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Eran estas situaciones, incómodos padrones de macilencias que se volvían latentes, borrascosas, emergentes. Por la originalidad de estos tratamientos sentíamos la transformación de nuestros temores, la transparencia de nuestros terrores. Solíamos entristecernos de antemano al divisar la caravana que llegaba empavonada de cerros. Esa caravana que traía en su cansino y mecánico rutilar más prisioneros políticos. Rogábamos para que en esos camiones no viniesen amigos, familiares. Sería entonces doblemente implacentero el sublime sufrimiento. Sería trípticamente dolorosa esa tensa espera. Era la sustancial evitación para que esas posibles identidades -metidas ya en la idealización imaginaria- no labrasen con sus bocas las ensangrentadas semillas de Pisagua. No ensanchasen con sus bocas las orugas inveteradas del jazmín.

Fue de ese modo que vimos llegar un jeep del ejército, de forma rectangular con cinco personas en su interior. Cuatro eran integrantes del movimiento juvenil, configurado en Argentina por Marcio Rodríguez, Silo, más el hermano del Compañero Nelson González que estaba detenido junto a nosotros. Distingo de entre el grupo a Bruno Ehremberg -líder y hombre público del movimiento-. Lo distingo, además, por su brazo de goma. Había leído unos artículos sobre esta organización y había visto unas fotografías de él. Era conocida de sobra su simbología. Pintadas en las murallas, mostraban un triángulo dentro de un círculo. Eran jóvenes, rubios, de rasgos y colores pudientes. Encargados en forma especial al canciller de las cosas hábiles: teniente Contador, por el oficial castrense Larraín:

- ¡Estos conchitas de su madre deben sentir la disciplina militar… Me entiende usted, mi teniente!...

- ¡Si, mi comandante!, está de más decir que nosotros también lo entendimos así.

- ¡Estos huevoncitos eran los que andaban drogando a la juventud para que después nos cagaran a nosotros!... ¡No es cierto, Manco?, y dirigiéndose a los prisioneros políticos gritó:

- ¡Estos también son traidores, vende patria, igual que ustedes… Escucharon bien!.

- ¡Si mi comandante!, aludimos los aludidos.

- ¡Y no quiero que nadie se acerque a estos huevones… No quisiera sorprender a nadie ayudándoles… A usted lo hago responsable, mi teniente!.

- ¡Si, mi comandante!... y, con un saludo rutinario de disciplina militar se despiden, mano en visera, haciendo sonar cual más cual menos, sus tacos. Proyectándose una fisonomía de cual más cual menos, en la esfinge homónima de Hitler.

Por la tarde, los cuatro siloistas y el hermano del Compañero González conocerían de la observancia, de la furia militar. De esa jerarquía dinosáurica tan atentamente obedecida por Contador.

A Bruno lo mandaba a zigzaguear febrilmente tendido por la canchita de tierra que estaba situada enfrente de la mazmorra carceril. Los demás eran ordenados a subir un piqueteado cerro. Alternábase los gritos disciplinantes, con golpes, con mofas, con abominación. Buscando siempre las partes más sensibles del cuerpo, principalmente rostros y testículos. Después se invertirían los papeles. Ahora era Bruno, que sin su mano de goma debía subir reptando la pedregosidad del cerro. Insultado. Vejado. Incapacitado para hacerlo.

Por ciento ochenta minutos los tenían encumbrándose por las laderas del torturador cerro. Sucios de juermas, molestos. Sucumbiendo, desarticulándose, buscando sus anatomías por los excrementos disolventes del lugar:

- ¡Si, mi comandante… Conocerán la disciplina militar!...

- ¡Si, mi comandante… Conocerán la…!.

- ¡Si, mi comandanteeeeeeeeee!.

Un adiós y un mensaje (La muerte de Freddy y los otros)

Estaba absorto, como casi prendido a las pupilas de este enervante y despótico ¿exorcismo?. Cuando desde las profundidades de estas mismas absorciones, irrumpen ciertos recuerdos, que renacen por la incertidumbre del martirio siloista. Se ven invadidos por las invocaciones de un lejano llamado lejanamente lejano. El nombre y mis apellidos genealógicos renacen ciertamente como fulguraciones centelleantes, de pronto:

- ¡Héctor Taberna Gallegos!... ¿Dónde está?... ¡En cuál de las celdas!... y, las imágenes renacen entonces, tangibles, tangenciales.

