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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo», страница 4

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– Eso sí que es una grandísima picardía – exclamé con ira. – Son ministros del Rey, son compañeros del otro, a quien sin duda deben los zapatos con que se calzan, y al mismo tiempo le hacen la mamola al niño Fernando, porque ven que el pueblo le quiere, y dicen: «Por fas o nefas, por la mano derecha o por la izquierda, no ha de tardar en sentarse en el trono».

Con este diálogo llegamos a la taberna, y allí nos sentamos, pidiendo Lopito para sí aguardiente de Chinchón, y yo tintillo de Arganda. No estábamos solos en aquella academia de buenas costumbres, porque cerca de la mesa en que nosotros perfeccionábamos nuestra naturaleza física y moral, se veían hasta dos docenas de caballeros, en cuyas fisonomías reconocí a algunos famosos Hércules y Teseos de Lavapiés, de aquellos que invocó con épico acento el poeta al decir:

 
Grandes, invencibles héroes,
que en los ejércitos diestros
de borrachera, rapiña,
gatería y vituperio,
fatigáis las faltriqueras…
 

Entre estos hombres vi otros de figura extraña, y tan astrosos y con tanto andrajo cubiertos, que daba lástima verlos.

– Estos – me dijo Lopito satisfaciendo mi curiosidad- son lo mejorcito de Zocodover de Toledo, donde ejercitan su destreza en el aligeramiento de bolsillos y alivio de caminantes.

También entraron en las tabernas muchos soldados de caballería, y al poco rato se había entablado conversación tan viva que no era posible entender ni una palabra, si palabras pueden llamarse las vociferaciones y juramentos de aquella gente. Unos sostenían que la familia real partiría aquella misma tarde, y otros que el Rey no había pensado en tal viaje. Pronto se disiparon las dudas, porque corrió la voz de que S. M. dirigía la voz a sus súbditos por medio de una proclama que al punto se fijó en todos los sitios públicos. En ella, después de llamar vasallos a los españoles, decía el buen Carlos IV, que la noticia del viaje era invención de la malicia, que no había que temer nada de los franceses, nuestros queridos amigos y aliados, y que él era muy dichoso en el seno de su familia y de su pueblo, al cual conceptuaba asimismo como empachado de prosperidad y bienaventuranza al amparo de paternales instituciones.

La mayor parte de los héroes de Zocodover y las Vistillas, no parecían inclinados a dar crédito a la regia palabra, antes bien se burlaban de cuantos acudían a leerla, añadiendo: – No se nos engañará. A mí con esas… Aspacito, Sr. D. Carlos, que ya lo arreglaremos.

Cuando fui a casa encontré a D. Celestino loco de alegría: paseaba con la sotana suelta por su habitación, y aunque no estaba presente ni aun en sombra el pícaro sacristán, mi amigo profería con desaforado acento estas palabras:

– ¿Lo ves, malvado Santurrias? ¿Lo ves, tunante, borracho, mal acólito, que no sabes más que juntar gotas de aceite y mocos de vela para venderlo en pelotillas? ¿Ves cómo yo tenía razón? ¿Ves cómo los Reyes no han pensado nunca en semejante viaje? Sí, que ahí están esos señores en el trono para darte gusto a ti, pérfido sacristán, escurridor de lámparas y ganzúa de cepillos. ¿No bastaba que lo dijera yo, que soy amigo de Su Alteza Serenísima, y tengo estudios para comprender lo que conviene al interés de la nación? Véngase Vd. ahora con bromitas, amenáceme con tocar las campanas sin mi permiso. ¡Ah!, agradézcame el muy tunante que no me cale ahora mismo el manteo y teja para ir en persona a contarle a Su Alteza qué clase de pajarraco es usted, con lo cual, dicho se está que el señor Patriarca me lo pondría de patitas en la calle. Pero no, Sr. Santurrias; soy un hombre generoso y no iré; no quiero quitarle el pan a un viudo con cuatro hijos. Pero véngase Vd. ahora con bromitas diciendo que mi paisano acá y allá; y que le van a arrastrar, y repita aquello de «¡Viva Fernando, Kirie eleyson! ¡Muera Godoy, Christe eleyson!» con que me despierta todos los días.

