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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 17

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XXXIII

Toda la mañana del 19 la pasó Prudencia en su casa, de limpieza y arreglo, ayudada por la criada de Vildósola, pues la suya había caído enferma de anginas. En la tienda, José María y un almacenero de Ripa trabajaban mañana y tarde, poniendo cada cosa en su sitio; que en los días del pánico, habiendo entregado los Arratias para las obras de la defensa gran cantidad de clavazón, alambre, barriles vacíos y otros objetos, sacáronlo precipitadamente, y todo quedó revuelto y confundido. Llegó Martín, aprovechando un rato que tenía libre, y les dijo: «Recójanme toda la clavazón que está esparcida por el suelo, separándome con cuidado los tres tamaños. Veremos si se pueden rehacer los paquetes deshechos. Y ya que se han bajado las pilas de cabos, yo las armaría en otra forma, de modo que estorbaran menos».

– Ha dicho Zoilo – indicó José María – que pusiéramos las pilas de cabos de mayor a menor, no formando cilindros, sino conos.

– No hagáis caso, y ponérmelo como estaba. Mi hermano entiende más que yo de cosas militares; pero en este tinglado sé yo más que él… Otra cosa os encargo: no me toquéis nada en el escritorio: aunque lo veáis todo revuelto, dejádmelo como está, que yo lo arreglaré.

– Zoilo es de parecer que se despeje un poco el escritorio, sacando a la tienda las chumaceras, los pasadores, las mallas y rasquetas, y dejando sólo el género de pesca.

– Realmente es más metódico… Ya lo arreglaremos así en otra ocasión. También deben quitarse de ahí los cáncamos y zunchos… Tiene razón mi hermano… En el escritorio no se cabe… Pero no toquéis nada por ahora… Temo que me desarregléis los libros, y que se deshagan los paquetes de cartas.

Ya se marchaba cuando bajó Prudencia, y llamándole aparte, le dijo: «Estoy afligidísima. Ildefonso cada día peor. Ahora su manía es que en cuanto entre Espartero nos vayamos a Francia en el primer barco que salga, llevándonos a la niña, naturalmente… Me temo que cuando se entere de nuestro plan pondrá el grito en el cielo, y yo… figúrate… No hay para mí mayor pena que contrariarle…».

– Pues desistamos, tía – dijo Martín con un sentimiento en que se confundían la timidez y la delicadeza. – No quiero que por mí haya desacuerdos y disgustos en la familia… Aplacemos, por lo menos, el asunto, con la esperanza de que el tiempo nos lo resuelva.

– Todo iría como la misma seda si esa loquilla entrara en razón y se hiciera cargo de lo que conviene a su felicidad.

– ¡Ay tía de mi corazón! – replicó Martín con tristeza, suspirando, – Aura no me quiere ni tanto así… vamos, yo no le gusto… Ante este hecho no hay más remedio que bajar la cabeza…

– Pues hay que saber gustar, caballerito; hay que matar el pavo y adquirir salero y gracia. Fuera yo hombre, y verías tú si sabía yo domar a una bestezuela bonita y respingona…

– ¿Pero qué puedo hacer yo, tía? – dijo el pobre miliciano apuradísimo, cruzándose de brazos. – Ordéneme usted lo que quiera, siempre que no me mande cosa contraria a la honradez.

– No, hijo, no te mando nada… Déjame; estoy loca… Vete a matar carlistas… que es lo único para que servís… Por vuestro bien trabajo: buena tonta soy… debiera ser egoísta y no importárseme nada… Anda, anda, que harás falta en otra parte.

Se fue el simpático joven, mohíno y cabizbajo, al punto de servicio, y antes de llegar a él oyó el cañón de la Perla de Albia, que furioso tronaba contra las Cujas. El nombre de esta batería, ilustrada por memorables hazañas, provenía de unos bancos situados al extremo del Arenal y calle de la Estufa. Tenían los respaldos en forma semejante a las cabeceras de las camas que entonces se usaban, y se llamaban cujas. Allí, terminado el tiroteo de la tarde, nutrido y penoso, con algunas bajas, fue Sabino en busca de Martín, para tratar con él de asuntos de familia; pero no le encontró, porque trocadas las compañías, le destinaron a la batería del Circo: en cambio, estaba Zoilo, que desde lejos dijo a su padre que le esperase para ir juntos a casa.

