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Читать книгу: «Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto», страница 9

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Grave y firme rechacé la indigna suposición de Silvestra. Pero ella, más enfoguetada en su imaginaria celera, prosiguió de este modo, agriando la voz y sacudiendo mi brazo:

«La gran bribona me dijo que eres muy guapo… Creerás tú que yo no entiendo de estas cosas… Claro: como soy santita no sé nada del mundo… Te equivocas, sinvergüenza… Yo sé muy bien que las gigantonas gustan de los enanitos… y los chiquitines de las marimachos… Puedes irte con ella… No temas nada… El marido está lejos: sirve como tambor mayor en el 6.º de Navarra».

De toda mi serenidad y paciencia tuve que valerme para refrenar la cólera. Cuantos argumentos me sugería la razón no bastaban para desvanecer el ridículo supuesto de aquella hembra desconcertada. Llegué a pensar que todo era invención caprichosa, histérica, para mortificarme. Por fin, con rotunda frase corté la disputa. Ordené a Silvestra que se acostara, y le dije que yo haría lo mismo, aplazando la cuestión para el día siguiente. Por fortuna teníamos camas separadas. Chilivistrase desnudó aprisa, esparciendo su ropa por el cuarto, y se metió en el lecho. Yo también me acosté.

Pero no pude disfrutar ni un momento de calma porque la furiosa mujer me atormentó con fingidos lloriqueos, y con estos lastimeros reproches: «Podías hacerte cargo, hombre desvanecido y sin seso, de que por culpa tuya estoy yo en pecado mortal. Esto es tan verdad como Dios es mi padre. Yo vivía en santa ignorancia de ciertos desvaríos, y tú has venido con seducciones infernales a manchar mi conciencia. ¡Ay Virgen mía! ¿Quién me había de decir que yo pasaría del estado angélico al estado de condenación por las artes de este pillete vicioso, sin ley ni Dios?».

Callado escuchaba yo tales desatinos, y mordiendo la sábana para no disparatarme en denuestos contra Silvestra, me decía: «A esta loquinaria le rompo yo un hueso antes que amanezca, y si logro contenerme, mañana la dejo plantada, aquí o donde me parezca mejor». Furiosa Chilivistra porque yo no quería contestar a sus invectivas, me tiró una bota que vino a dar en mi frente. Más benigno que ella, contesté a su disparo tirándole una almohada. No acabó aquí el bombardeo. Viendo caer sobre mí la otra bota de ella, le arrojé yo las dos mías, a lo que contestó la plaza enemiga lanzándome un vaso de agua que tenía en la mesa de noche.

Ya no pude aguantar más. Me levanté. Vistiéndome con calma vi que Silvestra se volvía de cara a la pared y se arrebujaba en las sábanas, como para prevenirse contra el vapuleo que merecía.

XV

Defendiéndome del frío con mi gabán y la manta de viaje me tendí en un sofá de Vitoria, no sin requerir mi cachava, cuyo auxilio me pareció necesario en expectación de lo que ocurrir pudiera. Contra lo que esperaba, mi basilisco permaneció silencioso entre las sábanas, y a la media hora el rumor de su respiración me advirtió que se había dormido. Yo también descabecé algunos sueñecillos sobre el duro sofá.

Apenas entraron por las rendijas del balcón las primeras claridades del alba, me sorprendió la voz de Chilivistra en los tonos más dulces que usar solía cuando su magín recobraba el normal equilibrio: «¡Ay, Tito, ven! Hazme el favor. He despertado con terribles dolores en la paletilla derecha. ¡Ay, ay! Ya se me corren por la espalda hacia el costado. Acércate, dame unas friegas como tú sabes hacerlo, por toda esta parte. Anda pronto, que no puedo respirar».

Acudí a ella, y sin hablar palabra le di los deseados refregones, recordando que había estado en un tris el dárselos de acebuche. «¡Ay, Tito – me dijo plañidera, – qué arisco estás! Ni siquiera me preguntas cómo he pasado la noche. Yo he dormido algo, ¿y tú?… ¿Pero qué haces, tonto? ¿Te vuelves al sofá sin decirme nada? Llégate otra vez aquí y friégame más fuerte, que aún no se me ha quitado el dolor».

