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Читать книгу: «Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto», страница 8

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XIII

Casi automáticamente me llevaron mis pasos, no sé qué día, a la casa de Leona. El estado de constante alucinación, que balanceaba mi alma en impresiones de susto y regocijo, sustraíame la noción del tiempo y me daba sensaciones equivocadas de personas y lugares. La vivienda de La Brava se me antojó palacio suntuoso… La señora no estaba, según me dijo una linda criadita al abrirme la puerta. Pasé a la sala y al punto se me apareció don Florestán, en la misma facha y pergenio con que le conocí en el patinillo de Santa Lucía. Las melenas ahuecadas, según la moda del 40 al 50, ornaban otra vez su noble cabeza siciliana. Había vuelto el rosicler a sus pómulos, y a su perilla el negro humo de la sartén. Con voz opaca y un tanto medrosa me dijo: «Estoy trazando un documento importantísimo, con escritura netamente burocrática y todo primor de sellos y estampillas que han de darle la debida eficacia como documento público… Perdóneme que le deje un momento, pues tengo que acabar mi trabajo ahora mismo. La señora no ha de tardar; ha salido en coche».

A punto que desaparecía de mi vista don Florestán, se me presentó Leonarda, en cuya persona vi la más exquisita elegancia y distinción. ¿Era ya Duquesa de Mula? Sentose a mi lado en un rico diván, y apenas me habló de diferentes cosas, ora políticas, ora privadas, advertí la discretísima forma y primor de su lenguaje. No usaba ya sin ton ni son las palabras finas, sino que las seleccionaba, aplicándolas con arte a la expresión de las ideas. Soñaba yo sin duda oyendo la dicción limpia de Leona, cual si pasara sobre ella toda la piedra pómez de la Academia de la Lengua.

Díjome mi dulce amiga que no tardaría yo en llegar a la meta de mis ambiciones si seguía con paso firme la senda que un hado propicio me señalaba. Como yo me manifestase dispuesto a seguir todos los caminos y veredas que los tales hados o hadas me señalaran, añadió la ya retocada y pulida mujer: «Aunque no han de faltarte los medios monetarios para dar cima a empresa tan grande, padecerás un ataque de inocencia paradisíaca si crees que podrás salir de Madrid sin numerario. Tú eres pobre, yo rica…».

Diciendo esto sacó un portamonedas de malla de oro, y al ver yo que lo abría para darme billetes y monedas, me levanté de súbito, protestando. Mis primeras palabras, trémulas y confusas, fueron: «¿Eres tú, Leonarda, la que a mi lado veo?… ¿Cómo has subido tan pronto a la cima de tus aspiraciones?… ¿Andan también en esto los hados benignos y las hadas traviesas?… Si mis ojos no me engañan, esta vivienda tuya es un lindo palacio… Agradezco tu oferta. Pero no puedo, ni debo, ni necesito aceptarla. Al mediar de todos los meses recojo yo en la portería de la Academia de la Historia la cantidad que para mis gastos asignada me tiene mi divina Madre… ¿No la conoces?… Mi Madre vive lejos de aquí, y rara vez se deja ver en estos barrios… Pasa temporaditas en el Olimpo, con sus hermanas que, naturalmente, son mis tías… Algunas noches viene a esta casa mi tíaDoña Caliope con los poetas que acá te trae de tertulia el rimbombante señor de los desaforados sombreros…

Por descuido mío, por el desvanecimiento en que ahora está mi cabeza, he dejado pasar cinco días sin recoger los dineros de la Mamá cien veces augusta y soberana… Allá me voy ahora mismo… allá me voy… No me retengas; no dejes caer sobre mí el dulce peso de tu cuerpo blando y amoroso… No rodee mi cuello tu brazo… no me cautives… Adiós,Leo…». Recuerdo haber oído la voz tenue de Leonarda, diciéndome: «Adiós, Tito chiquitín y salado. Largo tiempo estarás sin verme. Adiós».

