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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo», страница 2

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III

Entraron en la habitación donde estábamos, y al punto que D. Mauro vio a su sobrina dirigiose a ella con los brazos abiertos, y al estrecharla en ellos, exclamó endulzando la voz:

– ¡Inés de mi alma, inocente hija de mi prima Juana! Al fin, al fin te veo. Bendito sea Dios que me ha dado este consuelo. ¡Qué linda eres! Ven, déjame que te abrace otra vez.

Doña Restituta hizo lo mismo, pero exagerando hasta lo sumo el mohín lacrimoso de su rostro, así como la apretura de sus abrazos, y luego que ambos hubieron desahogado sus amantes corazones, saludaron a D. Celestino, quien no pudo menos de derramar algunas lágrimas al ver tal explosión de sensibilidad. Por mi parte de buena gana habría correspondido con bofetones a los abrazos con que estrujaban a Inés aquellos gansos, cuya descripción no puedo menos de considerar ahora como indispensable.

D. Mauro Requejo era un hombre izquierdo. Creo que no necesito decir más. ¿No habéis entendido? Pues lo explicaré mejor. ¿Ha sido la naturaleza o es la costumbre quien ha dispuesto que una mitad del cuerpo humano se distinga por su habilidad y la otra mitad por su torpeza? Una de nuestras manos es inepta para la escritura, y en los trabajos mecánicos sólo sirve para ayudar a su experta compañera, la derecha. Esta hace todo lo importante; en el piano ejecuta la melodía, en el violín lleva el arco, que es la expresión, en la esgrima maneja la espada, en la náutica el timón, en la pintura el pincel: es la que abofetea en las disputas; la que hace la señal de la cruz en el rezo y la que castiga el pecho en la penitencia. Iguales disposiciones tiene el pie derecho; si algo eminente y extraordinario ha de hacerse en el baile, es indudable que lo hará el pie derecho; él es también el que salta en la fuga, el que golpea la tierra con ira en la desesperación, el que ahuyenta al perro atrevido, el que aplasta al sucio reptil, el que sirve de ariete para atacar a un despreciable enemigo que no merece ser herido por delante. Esta superioridad mecánica, muscular y nerviosa de las extremidades derechas se extiende a todo el organismo: cuando estamos perplejos sin saber qué dirección tomar, si el cuerpo se abandona a su instinto, se inclinará hacia la derecha, y los ojos buscarán la derecha como un oriente desconocido. Al mismo tiempo en el lado siniestro todo es torpeza, todo subordinación, todo ineptitud: cuanto hace por sí resulta torcido, y su inferioridad es tan notoria, que ni aun en desarrollo puede igualar al otro lado. La mitad de todo hombre es generalmente más pequeña que la otra: para equilibrarlas, sin duda, se dispuso que el corazón ocupara el costado izquierdo.

Hemos hecho tan fastidiosa digresión para que se comprenda lo que dijimos de D. Mauro Requejo. Los dos lados de aquel hombre eran dos lados izquierdos, es decir, que todo él era torpe, inepto, vacilante, inhábil, pesado, brusco, embarazoso. No sé si me explico. Parecía que le estorbaban sus propias manos: al verle mirar de un lado para otro, creeríase que buscaba un rincón donde arrojar aquellos miembros inútiles, cubiertos con guantes sin medida, que quitaban la sensibilidad a los oprimidos dedos, hasta el punto de que su dueño no los conocía por suyos.

Habíase sentado en el borde de la silla y sus piernas pequeñas y rígidas, no eran los miembros que reposan con compostura: extendíase a un lado y otro como las dos muletas que un cojo arrima junto a sí. Ya no le servían para nada, sino para arrastrar de aquí para allí los pesados pies. Al quitarse el sombrero, dejándolo en el suelo, al limpiarse el sudor con un luengo pañuelo de cuadros encarnados y azules, parecía el mozo de cuerda que se descarga de un gran fardo. La buena ropa que vestía no era adorno de su cuerpo, pues él no estaba vestido con ella, sino ella puesta en él. En cuanto a los guantes, embruteciéndole las manos, se las convertían en pies. A cada instante se tocaba los dijes del reló y los encajes de las chorreras para cerciorarse de que no se le habían caído; pero como tras la gamuza había desaparecido el tacto, necesitaba emplear la vista, y esto le hacía semejante a un mono que al despertar una mañana se encontrase vestido de pies a cabeza.

