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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo», страница 3

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No tardó la casa del cura en verse honrada de nuevo con las personas de los Requejos, que llegaron a eso de las cuatro, haciendo mil ponderaciones de las tierras adquiridas cerca de Ontígola; y su contento al ver que Inés se disponía a seguirles, fue extraordinario.

– No te des prisa, pimpollita – decía D. Mauro, – que todavía hay tiempo de sobra.

– Su impaciencia por emprender el viaje – añadió doña Restituta, plegando de un modo indefinible el forro cutáneo de su cara- es tan viva, que la pobrecilla quisiera tener alitas para salir más pronto de aquí.

– Eso no – dijo D. Celestino algo amoscado; – que su tío no le ha dado malos tratos, para que así se impaciente por abandonarle.

Inés se arrojó llorando a los brazos del cura, y ambos derramaron muchas lágrimas. Por mi parte, tenía interés en que los Requejos no conocieran que un antiguo y cordial amor me unía a Inés, así es que disimulé mi sofocación, y acechándola fuera, cuando salió en busca de un objeto olvidado, le dije:

– Prendita, no me digas una palabra, ni me mires, ni me saludes. Yo me quedo aquí, pero descuida; pronto nos hemos de ver allá.

Llegó por fin la hora de la partida; el coche se acercó a la puerta de la casa. Inés entró en él muy llorosa y los Requejos tomaron asiento a un lado y otro, pues aun en aquella situación temían que se les escapara. Jamás he visto mujer ninguna que se asemejara a un cernícalo como en aquel momento doña Restituta. El coche partió, y al poco rato nuestros ojos le vieron perderse entre la arboleda. Don Celestino, que hacía esfuerzos por aparentar gran serenidad, no pudo conservarla, y haciendo pucheros como un niño, sacó su largo pañuelo y se lo llevó a los ojos.

– ¡Ay, Gabriel! ¡Se la llevaron!

Mi emoción también era intensísima, y no pude contestarle nada.

VI

Al día siguiente me llevó D. Celestino al palacio del Príncipe de la Paz. Era el 15 de Marzo, si no me falla la memoria.

Aunque no tenía ropa para mudarme en tan solemne ocasión, como la que llevaba a Aranjuez era la mejorcita, con una camisa limpia que me prestó el cura, quedé en disposición, según él mismo me dijo, de presentarme aunque fuera a Napoleón Bonaparte. Por el camino, y mientras hacíamos tiempo hasta que llegara la hora de las audiencias, D. Celestino sacaba del bolsillo interior de su sotana el poema latino para leerlo en alta voz, porque,

– Quizás el señor Príncipe – decía- me mande leer algún trozo, y conviene hacerlo con entonación clásica y ritmo seguro, mayormente si hay delante algún embajador o general extranjero.

Después, guardando el manuscrito, añadió con cierta zozobra:

– ¿Sabes que el sacristán de la parroquia, ese condenado Santurrias… ya le conoces… me ha puesto esta mañana la cabeza como un farol? Dice que el señor Príncipe de la Paz no dura dos días más al frente de la nación, y que le van a cortar la cabeza. Esto no merece más que desprecio, Gabrielillo; pero me da rabia de oír tratar así a persona tan respetable. Pues, ¿qué crees tú? he descubierto que ese pícaro Santurrias es jacobino, y se junta mucho con los cocheros del infante D. Antonio Pascual, los cuales son gente muy alborotada.

– ¿Y qué dice ese reverendo sacristán?

– Mil necedades; figúrate tú. Como si a personas de estudios y que tienen en la uña del dedo a todos los clásicos latinos, se les pudiera hacer tragar ciertas bolas. Dice que el señor príncipe de la Paz, temiendo que Napoleón viene a destronar a nuestros queridos reyes, tiene el propósito de que éstos marchen a Andalucía para embarcarse y dar la vela a las Américas.

– Pues anoche – dije yo- cuando fui al mesón a decir a los arrieros que no me aguardaran, oí decir lo mismito a unos que estaban allí, y por cierto que hablaban de su amigo y paisano de Vd. con más desprecio que si fuera un bodegonero del Rastro.