- ¡Aquí, en el tercer piso!, contesto.

Fue en eso que Villaseñor -el gendarme- me abre la puerta de la celda.

- ¡Baje!..., grita Larraín… ¡Su hermano quiere conversar con usted!...

Rápidamente bajo las escaleras, con fuerza de cíclope enjaulado. Era tanta la prisa que no tomé dimensión de ella ni del peligro que constituía todo aquello. Días antes, con mucha mayor lentitud y en condiciones de vida mucho más amenas, me resbalo y comienzo a caer peldaño por peldaño, como si estuviera cayendo por un aceitado tobogán. Y durante esa noche la bajada fue tan normal que en rigor a la verdad no supe como llegué donde estaba el comodoro de la muerte.

- ¡Se va despedir de su hermano… El pidió hablar con usted!...

Al verlo, lo primero que hice fue de inercia, me lancé a sus brazos y lloré, lloré desconsoladamente en sus brazos. Como niño. Lo amaba tanto -y lo sigo amando aun-. Tanto como solo los hermanos menores sabemos amar a los hermanos mayores cuando éstos, sí que han sabido merecerse nuestros cariños. Lo amaba tanto. Desde siempre él supo ganarse mi cariño, como también yo me había ganado el de él. Supongo…

- Tranquilo… ¡Trata de tranquilizarte!... pero, en esas condiciones era muy difícil hacerlo, sobre todo por el desenlace que vendría a posterior.

Me acariciaba el pelo diciéndome:

- Amo tanto a mi esposa, pobrecita… Dile que cuide a los niños.

Me abrazaba… Me seguía acariciando el cabello.

- Que se cuide, los amo tanto.

- ¿A que hora fusilaron a los Compañeros Valencia, Córdova, al Tito Lizardi, a Mario Morris, al abogado Julio Cabezas? Me consulta.

- ¿Cómo?, le pregunto asombrado.

- Que no lo sabes, me responde.

- No. No se. Los llevaron a Iquique para ser interrogados, le digo anonadado.

- ¿A interrogarlos?... Los fusilaron, por eso te pregunto la hora.

A esas alturas de las circunstancias ya me sentía más relajado, podía controlarme y le pregunto inocentemente.

- ¿Es cierto de lo que te acusan?... (Traición a la Patria… Infracción a la Ley de Control y Armas… Infracción a la Ley de Seguridad del Estado… Preparación de ataques a Unidades de las Fuerzas Armadas. Planificación de asesinatos a oficiales de las Fuerzas Armadas y civiles opositores al Gobierno de la Unidad Popular…).

- ¡Mentira!.

- ¿Lo que son las cosas?… Con decir, que cuando llegábamos, estuve aquí, en esta celda.

- ¡Si, lo se!... Y muestra con su dedo mi nombre escrito en la pared, como una señal de recuerdo a mi estadía en Pisagua.

¿Cuántos sentimientos?... ¿Emociones?, desfilaron ante él durante su aislamiento… Cuando lo de su fusilamiento… ¿Cuántos recuerdos al leer mi nombre en esa pared?.

- ¡Mañana está de cumpleaños la Nena! -nuestra fallecida madre-. ¡Imagínate cuando lo sepa!. ¡Con tal que estos desgraciados me maten sin dolor!... ¿Te diste cuenta que fueron ilusos los Compañeros?

En realidad no me di cuenta, estaba como ido, apermasado de tiempo y de sonambulidades.

- ¡Tú debes estar tranquilo… No hagas nada… No trates de hacer nada, por lo menos en cinco años… Dile a los Compañeros que sigan en la lucha!... mientras me ponía su reloj japonés de marca Seyko, en una de mis muñecas, la izquierda… Alzó la vista y me fijo bien… Veo su rostro lleno de cicatrices, las cuales demostraban muy bien las huellas de las bestiales torturas a la que fue sometido… Lo veo tan sereno… Tan seguro de si mismo, que no se si la muerte es vida o la vida es muerte.

Pensé, que siempre se preparó para un momento como el que estaba viviendo… Fue un hombre lleno de principios y de convicciones… Fue un hombre que vivió de acuerdo a ellos y por ellos ahora moriría. Recordé que la Jinny, mi cuñada, su esposa, me dijo en una oportunidad:

- Los marxistas están condenados a no ser nunca felices… ¿Premonición?... ¿Profecía?. Todo aquello… No lo sé, pero lo cierto que esos momentos incuestionables. Su suerte estaba echada… ¡Los marxistas, por lo general, no serán jamás felices… Jamás!, repetía mi instinto conservador de vida.

