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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 18

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XXXV

Prudencia les mandó llamar, añadiendo al mensaje que Ildefonso se había tranquilizado, recobrando el uso de la palabra. Acudieron los tres allá, y nada dijeron aquella noche del caso de la niña; mas al siguiente día, apenas efectuada la mudanza, y reunido todo el cotarro en casa propia, estimó Sabino de gran oportunidad someter al eximio criterio de su hermana el nuevo problema que los chicos planteado habían sin encomendarse a Dios ni al diablo. No tuvo tiempo la señora de Negretti de expresar su estupor y disgusto, porque fue preciso acudir a la niña bonita, que cayó primero con un síncope, después con un acceso nervioso y convulsivo, seguido de aplanamiento, delirio y congojas.

No decía más que: «No quiero… Luchu muerto no… Esperar, esperar…». Atendiéndola cariñosa, Prudencia sentía la chafadura de su amor propio, y no se conformaba con que su idea se desviase tan visiblemente de la línea por donde ella con toda previsión y talento quiso encaminarla. ¡El pobre Martín chasqueado, y ella desconceptuada como directora y gobernante! Era una jugarreta de la realidad, que tenía la maldita maña de resolver las cosas por sí y ante sí, haciendo mangas y capirotes de la lógica y el sentido común… Pero, en fin, del mal el menos. Siempre resultaba lo substancial de su proyecto: que todo quedara en casa y que el gandul de Madrid se fuese, si acaso venía, con las orejas gachas. A medida que la nueva inesperada solución iba haciéndose hueco en el pensamiento de la mujer práctica, reconocía esta las cualidades de Zoilo, y con mayor benevolencia le juzgaba. No podía menos de alabar el garbo y audacia con que había tomado la delantera al sosaina de su hermano, demostrando una resolución enteramente varonil. Era un hombre, era un bilbaíno neto. Con su arrojo en la guerra y aquella franqueza gallarda para apoderarse de la niña y hacerla suya, sin pedir permiso a nadie ni andar en melindres, se había puesto de un golpe a la cabeza de todos los Arratias, y parecía dispuesto a no abandonar la bien ganada supremacía.

Aprovechando los ratos de sosiego de Aura y la relativa tranquilidad de Ildefonso, llamó Prudencia a D. Apolinar y celebró con él una conferencia en el comedor, a puerta cerrada. Era forzoso casar a los chicos inmediatamente, porque habían demostrado tal impaciencia que se hacía indispensable arrojar sobre aquel amor la capa del matrimonio. Si así no se hiciera, podrían sobrevenir escándalo y deshonra. Mostrose conforme D. Apolinar, para quien no había plato de más gusto que casar a alguien, y propuso explorar el ánimo de la niña y echar un parrafito con ella. Poseía el tal clérigo una singular delicadeza para meter sus dedos en la boca de las señoritas más vergonzosas y pudibundas; pero en aquel caso no sacó las revelaciones que obtener creía. Afligidísima y con más ganas de llorar que de confesarse, Aura sólo dijo que a Luchu, sí…, le quería… que Luchu era un hombre, y que con su voluntad era capaz de mover las montañas… Pero que ella no quería casarse hasta que no pasara mucho tiempo, mucho, pues había un compromiso antiguo, que en conciencia debía respetar… Su amor primero no se le había salido aún del pensamiento. Desalojaba poquito a poco… pero aún tenía dentro la cabeza… o los pies… No podía ella discernir si eran los pies o la cabeza del otro amor lo que todavía no se le arrancaba… De aquí provenían sus dudas, su desazón del alma y del cuerpo, su falta de resolución… su miedo de precipitarse… sus ganas de reposo y de un largo veremos…

Prudencia, enemiga declarada de los veremos, protestaba contra estas vacilaciones; pero ni ella ni D. Apolinar pudieron reducir a la hermosa niña. ¡Vaya que era terca! A solas otra vez la señora y el clérigo, resolvieron prepararlo todo para las bendiciones, pues bien podía ser que los aplazamientos de Aura fuesen un coquetismo intenso, de arte sutil; que los nervios engañan y se engañan, dando por abominable lo que más ardientemente desean. La noticia de la espantosa lucha entablada en las tenebrosas galerías, abiertas por sitiadores y sitiados entre Uribarri y la casa de Quintana, por bajo de San Agustín, desvió de aquel asunto las ideas de tía y sobrina, y no quedó en sus almas más que el terror. Aura, delirante, tan pronto se sumergía en un duelo lúgubre, como quería lanzarse a la calle, ansiosa de llegar hasta el lugar trágico, y oír los tiros, y ver sacar los muertos, y apurar la impresión directa de la catástrofe, como se apura un tósigo que pone fin al humano sufrimiento. Su romanticismo causaba extrañeza a la tía y al cura, que lo conceptuaron fenómeno patológico. «No quiero dudas – decía. – Vivir o morir… Ni a media vida ni a media muerte quiero verme… Si ha de hundirse todo Bilbao en un segundo, sea… Así acabaremos de dudar».