Mientras yo le raspaba la piel con verdadero ahínco, la fierecilla me habló de esta manera: «Ya recuerdo. Estás enojado por lo que pasó al acostarnos. Tú eres un gran pillo, y yo me disloco cuando me figuro que no me quieren… En mi cama tengo una de tus botas y en la tuya deben estar las dos mías. Vaya, no se hable más de eso, y veamos en todo ello la fuerza del querer. Se me metió en la cabeza que le pisabas el pie a Polonia; esta idea, y el decirme ella que eres muy guapín me sacaron de quicio».

Había pasado el arrechucho. La gata nerviosa pedía reconciliación con suaves mayidos. Como siempre prefiero la situación de paz a la de guerra, accedí a las paces para evitar mayores disgustos. Junto a ella dormí largo rato, y ya serían las nueve cuando me despertó con fuertes empujones, diciéndome: «¿No oyes tocar a misa? Levantémonos, vistámonos a escape. Hoy no me quedo sin misa, y tú irás conmigo, que buena falta nos hace a los dos».

Al volver de la iglesia, la simpática Polonia nos dio el desayuno en la planta baja de la casa, donde tenía taberna y estanco. Junto a nosotros tomaba la mañana el fornido carlistón en quien vi la noche antes las insignias de Teniente, el cual nos dijo que si a Durango íbamos él nos llevaría gustoso. De diez a once saldría en aquella dirección conduciendo un convoy de víveres. Aceptó Silvestra el galante ofrecimiento, y poco después emprendimos nuestra marcha en un carro de la impedimenta carlista. Nada de particular nos ocurrió en el camino. A la caída de la tarde, cuando ya nos aproximábamos al fin de nuestro viaje, paró el convoy junto a un robledal espeso. El Teniente, que iba a caballo, se acercó a nuestro carro y nos dijo:

«Antes de seguir adelante, quiero decir a ustedes que yo me quedaré a cenar esta noche en una casa de campo que encontraremos cerca de San Pedro de Tavira. Es la quinta de Aizpurúa, hoy propiedad de mi prima Pepita Izco. Sabiendo que son ustedes amigos de Pepita, les invito a que pasen allí la noche. Estoy bien seguro de que en ello tendrá mucho gusto mi parienta».

Al oír mi dama el nombre de Pepita Izco palideció, y su labio temblicón indicó la inminencia de otro estallido de celos. De un brinco descendió del carro; yo hice lo mismo, tratando de contener los bufidos de su enojo ante los soldados que ya se arremolinaban en torno nuestro. Sin cuidarse del público que en derredor teníamos, el basilisco agarrome las solapas del gabán y me increpó en esta forma desatinada y virulenta: «¡Malvado!, anoche, mientras yo dormía, concertaste con este Teniente… ya lo veo, ya… que te trajese a la casa de tu antiguo amor, Pepita Izco… ¡Bien, muy bien!… ¿Es ello propio de un caballero?».

Al decir esto me estrujaba, y llenando de arañazos mi rostro, me desanudaba la corbata. Yo no hice más que rechazarla con alguna violencia. El Teniente acudió a contenerla. Sofocado y casi sin aliento, apenas pude formular algunas palabras en mi defensa. «Esta señora está loca – afirmé. – Llévenla donde quieran. Yo me vuelvo a Ochandiano». Y dejando a Silvestra rodeada de los del convoy, fui a sacar del carro mi maleta, para poner en ejecución inmediatamente lo que había dicho. En esto, sentimos por el robledal toques de corneta y ruido de tropas. Era un destacamento de la división de Lizárraga, que según después supe iba a Portugalete.