Había pasado el buen Sabino la mañana en Santiago, donde encontró a sus amigos de iglesia, y a la salida se consolaron de sus amarguras hablando mal de Espartero, porque no iba pronto, aunque fuese por los aires. Tanto preparativo era miedo… Ya estaba visto que D. Nazario, aunque manco, sabía dónde tienen los hombres la mano derecha. ¿Pues qué creían?… De la iglesia se fue al cuartel de la Plaza, donde Ibarra le dio malas noticias de Negretti, y acudió allá inmediatamente, encontrando a su cuñado bastante caído, taciturno y con cierta propensión a la ira. No hablaba más que para echar pestes contra Espartero, llamándole lacónicamente inepto y cobarde. «Aquí no hay más que un hombre que sepa mandar tropas – dijo descargando en la mesa un fuerte puñetazo, – y ese militar único es tu hijo Zoilo». Por no irritarle con la contradicción, se manifestó Sabino conforme con criterio tan extravagante, añadiendo que Zoiluchu sería pronto General, y para entonces no se verían los bilbaínos condenados a comer ratones. Vildósola llegó a la sazón, y entre uno y otro trataron de desviar a Ildefonso de su vértigo maníaco.

En tanto Prudencia trabajaba incansable en arreglar la casa. A media tarde mandó llamar a su sobrina para que la ayudase, y las dos trajinaron hasta el anochecer con la muchacha de Vildósola, que se retiró a las obligaciones de su casa. Encendida la luz, continuaron las dos lavando la vajilla, hasta que de súbito llegó un recado urgente de casa de Ibarra, traído por el portero. El señor D. Ildefonso se había puesto muy malo: le había dado un accidente; se le trababa la lengua, y no podía mover el brazo izquierdo… «Vamos, vamos a escape» dijo Aura, lavándose las manos. Y Prudencia, para quien la noticia fue como un rayo, después de permanecer un ratito muda de terror, sin respirar, se secó también las manos precipitadamente, diciendo: «Vamos, sí… No, no, yo iré sola… Tú te quedas… Ya no me acordaba. Ha dicho mi hermano Valentín que vendría a recogernos. No faltará. Con él vendrá Martín, que sale de servicio a las siete… ¿Tienes miedo de quedarte sola?».

– Sí, tía: tengo miedo…

– Pues vámonos… Ellos, al ver cerrada la puerta, irán a buscarnos allá.

Bajaban la escalera cuando entraron dos hombres. Eran Zoilo y su padre. Enterados de la ocurrencia, Sabino dijo: «Me lo temía: esta tarde, cuando le vi, no me gustó nada».

– Sea lo que Dios quiera.

– ¡Cúmplase su santa voluntad!… ¿Y Martín no está aquí?

– Estábamos esperándole. Quedó en venir con su tío.

– Quédate, Luchu – ordenó Sabino, – acompañando a la niña, que Valentín y tu hermano no tardarán…

– Subíos arriba… que esto está muy obscuro… o bajad aquí la luz – dijo Prudencia. – Pero tened cuidado con el fuego.

– Descuide usted, tía… No nos quemaremos.

Salieron presurosos los dos Arratias, y Zoilo, al tomar la mano de Aura, creyó coger un pedazo de hielo tembloroso.

«¿Por qué tienes las manos tan frías?».

– Me las lavé hace un rato… Luego, al saber que el tío Ildefonso… ¿Qué será?… Me he quedado yerta… ¿Subimos?

– No… lo que haré es cerrar la puerta – dijo el miliciano haciéndolo al instante.

– ¿Por qué cierras?

– Para que no pueda entrar nadie… Y ahora bajaré la luz y la pondré en el escritorio…

– Por Dios, no pegues fuego.

Zoilo, que de cuatro brincos subió por la luz, bajó sin ella. No traía la luz; pero sí una claridad tenue.

«La he dejado en el pasillo, junto a la escalera».

– Por Dios, primo, no se queme algo.

– Allí no hay cuidado… ¿Por qué te llevas el pañuelo a la nariz? – le preguntó, observándola fijamente.

– Porque ahora siento el olor de alquitrán como no lo he sentido nunca… Parece que me envuelve toda, que penetra dentro de mí… Se me va la cabeza.

Cerrando los ojos, dejose caer, como extenuada de cansancio, sobre un montón de rollos de jarcia.

«Hemos trabajado bárbaramente… Me canso… el alquitrán me marea… No es que me disguste el olor; pero… te lo juro… nunca me ha penetrado tanto».