Su inquietud era extraordinaria, como la de un cuerpo mortificado por infinito número de picazones, y cada pliegue del traje debía hacer llaga en sus sensibles carnes. A veces aquella inerte manopla de ante amarillo rellena de dedos tiesos e insensibles, partía en dirección del sobaco o de la cintura con la ansiosa rapidez de una mano que va a rascar; pero se contenía subiendo a acariciar la barba recién afeitada. También movía con frecuencia el cuello, como si algún bicho extraño agarrado a su occipucio juguetease en el pescuezo entre el pelo y la solapa. Era el coleto encebado que irreverentemente se metía entre piel y camisa, o escarbaba la oreja. La mano de ante amarillo se alzaba también en aquella dirección; pero también se detenía pasando a frotar la rodilla.

La cara de D. Mauro Requejo era redonda como una muestra de reló: no estaba en su sitio la nariz, que se inclinaba del un hemisferio buscando el carrillo siniestro que por obra y gracia de cierto lobanillo era más luminoso que su compañero. Los ojos verdosos y bien puestos bajo cejas negras y un poco achinescadas, tenían el brillo de la astucia, mientras que su boca, insignificante si no la afearan los dos o tres dientes carcomidos que alguna vez se asomaban por entre los labios, tenía todos los repulgos y mohínes que el palurdo marrullero estudia para engañar a sus semejantes. La risa de D. Mauro Requejo era repentina y sonora: en la generalidad de las personas este fenómeno fisiológico empieza y acaba gradualmente, porque acompaña a estados particulares del espíritu, el cual no funciona, que sepamos, con la rigurosa precisión de una máquina. Muy al contrario de esto, nuestro personaje tenía, sin duda, en su organismo un resorte para la risa, de la cual pasaba a la seriedad tan bruscamente como si un dedo misterioso se quitara de la tecla de lo alegre para oprimir la de lo grave. Yo creo que él en su interior pensaba así, «ahora conviene reír»; y reía.

IV

Era imposible decir si doña Restituta sería más joven o más vieja que su hermano: ambos parecían haber pasado bastante más allá de los cuarenta años, pero si en la edad se asemejaban, no así en la cara ni el gesto, pues Restituta era una mujer que no se estorbaba a sí misma y que sabía estarse quieta. Había en ella si no fineza de modales, esa holgada soltura, propia de quien ha hablado con gente por mucho tiempo. Comparando a aquellas dos ramas humanas de un mismo tronco, se decía: «Mauro ha estado toda la vida cargando fardos, y Restituta midiendo y vendiendo; el uno es un sabandijo de almacén y la otra la bestiezuela enredadora de la tienda».

Alta y flaca, con esa tez impasible y uniforme que parece un forro, de manos largas y feas, a quien el continuo escurrirse por entre telas había dado cierta flexibilidad; de pelo escaso, y tan lustrosamente aplastado sobre el casco, que más parecía pintura que cabello; con su nariz encarnadita y algo granulenta, aunque jamás fue amiga de oler lo de Arganda; la boca plegada y de rincones caídos, la barba un poco velluda, y un mirar así entre tarde y noche, como de ojos que miran y no miran. Restituta Requejo era una persona cuyo aspecto no predisponía a primera vista ni en contra ni en favor. Oyéndola hablar, tratándola, se advertía en ella no sé qué de escurridizo, que se escapaba a la observación, y se caía en la cuenta de que era preciso tratarla por mucho tiempo para poder hacer presa con dedos muy diestros en la piel húmeda de su carácter, que para esconderse poseía la presteza del saurio y la flexibilidad del ofidio. Pero dejemos estas consideraciones para su lugar, y por ahora, conténtense Vds. con oír hablar a los tíos de Inés.