Pronto se vio aquel trozo de la carretera lleno de soldados. El Capitán que mandaba a los de Lizárraga reconoció al instante a la fierecilla, y se fue hacia ella gozoso, saludándola con estas voces: «¡Oh, Chilivistra! ¿Tú aquí, mujer? ¿Qué te pasa, qué es esto?». Ella, lívida, las manos en alto, la boca espumante, vociferaba contra mí con los dicterios más atroces: infame, traicionero, burlador de mujeres honradas, enviado de Satanás…

En tanto, los del convoy me apartaban hacia otro lado, y por sus miradas y actitudes comprendí que todos se ponían de parte de la señora. Prodújose una confusión tan grande que no pude darme cuenta de lo que pasaba. Luego vi que el convoy se ponía en marcha, llevándose al basilisco en el mismo carro que hasta allí nos condujo. En pie seguía dando gritos, entre los cuales percibí estos acentos trágicos: «¡Matarle, fusilarle!».

El Capitán de la columna se llegó a mí, diciendo risueño y zumbón: «Hola, Tito, gran Tito, ¿viene usted a proclamar la República Pontificia?». Fijándome en él caí en la cuenta de que era un muchacho durangués, muy simpático por cierto, llamado Mendía y vecino de mi hermana Trigidia. Al reconocerle abrí mis brazos con efusión, diciéndole: «Amigo, deme usted un abrazo. ¡Qué alegría tan grande!».

– ¿Alegría dice? – exclamó el Capitán. – ¿Y quiere abrazarme? ¡Pero si debe usted renegar de mí! Le tengo a usted por hombre sospechoso. Conozco bien sus ideas, y seguramente no viene usted aquí a cosa buena. Me veo, pues, precisado a detenerle. Venga usted conmigo.

– Deténgame y lléveme a donde quiera. Es usted mi salvador.

– ¡Su salvador!… ¿Por qué?

– Porque al librarme de esa tarasca me ha sacado de la más horrenda esclavitud. Dice usted que me lleva preso, y yo digo que esa prisión equivale a mi libertad.

El Capitán ordenó a un soldado que llevase mi maleta, indicándome que a su lado marchara. Obedecí, y platicamos tranquilamente, andando por senderos para mí desconocidos. Cerrada la noche, entramos por ásperas cañadas entre matorrales espesos.

«Debe usted agradecerme, señor Tito – me dijo el Capitán, – que no le haya dejado ir a Durango, donde tiene usted no pocos enemigos; hay allí personas que desean cobrarle el bromazo que nos dio con aquella pamplina del Imperio Hispano Pontificio. Se ha librado usted de que le contesten al discurso con una tanda de cardenales… Además, le diré por si lo ignora, que su padre don Matías Liviano no está ya en Durango: hace un mes se fue con su hija Trigidia y sus nietos a Motrico, buscando mayor sosiego. Ignacio Zubiri está en el Cuartel Real de don Carlos».

La noticia de la ausencia de mi padre y hermana turbó un poco mi espíritu. Pero estas desazones, así como la idea de mi cautiverio, eran compensadas por la felicidad de haber sacudido el insufrible yugo de Chilivistra. A las dos horas de camino por terreno quebrado, vadeando arroyos y franqueando divisorias, empecé a sentir cansancio y desaliento, dándome cuenta de la gravedad de mi situación… ¿A dónde me llevaban? ¿Qué sería de mí entre aquellos hombres fanáticos, que subordinaban toda ley de humanidad a las absurdas pretensiones de un Rey de fantasía?… No estaba yo acostumbrado a las marchas militares sin descanso ni respiro. Aquellos sectarios de inflamado corazón y temple duro tenían piernas de acero. Para engañar el tiempo y la fatiga amenizaban la constante andadura con alegres cantorrios.

El Capitán callaba, y de rato en rato, con frase breve, hacía por estimularme a que pusiera mi paso perezoso al aire y compás de la columna incansable. Ladridos de perros venían a nosotros de una parte y otra, añadiendo las notas campesinas al tumulto de nuestras pisadas. Avanzaba la noche, fría y obscura, sin que el formidable aliento de los recios campeones, ávidos de tragarse las leguas y de medir con sus pies el terreno sin fin, diera señales de amenguarse. A la madrugada, ya era yo como un muerto que se movía por máquina… Al clarear el alba distinguí casas; vi algunos paisanos que salían a nuestro encuentro; oí terminachos y salutaciones en vascuence. Entrábamos en un pueblo. Mis pobres huesos dieron gracias a Dios.