El encontronazo que di al entrar en la Academia de la Historia me despertó. Había recorrido como máquina inconsciente un corto espacio de las calles de Lope de Vega y el León. Una de las jambas graníticas que forman la puerta de la antigua casa del Nuevo Rezado me estropeó el ala del sombrero, desollándome ligeramente una oreja… Entré en el portal de la Academia, y la portera, señora de mediano viso, afable y un tanto redicha, me dio un paquetito rotulado a mi nombre con gallarda escritura de Iturzaeta. Apresurábame a romper los sellos de lacre para desentrañar lo que el paquete contenía, cuando la mano menudita de la portera alargó hacia mí un pliego voluminoso que al punto reconocí como de los llamados de oficio. En el sobre me daban tratamiento de Ilustrísimo Señor, y vi un sello que decía:Presidencia del Poder Ejecutivo. «¿Qué será esto?» – me dije suspenso y turulato.

Como alma que lleva el diablo me eché a la calle, dándome un segundo trastazo contra la jamba de berroqueña, y al doblar la esquina de la calle de las Huertas metí el dedo en el sobre para rasgarlo y satisfacer mi curiosidad. Hice propósito de irme a mi casa para examinar allí detenidamente aquel embuchado misterioso; pero sumergido en la onda de mi propio afán, seguí sin sentirlo por toda la calle de las Huertas abajo. Lo primero que saqué del sobre fue un oficio, escrito en preciosa letra de pendolista, con la mar de rasgueos y primores caligráficos… Al final me decían que me guardara Dios muchos años, y que patatín y que patatán. Al principio leí que yo había sido nombrado… ¡Jesús, qué demonio será esto!… Me dio en la nariz olor de azufre, pez y otros ingredientes de la droguería infernal.

Con loca precipitación saqué del sobre otro papel. Era una carta firmada por don Eugenio García Ruiz en la que éste me decía que el Consejo de Ministros, después de la entrevista que yo celebré en la Presidencia con los señores Serrano, Martos, Sagasta y el infrascrito, vistos mis honrosos antecedentes,etcétera… examinadas mis altas prendas de reserva y diplomacia, etcétera… acordado había designarme como Delegado Secreto…

Con mano convulsa, después de restregarme los ojos para convencerme de que funcionaban en toda regla, saqué otro escrito del sobre y… ¡Santa Bárbara!… era un libramiento firmado por el Director del Tesoro y el Ministro de Hacienda señor Echegaray… ¡Ángeles divinos, excelsa Madre: venid en mi socorro!… Con sólo presentar aquel documento en la Administración de la Hacienda Pública de Vitoria, me serían entregados los primeros cincuenta mil duros, de los trescientos mil que yo debía emplear en la corruptela y soborno de cabecillas carlistas… Lo demás se me iría entregando en otras Administraciones de Hacienda.

Poseído ya de una comezón epiléptica, metí todo en el sobre para leerlo despacio en mi casa, y me encontré en el Prado, frente a la Platería de Martínez. Me paré en firme, y un rato estuve haciendo cálculos topográficos para ver qué camino había de tomar. Tras un largo discurrir llegué a persuadirme de que por la calle de San Juan podía llegar a la meta, como decía mi amiga la Duquesa de Mula. Camino del Amor de Dios, y pasando como un borracho de una acera a otra, tropecé con varios transeúntes que me lanzaban hacia el arroyo.

Al cabo, encerrado en mi aposento patronil, traté de reconcentrar mi pensamiento, apurando la lectura de los azufrados papelorios contenidos en el sobre de oficio. Leí, releí: la duda y la certidumbre libraron descomunal batalla en las sombrías regiones de mi espíritu. Lo que más hondamente me alborotaba era el notición de mi conferencia con Serrano, Sagasta, Martos y García Ruiz, en la Presidencia del Consejo, como preliminar y fundamento del cargo de confianza con que el Gobierno me favorecía. Para sacar de aquel abismo de confusiones la verdad que había de tranquilizarme, me arrebujé en una manta, y hecho un ovillo me acosté en mi lecho, amparándome de la obscuridad y un silencio absoluto con el fin de que mi pensamiento trabajase a sus anchas… Ahondando en el problema llegué a creer que tal conferencia era verdad… En esto, entró en mi camarín Ido del Sagrario con la siguiente embajada, que refiero sin dilación para solaz de mis regocijados lectores:

«¿Qué hay, carísimo don José?» – le dije fingiendo que despertaba.