Con estos temores y sobresaltos, Aura desbordando su imaginación, Prudencia y el cura encomendándose a la Virgen, Negretti a ratos solo, a ratos con su mujer, sumido en una meditación cavernosa, pasaron toda la tarde, hasta que llegó Valentín con mejores noticias, dando a entender que se había conjurado el peligro. Venía el pobre navegante fatigadísimo, tiznado y lívido el rostro, tan fieramente dominado por su crónico reuma, que con gran trabajo tiraba de la pierna derecha para servirse de ella. Dejose caer en una silla, los brazos colgando, el sombrero echado atrás… aguardó un ratito hasta que sus pulmones y su laringe pudieron funcionar regularmente. «No he visto caso igual – les dijo entre toses; – yo me asomé a la contramina, y salí horrorizado. A las ocho y media de la noche la empezaron con dos ramales. Había que ver a los chicos de tropa y milicia trabajando como los topos. Los viejos, entre los cuales estuve más de dos horas maniobrando de espuerta, sacábamos la tierra. A la madrugada, uno de los dos ramales de acá se encontró con el de ellos. El obscurantismo venía hocicando en la tierra y escarbando con las uñas desde la fuente de Uribarri, para buscar el tamborete de la casa de Quintana, que querían volar… Pero no contaban con que también aquí tenemos topos, no de los serviles que no ven, sino de la Libertad, muy despabilados… Cuando el boquete de acá y el de allá se juntaron, el sargento de zapadores, Elizagárate, agarró la pala facciosa, y dio un achuchón tan fuerte, que del palazo destrozó la barriga del minero de allá… Sólo dos hombres podían trabajar en el frente de la galería, ancho de tres pies por una parte y otra. Abriendo hueco a todo escape, los de acá se precipitaron al otro lado: Zoiluchu reventó a uno con la pala y mató a otro de un pistoletazo. El agujero, que ya era corto, acortose más con los dos cadáveres. ¿Pasarían ellos acá o nosotros allá? Y entre tanto, si la tierra se hundía, pues bien podía ser, allí quedaban todos sepultados… Yo llegué hasta cerca del boquete de comunicación y me entró tal miedo, que salí despavorido. Denme a mí agua y ventarrón: ni a la una ni al otro temo; pero con la tierra jonda no juego… Me espanta verme en el sepulcro antes de morirme… Cuando salí al aire, me pareció que resucitaba. No hay quien respire allá dentro… Y a la luz de las linternas ve uno brazos que le cogen y le enganchan la ropa… Son raíces de árboles…».

Tomado aliento, refirió después cómo ahumaron las galerías con pimiento quemado para ahuyentar a los sitiadores. Los topos de allá se escabulleron, y cuando se iba disipando aquella pestilencia asfixiante, los de acá lanzáronse por la mina, respirando a medias. Contaban que llegaron hasta la boca, y que halláronla cerrada con sacos de tierra, como si quisieran defenderla. Luego se han escalonado los nuestros a lo largo del tubo, esperando a ver si se atreven a hocicar otra vez. Si se atrevieran, ¡Dios sabe lo que pasaría!… Pero avisados como estamos, no podrán ellos cargar la mina; nos hemos salvado, aunque queden las galerías cegadas con carne y huesos de valientes… Por fin, con las precauciones tomadas, piensan todos que si hemos sabido cortar los vuelos del águila y cogerle las vueltas al gato, también sabremos taparle los agujeros al ratoncito faccioso.