– No saben lo que se pescan, hijo – me dijo el cura. – Pero o yo me engaño mucho o los partidarios del príncipe de Asturias andan metiendo cizaña por ahí. Ello es que en Aranjuez hay mucha gente extraña y… quiera Dios. Ya me dijo esta mañana Santurrias que su mayor gusto será tocar las campanas a vuelo si el pueblo se amotina para pedir alguna cosa; pero ya le he dicho – y al hablar así D. Celestino se paró, y con su dedo índice hacía demostraciones de la mayor energía- ya le he dicho que si toca las campanas de la Iglesia sin mi permiso, lo pondré en conocimiento del señor Patriarca para lo que este tenga a bien resolver.

Con esta conversación llegó la hora, y nosotros al palacio de S. A. Atravesamos por entre varios guardias que custodiaban la puerta, porque ha de saberse que el generalísimo tenía su guardia de a pie y de a caballo, lo mismo que el rey, y mejor equipada, según observaban los curiosos. Nadie nos puso obstáculo en el portal ni en la escalera; pero al llegar a un gran vestíbulo en cuyo pavimento taconeaban con estrépito las botas de otra porción de guardias, uno de estos nos detuvo, preguntando a D. Celestino con cierta impertinencia que a dónde íbamos.

– Su Alteza – dijo el clérigo muy turbado- tuvo el honor de señalarme… digo… yo tuve el honor de que él señalara el día de hoy y la presente hora para recibirme.

– Su Alteza está en palacio. Ignoramos cuándo vendrá – dijo el guardia dando media vuelta.

D. Celestino me consultó con sus ojos y también iba a consultarme con sus autorizados labios, cuando se sintió ruido en el portal.

– ¡Ahí está! Su Alteza ha llegado – dijeron los guardias, tomando apresuradamente sus armas y sombreros para hacer los honores.

Pero el Príncipe subió a sus habitaciones particulares por la escalera excusada, que al efecto existía en su palacio.

– Quizás Su Alteza no reciba hoy – dijo a don Celestino el guardia, que poco antes nos había detenido. – Sin embargo, pueden Vds. esperar si gustan, y él avisará si da audiencia o no.

Dicho esto, nos hizo pasar a una habitación contigua y muy grande donde vimos a otras muchas personas, que desde por la mañana habían acudido en solicitud del favor de una entrevista con S. A. Entre aquella gente había algunas damas muy distinguidas, militares, señores a la antigua, vestidos con históricas casacas y cubiertos con antiquísimas pelucas, y también algunas personas humildes.

Los pretendientes allí reunidos se miraban con recelo y mal humor, porque a todo el que hace antesala molesta mucho el verse acompañado, considerando sin duda que si el tiempo y la benevolencia del ministro se reparten entre muchos, no puede tocarles gran cosa. Un ujier se acercó a nosotros y preguntó a D. Celestino quiénes éramos, a lo cual repuso el buen eclesiástico:

– Nosotros somos curas de la parroquia de… quiero decir, soy cura de la parroquia y este joven… este joven gana noventa y tres reales en los meses de treinta y uno; y venimos a… pero yo no pienso pedirle nada al señor Príncipe, porque este picarón (señalando a mí) no se morderá la lengua para decirle lo que desea.

Cuando el ujier se alejó, dije a mi acompañante que tuviera cuidado de no equivocarse tan a menudo: que no anunciara anticipadamente nuestra comisión pedigüeña, y que no había necesidad de ir pregonando lo que yo ganaba, a lo que me respondió que él como persona nueva en antesalas y palacios, se turbaba a la primera ocasión, diciendo mil desatinos. Uno de los señores que aguardaban se nos acercó, y reconociendo al cura, se saludaron ambos muy cortésmente, diciendo el desconocido:

– Sr. D. Celestino, ¿qué bueno por aquí?