«¿Descansaremos en este lugar?» – pregunté a Mendía. Y éste secamente me respondió: «Nosotros no descansamos; hemos de seguir a marcha forzada algunas horas más. Usted se queda aquí a disposición del Comandante de la Fortaleza. Se registrará su maleta y su ropa a fin de saber qué mensajes o encomiendas trae. Deseo que no resulte nada contra usted. Adiós, amigo».

En esto llegamos a una plazoleta empedrada y llena de baches. Vi acercarse a unos hombres de boina, embozados en sus capotes. Uno de ellos traía un farol que tristemente pestañeaba en la obscuridad, pues la aurora, mensajera del rubicundo Febo, apenas hendía los horizontes con sus dedos de rosa…

Metiéronme por angosta puerta en una tenebrosa estancia, y a la luz del farol macilento me tomaron el nombre, edad, profesión, etc. Mis respuestas se ajustaron completamente a la verdad. Luego hicieron registro escrupuloso en toda mi ropa, tentándola por una y otra parte, por si entre los forros sonaba ruido de papeles. Los que yo llevaba en el bolsillo, entre ellos mi credencial de Delegado Secreto y algunos apuntes, los entregué antes que me los pidieran. Después me quitaron las botas, sospechando que en ellas escondía algún parte o reservada confidencia. Iguales pesquisas hicieron en el sombrero.

Cuando el registro hubo terminado, el que parecía jefe de los tres que conmigo estaban, me dijo en mal castellano: «Aquí quedarte a las resultas de lo que contenga el contenido de estas papelorias». Sin más razones, reintegrado en el uso de mis botas, gabán y sombrero, lleváronme por un pasillo de dos ángulos y me metieron en un aposento cuadrilongo, donde vi, a la luz del consabido farol, por un lado un mal avío de estera, jergón y manta, y al otro una silla. En tan regio alojamiento me dejaron, recomendándome la paciencia con frases medio vascas, medio castellanas, y salieron cerrando la puerta con dos vueltas de llave y corriendo un cerrojo, que rechinó como risotada del Infierno.

Reconociendo aquel antro con fugaz mirada, pude apreciar en uno de sus muros una reja que daba al campo. El techo era de bóveda, las paredes renegridas, el suelo mitad de ladrillos, mitad de tierra. Mis pobres huesos me pedían el descanso, y yo lo pedí para ellos y para mi cerebro al hinchado jergón, que por ser de hoja de maíz tocó diferentes piezas de música cuando en él me acosté… Creo que de un tirón dormí todo el día y la noche siguiente. Anidaban en mi cárcel el tedio, la tristeza y la desesperación. Pero yo saqué del fondo de mi alma el caudal recóndito de mi estoicismo para defenderme de las ideas negras.

Corrían los días, sustrayéndome con su lentitud somnífera la noción exacta de su valor cronométrico. El único ser humano que me visitaba era una diligente abuelita, que me traía mi alimento por mañana y tarde: medio pan y una ración de rancho, no mal guisado, ni tampoco escaso. Mi carcelera, que no carecía de espíritu de caridad, solía dolerse de mí con palabras dulces y consoladoras dichas en una mixtura de vascuence y castellano que me hacía mucha gracia. Un día, no sé si al tercero de mi prisión, o al octavo o al quinto, me obsequió con estas frases que traducidas copio: «Mire, señor; le voy a traer, si usted quiere, a un curita del pueblo para que le vaya preparando».

– ¿Preparándome?… ¿Para qué?

– No se asuste, señor. Nuestra fe nos manda que tengamos la conciencia siempre muy limpia de alas para poder volar hacia Dios cuando éste lo disponga. Nadie se ve libre de un torozón o de un súpito a la cabeza. Por eso le digo: ¿qué pierde con estar preparadito?