– Ilustrísimo señor – me contestó, – ha estado aquí don Serafín de San José. No le dejé pasar porque creí que Vuecencia no quería recibir a nadie.

– A Serafín sí, sí – exclamé saltando de la cama. – ¿Y no ha dicho si está ya fuerte en la Partida Doble?

– Nada de eso me ha dicho, Ilustrísimo señor… y no le apeo el tratamiento aunque Vuecencia me lo mande… El recado y comisión que traía don Serafín era del tenor siguiente: Hallábase de guardia en la Presidencia del Consejo el día en que Vuecencia celebró una larga entrevista con el General Serrano y los Ministros de Gracia y Justicia, Estado y Gobernación. Vio a Vuecencia entrar y salir. Uno de los porteros de la Presidencia recogió un guante que a Su Ilustrísima se le cayó al bajar la escalera. El susodicho guante pasó a las manos del señor de San José para que se le entregase a Vuecencia… y aquí lo tenéis.

Mis asombrados ojos vieron el guante, pendiente de los trémulos dedos del filósofo, y de ellos lo cogí, diciendo con toda la naturalidad que afectar podía: «En efecto, lo eché de menos al volver a casa. Hágame el favor, señor Sagrario, de buscar en el bolsillo de mi gabán el otro guante, y cotéjelos a ver si…».

– Aquí están los dos; son hermanos. El guante perdido y ahora recuperado es el de la mano izquierda.

– Bien, bien. Que me pongan el almuerzo en seguida. Y ahora dígame otra cosa: ¿está en casa doña Silvestra?

– No señor; hoy ha ido a confesar. Para mí que su conciencia está estos días necesitada de un buen limpión… Es un suponer: punto en boca… A Nicanora dijo esta mañana que quizás almorzaría con doña Delfina. Si quiere usted verla váyase al almacén de féretros y allí le darán razón.

Almorcé sin apetito, y por la tarde no vi mejor manera de pasar el rato que lanzarme por calles y plazuelas, metiéndome más y más en la esfera de la incongruencia que era en verdad un mundo delicioso, poblado de indecibles encantos. A varios amigos encontré, y algunos de ellos me felicitaron reservadamente… «Ya sabemos que… ¡Menuda breva, amigo!…». Al caer de la tarde, mis pasos automáticos me llevaron a la calle de los Reyes. En la puerta de la armería de Calixto Peñuela vi a Simón de la Roda (Montero), que también me felicitó, lamentándose de no poder acompañarme en mi diplomática expedición.

Seguí luego por la calle de San Bernardino. Al pasar por las Capuchinas zumbaron en mis oídos voces, primero confusas, luego más claras, de mis familiares espíritus, que alegremente me saludaban, celebrando con blando gorjeo mi rápido avance en la esfera política y social. Aturdido y como asustado de mí mismo me metí en un coche de los que en aquel punto había y al cochero di las señas de mi casa, Amor de Dios, 12. El vehículo corrió por las calles con un traqueteo espantoso que me crispaba los nervios… y no paró en la puerta de mi casa, sino en Atocha, 3, tienda de ataúdes y coronas para muertos. Ya vi que los hados me llevaban a donde querían. Entré, y a mi encuentro salióChilivistra, que al verme se dispuso a volver conmigo a casa. Por el camino, cogiéndome del brazo para que anduviera derecho, me dijo:

«Por mi parte ya tengo arregladas mis cosas. A ver si acabas tú de una vez, para que partamos esta semana. Mañana no podemos irnos porque quiero asistir a la novena de los Misterios Dolorosos de Nuestra Señora. Pasado mañana tampoco, porque se celebra la fiesta de San Pedro Nolasco, de quien era mi padre especial devoto, y pienso encargarle una misa que oiremos los dos en la iglesia de las Trinitarias».