– Este estaba tan impaciente por venir – dijo Restituta, señalando a su hermano, – que con la prisa nos fue imposible traer alguna cosita como hubiéramos deseado.

D. Celestino les dio las gracias con su amable sonrisa.

– Tenía tanta impaciencia por venir a ver esas tierras – dijo D. Mauro, – que… y al mismo tiempo el alma se me arrancaba en cuajarones al pensar en mi querida sobrinita, huérfana y abandonada… porque las tierras, Sr. D. Celestino, no son ningún muladar, Sr. D. Celestino, y me han costado obra de trescientos cuarenta y ocho reales, trece maravedíes, sin contar las diligencias ni el por qué de la escritura. Sí señor; ya está pagado todo, peseta sobre peseta.

– Todo pagado – indicó doña Restituta mirando uno tras otro a los tres que estábamos presentes. – A este no le gusta deber nada.

– ¡Quiten para allá! Antes me dejo ahorcar que deber un maravedí – exclamó D. Mauro, llevando la manopla a la garganta, oprimida por el corbatín.

– En casa no ha habido nunca trampas – añadió la hermana.

– A eso deben Vds. el haber adelantado tanto – dijo D. Celestino.

– La suerte… eso sí: hemos tenido suerte – dijo Requejo. – Luego, esta es tan trabajadora, tan ahorrativa, tan hormiguita…

– Pero todo se debe a tu honradez – añadió Restituta. – Sí, créanlo Vds., a su honradez. Este tiene tal fama entre los comerciantes, que le entregarían los tesoros del rey.

– En fin… algo se ha hecho, gracias a Dios y a nuestro trabajo. Si fuera a hacer caso de esta, compraría tierras y más tierras. A esta no le gustan sino las tierras.

– Y con razón: si este me hiciera caso – dijo la hermana, mirando otra vez sucesivamente a los circunstantes, – todas nuestras ganancias se emplearían en tierras de labor.

– Como yo soy así tan… pues – indicó Requejo.

– Sin soberbia, Sr. D. Celestino – dijo Restituta, – bueno es aparentar que se tiene lo que se tiene.

– Y me hace comprar vestidos, sombreros, alhajas – indicó D. Mauro. – Qué sé yo la tremolina de cosas que ha entrado en casa. Ello, como se puede… Vea Vd. esta cadena – añadió mostrando a D. Celestino una que traía al cuello; – vea Vd. también este alfiler. ¿Cuánto cree Vd. que me han costado? La friolerita de mil reales… Ps: yo no quería; pero esta se empeñó, y como se puede…

– Son hermosas piezas.

– Y bien te dije que te quedaras también con la tumbaga de la esmeralda, que ya recordarás la daban en poco más de nada. Es una lástima que la haya tomado el duque de Altamira.

Al decir esto nos miraban, y nosotros les contestábamos con señales de asentimiento, pero sin palabras, porque ni a Inés ni a mí se nos ocurrían.

– Pero, ¿cómo está ahí mi sobrina tan calladita? – dijo Requejo riéndose de improviso, y quedándose muy serio un instante después.

Inés se sonrojó y no dijo nada, porque en efecto no tenía nada que decir.

– ¡Ay, no puede negar la pinta! ¡Cómo se parece a su madre, a la pobre Juana, mi prima querida! – exclamó Requejo llevándose la manopla a la boca para tapar un bostezo. – ¡Y qué pronto se murió la pobrecita!

– Ya que pasó a mejor vida aquella santa y ejemplar mujer – dijo Restituta, – no la nombremos, porque así se renueva nuestro dolor y el de esa pobre muchacha, aunque ella es niña, y los niños se consuelan más fácilmente.

Inés no dijo nada tampoco; pero el color encendido de su rostro se trocó en intensa palidez. Creyó conveniente el cura variar la conversación, y dijo:

– ¿Y ha visto Vd. esas tierras de la laguna de Ontígola?

– Todavía no – respondió Requejo; – pero me han dicho que son magníficas. Ps… para mí, poca cosa. Esta se empeñó en que me quedara con ellas y al fin me decidí. Allá en el país tenemos muchas más, que hemos ido comprando poco a poco.