Llamaban a mi guardiana Maribatista, y era tan buena que de su cuenta me llevaba bizcochos, higos pasados, o alguna otra golosina para mi regalo.

La primera visita que me hizo el jefe de la Fortaleza no fue anterior al décimo día de mi cautiverio, según mis imperfectos cálculos del curso del tiempo. Entró en mi calabozo una mañana, regañando con áspero acento a dos tagarotes que le acompañaron hasta la puerta: «¡Pero qué brutos seis! – gritaba. – ¿No vus dije que metierais aquí un talburete? ¿Queréis que el preso y yo hablemosasentados en una sola silla?». Pronto trajeron una banqueta, y al punto quedé solo con el terrible fantasmón que en aquel instante disponía de mi suerte. Era un viejecillo seco, de alta estatura, de manos sarmentosas. Si por su habla y acento se me reveló como hijo de Castilla, por su edad entendí que era un veterano de la primera guerra, reducido en la segunda a ejercer funciones sedentarias.

Con rudezas de forma, tras de las cuales traslucí un fondo de humanidad y cortesía, me dijo el viejo carlistón que mis papeles entrañaban prueba plena de intentos alevosos contra la causa del Rey, intentos que sin duda venían de muy alto, por lo cual, él y sus compañeros habían decidido remitir todo el papelorio al General en Jefe, a fin de que éste resolviera lo procedente en caso tan grave. Añadió que aún estaba yo vivo motivado a que él no quería cerrar mi boca antes que Lizárraga, Elío o Dorregaray metieran sus dedos en ella, para saber de dónde venía aquella infamia de querer comprar a los jefes carlistas con el judío dinero liberal.

«Pues lléveme usted – dije yo con viveza, – lléveme pronto a presencia de uno de esos Generales, ante quien declararé, como ante usted declaro, que soy inocente y pruebas tengo de ello». La respuesta de mi cancerbero fue indecisa, con un dejo de sorna castellana: el General era quien había de decidir si se dignaba escucharme o si por primera providencia debía yo ser pasado por las armas… Ya me lo dirían para mi conocimiento y efectos consiguientes.

XVI

No me afligieron más de la cuenta estos siniestros augurios. Envuelto en la toga de mi resignación, esperaba sereno las derivaciones probables de mi cautiverio. Además confiaba en el auxilio de mi divina Madre, que seguramente no me dejaría perecer a manos de aquellos bárbaros. Una noche desperté arrebatado de súbito alborozo y salté del jergón creyendo ver, viendo mejor dicho, el rostro inefable de Mariclío asomado entre los barrotes de mi reja carcelaria. Palabras fervorosas se escaparon de mis labios, y oí claramente esta contestación de la excelsa Señora, mil veces augusta:

«Nada temas, hijo: yo estoy al cuidado de ti. Imita mi paciencia, imita mi serenidad ante estas guerras tan inverosímiles ¡ay!, como verdaderas. Estamos dentro de un absurdo vestido de realidad, Carnaval sangriento. Escribiremos una Historia que no será creída por los venideros, y al leerla, si es que la leen, pensarán que hemos escrito cuentos disparatados para educar a los niños en la barbarie y en la imbecilidad».

Al recostarme de nuevo en mi jergón, dilucidaba yo con vagas cavilaciones si lo que había oído me lo dijo la Madre o me lo cantaron las armónicas hojas de maíz, gimiendo bajo mi cuerpo… Rodaron días sin otra visita que la de la señora Maribatista, amén de las que me hacían de noche alimañas audaces, ávidas de aprovechar los restos de mi pitanza. La viejecilla continuaba dadivosa y afable, y me entretenía con amena charla mientras trajinaba en mi calabozo haciendo una limpieza elemental. Rara vez al traerme la comida dejaba de añadir alguna fineza, y una tarde me obsequió muy gozosa con un pedazo de mazapán y un Niño Jesús de alfeñique, obra de las monjas vecinas.