Contestele yo que estaba en franquía para partir en globo, en ferrocarril o a caballo, y correr con mi dama hasta el último rincón del mundo. En casa ya, y sentaditos uno junto a otro en el sofá de los muelles punzantes, me dijo Chilivistra: «Aunque he confesado dos veces, no creo tener mi conciencia enteramente limpia de pecado. Seamos buenos, Tito, seamos juiciosos, y no nos lancemos a peligrosas aventuras sin llevar nuestras almas bien confortadas en el santo temor de Dios». Asintiendo yo a cuanto me decía, todo mi afán era que diese la orden de marcha la dulce, antojadiza y un tanto histérica señora de mis atropellados pensamientos.

Un día entero me pasé en sueño profundo, durmiendo la mona que contraje al sumergirme en las ondas en cierto modo alcohólicas del océano suprasensible. El largo sueño agravó la intensa embriaguez de mi espíritu, y por la noche, habiendo salido a que me diera el aire, me creí convertido en pompa de jabón que flotaba sobre los transeúntes, al ras de sus cabezas. Yo era una delgadísima esfera líquida, y temblando me decía: «¡Ay, ay; si reviento al chocar con cualquiera de estas cabezas, me deshago y no seré más que un salivazo mísero de agua jabonosa!».

Por fin llegó el momento del anhelado éxodo. Precedidos de baúles y maletas, salimos una tarde a punto de las siete para la estación de Atocha, y nos empaquetamos en el correo de Aragón. Mi bendita compañera se santiguó, una y otra vez, al ponerse el tren en marcha, y luego siguió rezando hasta más allá de Alcalá de Henares.

Íbamos mi dama y yo solos en un departamento de primera. Observé que Silvestra, al paso por algunas estaciones, consagraba devotas plegarias entre dientes a los santos locales. En Sigüenza rezó a Santa Librada; en Huerta a don Rodrigo Jiménez de Rada, creyéndole santo, y en Calatayud dedicó extremados soliloquios y santiguaciones a los Divinos Corporales, confundiendo a Calatayud con Daroca. Así se lo dije, añadiendo que el arzobispo de Toledo Jiménez de Rada no figuraba como santo más que en el cielo de la Historia. En tanto, yo no perdía ripio para proseguir las lecciones que le venía dando a fin de corregir sus vicios de lenguaje, y debo hacer constar que ella demostró con su aplicación el provecho que sacaba de tales enseñanzas.

Aunque salimos de Madrid con el propósito de hacer nuestro primer descanso en Zaragoza, cambiamos de plan en Las Casetas, trasbordando al tren de Castejón. Ya era día claro cuando corríamos por la ribera del Ebro. Nuestro departamento iba mediado de viajeros, los cuales nos informaron de que no se podía ir más allá de Tafalla por la línea de Pamplona, y de que no había seguridad en la línea de Logroño y Miranda, pues se decía que los carlistas de la Rioja Alavesa intentaban vadear el río para ocupar a Cenicero. En vista de estas noticias y ansiando el descanso, nos quedamos en Tudela, donde tranquilamente pasamos la noche.

En la intimidad, sintiéndome yo poseído, por no sé qué fenómeno cerebral, de mi papel de Delegado Secreto, comuniqué a Silvestra todo el intríngulis de mi Comisión diplomática para traer a la paz a los cabecillas carlistas, mediante cebo contante y sonante. Más crédula que yo mi antojadiza y nerviosa compañera, se apoderó gozosa de la noticia, lanzándose a planear mi campaña, que fácilmente podía emparejarse con la suya. «Creo yo – me dijo en tono de firmísima convicción – que ese bandido de Cucala se venderá por veinte mil duros, o quizá por menos… ¿Está por aquí el Maestrazgo?».

