y me añadió: “le he hecho un servicio al país trayéndole dólares del extranjero…”. Cuando ya nos despedíamos, con la típica picardía del chileno, otro de ellos le dijo a mi acompañante. “Usted padrecito venía con las carteras vacías” lo había registrado por entero sin que el buen padre Argimiro se diera cuenta. Un tercero me manifestó que él estaba allí por equivocación ya que la persona buscada era un hermano suyo; lo que al cabo de un tiempo se logró determinar que era cierto. Sin embargo, en lugar de ponerlo en libertad, se comenzó a hurgar en su pasado y como este hombre se dedicaba al comercio se descubrió por allí, algún cheque protestado, se dictó una resolución especial para mantenerlo en relegación y paradojalmente fue el último en abandonar el campo de relegados de Pisagua, más de seis meses después. Transcurrido un tiempo recibí su visita en Iquique, con uno de sus hijos, lo que no dejó de causarme bastante emoción.

Otro, al llegar me recibió con afecto y con unas largas frases en latín, aprendidas en sus años de infancia y juventud, cuando había sido sacristán del presbítero Jaime infante Alfonso -párroco de El Tabo- y hermano del Obispo de Melipilla.

En esta primera visita, como en todas las siguientes, tuve siempre la libertad suficiente para dialogar con todos los “relegados”. Para recibir sus cartas y sus recados para sus familiares. Sentí que para ellos estas visitas eran muy importantes porque era el único contacto con el mundo exterior.

Pese a estas facilidades sabía muy bien que mis visitas no eran miradas con buenos ojos por las autoridades militares que estaban al cuidado del campamento, ya que por los mismos relegados, que luego de nuestra partida se les hacía ver que no debían recibir nada de la Iglesia “ni meterse con los curas” porque lo pasarían mal.

Luego de mi primera visita, al llegar a Iquique, me esperaba un grupo grande de periodistas, ávidos de noticias que no fueran las oficiales.

Creo que fui muy objetivo para declarar todo lo que vi. Lo que me parecía mal como también las precauciones que el Ejército había tomado para alimentar y cuidar de la salud de los relegados.

Estando en absoluto desacuerdo con el sistema que se estaba empleando no podía ni puedo dejar de destacar que para el Ejército fue este un desafío grande que le demandó tiempo, dinero y personal y que según cual fuere el grado de sensibilidad del oficial a cargo del campamento, el trato con los relegados pasó por diversas alternativas; desde la dureza extrema hasta una cierta tolerancia que en los últimos meses se tradujo en la posibilidad de salir al pueblo -fuertemente custodiados- en grupos de a cuatro para tener la posibilidad de hablar por teléfono a Santiago.

Deseando reiterar mis visitas a Pisagua manifesté este propósito al señor intendente quien con mucha amabilidad de su parte, me manifestó que no habría inconveniente y que él me daría cada vez que lo necesitara un salvoconducto para entrar al campamento. Mi inmediata respuesta fue que no necesitaba de tal salvoconducto. Mis palabras textuales fueron estas: “Usted es el intendente pero yo soy el Obispo y tengo la obligación de atender pastoralmente a quienes allí están en situación de sufrimiento”. No hubo dificultad. Solo bastaba comunicar telefónicamente a la intendencia un viaje mío o de algún sacerdote para que avisara a la guardia policial y nos dejaran entrar sin mayores trámites ni problemas. Solo en una oportunidad me hicieron esperar largos minutos, y me retuvieron el carné de identidad antes de poder ingresar al campamento.

La situación se complica, aumento del número de relegados

En los meses sucesivos fueron enviados nuevos grupos de personas. Llegó en un momento el número, a más de 430, con los consiguientes problemas de toda índole. Las carpas del Ejército fueron sustituidas por barracas de madera, que según entiendo aún están allí como mudo testigo de estos meses de sufrimiento para tantos compatriotas.

Hubo un grupo grande llegado, si mal no recuerdo, en diciembre, constituido por dirigentes poblacionales. Con gran torpeza se trató de enemistar al resto de los relegados con este grupo; diciéndoles que no se mezclaran con ellos porque eran políticos y por lo tanto peligrosos.