Hecho a la soledad y a la meditación pasaba yo mis horas revolviendo el copioso archivo de mi vida pasada, rememorando mis adversidades y bienandanzas, trazando síntesis históricas para un libro que seguramente no escribiría nunca, y comunicándome por la fuerza expansiva de mi espíritu con seres que me habían divertido sin hacerme ningún daño: Leona la Brava, don Florestán, Graziella, José Ido, sin olvidar las pedantescas figuras simbólicas de Doña Gramática y sus vetustas compañeras.

Una noche, después de beberme una botella de vino blanco que a hurtadillas me llevó Maribatista, mi encendido cerebro me trajo la visita de seres, que si eran vivos fuera de allí, no eran dentro de mi calabozo más que simples fenómenos espectrales. El primero que entró fue Serafín de San José, el cual, fieramente, tirándome de los pies como para despertarme, me decía: «Si me hubieras traído contigo como Contador y maestro de Partida Doble, no te verías como te ves. Con la mitad del dinero que te dio el Gobierno para la compra de cabecillas, habríamos dado la paz a España… y con la otra mitad nos hubiéramos divertido tú y yo lindamente… Contando con este negocio ofrecí yo a Cabeza un aderezo de brillantes… Y ahora ¿qué aderezo le daré, como no sea una ristra de ajos?… ¡Ja, ja!».

Se me apareció luegoGraziella, dando el brazo a un bulto negro en quien vi un esbozo de la figura de don Hilario. La diablesa, con mirada burlona, se sentó junto a mí, produciendo en la paja del jergón un ligero estallido de risa. «Para que salgas de estos trances, Tito salado – me dijo, – voy a ponerte en el dedo del corazón el anillo de Astaroth, hijo de Astarté, la infernal divinidad que yo reverencio». Sentí en efecto el roce del anillo al entrar en mi dedo. El informe bulto negro tiró del brazo de Graziella, y ambos salieron dejando tras de sí los ecos o salpicaduras de una cháchara zumbona.

No fue aquella noche sino otra, cuando la ingestión de medio azumbre de chacolí, obsequio de Maribatista, me produjo la visión de un espantable murciélago que se coló por la reja, y después de chillar revoloteando junto al techo, se posó cerca de mí, deslumbrándome con sus ojos de fuego. Era el propio don Florestán, con su melena, perilla y pómulos pintados. De su hocico ratonil escuché estas grotescas manifestaciones: «Acabo de escribir al Séptimo Carlos una carta de su abuelo don Carlos María Isidro, en la que le dice que afane para sí todo el dinero que traes y te ponga en libertad, dejándose de más guerras y nombrándote su Chambelán Honorario».

En una de las siestas que yo comúnmente dormía, me fueron a ver Leonay Doña Gramática. Díjome la primera que ya era Duquesa de Mula, y que para evitar la fealdad de esta palabra, la concesión del título decía:Duquesa de la Mula del Nacimiento. Había tomado aDoña Gramática como aya o maestra del buen decir para no hacer mal papel entre la grandeza…

Segunda y tercera visita recibí del áspero Comandante castellano, y en ambas no hizo más que repetir o parafrasear lo que me había dicho en la primera. Una mañana fui sorprendido por bullicio de multitudes, congregadas en el campo que rodeaba mi cárcel. Más tarde, oí pasos y voces de tropas en acción. Sonaron tiros lejanos, algún tiro próximo, y a esto siguieron chillidos de mujeres no lejos de la reja de mi calabozo… Pensé que de aquella batahola podría resultar mi liberación; pero no fue así.

Al anochecer entró en mi celda el Comandante, seguido de tres descomunales guerrilleros, notificándome que el General de la División reclamaba mi persona, para someterme a un interrogatorio conforme había lugar en justicia.

«¿Puedo saber a dónde voy?» – le pregunté.

Y él, rígido y seco, me contestó repitiendo el cuento del loro: «Usted, seor Tito, irá aonde ó leven».