– No, hija mía; el Maestrazgo lo hemos dejado a la espalda, al venir de Las Casetas. Mi parecer es que el primer pez a quien hemos de echar el anzuelo es el cura Santa Cruz, poniéndole una buena carnada de diez o quince mil duros.

– Bastará con diez. Ya te diré yo cuál es el terreno en que opera ese forajido, allá entre Tolosa, Betelu y la parte de Vera.

– Mi opinión… ¿a ver qué te parece?… es ofrecerle a Santa Cruz los diez mil duros, dárselos, y en cuanto veamos que se los mete en el bolsillo, cogerle, fusilarle, y en seguida quitarle el dinero, que puede servirnos para otro.

– ¡Muy bien, Tito: qué talento el tuyo! – exclamó Chilivistra navegando por el piélago inmenso del desatino. – Pero fíjate, debemos ir primero contra los peces gordos. Si se consigue pescar a Dorregaray con cuarenta mil duretes, a Cástor Andéchaga con veinticinco mil, y a otros tales, habremos hecho más que cogiendo en la red a los bicharracos de menor cuantía… ¡Ah! Pero ahora caigo en que ante todo tenemos que avistarnos con el Administrador de Rentas de Vitoria para que nos entregue…

– Ya, ya, el primer millón de reales – murmuré cayendo en honda perplejidad. Y en mi mente se representó la imagen del Administrador de Rentas como un ser escueto, peludo y rabilargo, que volvía del campo solitario de Zugarramurdi.

XIV

Cediendo a los apremios de Chilivistra, que mostraba impaciencia febril, partimos en el primer tren del día siguiente hacia Logroño y Miranda. Al pasar por Calahorra no olvidó Silvestra sus preces por los santos patronos Emeterio y Celedonio, martirizados en aquella ciudad, y cuyas cabezas fueron hasta Santander navegando por el Ebro, el Mediterráneo y el Océano, en un barco de piedra. En Logroño, acordándose mi amiga de la prisión de su marido, formuló mirando hacia el pueblo este femenil apóstrofe: «¡Ah, pillastre! Más quiero verte vivo que muerto; más atado que suelto por esos mundos, llevándote a mi pobre hijo. Pero espérate un poco que ya te cogeremos, tunante… Te compraríamos por cinco mil duros si no supiéramos que habías de jugártelos en seguida».

Antes de llegar a la estación de Haro, tuvimos una detención de tres horas largas en medio de la vía, sin que nadie supiera por qué. Los viajeros, que entre unos y otros coches discurrían, hablaron de rotura de máquina. Después se dijo que no llegaríamos a Miranda. Un señor que entró en nuestro departamento porque en el suyo había demasiada gente, nos contó que las tropas liberales habían desalojado de La Guardia a los carlistas. Aquel buen señor, regordete, comunicativo y al parecer de ideas avanzadas, dijo después: «Portugalete está en poder de los carlistas. Ya se sabe que don Carlos ha repartido recompensas por ese golpe de suerte: a Dorregaray le ha hecho Teniente General, y a Cástor Andéchaga Mariscal de Campo. ¡Bonito se está poniendo esto! A Bilbao lo tenemos cercado de carcundas. ¡Ay, mundo amargo, yo que tenía que ir allá para mis negocios!… ¿Van ustedes por casualidad a Vizcaya?». Contestele que no por casualidad, sino por obligaciones ineludibles, queríamos ir a Vitoria.

Nuestro desconocido acompañante, llevándose las manos a la cabeza, aseguró que no podría ser sin llevar un salvoconducto del Estado Mayor del malditoTreso, porque los carcas habían levantado la vía desde la Puebla de Arganzón a Nanclares. Repuso a esto Silvestra que si no había tren habría carros o borricos, y que de algún modo llegaríamos, pues nos era indispensable abocarnos con el Administrador de Rentas de la provincia de Álava… Echado un remiendo provisional a la locomotora, prosiguió el tren con marcha perezosa. Hacia las Conchas de Haro se plantó de nuevo como un cojo dolorido de sus débiles piernas. La segunda parada duró hasta el anochecer, y en ella tuvo tiempo el señor regordete para darnos noticia descriptiva y topográfica de la cruel guerra que asolaba el país.