A punto que tomaban una frugal cena, dando un huevo a Negretti, y otro a la niña, con sopita de vino, entró Sabino sofocado y gozoso. Después de pasarse todo el día de iglesia en iglesia, implorando la Divina Misericordia, se había personado en la Cendeja, donde acababa de tener la satisfacción de ver vivo y sano a su hijo Zoilo. A Martín no le había visto; pero por Pepe Iturbide sabía que continuaba en las Cujas sin novedad. «Gracias sean dadas al Señor», dijo Valentín; y Aura, con las felices nuevas, parecía recobrar la animación y el contento. Pasaron la noche tal cual, y al día siguiente muy temprano, continuando Prudencia en los arreglos de casa, dispuso una variación que le parecía pertinente. En la alcoba grande, donde antaño dormían sus padres, que después ocupó ella con Negretti, por temporadas, y que últimamente servía de dormitorio a Valentín, creyó que debía instalar a su sobrino. Preparó, pues, la pomposa cama matrimonial, y aunque despertó Aura con ganitas de levantarse, no consintió su tía que se diese de alta tan pronto. Desplegando exquisita amabilidad y dulzura, la trasladó de habitación y de lecho, diciéndole: «No, hija, no: estás desmadejada… bien conozco tu naturaleza… y sé que necesitas largo reposo para recobrar tu equilibrio. Te paso a la alcoba grande, para que vayas entendiendo que lo mejor de la casa debe ser para ti, y que todos nos desvivimos porque esté contenta y a gusto la perlita de la familia. Aquí tienes buena luz, por si te aburres y quieres leer un ratito. O te traeré tu costura, tu labor de gancho… Pero levantarte, ¡ay!, no lo pienses, que estás muy débil, y tendrías que volver a acostarte…».

Asombrada de tanta finura y obsequios tantos, Aura se dejaba querer. Donde quiera que la pusieran, allí se estaba con sus cavilaciones, con sus dudas, con su cruel ansiedad. Llegó sobre las nueve el bendito Don Apolinar, y sin sentarse, preguntó a los tres hermanos, por dicha reunidos en el comedor, que se resolvía sobre el grave caso de conciencia. No habían aún manifestado su opinión por la autorizada voz de la hermana, cuando sintieron ruido en la tienda. Eran Zoilo y José María que acababan de entrar. Propuso Sabino que sus hermanos con el señor sacerdote pasasen a platicar con la niña en la alcoba grande, mientras él hablaba dos palabritas con su hijo menor, pues su conciencia no estaría tranquila mientras no dilucidase con él, en el sagrado recinto del hogar de Arratia, un grave punto de moral… La moral, la sana conducta, la observancia rigurosa de las leyes divinas y humanas, habían sido siempre norma de la honesta familia, desde el primer Arratia venido al mundo, hasta la ocasión presente. Llevose a Zoilo al rincón último de la trastienda, y con gravedad y dulzura, hablando como padre y como amigo, le dijo: «Motill, empiezo dándote un abrazo por tu comportamiento militar. Bilbao te glorifica, y tú, honrando a Bilbao, honras a los tuyos… Pero hay otro terreno, muy distinto del de la guerra, donde no te has conducido con la pureza y dignidad de un Arratia».

– ¡Qué dice usted, padre! – exclamó Zoilo, que en su fogosidad no podía contener sus sentimientos dentro de formas comedidas.

– Digo que tu conducta con la niña desmerece de lo que ordena el decoro de nuestra familia… Si la querías, ¿por qué no te clareaste, para que nosotros inclinásemos su ánimo…?

– Porque yo me basto y me sobro para… inclinar ánimos.

– Pero luego has cometido una falta mayor, por la cual quiero reñirte… con blandura, no creas… – dijo Sabino, que ante la arrogancia del miliciano se achicó más de la cuenta: – quiero hacerte ver que has ofendido a Dios… supongo que en un momento de extravío, de… No te riño… Se te perdonará si confiesas…

– ¿Qué?

– Que por precipitar tu casamiento con la niña y hacer inútiles nuestros planes con respecto a tu hermano, has…

La mirada fulgurante de Zoilo le confundió. No pudo expresar su pensamiento ni aun con los eufemismos que el delicado caso requería. Comprendió el chico lo que su padre, turbado y balbuciente, quería expresar; y con entera y clara voz, poniendo a su indignación el freno de las razones corteses y del tono respetuoso, le soltó esta andanada: «Si lo que usted me dice, o quiere decirme, me lo dijera otro que mi padre… si no fuera mi padre quien tal infamia supone en mí, ni tiempo le daría tan siquiera para arrepentirse de su mal pensamiento. Soy tan honrado como mi mujer, como la que será mi mujer, y no permito que en la honra de ella se ponga la menor tacha, ni en la mía tampoco. Ni una palabra más, señor padre… ¿Para qué es decirlo?».