Laconismo tan áspero me enfadó; pero el estoicismo selló mis labios. Sacáronme al pasillo y del pasillo a la calle, donde vi grupos de soldados que se iban a poner en marcha. Despidiome el Comandante con una mirada lastimera y un saludillo militar. En cambio, los adioses de Maribatista fueron de ternura casi materna, con el aditamento de unas lonchas de jamón y unos bollitos, que me dio envueltos en un número de El Cuartel Real. Ya que la pobre mujer no pudo darme noticia del lugar a donde me llevaban, por ella tuve conocimiento del tiempo que había durado mi prisión. Cincuenta y dos días estuve recluido en aquel antro que, visto por fuera, se me representó cual un resto vetusto de construcción feudal. Como apenas podía yo tenerme a causa de mi dilatada inmovilidad, me metieron en un carro de víveres, atándome los pies para que no me fugara.

Y aquí me tenéis otra vez, llevado por valles y montes hacia lugares desconocidos, donde se decidiría la solución adversa o favorable que mi Destino me deparase. La noche era fría y clara, con hermosa luna creciente, cielo limpio, atmósfera de hielo. Un individuo de los que custodiaban el carro tuvo lástima de mí y me cubrió con una manta de munición. Al abrigo de ésta traté de adormecerme. Tocándome las manos y las sienes aprecié en mí un estado febril, y ello fue causa de que la pesada modorra me trajera visiones fraguadas en mi propia caldera cerebral, imágenes absurdas que al desvanecerse no dejaron rastro en mi memoria.

No sé decir a mis compasivos lectores en qué día y hora terminó el suplicio de mi segunda caminata, conducido por amenos valles y verdes montes en un convoy carlista. Sólo apunto que el sol alumbraba en el cenit cuando paró la caravana. ¿A qué lugar de Vasconia me habían llevado? No lo sabía. También ignoraba si el General que reclamara mi presencia era Lizárraga, Mendiri, Dorregaray o Cástor Andéchaga, pues estos cuatro nombres sonaron en mis oídos durante la penosa marcha.

Desatados mis pies, dos mozarrones me llevaron en vilo a un aposento bajo, espacioso y mal oliente. Yo no podía moverme, debilitado por la inanición y abrasado por la fiebre intensísima. En mi horrible turbación pude hacerme cargo de que me hallaba en un improvisado Hospital de Sangre. Así me lo revelaron gemidos, ayes dolorosos que a mi lado sonaban… Un hombre, que por las trazas era médico, se acercó a mí, y después de reconocerme minucioso, ordenó que me arropasen con mantas o capotes, prescribiendo brebajes de quinina y alimentación muy moderada.

Desde la visita del físico ceso en las referencias directas de mi persona porque estuve privado de conocimiento en largos días, conservando sólo un brumoso recuerdo de la horrenda sed, del amargor de la quina, y del repugnante gusto de los caldos que me daban.

Cuando mis sentidos empezaron a recobrarse, pude advertir que muchos de mis compañeros de Hospital se morían lindamente, y oí los azadonazos de los que a la parte de afuera les cavaban la sepultura. Otros, destrozados por las balas, venían a sustituir a los fenecidos… Mujeres, que parecían monjas por su parda vestimenta y luengos rosarios, andaban entre nosotros con blando pisar de alpargatas. Eran enfermeras bondadosas, calladas y solícitas.

Mi renacer a la vida fue un vertiginoso cavilar sobre la impía guerra civil, monstruo nefando que sólo me mostraba sus extremidades dolorosas. Dos Ejércitos, dos familias militares, ambas enardecidas y heroicas, se destrozaban fieramente por un quítame allá ese trono y un dame acá ese altar. No era fácil decir cuál de estos dos viejos muebles quedaba más desvencijado y maltrecho en la lucha. En sin fin de páginas de la Historia del mundo se ven hermosas querellas y tenacidades de una raza por este o el otro ideal. Contiendas tan vanas y estúpidas como las que vio y aguantó España en el siglo XIX, por ilusorios derechos de familia y por unas briznas de Constitución, debieran figurar únicamente en la historia de las riñas de gallos. Así lo pensaba yo en aquellas horas siniestras de mi vida, y así lo pienso todavía.