A este punto llegaba, cuando advirtió que yo estaba delante, y echándome los brazos al cuello, me dijo:

– Al fin hemos salido de dudas. Todo era invención de Santurrias. ¿Qué hay por el pueblo? Estará la gente contentísima ¿no? Ahora cuando salga el señor príncipe de la Paz a paseo supongo que le victorearán… ¡Ay!, qué susto me he llevado, hijito. De veras creí que íbamos a tener un motín. ¡Un motín! ¿Sabes tú lo que es eso? En mi vida he visto tal cosa y sírvase Dios llevarme a su seno, antes que lo vea. Un motín no es ni más ni menos que salirse todos a la calle gritando viva esto o muera lo otro, y romper alguna vidriera y hasta si se ofrece golpear a algún desgraciado. ¡Qué horror! Gracias a Dios no tendremos ahora nada de esto, y sin duda la prudencia y tino de aquel hombre… ¿Sabes que estuve en su palacio a prevenirle de lo que pasaba y no me recibió?…

– Lo creo. En estos días no tendrá Su Alteza humor para recibir, porque como dijo el otro, no está la Magdalena para tafetanes.

– Tal vez él tenga noticias de las picardías de Santurrias y de los otros perdidos con quien se junta en la taberna del tío Malayerba – continuó el cura. – ¿Pero en dónde está ese endemoniado sacristán? No parece por aquí porque sabe que le he de poner más colorado que un pimiento riojano.

No había acabado de decirlo, cuando entreabriéndose la puerta, dejó ver los dientes, la plegada y siempre risueña boca, la exprimida cara y arrugada frente del sacristán.

– Venga acá – exclamó D. Celestino con alborozo; – venga el sapientísimo Sr. Santurrias, presunto cardenal metropolitano; venga acá para que nos ilustre con su saber, para que nos aconseje con su prudencia. ¿Puede decirnos cuándo es el viaje? Porque yo tengo para mí que la proclama de S. M. es una tiñería; y qué crédito merece el Rey de las Españas, de las Indias de Jerusalén, de Rodas, etc., cuando habla el Excmo. Sr. D. Gregorio de las Santurrias, sacristán que fue de monjas Bernardas, y hoy de mi parroquia. A ver, ¿nos sacará de dudas su señoría?

– Mañana, mañana, mañanita, señor cura – contestó el sacristán. – Dígame su paternidad: ¿saca o no las botellicas?

Y luego, sin desconcertarse ante la ironía de su superior, sino por el contrario burlándose de los graves gestos con que se le interpelaba, empezó a entonar los singulares cantos de su repertorio, haciendo mil grotescos visajes y moviendo los brazos, ya en ademán de repicar, ya aparentando recorrer el teclado de un órgano, ya en fin, con la postura propia de tocar la guitarra, sin dejar de cantar en la forma siguiente:

– Domine, ne in furore tuo arguas me…

 
Es la corte la mapa
de ambas Castillas,
y la flor de la corte
las Maravillas.
Anda moreno,
que no hay cosa en el mundo
como tu pelo.
 

De profundis clamavi ad te, Domine Domine exaudi vocem meam…

Don, dilondón, don, don.

VIII

Al día siguiente no hallé tampoco quien me llevase a Madrid; pero deseando vivamente saber de Inés y curioso por oír de sus propios labios si era verdad o mentira la bienaventuranza que le habían ofrecido los Requejos, determiné marcharme a pie, lo cual, si no era muy cómodo, era más barato: don Celestino y yo hablábamos de esto, cuando Lopito entró a buscarme.

– Esta noche – me dijo al bajar la escalera- tendremos fiesta. No lo digas ni a tu camisa, Gabrielillo. Pues verás… aquel papelote que escribió ayer el Rey es una farsa. Bien decía yo que D. Carlitos, con su carita de pascua, nos está engañando.