– Vengo a visitar a S. A. Ya sabe Vd. que somos paisanos y amigos. Mi padre y su abuelo hicieron un viaje juntos desde Trujillo a la Vera de Plasencia, y un tío de mi madre tenía en Miajadas una dehesa donde los Godoyes iban a cazar alguna vez. Somos amigos, y le estoy muy reconocido, porque a la munificencia de S. A. debo el beneficio que disfruto, el cual me fue concedido en cuanto S. A. tuvo conocimiento de mi necesidad; así es que desde mi primer memorial hasta el día en que tomé posesión, sólo transcurrieron catorce años.

– Se conoce que el Príncipe quiso servirle a usted – dijo nuestro interlocutor. – No a todos se les despacha tan pronto. Hace veintidós años que yo pretendí que se me repusiera en mi antigua plaza de la colecturía del Noveno y del Excusado, y esta es la hora, Sr. D. Celestino. A pesar de todo, yo no me desanimo, y menos ahora, porque tengo por seguro que la semana que viene…

– No todos son tan afortunados como yo – dijo el optimista D. Celestino. – Verdad es que como paisano y amigo de S. A. estoy en situación muy favorable. De mi pueblo a Badajoz, cuna de D. Manuel Godoy, no hay más que trece leguas y media por buen camino, y estoy cansado de ver la casa en que nació este faro de las Españas. Así es que en cuanto supo mi necesidad…

– Pero diga Vd. – preguntó bajando la voz el señor de la semana que viene; – ¿tenemos viaje de los reyes a Andalucía o no tenemos viaje?

– ¿Pero Vd. cree tales paparruchas? – dijo don Celestino. – Esa voz la ha corrido Santurrias, el sacristán de mi iglesia. Ya le dicho que si tocaba las campanas sin mi permiso…

– Todo el mundo lo asegura. Ya sabe Vd. que ha venido mucha tropa de Madrid, y por las calles del pueblo se ve gente de malos modos.

– ¿Pero qué objeto puede tener ese viaje?

– Amigo: ya Napoleón tiene en España la friolera de cien mil hombres. Ha nombrado general en jefe a Murat, el cual dicen que salió ya de Aranda para Somosierra. Y a todas estas ¿hay alguien que sepa a qué viene esa gente? ¿Vienen a echar a toda la familia real? ¿Vienen simplemente de paso para Portugal?

– ¿Quién se asusta de semejante cosa? – dijo D. Celestino. – Pongamos por caso que vengan con mala intención. ¿Qué son cien mil hombres? Con dos o tres regimientos de los nuestros se podrá dar buena cuenta de ellos, y ahí nos las den todas. Como Su Alteza se calce las espuelas… Eso del viaje es pura invención de los desocupados y de los enemigos de Su Alteza, que le insultan porque no les ha dado destinos. Como si los destinos se pudieran dar a todo el que los pretende.

No siguió esta conversación, porque el ujier se acercó a nosotros, haciéndonos señas de que le siguiéramos. Su Alteza nos mandaba pasar. Cuando los demás pretendientes vieron que se daba la preferencia a los que habían llegado los últimos, un murmullo de descontento resonó en la sala. Nosotros la atravesamos muy orgullosos de aquella predilección y mientras D. Celestino saludaba a un lado y otro con su bondad de costumbre, yo dirigí a los más cercanos una mirada de desprecio, que equivalía al convencimiento de mi próximo ingreso en la administración de ambos mundos.

Pasamos de aquella sala a otras, todas ricamente alhajadas. ¡Qué bellos tapices, qué lindos cuadros, qué hermosas estatuas de mármol y bronce, qué vasos tan elegantes, qué candelabros tan vistosos, qué muebles tan finos, qué cortinajes tan espléndidos, qué alfombras tan muelles! No pude detenerme en la contemplación de tan bonitos objetos porque el ujier nos llevaba a toda prisa, y yo me sentía atacado de una cortedad tal, que se disipó mi anterior envalentonamiento, y empecé a comprender que me faltarían ideas y saliva para expresar ante el príncipe mi pensamiento. Por fin llegamos al despacho de Godoy, y al entrar vi a este en pie, inclinado junto a una mesa y revisando algunos papeles. Aguardamos un buen rato a que se dignase mirarnos y al fin nos miró.