No me detengo a referir los cuentos de aquel buen hombre porque me urge deciros que llegamos a Miranda del Ebro entrada ya la noche, hartos del tren y de su cojera insufrible. En la fonda de Guinea, donde nos albergamos, diéronnos pormenores de la toma de La Guardia. Aunque Moriones llevó consigo bastantes fuerzas para dominar la Rioja Alavesa, aún quedaba en Miranda crecido número de tropas liberales.

A la mañana siguiente, dejando a Chilivistra en el lecho con un leve ataque de anginas, salí a recorrer el pueblo con idea de encontrar entre la oficialidad de los Cuerpos allí estacionados algún amigo que me orientase en la correría fantástica que había emprendido, acompañando a una dolorida señora de buen palmito y un tantico alocada. Tan sólo encontré a un Teniente de Puerto Rico llamado Palazuelos, a quien traté mucho en Madrid, el cual me abrió ruta fácil hacia Vitoria con esta indicación: «Proporciónese usted un carro, amigo mío, y agréguese mañana a la impedimenta de mi batallón, que por orden de Moriones sale para la capital de Álava». Corrí a llevar esta feliz nueva a mi costilla postiza, y me la encontré metida en fervorosos rezos a San Blas abogado de los males de garganta (festividad del 3 de Febrero), con lo cual y unas gargaritas de zumo de limón pensaba curarse totalmente de su angina.

Por abreviar diré que San Blas y el zumo de limón triunfaron en la garganta de Chilivistra, y seguida al pie de la letra la indicación del amigo Palazuelos, al anochecer del 4 nos aposentábamos en la fonda de Quintanilla, en Vitoria… Atormentado por la idea de mi entrevista con el Administrador de Rentas, no pegué los ojos en toda la noche. Silvestra durmió a pierna suelta… En las primeras horas de la mañana me incitó a levantarme con fuertes voces, diciéndome: «Mientras yo me lavo y me arreglo, vete tú a presentar tu libramiento al Administrador de Hacienda… Despáchate, hombre, despáchate… Sacude la pereza. ¿Será preciso que te ayude a vestirte?… Si tuvieras mi genio ya estarías en la calle, atento a tu obligación… ¡Hala, hala, despabílate!… ¡Ay, qué pelmazo, Virgen Santa!… Me desesperas…

Objeté yo que nada adelantaría con ir antes de las horas de oficina. Pero ella, con ademán despótico y voces displicentes, me soltó esta rociada: «Vete pronto, que algún tiempo has de necesitar para saber dónde están esas oficinas. Coge tus papeles y no me vuelvas acá sin traerte el millón de reales».

No pasaré adelante sin daros detallada noticia del carácter complejo de aquella mujer, estudiado por mí a medida que iba observando sus diferentes facetas en el curso del trato íntimo. Era mimosa, blanda y flexible, cuando en ella dominaba el instinto marital, o sea la irresistible necesidad de aproximarse al hombre. Era ferozmente autoritaria, tozuda y de palabra muy agria, cuando imperaba en ella la soberbia. Su misticismo, o insana embriaguez de las devociones supersticiosas, prevalecía tan pronto como se le apagaba el ardor de las borracheras lúbricas.

En su conducta advertí una oscilación isócrona de péndulo: apenas se levantaba un palmo del lodo en que arrastraba su liviandad, emprendía rápido vuelo para subirse a una región de mentirosas estrellas, y de allí caía otra vez al fango. Del mismo modo, los arrebatos de su irritable amor propio alternaban en el curso diario de la vida con su mórbida humildad de fémina caprichosa. Había yo notado que durante semanas enteras comía vorazmente, sucediendo al buen apetito abstinencias de anacoreta. La conocí tierna y amante; la padecí poseída de celos absurdos y de locas envidias. En resumen; llegué a ver en ella una especie de relicario diabólico en el que estaban contenidos los siete pecados capitales.