- ¡Tú me lanzaste estos paquetes de cigarrillos y estos chicles!.

- ¡Sí!, me llegaron hoy.

Me los entrega nuevamente y éstos se convertirían a partir de ahí, en mi tesoro de guerra.

Eran mis amuletos. No lo usé. Los guardé como una presencia viva de él, por cuanto, cada vez que me sentía frustrado, reflexionaba en torno a ellos y una candidez mágica se apoderaba entonces de mí, después.

Recuerdo su saco de dormir en la esquina de la celda. Su poncho con ligeras figuras incaicas, tendido a lo largo del suelo. Una concha de loco que hacía las veces de cencerro, se retorcía intranquila, pretoriana. Insumos de cigarrillos en su interior, como celosos testigos de lo que sucedía y estaba por suceder… Su chaqueta de lanilla de cuadrillé… su camisa con tersuras café, también las recuerdo.

Lo que más me impresionó fue la entereza que anegó la ferocidad indomable, inclaudicable el temperamento de su tranquilidad. La tranquilidad innata de su idealismo. Esa conciencia de la muerte que despedían sus palabras por saberse depositario de la verdad. Aquella verdad asesina de hombres y de mujeres: la transformación de la lucha para la transformación de las sociedades marginantes, excluyentes, explotadoras de los recursos humanos. Esa verdad emancipadora de Socialismo.

Fue una entereza placentera, imitativa al verle, la que marcará los días de mi plenitud por el resto que me queda de universalidad. Pienso que supo encontrar las pausas. Supo llegar a mí en esos momentos difíciles. Encontró las palabras exactas para el momento adecuado:

- No tienes que llorar querido hermano… No le demos a los milicos la oportunidad de vernos derrotados. Hemos sido vencidos, es cierto; pero, es solo una batalla. Y es ahora cuando hay que tener más fuerza para reponernos de este revés. Por nuestros hijos, familiares y por todos aquellos que confían en nosotros, tenemos que hacerlo. La guerra no está perdida por el contrario, los que toman puestos serán mejores porque tendrán la experiencia de esta tragedia que enluta la patria entera.

- Es que…

- ¡Quiero que me escuches…!. ¡No me interrumpas por favor!... Esta será la última oportunidad en la que podamos conversar. Sé que sobrevivirás, y, tu, tendrás una carga muy pesada que soportar… Ustedes los Prisioneros Políticos tendrán mucho que contar y enseñar a las nuevas generaciones. Debes tener la convicción necesaria de ser cada vez mejor. Un líder debe demostrar en los hechos y en las palabras que es un líder y que está preparado para conducir a su pueblo en un proceso revolucionario… Estudiar. Estudiar. Estudiar es la tarea inmediata… Debes mantener dentro de ti la llama libertaria que un día los hará libres, a pesar de todos los contratiempos que se presentarán… Eso lo sé, el fascismo actúa de esa manera… ¡Un buen revolucionario no puede claudicar!. Somos mejores y el tiempo nos dará la verdad. Vamos a vencer, te lo aseguro… Recuerda lo que dijo el Chicho: ¡Otros hombres superarán este momento vil y amargo!, recuérdalo, no lo olvides nunca… Cuando sientas a tus fuerzas flaquear recuerda a ese hombre generoso y consecuente que nos dio a todos una gran lección de honor y consecuencia. Piensa, que rodeado de tanques y metrallas, bombardeado fue capaz de abrir un paréntesis de esperanza al decir: “¡de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre!”, no lo olvides, es una tarea para ustedes que nos tienen que reemplazar. En nuestros germinar, pero estoy seguro que lo lograrán. Confiamos en todos ustedes que sabrán mantener vivos nuestros ideales… Aliméntenlos, cultívenlos y la patria será, lo que nosotros no pudimos hacer… Por eso no debes llorar en esta hora difícil… Yo iré por todos los caminos por donde tu vayas… Iré con mis hijos, con Nachito y la Daniela, inocentes víctimas de este genocidio… Sé que tú siempre sabrás aconsejarlos como si fuera yo mismo… ¿Me entendiste?... ¿Prometes dedicar tu vida a la causa del pueblo?... Cuando veas a los Compañeros diles que deben ser fuertes para vencer esta crisis política… Que deben demostrar ser los mejores en cualquier lugar donde se encuentren. Continuando con la lucha nuestra muerte no será en vano. Por el contrario, en cada lucha que se estaremos presentes y algún día podamos construir o consolidar la Revolución Socialista, no lo olvides.