– ¿Tienes frío?

– Estoy helada… muerta de miedo.

– ¿Miedo estando yo aquí?

– Ya ves… por estar tú quizás…

– No pensé venir… pero me dijo mi padre que hoy quedaría concertado tu casamiento con Martín, y aquí estoy para impedirlo.

– ¡Mujer yo de Martín! Eso no será, Luchu…

– Lo dices… lo piensas así… Pero… ¿y si por medrosa te dejas llevar, te dejas casar…?

– Soy más valiente de lo que crees… Pero si necesitara más valor del que tengo… tú me lo darías.

– A eso vengo, te digo… Aquí estoy yo, un hombre, que por nada del mundo consentirá que le quiten a su mujer… y en tratándose de esto, para mí no hay hermanos, para mí no hay tío, para mí no hay padre… Soy mi dueño, y tú mía en esta vida y en la otra.

Antes de acabar de decirlo, la estrujó en sus brazos y le dio cuantos besos quiso sin hartarse nunca.

«Zoilo… Luchu… por Dios… que me dejes… que no seas malo… Así no te quiero».

– ¿Pues cómo, cómo?

– Te lo diré… déjame… déjame hablarte.

– Dímelo pronto.

Casi sin respiración Aura le dijo: «Tienes grandes cualidades, Luchu… Mucho te estimo… Te admiro por la voluntad, por el valor; pero…

– ¿Pero qué… pero qué…?

– Te falta una cualidad, primo… No, no la tienes.

– ¿Qué me falta? Dímelo, dímelo pronto para tenerlo al instante…

– Pues… te falta… sí que te lo digo… Que no eres caballero.

Quedose el muchacho suspenso y absorto. El tremendo hachazo recibido en su amor propio conmovió todo su ser… «¡Que no soy caballero! Mira, mira lo que dices… ¡que no soy caballero! Si otra persona me lo dijera, ¡vive Cristo!… Pero como me lo dices tú… miro para dentro de mí, por verme, por ver si es verdad lo que dices… y si yo me encontrara con que no soy caballero, aquí mismo me quitaba la vida».

XXXIV

– Si quieres – prosiguió Aura – que yo te tenga por caballero, pórtate como tal.

– ¿Y qué debo hacer?

– Lo contrario de lo que haces… Zoilo, abre la puerta.

– Abierta está – dijo él, corriendo de un salto a la puerta y dando vuelta a la llave.

– Así, así me gusta. Siempre no has de mandar tú. El que quiere que le obedezcan, aprenda a obedecer… Ahora siéntate ahí frente a mí.

– Dime todo lo que me falta para ser digno de la mujer que he cogido para mí, sin que nadie pueda quitármela. Te he cogido; me perteneces. Si estoy decidido a no soltarte nunca, también deseo que estés contenta de ser mía.

– ¿Que no me sueltas?

– No, no; di que no… primero se hunde el firmamento. Si la familia no quiere, me importa poco la familia… Te cojo, te tomo a cuestas… me voy contigo al cabo del mundo: yo sé hacer las cosas… Pero no me contento con hacer… necesito también que tu corazón sea mío, y que digas: «satisfecha estoy de que este hombre me haya cogido… no hay otro como él».

– No hay otro como él – repitió Aura en el torbellino de la atracción, gravitando hacia él con infalible ley física. – No hay hombre como tú… Luchu, si me convenciera de esto, sería yo muy feliz.

– ¿Qué me falta para que puedas decirlo? – le preguntó el miliciano echando fuego por los ojos, mas guardándose a distancia de ella. – ¿Me falta instrucción? No soy torpe. Todo lo que otro sepa, lo sé yo. Para eso están los libros, para eso los maestros. Aprenderé pronto todo lo que no sé… cosas de ciencia y arte… ¿Qué más me falta? ¿La caballería? También la tengo, y tanto como el que más. Soy generoso, soy delicado. A honradez nadie me gana… Lo que me falta, tú me lo enseñarás con sólo quererme.