– ¿De modo que hay viaje?

– Tan cierto como ahora es día. Pero como no queremos que se vayan, porque esto es enjuague de Napoleón con Godoy para luego repartirse a España entre los dos; como no queremos que se vayan, el viaje se prepara ocultamente para esta noche. Si fuera verdad que no pensaban salir, ¿por qué no se ha retirado la tropa? ¿Por qué ha venido más tropa y más tropa, y más tropa? ¿Ves? Ahora está entrando un batallón por la calle de la Reina.

Confieso que a mí no me importaba gran cosa que saliese un batallón o entraran ciento, ni tampoco me ponía en cuidado el que mi Sr. D. Carlos se marchara a Andalucía o a donde mejor le conviniese. Así se lo manifesté a mi amigo; pero hallándose el alma de Lopito inundada de generoso entusiasmo, por el bien del reino, me hizo ver que mi indiferencia era censurable y hasta criminal. Largas horas pasamos discurriendo por el pueblo y matando el tiempo con amenas conversaciones. Él se empeñó en llevarme a la taberna, y a la taberna fuimos. La concurrencia era la misma, aunque el panorama de caras había variado, viéndose entre ellas la de Santurrias, que no era la menos animada. También estaba allí muy macilento y meditabundo, con los agujereados codos sobre la mesa, el poeta calagurritano que tres años antes capitaneaba la turba de silbantes en el estreno de El sí de las niñas, y con él libaba el néctar de Esquivias en el mismo vaso otro de los dioses menores del Olimpo Comellesco, el famoso Cuarta y Media, calderero y poeta. ¡Pobres hijos de Apolo!

El pinche me dijo que todos aquellos personajes habían venido de Madrid traídos por los confeccionadores de la conjuración, y añadió:

– Esto para que se vea que también toman parte los hombres que se llaman científicos.

No puedo menos de decir que toda aquella gente me repugnaba, y en cuanto a sus intenciones y propósitos, todo me parecía absurdo sin explicarme por qué.

– Estúpidos – decía para mí- ¿pensáis que semejante gatería es capaz de quitar y poner reyes a su antojo?

Pero en la noche de aquel mismo día fue cuando pude medir en toda su inexplorada profundidad el abismo de ignorancia y fanatismo de aquel puñado de revolucionarios. No hallando otro alivio a mi aburrimiento que la asistencia a la taberna en compañía de Lopito, en cuanto cerró la noche procuré tranquilizar a D. Celestino y me fui allá. Lopito, que me aguardaba con impaciencia, me dijo al verme a su lado:

– Me alegro de que hayas venido, pues con eso no perderás lo mejor. Aquí está reunida toda la gente, y después… después veremos.

La taberna del tío Malayerba estaba llena de bote en bote, y también disfrutaba el honor de una desmesurada concurrencia, un patio interior destinado de ordinario a paradero y taller de carretería. No puedo haceros formar idea de la variedad de trajes que allí vi, pues creo que había cuantos han cortado la historia, la costumbre y el hambre con su triple tijera. Veíanse muchos hombres envueltos en mantas, con sombrero manchego y abarcas de cuero; otros tantos cuyas cabezas negras y redondas adornaba un pingajo enrollado, última gradación de turbante oriental; otros muchos calzados con la silenciosa alpargata, ese pie de gato que tan bien cuadra al ladrón; muchos con chalecos botonados de moneditas, se ceñían la faja morada, que parece el último jirón de la bandera de las comunidades; y entre esta mezcolanza de paños pardos, sombreros negros y mantas amarillas, se destacaban multitud de capas encarnadas cubriendo cuerpos famosos de las Vistillas, del Ave-María, del Carnero, de la Paloma, del Águila, del Humilladero, de la Arganzuela, de Mira el Río, de los Cojos, del Oso, del Tribulete, de Ministriles, de los Tres Peces, y otros célebres faubourgs (permítasenos la palabrota) donde siempre germinó al beso del sol de Castilla la flor de la granujería.