– En su país de Vd. hacia el Bierzo, si no me engaño.

– Más acá del Bierzo, en Santiagomillas, que es tierra de Maragatería. De allí semos todos, y allí está todavía el solar de los Requejos.

– Familia hidalga, según creo – afirmó el cura.

– Ello… no deja de tener uno su motu proprio-contestó D. Mauro; – y según nos decía un sabio escribano de mi pueblo, nuestros ascendientes tenían un gran quejigar, de donde les vino el nombre de Requejo.

– Así debe de ser; los más ilustres apellidos traen su origen de alguna yerba o legumbre. Y si no, ahí están en la Roma antigua los Léntulos, los Fabios y los Pisones que se llamaban así porque alguno de sus mayores cultivó las lentejas, las habas y los guisantes. En cuanto a mí, creo que este nombre de Malvar me viene de que algún abuelo mío se pintaba solo para el cultivo de las malvas.

– Pues yo creo – dijo D. Mauro volviendo a reír, – que eso de que la nobleza viene de las guerras y de las hazañas de algunos caballeros es pura mentira. Que no me vengan a mí con bolas: yo no creo que haya habido nunca esas heroicidades. No hay más sino que los reyes hicieron duque a uno porque tenía un huerto de coles, y a otro marqués porque sabía escoger melones. De todos modos, nuestra familia no viene de ningún cardo borriquero.

– Y venga de donde viniere – dijo doña Restituta, – lo principal es lo principal. Lo que es en nuestra casa, Sr. D. Celestino, no falta nada en gracia de Dios, y aunque por fuera no gastamos lujo, ni nos gusta andar en carroza, ni figurar, lo que es la gallina en el puchero todos los días… eso sí: este y yo no nos podemos pasar sin ciertas comodidades.

– Lo que es por mí – interrumpió Requejo, – con cualquier cosa me sustento. Teniendo un pedazo de pan, otro de tocino, y agua de la fuente del Berro, vamos viviendo; pero esta se empeña en poner las cosas en buen pie. Todos los días ha de traer libra y media de carne de vaca, y jamón rancio a morrillo, y abadejo del mejor todos los viernes, y para cenar una perdiz por barba, y los domingos tres capones, y por Navidad y por el día de San Mauro, que es el 15 de Enero, o por San Restituto, que es el 10 de Junio, andan los pavos por casa como si esta fuese la era del Mico. El mayordomo de los duques de Medina de Rioseco, que suele ir a casa a pedirnos dinero prestado, se queda estupefacto de ver tanta abundancia y dice que no ha visto despensa como la nuestra.

– Eso sí – dijo Restituta, – no nos duele gastar en el plato, ni en buena ropa para vestir, ni en buen cisco de retama para la lumbre. Vivimos tranquilos y felices: nuestra única pena ha consistido hasta ahora en no tener una persona querida a quien dejar lo que poseemos, cuando Dios se sirva llamarnos a su santa gloria; porque los parientes que nos quedan en Santiagomillas son unos pícaros que nos dan mucho que hacer.

Al oír esto, D. Mauro movió el resorte de risa, y miró a Inés, diciendo:

– Pero aquí nos depara Dios a nuestra querida sobrinita, a esta rosa temprana, a esta señoritica que parece un ángel: ¡ay!, si no puede negar la pinta, si es éntica a su madre.

– Por Dios, Mauro – exclamó Restituta, – no traigas a la memoria a aquella santa mujer, porque yo estoy todavía tan impresionada con su muerte, que si la recuerdo, se me vienen las lágrimas a los ojos.

– Todo sea por Dios, y hágase su santa voluntad – dijo Requejo tocando el resorte de la seriedad. – Lo que digo es que cuanto tengo y pueda tener será para esta palomita torcaz, pues todo se lo merece ella con su cara de princesa.

– Ya, ya… – indicó Restituta guiñando el ojo, – que no tendrá pretendientes en gracia de Dios. Marquesitos y condesitos conozco yo que no suspirarán poco debajo de nuestras balcones cuando sepan que guardamos en casa tal primor.