Godoy no era un hombre hermoso, como generalmente se cree; pero sí extremadamente simpático. Lo primero en que se fijaba el observador era en su nariz, la cual, un poco grande y respingada, le daba cierta expresión de franqueza y comunicatividad. Aparentaba tener sobre cuarenta años: su cabeza rectamente conformada y airosa, sus ojos vivos, sus finos modales, y la gallardía de su cuerpo, que más bien era pequeño que grande, le hacían agradable a la vista. Tenía sin duda la figura de un señor noble y generoso; tal vez su corazón se inclinaba también a lo grande; pero en su cabeza estaba el desvanecimiento, la torpeza, los extravíos y falsas ideas de los hombres y las cosas de su tiempo.

Nos miró, como he dicho, y al punto D. Celestino, que temblaba como un chiquillo de diez años, hizo una profunda cortesía, a la cual siguió otra hecha por mi persona. A mi acompañante se le cayó el sombrero; recogiolo, dio algunos pasos, y con voz tartamuda dijo así:

– Ya que Vuestra Alteza tiene el honor de… no… digo… ya que yo tengo el honor de ser recibido por Vuestra Alteza serenísima… decía que me felicito de que la salud de Vuestra Alteza sea buena, para que por mil años sigamos haciendo el bien de la nación…

El príncipe parecía muy preocupado, y no contestó al saludo sino con una ligera inclinación de cabeza. Después pareció recordar, y dijo:

– Es Vd. el señor chantre de la catedral de Astorga, que viene a…

– Permítame Vuestra Alteza – interrumpió D. Celestino- que ponga en su conocimiento cómo soy el cura de la parroquia castrense de Aranjuez.

– ¡Ah! – exclamó el príncipe, – ya recuerdo… el otro día… se le dio a Vd. el curato por recomendación de la señora condesa de X (Amaranta). Es usted natural de Villanueva de la Serena.

– No señor: soy de los Santos de Maimona. ¿No recuerda Vuestra Alteza esa villa? En el camino de Fuente de Cantos. Allí se cogen unas sandías que pesan muchas arrobas, y también hay muchos melones… Pues, como decía a Vuestra Alteza, hoy venía con dos objetos: con el de tener el honor de presentarme a Vuestra Alteza, para que este chico lea un poema latino que ha compuesto… no, quiero decir…

D. Celestino se atragantó, mientras que el Príncipe, asombrado de mi precocidad en el estudio de los clásicos, me miraba con ojos benévolos.

– No – dijo el cura entrando de nuevo en posesión de su lengua. – El poema ha sido compuesto por mí, y, accediendo a los deseos de V. A. voy a comenzar su lectura.

El Príncipe adelantó la mano con ese instintivo movimiento que parece apartar un objeto invisible. Pero D. Celestino no comprendió que su protector rechazaba por medio de un movimiento físico la amenazadora lectura del poema, y firme en su propósito, desenvainó el manuscrito homicida. En el mismo instante Godoy, que atendía poco a nosotros, y parecía estar pensando cosas muy graves, volviose bruscamente hacia la mesa y empezó a hojear de nuevo los papeles.

D. Celestino me miró y yo miré a D. Celestino.

Así transcurrió un minuto al cabo del cual el Príncipe dirigiose hacia nosotros y dijo señalando unas sillas:

– Siéntense Vds.

Después siguió en su investigación de papeles. Sentados en nuestros asientos el cura y yo nos hablábamos en voz baja.

– Para exponerle tu pretensión – me dijo el tío de Inés, – debes esperar a que yo lea mi poema, en lo cual con la pausa conveniente no tardaré más que hora y media. El admirable efecto que le ha de producir la audición de los versos clásicos a que es tan aficionado, le predispondrá en tu favor, y no dudo que te concederá cuanto le pidas.

Después de otro rato de espera, un oficial entró para dar un despacho al Príncipe. Este le abrió al punto, y después que lo hubo leído con mucha ansiedad, dejolo sobre la mesa y se dirigió hacia don Celestino.