– ¡Ay! Luchu, primo mío… no sé cómo decírtelo… yo te quiero y no te quiero… yo tengo el alma dividida… Ahora se me va de una parte, luego se me va de otra. No hago más que cavilar y volverme loca… Cuando quiero no pensar en ti, pienso. Cuando quiero sujetar el pensamiento a ti, se me va… Soy muy desgraciada. Que Dios me acabe de traer mi bien, y me lo ponga delante; pero un bien, uno solo: que no me traiga dos, que no me tenga como el péndulo de un reloj… Esto no es vivir… Luchu, yo pienso en ti, y cuando te elogian me lleno de orgullo… ¡Ser tuya, tuya para siempre, eso ya es más difícil!… Me cogerás, me llevarás a la fuerza… te llevarás la mitad de mí, quizás un poquito más de la mitad… cada día será la mitad más un poquito, Luchu… Yo estoy loca, no sé lo que me pasa; no hagas caso…

– Pues ahora sí te digo que me harán pedacitos así antes que soltar yo mi conquista… ¿Qué hablas ahí de mitades?… Toda, toda entera para mí, pues aunque creas eso de los poquitos sobre la mitad, es una figuración tuya, cosa de tu cabeza más que de tu corazón… Con un día que vivamos juntos estoy seguro que me dirás: «Luchu, ya no más poquitos, sino toditos para ti mismo». Me lo dirás, ¿a que sí? ¿Para qué es hablar más, Aura?… Di que todo está dicho… Esta noche sin falta me abocaré con D. Apolinar.

– Hombre, todavía no… Espera…

– ¡Esperar! Esa palabra la he borrado yo de mis papeles. Yo no espero cuando veo el fin de las cosas, cuando las toco, cuando las cosas me dicen: «ven». El que deja para mañana lo que puede hacer hoy, no merece tener la vida que Dios le ha dado. ¿Has visto tú que Dios espere a mañana? ¿Has visto tú que diga el Sol: «hoy no salgo, mañana sí». En la Naturaleza todas las cosas son y vienen a punto, y no se queda nada para después. ¿Está determinado que tal día salga un pollito del huevo? Pues sale; no dice: «voy a quedarme dentro de mi cascarón una semana más». Los árboles nos enseñan la puntualidad: el que da fruta en Agosto, no la guarda para Diciembre. Lo que ha de ser, lo que está maduro, no ha de dejarse que se pudra… Hace un rato me dijiste que no soy caballero… Pues para que no dudes de mi caballerosidad, en cuanto venga alguien de la familia, aunque sea Martín, te dejo para irme en busca de D. Apolinar, que es mi gran amigo, para que lo sepas, y me quiere… Ya le he dicho algo, y el hombre me pregunta siempre que me ve: «Luchu, número uno de los chimbos, ¿cuándo os echo el ballestrinque?». Es muy marinero D. Apolinar, aficionado a dos cosas: a la pesca, y a casar a todo el mundo… Pues esta noche le pesco yo a él y le digo: «D. Apolinar, el chimbo y la chimba se quieren casar… Son honrados, se aman… pero muchísimo, sin mitades con poquitos, y desean verse unidos por la santa Iglesia para que no diga la gente…».

Fue acometida la gentil Aura de una risa nerviosa. Las expresiones y argumentos de Zoilo hacíanle muchísima gracia; y aquel determinar perentorio, aquella colosal aptitud para la ejecución, la subyugaban: eran como un poder milagroso, enormemente sugestivo, de irresistible influencia sobre la mujer… Revolvíase la pobre niña con instinto de defensa; pero caía nuevamente, sujeta con invisibles lazos, que ignoraba si eran humanos o divinos. Gozoso de verla reír, continuó Zoilo exponiendo sus planes para lo futuro, y en esto empujaron la puerta. Eran Sabino y Valentín.

«¡Qué alegres están por aquí! – dijo Sabino, avanzando en la penumbra, con las manos por delante, como los ciegos, mientras Valentín reconocía el suelo con el bastón. – ¿Por qué estáis a obscuras?».

– Aura teme tanto al fuego, que no quise bajar la luz.

– ¿Estáis solos? – dijo Valentín.

– Sí, señor – replicó el miliciano: – solitos y tan contentos. ¿Qué saben del tío Ildefonso?

– Que no es tanto como se temió… Un hervor de sangre… Ya pasó el peligro.

– No me conformo con esta obscuridad – dijo Sabino subiendo en busca de la luz.

– ¿Y qué hacíais aquí tan solitos? – preguntó Valentín acercándose a la niña. – Aura… ¿qué dices?… Al entrar te sentimos reír… ¿Te contaba este alguna gracia?

– Sí, tío: me contaba… no sé qué de Don Apolinar… No, no era eso… Cosas de Luchu.