– Pelambrones, hija, pelambrones sin un cuarto – añadió Requejo. – Cuando la niña haya de tomar estado, ya le buscaremos un joven de una de las principales familias de España, que sea digno de llevarse esta joya.

– Eso por de contado. Casas hay muy ricas, donde no es todo apariencia, y mayorazgos conozco que en cuanto la vean y sepan la riqueza que ha de heredar de sus tíos, beberán los vientos por conseguir su mano. A fe mía que nuestra casa no es ningún guiñapo, y cuando pongamos en la sala las cortinas de sarga verde con ramos amarillos, y aquellos pájaros color de pensamiento que parecen vivos, no estará de mal ver para recibir en ella a todos los señores del Consejo Real. Pues poco tono se va a dar la niñita en su gran casa.

D. Celestino viendo que su sobrina no contestaba nada a tan patéticas demostraciones de afecto, creyó conveniente hablar así:

– Ella les agradece a Vds. con toda el alma los beneficios que va a recibir.

– Ya estoy contento, Sr. D. Celestino – dijo Requejo. – Una cosa me faltaba y ya la tengo. Inés será mi heredera, Inés se casará con una persona que la merezca, y que traiga también buenas peluconas: ella será feliz y nosotros también.

– No hables mucho de eso, porque lloro – dijo doña Restituta. – ¡Qué gusto es tener quien la acompañe a una en la soledad, y quien comparta las comodidades que Dios y nuestro trabajo nos han proporcionado! ¡Ay!, Inesita: eres tan linda, que me recuerdas mi mocedad cuando iba a jugar a la huerta del convento de las madres Recoletas de Sahagún, donde me crié. Me parece que si ahora te separaran de mí, no tendría fuerzas para vivir.

Diciendo esto abrazó a Inés, y pareciome que el forro de su cara, es decir, la piel se teñía de un leve rosicler.

– Como Inés está impaciente por irse con nosotros – dijo Requejo, – esta misma tarde nos la llevaremos.

– ¡Cómo!, ¡esta tarde!, ¡yo! – exclamó ella vivamente.

– Hija mía – dijo Restituta, – no conviene disimular el cariño que nos tienes. Somos tus tíos, y de veras te digo que no debes agradecernos lo que hacemos por ti, pues obligación nuestra es.

– Tal vez ponga reparos a ir con Vds. así… tan pronto dijo con timidez D. Celestino, – pero no dudo que comprenda pronto las ventajas de su nueva posición, y se decida…

– ¡Que no quiere venir! – exclamó Requejo con asombro. – Con que nuestra sobrina no nos quiere… ¡Jesús! ¡Mayor desgracia!

– Sí… les quiere a Vds. – añadió el cura tratando de conciliar la repugnancia que notaba en el semblante de Inés con el deseo de los Requejos.

– Hermano, no sabes lo que te dices – afirmó Restituta. – Nuestra sobrina es un dechado de modestia, de ingenuidad y de sencillez. Quieres que se ponga ahora a hacer aspavientos en medio de la sala, saltando y brincando de gusto porque nos la llevamos. Eso no estaría bien. Por el contrario – prosiguió la hermana de D. Mauro- se está muy calladita, y como muchacha honesta y bien criada… ¡ya se ve!, como hija de aquella santa mujer… disimula su alborozo y se está así mano sobre mano, bendiciendo mentalmente a Dios por la suerte que le depara.

– Entonces, Sr. D. Celestino – dijo Requejo, – nosotros nos vamos ahora a ver esas tierras de Ontígola que están ahí hacia la parte de Titulcia, y por la tarde cuando volvamos, Inés estará preparada para venirse con nosotros a Madrid.

– No tengo inconveniente, si ella está conforme – repuso el clérigo, mirando a su sobrina.

Mas no dieron tiempo a que esta expresara su opinión sobre aquel viaje, porque los Requejos se levantaron para marcharse, diciendo que un coche de dos mulas les esperaba en el paradero del Rincón. Abrazaron por turno dos o tres veces a su sobrina, hicieron ridículas cortesías a D. Celestino, y sin dignarse mirarme, lo cual me honró mucho, salieron, dejando al clérigo muy complacido, a Inés absorta, y a mí furioso.