– Dispénseme Vd. – dijo- mi distracción. Hoy es día para mí de ocupaciones graves e inesperadas. No pensaba recibir a nadie en audiencia, y si le mandé entrar a Vd. fue porque sabía no es de los que vienen a pedirme destinos.

D. Celestino se inclinó en señal de asentimiento, y yo dije para mí: «Lucidos hemos quedado». Después dirigiose S. A. a mí, y me dijo:

– En cuanto al poema latino que este joven ha compuesto, ya tengo noticias de que es una obra notable. Persista Vd. en su aplicación a los buenos estudios y será un hombre de provecho. No puedo hoy tener el gusto de conocer el poema; pero ya me habían hablado de Vd. con grandes encomios y desde luego formé propósito de que se le diera a Vd. una plaza en la oficina de Interpretación de Lenguas, donde su precocidad sería de gran provecho. Sírvase usted dejarme su nombre…

D. Celestino iba a contestar rectificando el error; pero su turbación se lo impidió. Antes que mi compañero pudiera decir una palabra, levanteme yo, y extendiendo mi nombre sobre un papel que en la mesa encontré, ofrecilo respetuosamente al Príncipe, que concluyó así:

– Ruego a Vds. que tengan la bondad de retirarse, pues mis ocupaciones no me permiten prolongar esta audiencia.

Hicimos nuevas cortesías, D. Celestino balbuceó las fórmulas pomposas propias del caso, y salimos del despacho del Príncipe. Al pasar por la sala donde esperaban con impaciencia los demás pretendientes, el ujier lanzó esta terrorífica exclamación: – «¡No hay audiencia!».

Al encontrarse en la calle, el buen cura, recobrando la serenidad de su espíritu y la soltura de su lengua, me dijo con cierto enojo:

– ¿Por qué no le dijiste tú que el poema no era tuyo sino mío?

No pude menos de soltar la risa, viéndole picado en su amor propio, y considerando el extraño resultado de nuestra visita al príncipe de la Paz.

VII

– Pues, Gabrielillo – me dijo D. Celestino cuando entrábamos en la casa, – cierto es que hay demasiada gente en el pueblo. Se ven por ahí muchas caras extrañas, y también parece que es mayor el número de soldados. ¿Ves aquel grupo que hay junto a la esquina? Parecen trajineros de la Mancha… y entre ellos se ven algunos uniformes de caballería. Por este lado vienen otros que parecen estar bebidos… ¿oyes los gritos? Entrémonos, hijo mío, no nos digan alguna palabrota. Aborrezco el vulgo.

En efecto, por las calles del Real Sitio, y por la plaza de San Antonio discurrían más o menos tumultuosamente varios grupos, cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador. Asomábase a las ventanas el vecindario todo, para observar a los transeúntes, y era opinión general, que nunca se había visto en Aranjuez tanta gente. Entramos en la casa, subimos al cuarto de D. Celestino, y cuando este sacudía el polvo de su manteo y alisaba con la manga las rebeldes felpas del sombrero de teja, la puerta se entreabrió, y una cara enjuta, arrugada y morena, con ojos vivarachos y tunantes, una cara de esas que son viejas y parecen jóvenes, o al contrario, cara a la cual daba peculiar carácter toda la boca necesaria para contener dos filas de descomunales dientes, apareció en el hueco. Era Gorito Santurrias, sacristán de la parroquia.

– ¿Se puede entrar, señor cura? – preguntó, sonriendo, con aquella jovialidad mixta de bufón y de demonio que era su rasgo sobresaliente.

– A tiempo viene el Sr. Santurrias – dijo el cura frunciendo el ceño, – porque tengo que prevenirle… Sepa Vd. que estoy incomodado, sí señor; y pues los sagrados cánones me autorizan para imponerle castigo… allá veremos… y digo y repito que la gente que se ve por ahí no viene a lo que Vd. me indicó esta mañana. Pues no faltaba más.

– Señor cura – contestó irrespetuosamente Santurrias, – esta noche me desollará las manos la cuerda de la campana grande. Es preciso tocar, tocar para reunir la gente.