En cuanto a la variedad de las voces nada puedo decir, porque todos hablaban a un tiempo. Pero al fin de aquella reunión, como en todas las de igual naturaleza, resonó una voz para dominar a las demás. La multitud sabe a veces callar para oír, sin duda porque se marea con sus propios gritos. Algunos de los presentes dijeron: «que hable Pujitos», y al instante Pujitos, cediendo a los reiterados ruegos de sus amigos políticos (dispensadme este anacronismo), salió al mostrador de la taberna, rompiendo tres vasos y dos botellas, que sin duda le cargarían en cuenta al heredero de la corona de dos mundos.

Pujitos era lo que en los sainetes de D. Ramón de la Cruz se señala con la denominación de majo decente, es decir, un majo que lo era más por afición que por clase, personaje sublimado por el oficio de obra prima, el de carpintero o el de platero, y que no necesitaba vender hierro viejo en el Rastro, ni acarrear aguas de las fuentes suburbanas, ni cortar carne en las plazuelas, ni degollar reses en el matadero, ni vender aguardiente en Las Américas, ni machacar cacao en Santa Cruz, ni vender torrados en la verbena de San Antonio, ni lavar tripas allá por el portillo de Gilimón, ni freír buñuelos en la esquina del hospital de la V.O.T., ni menos se degradaba viviendo holgadamente a expensas de ninguna mondonguera, o castañera, o de alguna de las muchas Venus salidas de la jabonosa espuma del Manzanares. Pujitos estaba con un pie en la clase media; era un artesano honrado, un hábil maestro de obra prima; pero tan hecho desde su tierna y bulliciosa infancia a las trapisondas y jaleos manolescos, que ni en el traje ni en las costumbres se le distinguía de los famosos Tres Pelos, el Ronquito, Majoma, y otras notabilidades de las que frecuentemente salían a visitar las cortes y sitios reales de Ceuta, Melilla, etc.

Pujitos era español, y como es fácil comprender, tenía su poco de imaginación, pues alguno de los granos de sal pródigamente esparcidos por mano divina sobre esta tierra, había de caer en su cerebro. No sabía leer, y tenía ese don particular, también español neto, que consiste en asimilarse fácilmente lo que se oye; pero exagerando o trastornando de tal manera las ideas, que las repudiaría el mismo que por primera vez las echó al mundo. Pujitos era además bullanguero; era de esos que en todas épocas se distinguen, por creer que los gritos públicos sirven de alguna cosa; gustaba de hablar cuando le oían más de cuatro personas, y tenía todos los marcados instintos del personaje de club; pero como entonces no había tales clubs, ni milicias nacionales, fue preciso que pasaran catorce años para que Pujitos entrara con distinto nombre en el uso pleno de sus extraordinarias facultades. Setenta años más tarde, Pujitos hubiera sido un zapatero suscrito a dos o tres periódicos, teniente de un batallón de voluntarios, vicepresidente de algún círculo propagandista, elector diestro y activo, vocal de una comisión para la compra de armas, inventor de algún figurín de uniforme; hubiera hablado quizás del derecho al trabajo y del colectivismo, y en vez de empezar sus discursos así: «Jeñores: denque los güenos españoles…», los comenzaría de este otro modo: «Ciudadanos: a raíz de la revolución…».

Pero entonces no se había hablado de los derechos del hombre, y lo poco que de la soberanía nacional dijeron algunos, no llegó a las tapiadas orejas de aquel personaje; ni entonces había asociaciones de obreros, ni derecho al trabajo, ni batallones de milicias, ni gorros encarnados; ni había periódicos, ni más discursos que los de la Academia, por cuyas razones Pujitos no era más que Pujitos.