V

Al punto se trató de resolver en consejo de familia lo que debía hacerse; pero deseando yo conferenciar con el buen cura para decirle lo que Inés no debía oír, rogué a esta que nos dejase solos y hablamos así:

– ¿Será Vd. capaz, Sr. D. Celestino, de consentir que Inés vaya a vivir con ese ganso de D. Mauro, y la lechuza de su hermana?

– Hijo – me contestó, – Requejo es muy rico, Requejo puede dar a Inesilla las comodidades que yo no tengo, Requejo puede hacerla su heredera cuando estire la zanca.

– ¿Y Vd. lo cree? Parece mentira que tenga Vd. más de sesenta años. Pues yo digo y repito que ese endiablado D. Mauro me parece un farsante hipocritón. Yo en lugar de Vd., les mandaría a paseo.

– Yo soy pobre, hijo mío; ellos son ricos, Inés se irá con ellos. En caso de que la traten mal la recogeremos otra vez.

– No la tratarán mal, no – dije muy sofocado. – Lo que yo temo es otra cosa, y eso no lo he de consentir.

– A ver, muchacho.

– Usted sabe como yo lo que hay sobre el particular; Vd. sabe que Inés no es hija de doña Juana; Vd. sabe que Inés nació del vientre de una gran señora de la corte, cuyo nombre no conocemos, Vd. sabe todo esto, y ¿cómo sabiéndolo no comprende la intención de los Requejos?

– ¿Qué intención?

– Los Requejos despreciaron siempre a doña Juana; los Requejos no le dieron nunca ni tanto así; los Requejos ni siquiera la visitaron en su enfermedad, y ahora, Sr. D. Celestino de mi alma, los Requejos lloran recordando a la difunta, los Requejos echan la baba mirando a su sobrinita, y no puede ser otra cosa sino que los Requejos han descubierto quiénes son los padres de Inés, los Requejos han comprendido que la muchacha es un tesoro, y ¡ay!, no me queda duda de que el Requejo mayor, ese poste vestido trae entre ceja y ceja el proyecto de casarse con Inés, obligándola a ello en cuanto la pille en su casa.

– Sosiégate, muchacho, y óyeme. Puede muy bien suceder que la intención de los Requejos sea la que dices, y puede muy bien que sea la que ellos han manifestado. Como yo me inclino siempre a creer lo bueno, no dudo de la sinceridad de D. Mauro, hasta que los hechos me prueben lo contrario. ¿Qué sabes tú si de la mañana a la noche verás a Inés hecha una damisela, con carroza y pajes, llena de diamantes como avellanas, y viviendo en uno de esos caserones que hay en Madrid más grandes que conventos?

– ¡Bah, bah! Eso es como cuando yo quería ser príncipe, generalísimo y secretario del despacho. A los diez y seis años se pueden decir tales cosas; pero no a los sesenta.

– Viviendo conmigo, Inés ha de estar condenada a perpetua estrechez. ¿No vale más que se la lleven los parientes de su madre, que parecen personas muy caritativas? En todo caso, Gabriel, si la muchacha no estuviera contenta allí, tiempo tenemos de recogerla, porque a mí, como tío carnal, me corresponde la tutela.

– ¿Y por qué la deja Vd. marchar?

– Porque los Requejos son ricos… ¿lo comprenderás al fin?… porque Inés en casa de esa gente puede estar como una princesa, y casarse al fin con un comerciante muy rico de la calle de Postas o Platerías.

– Alto allá, señor mío – exclamé muy amostazado, – ¿qué es eso de casarse Inés? Inés, Dios mediante, no se casará más que conmigo. Sí ¡vaya Vd. a hablarle de comerciantes y de usías!

– Es verdad, no me acordaba, hijito – dijo el cura con algo de mofa. – ¡Casarse a los diez y seis años! ¿El matrimonio es algún juego? Y además: hazme el favor de decirme qué ganas tú en la imprenta donde trabajas.

– Sobre tres reales diarios.