– ¡Ay de Santurrias si suenan las campanas sin mi permiso!… Pero ¿qué quiere esa gentuza? ¿Qué pretende?

– Eso lo veremos luego.

– Ande Vd. con Barrabás, diablo de siete colas. ¿Pero a qué viene esa gente a Aranjuez? – repitió D. Celestino dirigiéndose a mí. – Gabriel, se nos olvidó advertir al señor príncipe de la Paz lo que pasa, y aconsejarle que no esté desprevenido. ¡Cuánto nos hubiese agradecido Su Alteza nuestro solícito interés!

– Ya se lo dirán de misas – murmuró burlonamente Santurrias. – Lo que quiere esa gente es impedir que nos lleven para las Indias a nuestros idolatrados Reyes.

– ¡Ja, ja! – exclamó el sacerdote poniéndose amarillo. – Ya salimos con la muletilla. Como si uno no tuviera autoridad para desmentir tales rumores; como si uno no fuera amigo de personas que le enteran de lo que pasa; como si uno no estuviera al tanto de todo.

Diciendo esto, D. Celestino no quitaba de mí los ojos, buscando sin duda una discreta conformidad con sus afirmaciones. En tanto Santurrias, que era uno de los sacristanes más tunos y desvergonzados que he visto en mi vida, no cesaba de burlarse de su superior jerárquico, bien contradiciéndole en cuanto decía, bien cantando con diabólica música una irreverente ensaladilla compuesta de trozos de sainete mezclados con versículos latinos del Oficio ordinario.

– ¡Ay señor cura, señor cura! – dijo. – Si veremos correr a su paternidad por el camino de Madrid con los hábitos arremangados. ¡Ja, ja, ja!

 
Préstame tu moquero
si está más limpio
para echar los tostones
que me has pedido.
 

Asperges me, Domine, hissopo, et mundabor.

– Mi dignidad – repuso el clérigo cada vez más amostazado- no me permite rebajarme hasta disputar con el Sr. de Santurrias. Si yo no le tratara de igual, como acostumbro, no se habría relajado la disciplina eclesiástica; pero en lo sucesivo he de ser enérgico, sí señor, enérgico, y si Santurrias se alegra de que esa plebe indigna vocifere contra el príncipe de la Paz, sepa que yo mando en mi iglesia, y… no digo más. Parece que soy blando de genio; pero Celestino Santos del Malvar sabe enfadarse, y cuando se enfada…

– Cuando llegue la hora del jaleo, señor cura, su paternidad nos sacará aquellas botellitas que tiene guardadas en el armario, para que nos refresquemos – dijo Santurrias descosiéndose de risa otra vez.

– Borracho; así está la santa Iglesia en tus pícaras manos – repuso el clérigo. – Gabriel, ¿querrás creer que hace dos días tuve que coger la escoba y ponerme a barrer la capilla del Santo Sagrario, que estaba con media vara de basura? Desde que llegué aquí, me dijeron que este hombre acostumbraba visitar la taberna del tío Malayerba: yo me propuse corregirlo con piadosas exhortaciones, pero ¡el diablo le lleve!, hay días, chiquillo, que hasta el vino del santo sacrificio desaparece de las vinajeras. ¡Y esto se permite tener opinión, y disputar conmigo, asegurando que si cae o no cae el dignísimo, el eminentísimo, ¡óigalo Vd. bien, el incomparabilísimo príncipe de la Paz!

– Pues, y nada más. ¡Como que no le van a arrastrar por las calles de Aranjuez, como al gigantón de Pascua florida!…

– ¡Qué abominaciones salen por esa boca, Dios de Israel!

Santurrias tan pronto ahuecaba la voz para cantar gravemente un trozo de la misa o del oficio de difuntos, como la atiplaba entonando con grotescos gestos una seguidilla. Luego imitaba el son de las campanas, y hasta llegó en su irrespetuoso desparpajo, a remedar la voz gangosa de mi amigo, el cual todo turbado variaba de color a cada instante, sin poder sobreponerse a las zumbas de su miserable subalterno.