De pie sobre el mostrador, con la capa terciada, el sombrero echado sobre la ceja derecha, aquel personaje, hombre pequeño de cuerpo, si bien de alma grande, morenito, con sus ojuelos abrillantados por los vapores que le subían del estómago, habló de esta manera:

– Jeñores: denque los güenos españoles golvimos en sí, y vimos quese menistro de los dimonios tenía vendío el reino a Napolión, risolvimos ir en ca el palacio de su sacarreal majestad pa icirle cómo estemos cansaos de que nos gobierne como nos está gobernando, y que naa más sino que nos han de poner al Príncipe de Asturias, para que el puebro contento diga, «el Kirie eleyson cantando, ¡Viva el príncipe Fernando!». (Fuertes gritos y patadas.) Ansina se ha de hacer, que ínterin quel otro se guarda el dinero de la Nación, el puebro no come, y Madrid no quiere al menistro, con que, ¡juera el menistro!, que aquí semos toos españoles, y si quieren verlo, úrgennos un tantico y verán dó tenemos las manos. (Señales de asentimiento.) Pos sigo iciendo que esombre nos ha robao, nos ha perdío, y esta noche nos ha de dar cuenta de too, y hamos de ecirle al Rey que le mande a presillo y que nos ponga al príncipe Fernando, a quien por esta (y besó la cruz), juro que le efenderemos contra too el que venga, manque tenga enjércitos y más enjércitos. Jeñores: astamos ya hasta el gañote, y ahora no hay naa más sino dejarse de pedricar y coger las armas pacabar con Godoy, y digamos toos con el ángel:

 
El Kirie eleyson cantando,
¡Viva el príncipe Fernando!
 

Un alarido, un colosal balido resonó en la taberna, y el orador bajó de su escabel, rompiendo otro vaso. Mientras limpia el sudor de su frente coronada con los laureles oratorios, la moza de la taberna se acerca a escanciarle vino. ¿Es Hebe, la gallarda copera de los dioses, que vierte el néctar de Chipre en el vaso de oro del joven de los rubios cabellos, al regresar de la diurna carrera? No: es Mariminguilla, la ninfa de Perales de Tajuña, a quien trajo desde las riberas de aquel florido río el Sr. Malayerba, dándole el cargo de escanciadora mayor, que desempeña entre pellizcos y requiebros.

Lopito, que tiene con ella alguna aventura pendiente, la llama, la pellizca también, dícele mil niñerías… pero a todas estas la multitud que ocupa la taberna se levanta obedeciendo a la orden de un hombre que allí se presentó de improviso. Salieron todos, y yo no queriendo perder el final de una función que parecía ser divertida, les seguí.

– Silencio todo el mundo – dijo una voz, perteneciente, según comprendí, a persona resuelta a hacerse obedecer; y la turba se puso en marcha con cierto orden. La noche era oscurísima; pero serena.

– ¿A dónde vamos, Lopito? – pregunté a mi compañero.

– A donde nos lleven – me contestó por lo bajo. – ¿A que no sabes quién es ese que nos manda?

– ¿Quién? ¿Aquel palurdo que va delante con montera, garrote, chaqueta de paño pardo y polainas; que se para a ratos, mira por las boca calles y se vuelve hacia acá para mandar que callen?

– Sí; pues ese es el señor conde de Montijo. Con que figúrate, chiquillo, si no podemos decir aquel refrán de… cuando los santos hablan, será porque Dios les habrá dado licencia.

IX

El grupo recorrió algunas calles, y uniose a otro más numeroso que encontramos al cuarto de hora de haber salido. Lopito, señalándome las tapias que se veían en el fondo del largo callejón, me dijo:

– Aquellas son las cocheras y la huerta del Príncipe de la Paz.

Pasamos de largo y vimos de lejos las dos cúpulas del palacio. Cerca del mercado se nos unieron otras muchas personas que, según Lopito, eran cocheros, palafreneros, pinches, mozos de cuadra y lacayos del infante D. Antonio y del príncipe de Asturias.

– Pero ¿qué vamos a hacer aquí? – pregunté a mi amigo. – ¿Vamos a impedir que los Reyes salgan del pueblo, o vamos simplemente a tomar el fresco?