– ¡Pero si no te reñía…! Ven acá, no seas tan bravo… Era un sospechar, hijo; era interrogarte… y no me opongo, no me opongo a que te cases mañana mismo si quieres.

– ¿Cómo mañana? – dijo Luchu volviendo atrás y deslumbrando de nuevo a su padre con las centellas de sus ojos. – ¿Qué es eso de mañana?… Esta noche a primera hora me caso. Así lo he dispuesto. Y por si Don Apolinar no quisiera hacerme ese favor, ya tengo hablado al capellán de Toro, que nos casará por lo militar, con cuatro palotadas… Vamos arriba.

No le sorprendió que Aura, a quien en su mente y en su voluntad tenía ya por esposa, ocupase la alcoba de respeto y el grandioso tálamo de cuja monumental, representación del nido histórico de Arratia. Cuando entró, las miradas de los que estaban en la habitación rodeando el lecho, se fijaron en él, y las suyas se clavaron en la hermosa joven, que agazapadita, temblando de frío (que en aquel instante la acometió), velaba entre el embozo su lindísima cara, no dejando ver más que los soles de sus ojos y su negra cabellera desordenada. Le miró Aura, calladita, y él, por la presencia de la familia y del cura, no se abalanzó a remediar la destemplanza de su esposa con besos ardientes. El primero que rompió el silencio fue D. Apolinar con esta juiciosa observación: «Opina la señorita que debemos esperar».

– Sí, esperaremos – opinó Zoilo con resolución, dando algunos pasos hasta llegar al lecho y poner su mano en el bulto que hacían los pies de Aura. – Esperaremos unas horas. Esta tarde, Sr. D. Apolinar, nos casará usted si quiere, y si no quiere lo hará el capellán de Toro.

– Por mí no queda – balbució el clérigo.

– Pues, como decía, digo que hoy al anochecer nos casamos. Mi prima no tiene más enfermedad que un poco de susto… Aura, te levantarás al mediodía.

Nadie se atrevió a replicar a esto, pues el modo de decirlo excluía toda réplica. Atónita miraba la niña al que con tan tiránicos modos imponía su autoridad en cosa tan grave; y aunque le andaban por el magín fórmulas de protesta, estas se tropezaron con sentimientos muy vivos y estímulos que quitaban toda eficacia a las ideas. Hallábase bajo el poder magnético, psicológico o lo que fuese; la tremenda atracción la sacaba de su órbita para llevarla a otra más amplia, de más rápido movimiento. No tenía voluntad, se entregaba, se sometía… Luchu la arrebató como se coge un fuego chico para unirlo a un fuego grande, formando una sola llama.

Valentín se creyó en el caso, como el mayor de la familia, de obtener de Aura una contestación terminante. «¿Qué dices a eso, niña? ¿Te parece bien?».

La niña se fue eclipsando entre las sábanas… Como el sol que se pone, se ocultaron sus ojos; después su frente: no quedó fuera más que un crepúsculo… los cabellos negros esparcidos en las almohadas, como entre nubes. Prudencia se acercó y la oyó suspirar fuerte, allá entre los pliegues tibios de la ropa de cama.

«Esto es hecho – dijo en alta voz; y por lo bajo: – En estos casos, quien suspira otorga».

XXXVI

– Bueno – dijo Sabino en el pasillo, hociqueando con su hermano, – se preparará todo para las siete… Es buena hora… Yo voy a Santiago a entenderme con el párroco… A las siete en punto, ¿sabes?… ¿Y al pobre Martín qué le decimos? Ea, se le dirá que este pillo… No: se le dirá que la voluntad de Dios ha llevado las cosas, no por el camino, sino por el atajo… ¿Qué podemos nosotros, pobrecitos mortales, contra los designios…? Yo le hablaré… A las siete en punto: no te descuides. Sin aparato, sin bulla… Algo chismorreará mañana la gente; ¿pero qué importa?… Yo daré noticia a las familias conocidas… Diré que eran novios; que… puede quedar el matrimonio en secreto hasta que convenga darle publicidad. Yo hablaré con el párroco D. Higinio, que nada me negará… Somos amigos desde la niñez: él, Guergué y yo nos pasábamos las tardes jugando al cotán en los Cantones… Valentín, ya sabes, a las siete en punto. Hay que estar allí a las siete menos cuarto… Yo me encargo del papelorio… ¿Y a Ildefonso no se le dice nada?… Mejor será que lo sepa después. Ea, no descuidarse… Yo me voy.