– Es decir, noventa y tres reales los meses de treinta y uno. Algo es, pero no basta, chiquillo. Ya ves tú: cuando Inés esté en su sala con cortinas verdes de ramos amarillos y se siente en aquellas mesas donde hay siete pavos por Navidad, y todas las noches cena de perdiz por barba… ya ves tú, no sé cómo podrá arrimarse a ella un pretendiente con noventa y tres reales al mes, en los que traen treinta y uno.

– Eso ella es quien lo ha de decir – repuse con la mayor zozobra; – y si ella me quiere así, veremos si todos los Requejos del mundo lo pueden impedir. En resumidas cuentas, Sr. D. Celestino, ¿Vd. está decidido a que Inés se vaya esta tarde con don Mauro!

– Decidido, hijo, es para mí un caso de conciencia.

– ¿Y quién le dice a Vd. que con noventa y tres reales al mes no se puede mantener una familia? Pues a mí me da la gana de casarme, sí señor.

– ¡Casarse a los diez y seis años! Uno y otro debéis esperar a tener los treinta y cinco cumplidos. La vida se pasa pronto: no te apures. Para entonces podréis casaros. Sois a propósito el uno para el otro. Casar y compadrar, cada uno con su igual. Veremos si de aquí allá te luce más el oficio.

– ¿Y no puedo yo buscar un destinillo?

– Eso es como cuando se te puso en la cabeza que te iba a caer un principado o un ducado.

– No: un destinillo de estos que se dan a cualquier pelón, en la contaduría de acá o en la de allá.

– ¿Pero crees tú que un empleo es cosa fácil de conseguir?

– ¿Por qué no? – respondí enfáticamente. – ¿Pues para qué son los destinos sino para darlos a todos los españoles que necesitan de ellos?

– Hijo, las antesalas están llenas de pretendientes. Ya recordarás que a pesar de ser paisano y amigo del príncipe de la Paz, estuve catorce años haciendo memoriales.

– Y al fin… pero hoy visita Vd. a S. A. y le trata; de modo que si le pidiera para mí una placita no creo que se la negara.

– ¡Ah! – exclamó D. Celestino con satisfacción. – El día que visité a S. A. fue para mí el más lisonjero de mi vida, porque oí de sus augustos labios las palabras más cariñosas. Si vieras con cuánto agasajo me trató; ¡y qué amabilidad, qué dulzura, qué llaneza sin dejar por eso de ser príncipe en todos sus gestos y palabras! Cuando entré, yo estaba todo turbado y confuso, y la lengua se me quedó pegada al paladar. Mandome S. A. que me sentara, y me preguntó si yo era de Villanueva de la Serena. ¿Ves qué bondad? Contestele que había nacido en los Santos de Maimona, villa que está en el camino real como vamos de Badajoz a Fuente de Cantos. Luego me preguntó por la cosecha de este año, y le respondí que según mis noticias, el centeno y cebada eran malos, pero que la bellota venía muy bien. Ya comprenderás por esto el interés que se toma por la agricultura. En seguida me dijo si estaba contento en mi parroquia, a lo cual contesté afirmativamente, añadiendo que me tenía edificada la piedad de mis feligreses; al decir esto no pude contener las lágrimas. Bien claro se ve que al príncipe le interesa mucho cuanto se refiere a la religión. Hablele después de que entretenía mis ocios con la poesía latina, y notifiquele haber compuesto un poema en hexámetros, dedicado a él. Enterado de esto, dijo que bueno, en lo cual se demuestra palmariamente su desmedida afición a las letras humanas; y por fin, a los diez minutos de conferencia, me rogó afectuosamente que me retirara, porque tenía que despachar asuntos urgentísimos. Esto prueba que es hombre trabajador, y que las mejores horas del día las consagra puntualmente a la administración. Te aseguro que salí de allí conmovido.

– ¿Y no vuelve Vd.?

– ¡Pues no he de volver! Supliqué a S. A. que me fijara día para llevarle el poema latino, y mañana tendré el honor de poner de nuevo los pies en el palacio de mi ilustre paisano.