– Eso lo hemos de ver pronto – me contestó. – Yo, si he de decirte la verdad, no sé lo que se ha de hacer, porque Salvador el cochero no me ha dicho más sino que vaya donde van los demás y grite lo que los demás griten. Ves, ahí frente tenemos el palacio: no hay luces en las ventanas ni se oye ruido alguno, como no sea el de las ranas que cantan en los charcos del río.

La voz del que nos mandaba dijo «alto», y no dimos un paso más.

– Es raro – dije a Lopito muy quedamente- que no hayamos encontrado centinelas que nos detengan; ni siquiera una ronda de tropa que nos pregunte a dónde vamos a estas horas.

– ¡Necio! – me contestó. – ¡Si sabrá la tropa lo que se pesca! ¿Pues qué hacen ellos si no estarse quietecitos en sus cuarteles esperando a que les digan: caballeros, esto se acabó?

Dime por convencido y callé. Durante un rato bastante largo no se oyó más que el sordo murmullo de diálogos sostenidos en voz baja, algunos sordos ronquidos, sofocadas toses, y a lo lejos el canto de las discutidoras ranas y el rumor de leves movimientos del aire, sacudiendo las ramas de los olmos, que empezaban a reverdecer. La noche era tranquila, triste, impregnada de ese perfume extraño que emiten las primeras germinaciones de la primavera: el cielo estaba tachonado de estrellas, a cuya pálida claridad se dibujaban los espesos y negras arboledas, la silueta cortada del Real Palacio, y más allá la figura del Anteo de mármol levantado del suelo por Hércules en el grupo de la fuente monumental que limita el llamado Parterre. El sitio y la hora eran más propios para la meditación que para la asonada.

De improviso aquel silencio profundo y aquella oscuridad intensa se interrumpieron por el relámpago de un fogonazo y el estrépito de un tiro que no sé de dónde partió. La turba de que yo formaba parte lanzó mil gritos, desparramándose en todas direcciones. Parecía que reventaba una mina, pues no a otra cosa puedo comparar la erupción de aquel rencor contenido. Todos corrían, yo corría también. Lucieron antorchas y linternas, se alzaron al aire nudosos garrotes: muchas escopetas se dispararon, oyose un son vivísimo de cornetas militares, y multitud de piedras, despedidas por manos muy diestras, fueron a despedazar, produciendo horribles chasquidos, los cristales de una gran casa. Era la del Príncipe de la Paz.

La historia dice que el tumulto empezó porque la turba se empeñó en conocer a una dama encubierta que, acompañada de dos guardias de honor, salía en coche de casa del generalísimo. Aseguran algunos que en una de las ventanas del palacio se vio una luz, considerada como señal para empezar la gresca.

Del tiro y toque de corneta no tengo duda, porque los oí perfectamente. En cuanto a la luz, yo no la vi, pero creo haber oído decir a Lopito que él la vio, aunque no estoy muy seguro de ello. Poco importa que apareciera o no: lo primero es, si no cierto, muy verosímil, porque el centro de la conjuración estaba en el alcázar, y los principales conspiradores eran, como todo el mundo sabe, el príncipe de Asturias, su tío, su hermano, sus amigos y adláteres, muchos gentiles hombres, altos funcionarios de la casa del Rey y algunos ministros.

Los alborotadores se multiplicaban a cada momento, pues nuevas oleadas de gente engrosaban la masa principal, sin que un soldado se presentase a contener al paisanaje. No tardó en caer al suelo destrozada por repetidos golpes y hachazos la puerta del palacio del Príncipe de la Paz, cuyo nombre pronunciaba el irritado vulgo entre horribles juramentos y amenazas.