Sin dejar de prestar a tan importante asunto la atención conveniente, dedicose el veterano de la mar a buscar a su hijo, cuyas ausencias y largos eclipses le ponían en cuidado, así como su creciente taciturnidad y tristeza. Tres días con sus noches hacía que no se dejaba ver de la familia, y habrían dudado de su existencia si no dieran noticia de él los amigos que le vieron a diferentes horas chapoteando en la ría, a bajamar, o rondando tétrico por los extremos de la población. Arrastrando su pata coja, corrió Valentín por calles y plazas, sin olvidar las inmediaciones de las baterías, con tan mala suerte, que en ningún punto le encontró: en muchos de ellos dijéronle que le habían visto. Creyérase que el endiablado chico le tomaba las vueltas, burlando su persecución, ligero como un pájaro y escurridizo como un pez. Por la tarde hubo de renunciar a su fatigosa cacería, y fue a tomar descanso en las Cujas, donde encontró a su sobrino Martín ya con la píldora en el cuerpo, administrada por Sabino. Como si esto no fuera bastante, tenía una herida en la mano derecha, que de primera intención le curaba el físico cuando llegó su tío de arribada forzosa, navegando con una sola paleta. Por ambos estropicios hubo de propinarle Valentín los consuelos propios del caso. ¿Qué remedio había más que tener paciencia? Con travesura y arranque de hombre, Zoiluchu le había tomado la delantera. Menos mal, que todo quedaba en la familia… Olvidara Martín el desaire, en el cual no habían tenido poca parte su cortedad y amorosa desmaña, y lleváralo con resignación, que novias guapas y de peso, gracias a Dios, no habían de faltarle. En cuanto a la herida, bastaríale guardar en completa quietud la mano, de la cual ya no tenía que hacer uso ni aun para casarse. «¿Sabe usted el consuelo que me ha dado mi padre? – dijo Martín queriendo sonreír, cuando aún rodaban por sus mejillas las lágrimas que le hizo derramar el acerbo dolor de la cura. – Pues, según él, este balazo es la forma expresiva con que la Divina Voluntad me manifiesta que no debo casarme. ¡Caramba, ya podía Dios habérmelo dicho de otro modo!».

– Pienso lo mismo. ¡Vaya un modo de señalar que usa el Señor! Con quitarle a uno la novia bastaba… Ya estaba vista la intención…

De su herida tomó Martín pretexto para no ir a su casa aquella noche. El médico le había recomendado que fuese al hospital, y su padre le ofreció pasar la noche con él. Le venía muy bien lo de la mano para librarse del mal rato del bodorrio… Luego que se curase, a su casa volvería, y lo pasado, pasado: todos hermanos, todos unidos, y a trabajar por el bien común.

Apenado por la doble desgracia del sobrino, que este soportaba con su habitual mansedumbre; afligido también por no encontrar a Churi, y acariciando el propósito firme de poner correctivo a su vagancia con una buena mano de pescozones, se dirigió Valentín, al paso tardo de pierna y media, a la casa de la Ribera. ¡Cuán ajeno estaba de que al entrar en ella, sobre las cinco de la tarde, hora ya de cerrada obscuridad en tal estación, no se hallaba lejos de allí el extraviado Churi! Agazapadito junto al pretil de la ría, en actitud semejante a la de los pobres que piden limosna, el sordo vio entrar a su padre en la casa; dando un gran suspiro se fue escurriendo a gatas, sin abandonar la sombra del pretil, en dirección del Arenal, y en todo este recorrido gatuno iba dando verbal forma a las ideas que agitaban su alma… «Señor padre, adiós… – remusgaba en obscuro lenguaje, que es forzoso aclarar y traducir. – Ahora que le he visto, ya nada más tengo que hacer… Adiós mi padre, adiós mis tíos, y adiós mis primos, para siempre, y adiós tú, casa mía… que ya no veréis más a Churi, ni Churi ha de veros… porque él mismo se echa fuera de Bilbao, con intenciones de no volver… No quiero más familia, ni más casa… porque para morirme de rabia, o para volverme malo y matón, quiero más irme lejos, a otras tierras de adentro, o de afuera, o del demonio».