– Cosas de Luchu – repitió este, las manos en la cintura. – Las cosas de Luchu van ahora por caminos que usted no conoce, tío… pero debe conocerlos. Ni usted ni mi padre se han enterado de que Aura, aquí presente… es mi mujer…

Valentín creyó haber oído mal, o que el chico bromeaba. Miroles a entrambos. Aura bajaba la cabeza; Zoilo repitió el concepto, a punto que Sabino descendía con la luz.

«Hijo mío – dijo parándose a mitad de la escalera. – En un hombre como tú, en un caballero militar, no caen bien las burlas sobre cosas tan delicadas».

– Yo no me burlo, padre. Soy muy formal, y ahora más que nunca. Aura es mi esposa. Ella lo quiere, y yo más. Nadie se opondrá, y el que se opusiere no será mi padre, ni mi tío, ni nada para mí. Mando en mí mismo y en ella… y sépalo todo el género humano.

Sabino miró a Valentín, y Valentín a Sabino, ambos con la boca entreabierta, embobecida. Aura se llevó el pañuelo a los ojos.

«Siento – agregó Zoilo – que no haya venido también Martín, para que supiera lo que ustedes saben ya. Aura Negretti es mi esposa, o lo será mañana si D. Apolinar me cumple lo prometido, y si no, curas no me faltan. Tómenlo como quieran. Siempre fui un buen hijo, y ahora lo seré también, declarando que en este negocio, por encima de mi voluntad no hay voluntad ninguna: mi razón, como hombre libre, está por encima de todas las razones. No pido nada: me basto y me sobro».

– O estamos soñando – dijo Valentín – o este chico tiene los diablos en el cuerpo, y quien dice los diablos dice los ángeles o el rayo de la Divinidad…

– Hijo mío, mucho te quiero – declaró Sabino, dejando a un lado la luz, y desembarazándose de la capa, que aquella noche venía también mojada. – Pero ya sabes que la familia tenía otros proyectos.

– Los proyectos de la familia – replicó Zoilo – quedan reducidos, por el querer mío, por el de ella, a una cháchara sin substancia. La familia no sabe hacer las cosas; yo, sí. Y si quieren probarlo, al frente de la casa que me pongan, cuando termine el sitio.

– ¡Por Dios vivo y sacramentado – exclamó Sabino, que de la fuerza de la emoción y del asombro hallábase a punto de caer al suelo, – que no sé lo que me pasa!… Dejen que me tranquilice, que medite el caso, y si veo en él la voluntad de Dios…

– Aura, hija mía – le dijo Valentín cariñoso, – sácanos de esta duda. ¿Crees que tu primo se ha vuelto loco?

– Sí, tío: loco está… y yo también – repuso la hermosa joven abrazando al viejo navegante.

– ¿Pero tú…?

– Yo no sé… No me pregunte usted nada. No sé afirmar ni negar nada… Si me muero, mejor. Así no padeceré más.

– Y como no me gusta dejar las cosas para mañana, ni aun para después – dijo Zoilo, – en busca de D. Apolinar me voy, pues.

– Hace poco entraba en casa de Achútegui – indicó el padre.

– Allá me voy. D. Canuto es mi amigo.

– Ven acá, fuego del Cielo, temporal del Sudoeste – dijo Valentín, cogiéndolo por un brazo; – párate y oye: no puedes entretenerte en correr tras de un clérigo. ¿No sabes lo que pasa? Se ha descubierto que el enemigo está minando en San Agustín. Por acá hemos empezado una contramina para salirle al encuentro debajo de tierra. En bonita ocasión vas a faltar de tu puesto.

– No falto, que allá mismo me voy ahora… A D. Apolinar que me le hablen… Ello ha de ser como yo quiero, y de otra manera no… ¿Ya se van enterando de quién es Zoilo Arratia? Lo mío, yo lo dispongo. Respeto a los mayores; no les temo. Digan que yo sé hacer las cosas… ya lo han visto… Pues aún les queda mucho que ver.

Despidiose cariñosamente, con medias palabras, de la que llamaba su mujer, y de los que efectivamente eran padre y tío, y como exhalación corrió a la disputada y cada día más gloriosa Cendeja.