La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos, para quienes ha sonado la hora de la caída. Tienen estos en contra suya la fatalidad de verse abandonados de improviso por los amigos tibios, por los servidores asalariados y hasta por los que todo lo deben al infeliz que cae, de modo que a las manos del odio justo o injusto, se unen para rematar la víctima las manos de la ingratitud, el más canalla de todos los vicios. Sintiendo el auxilio de la ingratitud, la turba se envalentona, se cree omnipotente e inspirada por un astro divino, y después se atribuye orgullosamente la victoria. La verdad es que todas las caídas repentinas, así como las elevaciones de la misma clase, tienen un manubrio interior, manejado por manos más expertas que las del vulgo.

Cuando la puerta de la casa se abrió, precipitose la turba en lo interior, bramando de coraje. Su salvaje resoplido me causaba terror e indignación, mayormente cuando consideré que iba a saciar su sed de venganza en la persona de un hombre indefenso. Era aquella la primera vez que veía al pueblo haciendo justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez.

A los gritos de «¡Muera Godoy!» se mezclaban preguntas de feroz impaciencia; «¿Le han cogido?». «¿Le han matado?». Todos querían entrar; pero no era posible, porque la casa estaba ya atestada de gente. Desde fuera y al través de los balcones de par en par abiertos, se veía el resplandor de las hachas: siniestros gritos y ruidos de muebles o vasos que se quebraban bajo las garras de la fiera, salían de la casa a mezclarse con el concierto exterior. En un instante se encendió una gran hoguera que iluminó la calle: las campanas de todas las iglesias y conventos del pueblo tocaban sin cesar; pero no podía definirse si aquellos tañidos eran toques de alarma o repiques de triunfo.

Lopito, que bailaba como un demonio adolescente junto a la hoguera, se acercó a mí y me dijo:

– Gabriel, ¿no te entusiasmas?¿Qué haces ahí tan friote? Ven, subamos al palacio. Alguna vez ha de ser para nosotros. ¿No dicen que todo lo ha robado a la nación?

Casi arrastrado por mi joven amigo entré en el palacio y subí a las habitaciones altas, abriéndonos paso por entre los energúmenos que bajaban y subían. Recorrí todas las salas por las cuales había transitado dos días antes, llegué al mismo despacho del príncipe, y vi la mesa donde escribí mi nombre. La multitud subía y bajaba, abría alacenas, rompía tapices, volcaba sofás y sillones, creyendo encontrar tras alguno de estos muebles al objeto de su ira; violentaba las puertas a puñetazos; hacía trizas a puntapiés los biombos pintados; desahogaba su indignación en inocentes vasos de China; esparcía lujosos uniformes por el suelo, desgarraba ropas, miraba con estúpido asombro su espantosa faz en los espejos, y después los rompía; llevaba a la boca los restos de cena que existían aún calientes en la mesa del comedor; se arrojaba sobre los finos muebles para quebrarlos, escupía en los cuadros de Goya, golpeaba todo por el simple placer de descargar sus puños en alguna parte; tenía la voluptuosidad de la destrucción, el brutal instinto tan propio de los niños por la edad como de los que lo son por la ignorancia; rompía con fruición los objetos de arte, como rompe el rapaz en su despecho la cartilla que no entiende; y en esta tarea de exterminio la terrible fiera empleaba a la vez y en espantosa coalición todas sus herramientas, las manos, las patas, las garras, las uñas y los dientes, repartiendo puñetazos, patadas, coces, rasguños, dentelladas, testarazos y mordiscos.

La rabia del monstruo aumentó cuando corrieron de boca en boca estas frases: «No está ese perro». «El endino se ha escapao». Efectivamente; el Príncipe no parecía por ninguna parte, de lo cual me alegré.

Cuando la turba no puede saciar su hambre de destrucción en el objeto humano de su rencor, suele darse el gustazo de tomar venganza en los cuerpos inocentes de los muebles que a aquel pertenecieron. Así ha ocurrido en todos los motines de nuestro repertorio, y así ocurrió en aquel, más que ninguno famoso, por las diversas causas que lo ocasionaron. Convencidos, pues, los conjurados de que no habrían a las manos ni un pelo del Príncipe de la Paz, concibieron el heroico pensamiento de quemar todas las preciosidades del palacio recién saqueado.