En las visitas sucesivas pude comprobar cómo iba deteriorándose el estado de ánimo de las personas. Cómo las angustias por la separación de sus familias los atormentaban cada vez más. Recibían noticias de su casa muy de tarde en tarde y por cierto que con cartas censuradas. Al Obispado llegaban algunas cartas y algunos paquetes que se los llevábamos en las visitas y eran motivo de alivio en sus pesares. A todo esto se agregaba la ociosidad en que transcurría la mayor parte del día, ya que aparte de los trabajos de mantención y aseo del campamento no tenían nada más que hacer. Lo que contribuía a seguir rumiando a solas su tristeza y en los más optimistas a esperar que llegara el ansiado día de la liberación cuando cumpliesen los 90 días por los que habían sido relegados.

Una Navidad diferente

Transcurría el mes de diciembre cuando recibí un llamado telefónico del padre Baldo Santi, Secretario Ejecutivo de Cáritas Chile, un hombre siempre preocupado de aliviar los problemas de nuestros hermanos más necesitados. En estos últimos tiempos lo hemos visto trabajar incansablemente en favor de los enfermos de SIDA aun sufriendo la incomprensión y hasta el destrozo de un inmueble a ellos destinado.

Esta comunicación telefónica obedecía al deseo de hacer una visita al campamento de Pisagua para ver la forma de ayudar -por parte de Cáritas Chile- a esos cuatrocientos y tantos relegados que allí permanecían. A mediados de diciembre vino a Iquique acompañado por el padre Domingo Mileo -Vicario General y director Diocesano de Cáritas- fue a Pisagua y pudo constatar la forma como estaban viviendo los relegados en ese campamento. Se acercaba la navidad y esto hacía crecer más todavía sus angustias y tensiones, la preocupación por sus familias y el deseo de estar junto a ellos en esa noche tan significativa para el mundo cristiano.

El 22 ó 23 de diciembre tuvo el padre Santi la amabilidad de enviarnos desde Santiago un camión cargado con 400 y tantas cajas, cada una conteniendo mercaderías diversas, panes de pascua, cigarrillos, golosinas y todo aquello que pudiera de alguna forma paliar el dolor que significaba celebrar la navidad sin los seres más queridos. Con el padre Mileo viajamos a Pisagua en la víspera de navidad llevando este precioso cargamento. Cada caja pesaba 10 ó 12 kilos y ordenadamente se hizo la entrega de ellas a cada uno de los detenidos en el campamento.

Mientras se hacía el reparto observaba como con avidez abrían la caja para ver qué era lo que ella contenía, con la misma inquietud y gozo con que un niño abre un hermoso paquete de regalo.

Sin embargo, observaba que nadie tocaba nada. Solo miraban el contenido de las cajas. Bajé en ese momento a la playa para conversar con ellos y observar sus reacciones. Con gran impresión escuché decir a varios; “Padre muchas gracias, pero lindo habría sido enviarle a nuestras familias”. Uno podría pensar, como lo pensaban muchos, que estos hombres tenían el corazón duro, que había en ellos egoísmo, sin embargo, en este momento se observaba todo lo contrario. Preocupación por sus familias y deseos de compartir con ellos lo que en ese instante era un motivo de alegría. Ese mismo día, celebramos la Eucaristía con la presencia de gran número de relegados. Hubo cantos, hubo oración y hubo alabanzas al Señor, mezcladas con la esperanza de que esta navidad pudiera ser signo de una nueva luz que brillara pronto para ellos.

Cambio de Situación de Relegados a Personal con Permanencia Forzosa

El 30 de enero de 1985 se cumplían los 90 días, permitidos por la ley, como plazo máximo de la relegación de un ciudadano sacado de su lugar habitual de residencia. Los que habían llegado el 30 de octubre, tenían la gran esperanza de que ese día recuperarían la libertad y podrían volver a sus casas.