Atravesando a buen paso el Arenal, seguía su cantinela… «Ya no veo mi casa… Adiós tú, casa, y adiós tú también, Bilbao, mi pueblo; que todos, familia, casa y pueblo se me habéis vuelto como los venenos mismos, y si de aquí no me voy, me condeno… Ahora dirán: «¿pero dónde está Churi, que no parece?». Creerán que me he tirado al mar, o que me ha cogido por la mitad una bala de cañón… No, señores, no. Churi se va… ¿no saben por qué? Pues que se lo pregunten a ese ladrón de Zoilo, a ese fantasioso, que se coge para sí la mujer de otro, y la ha conquistado por el miedo… Bien lo he visto… Adiós tú, Arenal, San Nicolás mío; adiós Cujas y Campo Volantín de mi alma: ya no me veréis más, porque Churi es bueno; Churi no quiere hacer una muerte, ni dos muertes, ni ninguna muerte, y para no hacerlas, se va al cabo del mundo… Puente colgante, adiós, y adiós Siete Calles y Cantones… Mientras vea tierra por delante, caminaré, que buenas piernas tengo; y si veo mar y me dejan embarcar, también me voy, lejos, lejos, a la otra parte de la tierra, que dicen que es redonda como una naranja, a ver si encuentro un país… que puede que lo haya… un país donde toda la gente sea sorda… donde vivan las humanidades sin oírse ni una palabra, porque tengan otra manera de entenderse unos con otros… ya por señales o guiños de los ojos… que bien podía ser… Y el amor no necesita hablarse, sino hacerse, con garatusas… en fin, no sé… Puede que lo haya, puede que haya ese país, donde no tengamos orejas, y en cambio tengamos otros instrumentos más grandes que aquí, el ver, el gustar… no sé… El instrumento del oído no hace falta, ni para comer, ni para dormir, ni para ser uno padre de familia… no, no hace falta… Adiós, padre y pueblo, que lejos me voy…».

Las ocho serían cuando navegaba río abajo en una chalana diminuta de tablas podridas, a la que había echado algunos remiendos la noche anterior, la menor cantidad de embarcación posible. Previamente había metido a bordo sus víveres, unos pedazos de borona envueltos en un trapo. Este era una de las banderitas españolas que solían poner los combatientes en las baterías: habíala afanado días antes, y la llevaba para el caso de que los barcos de guerra, al verle recalar en Portugalete, le mandaran izar pabellón de nacionalidad. Con su bandera, sus mendrugos de borona y un balde para achicar tenía bastante, y ya no le quedaba más que encomendarse a Dios para poder rebasar, al amparo de la cerrazón, los puentes de barcas que los carlistas habían tendido en San Mamés y en Olaveaga. Afortunadamente para el atrevido mareante, a poco de soltar sus amarras empezó a llover con gana, y venía por babor, de la parte de Baracaldo, un Noroeste duro con rachas de galerna que levantaban olas en la ría. La tenebrosa obscuridad, la lluvia, el horrendo frío, eran causa bastante para que los facciosos no vigilaran; y para colmo de felicidad, el agua bajaba desde las nueve. Con dejarse ir al son de marea, arrimándose todo lo posible a barlovento, a la orilla izquierda, que era la de más abrigo, se escabulliría como un pez… Experto navegante, conocedor de la ría más que de su propia casa, sabiendo como nadie buscar los puntos donde más ayudaba la corriente, se dejó ir, sin hacer uso de los remos, para evitar ruido y el rebrillar del agua. La agitación de esta, los rumores hondos de la naturaleza, encubrían su escapatoria. Con que el tripulante se agachara al deslizarse entre las barcazas que sostenían los tableros de los puentes, bastaba para que la humilde chalana pasara por un madero flotante, arrastrado por la marea.