Con gozo sin igual, con la embriaguez del triunfo y la conciencia de su fuerza irresistible, comenzaron los nuevos huéspedes del palacio a arrojar por los balcones sillas, sofás, tapices, vasos, cuadros, candelabros, espejos, ropas, papeles, vajillas y otros mil perversos cómplices de la infame política de Godoy. La fiera cumplía este cometido con cierto orden, sin dejar de decir: «¡Muera ese tunante, ladrón!», y «¡Viva el Rey, viva el Príncipe de Asturias!».

Pero antes de que empezara esta operación, y cuando los exploradores se convencieron de que el Príncipe había huido, la Princesa de la Paz, que estaba hasta entonces oculta, se presentó pidiendo socorro, e implorando la compasión de la multitud. El miedo hacía temblar a la infeliz señora, lo mismo que a su hija, niña de corta edad que con ambos puños en los ojos lloraba sin consuelo. No sé si los ruegos de la madre y de la hija ablandaron a los amotinados, o si las personas de categoría que dirigían la fiesta determinaron poner en salvo con todo miramiento y consideración a la infeliz princesa; lo cierto fue, que lejos de maltratarla de obra o de palabra, sacáronla de la casa, y puesta en una berlina fue llevada en ca el palacio de los reyes, como decía Pujitos, quien sin que nadie se lo ordenara, se encargó de tan caballeresca comisión.

Ustedes comprenderán que todo lo que fuese figurar en primer término agradaba a Pujitos, así es que si se reunía un pelotón para marchar a cualquier parte, allí estaba él para mandarlo, complaciéndose en decir: «Marchen, media güelta a lizquielda», con tanta marcialidad como un coronel de guardias walonas. No me cansaré de repetirlo: Pujitos tenía en su cráneo entre un lobanillo y un chichón, la protuberancia (¿cómo lo diré…?) la protuberancia de la tenientividad. Como Napoleón el genio de la guerra, poseía él el instinto de la milicia nacional; mas los hados no quisieron que llegase a mandar ninguna compañía de aquella honrada fuerza, porque antes de 1820 la Parca cruel lo arrebató de este mundo, privando a nuestro planeta de tan grande y simpática figura.

Cuando los infatigables trabajadores del motín comenzaron a arrojar por ventanas y balcones los muebles del palacio, Lopito, que llevaba a cuestas una maravillosa obra de porcelana, producto de los talleres de la Moncloa, se llegó a mí y díjome:

– Gabrielillo, cuidado cómo coges nada. El tío Pedro, que está allí observando lo que hacemos, tiene en la mano una pistola, y dice que levantará la tapa de los sesos al que robe cualquier chuchería. No es el único gran caballero que anda entre nosotros. ¿Ves aquel hombre vestido de majo que está dando de patadas a un retrato de cuerpo entero? Pues es un gentil-hombre del cuarto del Príncipe. ¿Ves?, ya pasó el pie del otro lado de la tela. Tremendo agujero le han hecho. ¡Al fuego, al fuego!

La hoguera, alimentada con tanto combustible, subía a enorme altura, y las llamas oscilantes iluminaban de un modo pavoroso la calle toda, y también el interior del palacio. Parecíamos los cíclopes de una inmensa fragua; y digo parecíamos, porque yo también, temiendo que mi falta de entusiasmo fuera sospechosa y me proporcionase algún porrazo, puse manos a la obra, y cogiendo una armadura milanesa, en cuyo peto y casco se veían batallas microscópicas trabajadas por finísimo cincel, di con ella en la calle y en la hoguera. Ni por un momento cesaban los gritos de «muera Godoy»; y sin duda querían matarle a voces ya que de otra manera les fue imposible conseguirlo. Pero es de advertir que entre nosotros es muy común el intento de arreglar las más difíciles cuestiones mandando vivir o morir a quien se nos antoja, y somos tan dados a los gritos que repetidas veces hemos creído hacer con ellos alguna cosa.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
250 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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