Ahora voy a dar a mis joviales lectores un plato de gusto, contándoles que una mañana fui conducido por las blandas mujerucas y algunos militares de indecisa graduación a una estancia del piso alto, ancha y luminosa, donde me dieron alimento escogido para fortalecerme en mí convalecencia. Diéronme también una cama bien mullida, y en derredor mío vi un mediano ajuar de cómodos mueblecitos. Encontrábame allí como el pez en el agua y mi sorpresa fue tan grande como mi alegría cuando un vejete modoso y limpio, de porte un tanto sacristanesco, y una monja gordita, risueña y algo cojitranca, me dijeron que ya no corría peligro de ser fusilado. Por mi vida se interesaban personajes altísimos, y aun damas y princesas. No necesito decir cuánto me holgué de aquel feliz cambiazo en mi destino… No riáis, parroquianos maleantes que entretenéis vuestra ociosidad con estas lecturas, no riáis y esperad lo que resta de mi cuento.

Mis nuevos guardianes no sabían qué hacer para facilitar de un modo grato mi reparación orgánica. Menudeaban las comiditas sabrosas, alternadas con tragos de confortantes licores. De añadidura, me asearon y compusieron, poniéndome muy elegantito. Por efecto de aquel dulce trato y de las cosas estupendas que pasaron ante mi vista, hube de reconocer en mí el trastorno más delicioso y la ensoñación más bella que yo había gozado en mi existencia de historiador y de poeta. A la hora de comer presentáronme cierto día una linda mesa pulquérrima con todo el aderezo de vajilla y cristalería que pide un yantar lujoso. Mandáronme sentar en el único sillón colocado a la cabecera de la mesa. Frente a mí, a bastante distancia, había un gran ventanal, y junto a él extensa hilera de figuras femeninas cuyos rostros no podía distinguir por estar ellas de espaldas a la vivísima luz del sol. La figura del centro, si no era Mariclío, se le parecía mucho.

Dada la señal de empezar la comida por mis guardianes, que permanecían en pie detrás de mí, avanzaron hacia la mesa dos señoras de las que formaban fila junto al ventanal. La una era la titulada reina doña Margarita de Parma, esposa de Carlos VII; la otra doña Isabel II, que aunque destronada conservaba su rango mayestático. Ambas señoras recibían de manos del maestresala y de la monja los platos exquisitos y me los servían con soberana gentileza… Yo no sabía qué decir ante tan inauditos honores, y por no estar callado repetí con turbada voz los famosos versos: Nunca fuera caballero-de damas tan bien servido…

Del grupo de las señoras, destacáronse otras para compartir con las Reinas el honor de servirme: eran la Infanta doña María Isabel Francisca, viuda de Girgenti, y doña Blanca, esposa de don Alfonso de Borbón y Este… Las Reinas y Princesas, así como las otras damas que ponían ante mí los ricos manjares, retirando después los platos ya vacíos, me agraciaban con sonrisas y donosos mohínes sin pronunciar palabra.

Inmóvil en su puesto ante el ventanón permanecía la Madre Clío, como presidiendo la escena de cuento infantil en que yo era estupefacto protagonista. No pude contener mis ganas de conversación, y desde mi sitial dirigí a la Madre estas regocijadas expresiones: «Te veo, Señora, sin distinguir claramente tu semblante augusto. Pero aunque no te viera te reconocería por el bromazo que me das, ordenando que me sirvan de comer testas más o menos coronadas y altísimas Princesas de sangre real. Ello es el signo fantástico de la soberana protección que concedes a tu siervo humilde, indigno amanuense de tus sacros Anales…».

¡Jesús, qué delirio! Por Júpiter y don Pedro Calderón, ¿soñar es vivir?… Dormí hondamente la mona, empalmando la tarde con la noche, y a la siguiente mañana, apenas me vestí y acicalé, llegose a mí con su blando andar de alpargatas mi monjita guardiana, y así me dijo: «Un ayudante del Teniente General don Antonio Dorregaray ha venido con el recado de que éste le espera a usted para conferenciar».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
260 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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