¡Cómo olvidarlo!, si esos minutos parecieron segundos. No supe cómo había llegado el momento de la despedida. Fue un abrazo fuerte. Prolongado. De amor. De calidez. Sin lágrimas. El último abrazo para una de las personas que más admiraba y amaba: Freddy Marcelo -Mi Hermano-.

Luego, se hizo un silencio rancio. Un silencioso frio, que calaba los huesos. Un silencio que precedía al escozor. Era el silencio de la muerte. Envueltos en estos silencios; tirando la noche su manto de iniquidad, fue que se escucharon desusados maullidos lacustres; estertores gatunos que despabilábanse en estas serenatas felinas. Micifuz había osado penetrar el territorio ocupado por Cuchito. Cuchito hacía defensa natural de la sobrevivencia al territorio ya dominado. Micifuz y Cuchito arañándose en la simpleza de la nocturnidad para seguir sobreviviendo en tan innobles situaciones. Uno por supuesto que había vencido. ¿Tal vez, Micifuz? ¿Quizás?, había dejado en esos maullidos, un extempóreo polar; había dejado en ellos, almacenada su derrota… Luego, nuevamente, el vacío del silencio progresivo y exacto.

Pensé: ¿Cómo habríanse entrometido esos alienantes maullidos por los sin sabores de los Compañeros condenados?... ¿Cómo los nuestros?... ¿Acaso con mayor claridad?... ¿Acaso con no tanta claridad?... Estábase marcando, sin embargo, la cuenta regresiva… La esfumez de la vida podía distinguirse flameando desde lo alto del mástil. Férrea, inhumanitaria… Desquiciante, homérica… Qué pensé nuevamente: ¿Estará, por lo pronto, el pelotón de fusileros allanando la apostrofía?... Esperando fehacientemente arropado; celebrando la virtuosidade del triunfo; deshojando margaritas?... ¿Estarían los hombrecillos, dispuestos en fila… Unos otros o unos al lado del otro? ¡Cómo saberlo!, si estábamos en nuestras celdas engalanados a las estrellas mirando las telarañas del cielo y estas telarañas, entonces, se hicieron celestiales que sin darnos cuenta comenzó a plagiarse una misa de despedida.

Los preparativos comenzaron muy temprano ese día 30 de octubre. El cura Murillo, capellán del ejército, llega premunido de sus habitáculos misales. Viene enhiesto a cumplir su oficio de buen pastor a su descarrilada grey. Viene dispuesto. Su misión: darle la entera extremaunción. Confesarlos. Recibir de los Compañeros las posibles líneas que pudiesen enviar a sus familiares.

Freddy no escribe nada. Se rebela a escribir. Se imaginaba a su amada esposa leyendo esos sentidos sentimientos por el resto de sus días. Se la imaginaba resurreccionando esas posibles bien hilvanadas líneas. Esas frases de amor concebido y de confesiones: “…Salías un día del templo llorona cuando al pasar yo te vi. Hermoso huipil llevabas llorona que la Virgen te creí…”. Por eso que no escribe nada. Se rebeló a que su gran amor siguiera sufriendo ya más de lo sufrido…

Murillo en el intertanto va entrando a cada una de las celdas. A las cuatro celdas. Las que tienen una cruz de tela emplástica en cada una de sus cuatro puertas. ¿Para confesarles?... Seguramente… También entran los enfermeros Báez y Parra. ¿Para inyectarles?... Posiblemente… ¿Suministrándoles calmantes? Pudiera ser.

Se respiraba un ambiente de absoluto fenecimiento. Los cientos de detenidos estaban como encallados tras los barrotes. Veíanse los enérgicos, los automáticos, los robotizados movimientos de los militares. Podíamos verlos. Era una contumaria fiera, rápida. El traslado simiesco de estos señores oficiales transportaba la desmontez del jopo: nervioso, errabundo. Dentro de esta abismante fanfarronería veíase la contumacia en los ojos de la contingencia militar. Murillo se ve rodeado de todo ese hábitat mortecino. A mitad de la cárcel, en su patio interno, se detiene como Cristo enrielado a su cotón blanco. Con una estola colgando a ambos lados de los hombros. Imploraba a su Señor Padre por el divino perdón.