Salí aquella mañana por las calles de Vitoria en estado de ánimo semejante al de Sancho Panza cuando Don Quijote le envió al Toboso con la carta para Dulcinea. Largo rato divagué movido por una extremada confusión y perplejidad. ¿Presentaría mis documentos al Administrador de Rentas? Sentado en un banco de la Plaza de la Constitución, por hacer tiempo saqué mis papeles, y examinándolos una y otra vez, fijándome en todos sus rasgos y primores de caligrafía, los diputé por buenos, absolutamente fidedignos. Con esta idea me fui como una flecha hacia el edificio donde me dijeron que radicaban el Gobierno civil y la Administración de Hacienda. Pero al llegar a la puerta me sentí detenido por una mano que llamaré invisible y misteriosa. Así son todas las manos que en casos tales atajan a los personajes de novela, lanzados a veloz carrera por un fuerte impulso del corazón. Supersticioso miedo invadió mi alma. Oí la risilla de un diablo maleante y jovial, que a mi parecer salió de las oficinas armado de látigo, más bien zorro para sacudir muebles…

Me retiré, invocando a Mariclío para que de aquella horrible turbación me sacase. Pero por más que la llamé con el pensamiento, y aun con la voz, la Madre augusta no vino en mi auxilio. Decidí al cabo volverme a la fonda, después de dar vueltas y más vueltas por las calles circulares de la parte vieja de la ciudad, sin otro objeto que justificar, con una prudente tardanza, el plan concebido para dar el pego a Chilivistra… Encontré a ésta ya vestida con su hábito negro de los Dolores, en el cual brillaba el emblema de plata: un corazón atravesado por siete lindas espaditas. Advirtiendo en Silvestra el temblor de labio, signo infalible del punto culminante de su soberbia, me anticipé a su interrogación diciéndole con afectada serenidad: «Pues verás, mujer, lo que me ha pasado». Y ella, con seca voz airada, balbució estas palabras: «Acaba pronto, majadero… ¿Traes el millón?».

Me senté risueño, simulando cansancio para desarrollar mi plan dialéctico, que fui exponiendo poco a poco en esta forma: «Espérate un poco… Verás… Déjame tomar aliento… El señor Administrador es un caballero amabilísimo, pero…». Interrumpiome Silvestra con estas frases cortadas, que tartajosas salían de sus labios: «Amabilísimo, sí… Será un maula… como tú… un perezoso… Te habrá mandado que vuelvas… Esa gentuza de oficina siempre tiene en la boca el vuelva usted… ¿Y cuándo?… ¿Esta tarde?».

– Esta tarde no… Pero no te sofoques, no te precipites. Siéntate y hablaremos – dije yo, viéndola correr y dar vueltas como una pantera enjaulada. – Estas cosas no pueden resolverse de momento. Hay casos excepcionales. Verás. El señor Administrador, que, lo repito, es hombre muy fino, me ha mandado volver dentro de unos días… Ten calma… Sin precisar cuántos días… Es que ha tenido que dar a las tropas de Moriones la paga de Noviembre y parte de la de Diciembre. Ponte en su caso, mujer. Ayer hizo el arqueo, y sólo tiene en Caja diez mil duros.

– ¿Y por qué no te los ha dado ese bergante?

– Eres una pólvora. Espérate. Los diez mil duros están en calderilla. ¿Cómo quieres que…?

Largo tiempo invertí en desfogar el encendido temperamento de aquella hembra, que se ponía insufrible cuando le soplaba el viento de la soberbia. Dos medios había para domarla: o apurar mis facultades parlamentarias, con refuerzo de halagos y carantoñas, o coger una estaca y convencerla con razones contundentes. Este sistema radical no lo había empleado nunca. Preferí en aquella ocasión el método de la verbosidad dulzona, y a la media hora de aplicarlo ya estaba la señora como un guante. Díjome que después de almorzar haría sus visitas a las familias de Vitoria con quienes tenía conocimiento y amistad. Los Baraonas eran los primeros a quienes pensaba visitar, porque con ellos uníanla estrechos lazos de parentesco. Después se vería con los Trapinedos, Prestameros y Romarates. De todas estas familias, que eran fieles fanáticas del Dios, Patria y Rey, esperaba obtener salvoconductos para penetrar sin riesgo en el campo carlista. Cuando comíamos me dijo que, por decoro y honestidad, no era prudente que yo figurase como su acompañante. Pareciome muy sensata esta precaución y le manifesté que si sus amistades y parentela le pagaban la visita, yo me ocultaría discretamente.