– Pues yo iré con Vd. Sr. D. Celestino – dije con mucha determinación. – Iremos juntos y Vd. le pedirá un destino para mí.

– ¡Estás loco! – exclamó el sacerdote con asombro. – No me creo capaz de semejante irreverencia.

– Pues se lo pediré yo – dije más resuelto cada vez a entrar en la administración.

– Modera esos arrebatos, joven sin experiencia. ¿Cómo quieres que te presente sin más ni más al príncipe de la Paz? ¿Qué puedo decir de ti, cuáles son tus méritos? ¿Conoces acaso por el forro los versos latinos? ¿Has saludado siquiera el Divitias alius fulvo sibi congerat auro, el Passer, delitiæ meæ puellæ, o el Cynthia prima suis me cepis ocellis? ¿Estás loco, piensas que los destinos están ahí para los mocosos a quienes se les antoja pedirlos?

– Vd. le dice que soy un joven pariente suyo, y yo me encargo de lo demás.

– ¿Pariente mío? Eso sería una mentira, y yo no miento.

Así disputamos un buen rato, y al fin, entre ruegos y razones logré convencer al padre Celestino para que me llevara a presencia del serenísimo señor Godoy. Mi tenaz proyecto se explica por el estado de desesperación en que me puso la visita de los Requejos, y su propósito de cargar con la pobre Inés. La viva antipatía que ambos hermanos me inspiraron desde que tuve la desdicha de poner los ojos sobre ellos, engendró en mi espíritu terribles presentimientos. Se me representaba la pobre huérfana en dolorosa esclavitud bajo aquel par de trasgos, condenada a perecer de tristeza si Dios no me deparaba medios para sacarla de allí. ¿Cómo podía yo conseguirlo, siendo como era, más pobre que las ratas? Pensando en esto, vino a mi mente una idea salvadora, la que desde aquellos tiempos principiaba a ser norte de la mitad, de la mayor parte de los españoles, es decir, de todos aquellos que no eran mayorazgos ni se sentían inclinados al claustro; la idea de adquirir una plaza en la administración. ¡Ay!, aunque había entonces menos destinos, no eran escasos los pretendientes.

España había gastado en la guerra con Inglaterra, la espantosa suma de siete mil millones de reales. Quien esto derrochó en una calaverada, ¿no podía darme a mí cinco mil para que me casara? Por supuesto, el pretender casarse entonces a los diez y siete años, era una calaverada peor que la de gastar siete mil millones en una guerra. Aquella idea echó raíces en mi cerebro con mucha presteza. A la media hora de mi conferencia con D. Celestino, ya se me figuraba estar desempeñando ante la mesa forrada de bayeta verde, las funciones que el Estado tuviera a bien encomendarme para su prosperidad y salvación. Atrevido era el proyecto de pedir yo mismo al poderoso ministro lo que me hacía falta: pero la gravedad de las circunstancias, y el loco deseo de adquirir una posición que me permitiera disputar la posesión de Inés a la temerosa pareja de los Requejos, disminuía los obstáculos ante mis ojos, dándome aliento para las empresas más difíciles.

La huérfana no disimuló al hablar conmigo la repugnancia que le inspiraban sus tíos: tal vez hubiera yo logrado impedir el secuestro; pero D. Celestino repitió que era para él caso de conciencia, y con esto Inés no se atrevió a formular sus quejas, ¡tan grande era entonces la subordinación a la autoridad de los mayores! La escrupulosidad del buen sacerdote no impidió, sin embargo, que yo hablara mil pestes de los dos hermanos, criticando sus fachas y vestidos, y comentando a mi manera aquello de los siete pavos y capones, con la añadidura de las perdices por barba en la hora de la cena. También me reí con implacable saña de los tratamientos que se daban hermano y hermana, pues, según el lector observaría, se llamaban simplemente éste y ésta. D. Celestino me dijo al oírme, que tratase con más miramientos a dos personas respetables que habían sabido labrar pingüe fortuna con su trabajo y honradez, y entre tanto Inés preparaba de muy mala gana su equipaje para marchar a la corte.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
250 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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