Con oraciones llenas de ruego comienza su oficio religioso. Patriotando acerca de los pecados y de los pareceres. De las gulas y de los mercaderes.

- ¡El bien siempre vence al mal!, decía…

- ¡Qué mal!, repetía para mis adentros, si el mal venía de Acuña, de Forestier, de Pinochet; de la singularidad de sus premeditadas muertes… Y, recuerdo nuevamente las palabras de Freddy:

- ¡Es mentira!.

- ¿Y por qué, entonces?, vuelvo a recordar…

- ¡Para justificar nuestras muertes!

La misa se hacía lenta, tensa, eterna. Eterna, eterna, eterna. Deseando que se detuviera en esa eternidad eternizante. Pero aquellos, los conferenciantes de guerras no declaradas, no deseaban ser cómplices de esta eternidad pulcra. Deseaban dar por terminado todo de una ¿bendita? Vez. Sus quepís, sus jinetas, sus bototos de norteamericana confección los denunciaban denostadamente.

Veo que Freddy viste igual. En Ruz, logro distinguir sus lentes, su camisa blanca abotonada al cuello y su vestón oscuro. De Sampson: sus bigotes, su vestón y su pelo enmarañado. Fuenzalida, con un poncho; sereno, reflexivo… Veo vitalidad… Veo seguridad…, y al cura que desgraciadamente está dando por terminada la misa.

- ¡Vayan en Paz y con el Señor, hijos míos!

Los cuatro Compañeros se abrazan entre ellos. Envueltos en un abrazo fraterno, solidario, revolucionario… Es un abrazo que encierra toda una etapa de injusticias; de golpes; de electricidades; de sangre derramada; de llagas y de dolores; de hambre, de torturas, de humillaciones. Es un abrazo que está encerrado para siempre y por siempre la importancia. En este abrazo, que se vislumbra lleno de muerte, en el que se refleja la luminosidad de la vida, en suma, en un abrazo Socialista, mierda. Se agregan a este abrazo militante: Quinteros, Vargas, Zúñiga, Poblete, Burgos, Germán Palominos, condenados a otros tipos de penas por ese Consejo de Guerra.

Se despiden hacia donde estamos. Freddy con su puño en alto, saludando: Juan Antonio Ruz, Sampson, Rodolfo Fuenzalida, serenos con pasos seguros. Comprendemos que nunca más los volveremos a ver. Desafiantes, valientes, franquean la puerta de hierro: Socialistas, en su sentir.

Vanse para ser sucumbidos. Sumergiríanse en ese sueño eterno por la libertad. Sin cadenas, sin oprobios. Confrontándose con la ferocidad de la lucha, con su historicidad: Fascismo v/s Socialismo. ¿Amaneceríanse con olor a pólvora los del encierro? ¿Y, a jazmín las mariposas de la primavera?. ¿Las golondrinas usurparían las cobijeras deshabitadas. Ulularían por las quebradas del puerto mortecino. Viajarían por las sintomicidades del paredón maldito: Pisagua, por trigésima vez?... Aun retumban sinfónicos, pletóricos los aleteos del adiós… Aquellas frases de sinceridad forjada:

- ¡Ojalá que estos desgraciados nos maten sin dolor!... Aún está en mí, impertérrita su mirada, diciéndome:

- ¡Te imaginas!... claro que sí.

Te imaginé con tu pecho destrozado. Con una idiota bala aportillándote el corazón, tu cuerpo, tu razón.

Te imaginé -y así lo dijeron ellos, después-, sin venda, enfrentando al pelotón, cantando un himno revolucionario: -La Internacional-, dijeron unos militares… ¡No!. La Marsellesa, consultaron otros militares. -Como no saben de himnos revolucionarios-.

Te imaginé, gritando con esa voz más que ronca, que enorgullecía a mi latir:

- “¡Traidores, no nos acallarán… Venceremos!”, así fue efectivamente, porque esto también lo contaron otros militares.

Así te imaginé… Así los imaginé: muriendo muertos en medio de esos rostros jerarquizados, que sonreían un:

- ¡Están todos muertos, mi comandante!

Los imaginé sentados cuales apóstoles en el trono de la santidad. Volando a través del mar en pos de su rosal edénico.

Los imaginé a mi lado diciéndome:

- Dame tu mano para que sientas el calor de la Victoria Final…

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9789567628452
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