Al disponer por la noche nuestra partida en dirección a Durango, itinerario marcado por la terca vizcaína, ésta se rebelaba contra la idea de dejar en Vitoria los diez mil duros, y en su desvarío llegó a proponerme que cargáramos con la calderilla, aunque para ello tuviéramos que alquilar cuantos carros fueran menester. Con nuevo gasto de saliva la disuadí de aquel disparate, asegurándole que con mis libramientos en regla bastaba para reducir a los cabecillas más inaccesibles al soborno.

En un mal carricoche, que alquilamos pagándolo muy bien, partimos de madrugada por el camino real de Peña de Amboto y Ochandiano. Invertimos casi todo el día en llegar a este último pueblo por entorpecimientos de la carretera y por los sobresaltos que nos causaron algunas partidas volantes, de las que logramos zafarnos gracias a los salvoconductos de que se pertrechó en Vitoria la tozuda señora que me llevaba de rodrigón o escudero.

En las agrias cuestas de la divisoria tuvimos que aplicar a nuestro desvencijado carruaje la tracción de una pareja de bueyes. En otras partes del camino, los deterioros causados por el temporal de lluvias nos obligaron a recorrer a pie largos trayectos. Estos desavíos, y el hambre que nos extenuaba por habérsenos olvidado la canasta de provisiones, moviéronnos a guarecernos en la posada de Ochandiano para comer tranquilamente y pasar la noche. Gozosos entramos a disfrutar del abrigo de aquella casa, donde además de comodidades tuvimos agasajo y cariño. La patrona, que era una mujer fresca, guapa y de gigantescas hechuras, nos trató desde el primer momento con afabilidad campechana. Apenas cruzados los primeros saludos entre la dueña del parador y Chilivistra, lanzáronse ambas a parlotear alegremente en lengua vasca, dejándome casi a obscuras de cuanto decían.

La cena fue sabrosa, animada y familiar, sentándonos juntos en la misma mesa la patrona con dos hijos suyos de corta edad, Silvestra, dos hombrachos de boina blanca con insignias, de Teniente el uno de Capitán el otro, y un servidor de ustedes. La posadera, cuyo asiento estaba frontero al mío, blasonaba de persona cortés, dirigiéndome frases en castellano macarrónico para indemnizarme del tedio que me producía el asistir en silencio a una conversación en vascuence. «Esta señora – me dijo mi dama – se llama Polonia Zuazu y es sobrina carnal de nuestro amigo el cura Choribiqueta. Según ella, estás aburrido porque hablamos una lengua que no entiendes, y yo le digo que no debemos hablar castellano para que te acostumbres al son del habla nuestra y vayas aprendiéndola».

No refiero pormenores de aquella cena ni del franco regocijo que en ella reinó, porque anhelo pasar rápidamente a otro pasaje más interesante. Encendida la vela hospederil en candelero de cobre, Polonia nos guió a la habitación que nos destinaba. Apenas encerrados en ella, vi que mi compañera frente a mí se engallaba con ojos fulgurantes, y el temblor de labio inseparable de sus accesos de ira. Absorto quedé al oír este absurdo despropósito:

«Ya he sentido… bien segura estoy… que por debajo de la mesa… le pisabas el pie a Polonia… No lo niegues: tengo yo mucho pesquis para estas cosas… Y ella, la muy puerca, se dejaba caer pisándote a ti… Es claro como el agua… No se me han escapado tampoco las miraditas que cruzabais ella y tú».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
260 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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