Los llegados posteriormente iban sacando la cuenta de los días que aún quedaban por permanecer en ese lejano paraje, lejos de los suyos y privados del derecho de poder desplazarse libremente.

Sin embargo, poco antes del término del plazo legal se dictó una ley por medio de la cual estos relegados cambiaban de situación y pasaban prácticamente a ser detenidos, no en una cárcel, que es el lugar habitual y legal de detención, sino en esta cárcel natural que es Pisagua. Elegantemente se decidió cambiar el nombre de relegados por el nombre de personal con permanencia forzosa. El solo título de esta nueva nominación indicaba la calidad de los antes relegados y ahora detenidos. Naturalmente que cuando llegó a conocimientos de ellos esta nueva disposición legal, no hizo sino contribuir a crear aún más un fuerte clima de tensión que permitió esperar cualquier cosa en ese triste 30 de enero, día en que estuve en el campamento, junto con el padre Aláez, que además de sacerdote es sicólogo, tratando de evitar cualquier acción que pudiera atentar contra su propia vida como más de uno lo pensaba. En su angustia y desesperación y sin saber hasta cuando duraría este plazo ahora indefinido algunos pensaron que podían cortarse las venas, otros que querían lanzarse al fondo del mar y así terminar con sus vidas antes de seguir experimentando las durezas de una situación tan anormal.

Duro trabajo tuvimos ese día para convencerlos que no hicieran nada violento. Hubo que aconsejarles algunas protestas de carácter pacífico, tales como sentarse en la playa y hacer entrega de sus platos, vasos y utensilios que se les había proporcionado al iniciar su periodo de relegación. Gracias a Dios y tal vez a nuestra modesta colaboración no hubo que lamentar hechos desagradables que fueran atentatorios contra su vida. Sin lamentar el que siguiera una situación tan anormal y que las tensiones y preocupaciones reinantes en el campamento fueran cada vez más intensas, haciendo también por estos días, más dura la vigilancia, más fuerte los controles de todo tipo, previendo precisamente que la nueva situación en que vivían los relegados pudiera transformarse en hechos violentos al interior del campamento. Si así hubiere sido no habrían sido ellos los directamente culpables sino el haber mantenido una tan anormal situación por tan largo tiempo y con un tratamiento tan poco pedagógico para quienes allí se encontraban.

Un intento de fuga

Entre los numerosos relegados había un joven, cuyo nombre lamentablemente no recuerdo, atlético, fornido y muy buen nadador. Teniendo la posibilidad de bañarse en el mar todos los días, aprovechaba ese tiempo para entrenarse practicando la natación. Llegó un momento en que abrumado por la situación tensa que se vivía y añorando la libertad pretendió fugarse.

Una noche a las 2 de la mañana se lanzó sigilosamente al mar, cargando sobre sus espaldas tres bolsas. Una en las que llevaba su ropa, otra en la llevaba agua dulce y una tercera en la que había echado unas manzanas y zanahorias. Nadó una distancia de alrededor de 2 kilómetros, sin que ninguno de los guardias que custodiaban el campamento se percatara de lo que había sucedido. Cansado, ciertamente, salió en medio de los roqueríos hacia el norte de Pisagua y comenzó a caminar encontrándose de pronto en quebrada de Tiliviche donde podía encontrar verduras y otros elementos con los cuales poder alimentarse en la esperanza de poder llegar a través de la quebrada hasta la carretera Panamericana, seguro que desde allí podía alcanzar la ciudad de Santiago.

Cuando al amanecer del día siguiente los guardias del campamento se dieron cuenta de su ausencia comenzó la búsqueda por todos los sitios. Apoyados por un helicóptero solo al tercer día encontraron al fugitivo quien estaba ya muy cerca de la carretera. Fue traído nuevamente al campamento, aislado como peligroso del resto de sus compañeros y tratado con la dureza que es posible imaginar. Estando en esas circunstancias lo visité, pude conversar largamente con él y ser testigo de las angustias que le habían llevado a tomar tan osada decisión y siendo también testigo de las huellas síquicas que había dejado en él, el trato que se le había dado después de su recaptura.

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9789567628452
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