En todo lo que anhelaba fue el pobre Churi favorecido, así por la naturaleza como por el acaso, y nadie le vio, ni oyó voces humanas, ni tiros de fusil disparados contra su nave. A las once salvó las barcas de San Mamés sin novedad, y antes de las doce burló las de Olaveaga; a la una divisaba las luces de los carlistas vivaqueando en las baterías de Luchana; pasó sin tropiezo, amparado de una espantosa descarga de agua, que por lo fría parecía nieve, y de un terrible golpe de viento; a las dos, dejándose ir a sotavento para alejarse del fortín del Desierto, cruzaba también inadvertido por este sitio. Vio más tarde, a estribor, las canteras de Aspe, y en aquellas latitudes, juzgándose ya salvado, se aguantó con los remos, pues el agua empezaba ya a tirar para arriba. No tenía que hacer más que mantenerse allí, capeando la marejada que venía del Oeste, y enmendando a cada paso su situación que la corriente le alteraba. Con esto, y con achicar sin tregua, pues de lo contrario la chalana se le iba a pique, tenía bastante faena hasta el alba, que debía de apuntar sobre las siete. Aguantose, pues, sorteando viento y marea, y al ver por Oriente las primeras claridades de la aurora, arboló a proa su banderita, disponiéndose a ganar puerto. Sus observaciones, sin más instrumento que los ojos de la cara, indicáronle demora de un cuarto de milla al Este de Portugalete.

Ya no temía el fuego carlista: hallábase en aguas de Isabel. A las ocho, divisó entre la neblina los bergantines ingleses Ringdorve y Sarracen (que ya conocía), otro barco de guerra, español, y varias lanchas cañoneras… La temperatura era glacial; el viento había rolado al primer cuadrante y traía lluvia fina, puntitas de nieve que pinchaban como agujas. A las ocho pasaba junto a una cañonera española que le dio el alto… Comprendiendo que debía expresar sus sentimientos isabelinos, señaló con orgulloso gesto su pabellón, que sobre los colores tenía el lema Isabel II. Libertad. Desde la borda de la cañonera le preguntaron: «¿Traes parte?». Pero no se enteró, y siguió bogando. Poco después vio surgir del seno de la calima el puente armado sobre quechemarines y jabeques para pasar la ría entre Bilbao y las Arenas; sonaban cornetas, tambores, campanas en tierra y en los buques: para Churi como si no. Por fin, la valiente zapatilla atracó a la escala de Portugalete, y al encuentro del audaz marino bajaron muchos preguntándole: «¿Traes parte? ¿Qué ocurre en Bilbao?». Puso el pie en tierra con la gravedad de un almirante; quitando la bandera de la proa de la chalana, dio a esta una patada, equivalente al propósito de no volver a entrar en ella, y subió la escala con bandera al hombro, sin contestar a los preguntones. Entre estos había no pocos que al subir le conocieron. «Es Churi, el sordo bilbaíno», decían, y nadie le molestó más con interrogaciones fastidiosas. Él no venía con papeles, ni tenía que dar cuenta a nadie de lo que a buscar iba en Portugalete. Garantizado por su bandera, que agrupó a su lado mujeres y chiquillos, encaminose a una hermosa casa, contigua a la del Ayuntamiento, en la cual entró como persona conocida, sin saludar a nadie. Dos mujeres freían pescado en grandes sartenes. «Hola, Churi, en buena hora llegas – le dijeron. – Por Bilbao. ¿qué hay? Mucha hambre, ¿verdad? Siéntate y descansa. ¿Tu padre bueno? Dicen que muerta gente mucha… Los dientes muy largos traerás, hijo. Dos ruedas de merluza aquí tienes, pues».

Sin sentarse, Churi devoró lo que se le ponía delante, y miraba a un lado y otro, como buscando a persona conocida…

«Ya sé a quién buscas, Churi – le dijo otra de las mujeres, que hablaba castellano correcto. – Aquí no está…».

Y como el sordo entendiese que la persona ausente no estaba en aquel pueblo, afligiéndose mucho al creerlo así, la buena mujer le explicó como pudo, con terribles gritos acompañados de gesticulaciones enérgicas, que la señá Saloma se encontraba en la Casa de Jado… «¿Sabes? Por ahí, camino del Desierto. Tenemos la contrata de la Plana Mayor». Allá corrió Churi, con una rueda de merluza en la boca y otra en la mano, y de rondón se coló en el edificio que se le designaba, sin hacer caso de la guardia que quiso detenerle. Metiéndose por una puerta a la derecha, fue a dar a la cocina, y en ella vio a una mujer gallarda, morena, guapetona, de ojos negros, que recibía de otra un plato con un huevo frito y un chorizo.

Contento se fue el sordo hacia la guapa moza, y ella, al verle, lanzó una festiva risotada, diciendo: «Hola, Churi… caro te vendes… ¿Por dónde has venido, por la mar o por los aires? Eres el demonio… Ay, hijo: no puedo entretenerme… Aguárdate aquí, que voy a llevarle su desayuno al General en Jefe…».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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