– Pero en resumen – dijo al fin- ¿qué es lo que mi señor sacristán espera? ¿Cuenta, sin duda, con ordenarse de menores para que le hagan cardenal subdiácono?

– Allá veremos, Sr. D. Celestino – contestó el bufón. – Esta noche o mañana veremos lo que hace Santurrias. No tema nada mi curita; que ya le pondremos en salvo.

 
Tuba mirum spargens sonum
per sepulchra rigionum
coget omnes ante thronum.
Esta sí que es tira, tirana:
ojo alerta, cuidado, señores,
que aunque tengan las caras de plata
muchas tienen las manos de cobre.
 

– Eso es, mezcle Vd. los cantos divinos con los mundanos. Me gusta. Pero se me acaba la paciencia, señor rapa-velas. ¡Oh Gabriel!, estoy sofocadísimo. Yo bien sé que no hay nada; que no ocurre nada: bien sé que de ese monigote no hay que hacer caso. Sabe Dios cuántos cuartillos de lo de Yepes tendrá en el bendito estómago; pero conviene averiguar… Mira hijito, sal tú por ahí, entérate bien, y tráeme noticias de lo que se dice en el pueblo. Puede que esos tunantes tengan el propósito aleve… Si así fuese, haz lo que te digo; que aquí quedo yo esperándote; y en cuanto descabece un sueñecito, iré a prevenir al Príncipe, para que se ande con cuidado… Pues no me lo agradecerá poco el buen señor.

No sólo por obedecerle sino también por satisfacer mi curiosidad, salí de la casa y recorrí las calles del pueblo. El gentío aumentaba en todas partes, y especialmente en la plaza de San Antonio. No era preciso molestar a nadie con preguntas para saber que el generoso pueblo, enojado con la noticia verdadera o falsa de que los Reyes iban a partir para Andalucía, parecía dispuesto a impedir el viaje, que se consideraba como una combinación infernal fraguada por Godoy de acuerdo con Bonaparte.

En todos los grupos se hablaba del generalísimo, como es de suponer, y en verdad digo que no hubiera querido encontrarme en el pellejo de aquel señor a quien poco antes había visto tan fastuoso y espléndido; pero sabido es que la fortuna suele ser la más traidora de las diosas con aquellos mismos que favoreció demasiado, y no hay que fiarse mucho de esta ruin cortesana. Decía, pues, que a los vasallos del buen Carlos no les parecía muy bien el viaje, y aunque hasta entonces no se les había hablado del derecho a influir en los destinos de esta nuestra bondadosa madre España, ello es, que guiados, sin duda, por su instinto y buen ingenio aquellos benditos, se disponían a probar que para algo respiraban doce millones de seres humanos el aire de la Península.

Más de dos horas estuve paseándome por las calles. Como a cada instante llegaba gente de la corte traté de encontrar alguna persona conocida; pero no hallé ningún amigo. Ya me retiraba a la casa del cura, cercana la noche, cuando de un grupo se apartó un joven de más edad que yo y llegándose a mí con aparatosa oficiosidad, me saludó llamándome por mi nombre y pidiéndome informes acerca de mi importantísima salud. Al pronto no le conocí; mas cuando cambiamos algunas palabras, caí en la cuenta de que era un señor pinche de las reales cocinas, con quien yo había trabado conocimiento cinco meses antes en el palacio del Escorial.

– ¿No te acuerdas de quién te daba de cenar todas las noches? – me dijo. – ¿No te acuerdas del que te contestaba a tus mil preguntas?

– ¡Ah!, sí – repuse, – ya reconozco al Sr. Lopito; has engordado sin duda.

– La buena vida, amigo – dijo con petulancia, terciando airosamente la capa en que se envolvía. – Ya no estoy en las cocinas; he pasado a la montería del señor infante D. Antonio Pascual, donde no hay mucho que hacer y se divierte uno. Velay; ahora nos han mandado que nos quitemos las libreas, y paseemos por el pueblo… en fin, esto no se puede decir.

– Pues yo por nada serviría en palacio. Tres días fui paje de la señora condesa Amaranta, y quedé harto.