Apremiada por sus tíos, que la cogían cada uno de un brazo, sentaditos a izquierda y derecha en el montón de jarcia, Aura con acongojada voz dio estas explicaciones: «Sí, sí… hace tiempo que Zoiluchu me quiere… y yo a él… yo un poquito… digo mal, un muchito… No, no hagan caso; no sé lo que digo… Es un hombre, y no hay otro como él… Vale él solo más que toda la familia de Arratia, habida y por haber. Con su genio bravo domina cuanto quiere. Mandará en mí, en ustedes todos, en Bilbao entero, si se lo propone… ¿Que si le quiero me preguntan? No sé qué contestar… Estoy ahora como los que salen de un mundo para entrar en otro… Un pie lo tengo en aquel mundo; otro pie en éste… ¿Dónde debo poner los dos pies? Yo no sé… Digo que estoy loca, y que no quiero estarlo. Que Dios me ilumine de una vez, y sepa yo dónde estoy… realmente no lo sé… ¿Voy o vengo? ¿A dónde vuelvo la cara?…».

– Hija mía – le dijo Valentín con afecto, mientras Sabino no hacía más que suspirar, – serénate, reflexiona… Consulta tu corazón. Por lo que acabo de oírte, calculo yo… vamos, tú quieres a Zoilo…

– Pero casarme no… yo quiero esperar… Mi conciencia me dice que todavía no… Esperemos a que pase el sitio; esperemos más, más.

En este punto, creyó Sabino llegada la ocasión de emitir su voto, y lo hizo con gravedad y el tonillo sermonario que emplear solía: «Niña de mi alma, manifiestos los designios celestiales, el dilatar su cumplimiento será como si los pusiéramos en tela de juicio».

Dicho esto, sin obtener respuesta, pues tanto Aura como Valentín callaban mirando al suelo, el buen Sabino arrastró también sus miradas por lo bajo; y como viera multitud de clavos y tirafondos esparcidos, se puso a recogerlos uno a uno, cuidando de que ni aun los más chicos se le escaparan. En esta operación asaltaron al pobre señor pensamientos lúgubres. Sus dos hijos Martín y Zoilo, esperanza y gloria de la familia, hallábanse a la sazón en el puesto de mayor peligro, excavando la contramina para buscar al absoluto en las entrañas de la tierra. ¡Vaya que si a Dios le daba por decretar que pereciese uno de los dos en la espantosa refriega subterránea!… Aparte de esto, tristísimo sobre toda ponderación, reconocía y comprobaba que era enorme la cantidad de clavos de distintos tamaños esparcidos por el suelo. Mientras les recogía y agrupaba sobre un banco, pudiera creer que invisible ángel le susurraba al oído, de parte de la Divinidad, que uno de sus hijos moriría… La sangre se le congelaba en las venas… «No, Señor; eso no: aparta de mí ese cáliz…».

Advirtió que Valentín y la sobrinita hablaban susurrando; pero no se enteró de lo que decían, porque el rincón donde recolectaba clavos era el más distante del rimero de jarcia. Seguramente, Valentín le aconsejaría que fuese razonable y se dejara de esperar la venida del Anticristo. Pero no era esto lo que le decía, sino estotro: «Tranquilízate… y aguardemos al día de mañana, pues los dos chicos tienen sus vidas jugadas a cara o cruz… Estamos aquí haciendo cálculos sobre las vidas, y para nada nos acordamos de la muerte, que a veces es la que nos saca de nuestras dudas…».

– ¡En peligro, en peligro Luchu! – exclamó Aura consternada. – Pues no quiero, no quiero… Que salga de la batería, que venga a casa. Basta de hazañas y de heroísmos… La familia es lo primero…

– Hija, el deber, el honor… – murmuró Sabino, que aproximándose pudo enterarse de este concepto.

– ¡Luchu en peligro! – repitió Aura en el tono de los niños mimosos. – No quiero más glorias… no, no.

– Ea, no llores – dijo Sabino; – y si lloramos, que sea por los dos.

Al expresar esta idea, y a punto que dejaba sobre el banco el puñado de hierro que acababa de recoger, le asaltó el pensamiento lúgubre en forma más terrorífica, y el ángel volvió a secretear en su oído… La terrible sentencia no era ya que moriría uno de los dos hermanos. El Supremo Juez y Sumo Ejecutor hería de un golpe las dos cabezas. Temblaba el buen padre, y no se le ocurrió más que acudir al instante a la iglesia que estuviese abierta para prosternarse y regar con sus lágrimas el suelo, diciendo a la Divinidad: «Los dos no, Señor: eso sería demasiado… En todo caso, uno, uno no más… y aún es mucho».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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