– Quita allá; en ninguna parte se vive como en palacio, porque después que le dan a uno buena cama, buen plato y buena ropa, cuando llega una ocasión como esta no falta un dobloncito en el bolsillo… pero esto no es para dicho aquí entre tanta gente, y allí está la taberna del tío Malayerba, que parece llamarnos, para que refrescando en ella nos contemos nuestras vidas.

Lopito era un chicuelo de esos que prematuramente se quieren hacer pasar por hombres, pues también entonces existía esta casta, no conociendo para tal objeto otros medios que beber a porrillo y dar de puñetazos en las mesas, desvergonzarse con todo el mundo, mirar con aire matachín, y contar de sí propios inverosímiles aventuras. Pero con estas cualidades y otras muchas, el ex-pinche no dejaba de ser simpático, sin duda porque unía a su vanidosa desenvoltura la generosidad y el rumbo, que acompañan por lo regular a los pocos años. Convidome a cenar en la taberna, charlamos luego hasta las nueve y nos separamos tan amigotes, cual si hubiéramos aprendido a leer en la misma cartilla.

Al día siguiente, como no era posible volverme a Madrid, a causa de que los trajineros pedían fabulosos precios por el viaje, nos reunimos otra vez. Lopito estaba tan desocupado como yo, y entre la taberna del tío Malayerba y los jardines del Príncipe nos pasamos la mayor parte del día, conferenciando sobre cuanto nos ocurría, y especialmente acerca de acontecimientos públicos, asunto en que él se daba extraordinaria importancia. Al principio se mostraba algo reservado en esta cuestión; pero por último, no pudiendo resistir dentro de su alma el sofocante peso de un secreto, se franqueó conmigo generosamente.

– Si quieres – me dijo- puedes ganarte algunos cuartos. Yo te llevaré a casa del Sr. Pedro Collado; criado de S. A. el príncipe Fernando, y verás cómo te dan soldada. ¿Ves esos paletos manchegos que andan por ahí? Pues todos cobran ocho, diez o doce reales diarios, con viaje pagado y vino a discreción.

– ¿Y por qué es eso, Lopito? Yo creí que esa gente gritaba y chillaba porque así era su gusto. ¿De modo que todo eso de vivan nuestros reyes y lo de muera el choricero es porque corre el dinero?

– No: te diré. Los españoles todos aborrecen a ese hombre; mas para que dejen sus casas y tierras y sus caballerías por venir aquí a gritar, es preciso que alguien les dé el jornal que pierden en un día como este. Todos los que servimos al infante D. Antonio Pascual y los criados del príncipe de Asturias hemos estado por ahí buscando gente. De Madrid hemos traído medio barrio de Maravillas, y en los pueblos de Ocaña, Titulcia, Villatobas, Corral de Almaguer, Villamejor y Romeral, creo que no han quedado más que las mujeres y los viejos, pues hasta un racimo de chiquillos trajo el Sr. Collado.

– Pero tonto – dije yo, creyendo presentar un argumento decisivo, – ¿qué importa que toda esa gente chille a las puertas de palacio pidiendo lo que no les han de dar? ¿Pues no tiene ahí S. M. sus reales tropas para hacerse respetar? Porque o somos o no somos. Si con un puñado de gente gritona traída de los pueblos y de las Vistillas de Madrid se puede obligar al rey a que haga una cosa, no sé para qué se toma ese señor el trabajo de llevar corona en la cabeza.

– Dices bien, Gabrielillo, y si el condenado generalísimo estuviera seguro de que la tropa le sostenía, ya podían volverse a sus casas todos esos caballeros, que han venido a darle una serenata; pero tú no sabes de la misa la media. También han repartido dinero a la tropa – añadió bajando la voz; – y como el príncipe de Asturias tiene no sé cuántas arcas llenas de onzas de oro que le ha ido dando su padre para juguetes… ya ves… S. A. hará lo que le dé la gana, porque le ayudan todos los señores de la grandeza, muchos obispos, muchos generales, y hasta los mismos ministros que ahora tiene el Rey.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
250 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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